Una de las figuras más conocidas de este rostro sombrío es el sicario, término que en español significa “asesino a sueldo”. Sin embargo, el sicario no constituye únicamente una categoría criminal; representa, más bien, un síntoma estructural derivado de la descomposición social, de la pérdida de autoridad del Estado, de las desigualdades globales y de la economía del narcotráfico. La historia de un joven ejecutor que lleva a cabo un asesinato en las calles se convierte, en realidad, en un espejo que revela las patologías socioeconómicas de todo un continente.
América Latina ha ocupado siempre un lugar de doble faz en el sistema global. Por un lado, el esplendor literario del realismo mágico, los ritmos envolventes de la samba y el tango, la majestuosidad ancestral de los Andes y el magnetismo de las costas caribeñas. Por el otro, los cárteles de la droga, la violencia paramilitar, los aparatos estatales corroídos por la corrupción y los ciclos sangrientos engendrados por una pobreza cada vez más profunda. Esta doble imagen revela la paradoja trágica de la historia moderna del continente: una riqueza cultural incomparable que coexiste con una crisis social letal.
Una de las figuras más emblemáticas de este rostro oscuro es el sicario, palabra que en español significa “asesino a sueldo”. Sin embargo, el sicario no constituye únicamente una categoría criminal; es un síntoma estructural de la descomposición social, de la pérdida de autoridad estatal, de las desigualdades globales y de la economía del narcotráfico. La vida de un joven ejecutor que lleva a cabo un asesinato en plena calle se convierte, en realidad, en un espejo que refleja las patologías socioeconómicas de todo un continente.
El presente texto se propone examinar la figura del sicario en todas sus dimensiones. Desde sus raíces históricas hasta su trasfondo social, desde sus representaciones culturales hasta los debates ético-políticos que suscita, pasando por sus conexiones internacionales y sus consecuencias últimas, buscaremos comprender juntos este fenómeno sombrío que atraviesa la realidad latinoamericana.
I. El Origen del Concepto de Sicario
El término sicario hunde sus raíces en la Antigüedad romana. Procede de los sicarii, milicias radicales que, en los territorios bajo ocupación romana, portaban una daga corta (sica) para ejecutar asesinatos políticos. Aquellos grupos practicaban atentados clandestinos contra la autoridad imperial y convertían la violencia en un instrumento de acción política.
Siglos más tarde, la palabra resurgió en un escenario completamente distinto. En la segunda mitad del siglo XX, el auge del crimen organizado y del narcotráfico en América Latina dotó al vocablo de nuevos significados. En Colombia, durante el dominio del Cartel de Medellín bajo el liderazgo de Pablo Escobar, se comenzó a designar como sicarios a los jóvenes que ejecutaban muertes por encargo en las calles. Con el tiempo, la noción se expandió a otras regiones del continente, convirtiéndose en el nombre del actor más visible del crimen organizado.
En la actualidad, sicario se refiere a aquel joven en su mayoría procedente de barrios empobrecidos que, al servicio de un cartel u organización criminal, mata a cambio de dinero. Su existencia revela la erosión del monopolio estatal de la violencia y la consolidación de grupos que funcionan como “Estados paralelos”, capaces de imponer orden social en vastas zonas. Por ello, el sicario no debe entenderse como un simple individuo que delinque, sino como un producto histórico y un síntoma de crisis estructurales.
II. Trasfondo Social y Económico
América Latina es una de las regiones con mayor desigualdad del planeta. Según datos del Banco Mundial y de la CEPAL, el coeficiente de Gini de la región se mantiene muy por encima del promedio global. El 10 % más rico concentra más de la mitad de la riqueza total, mientras millones de personas sobreviven por debajo de la línea de pobreza. Esta brecha no se limita a la distribución del ingreso, sino que se manifiesta también en el acceso desigual a la salud, la educación, la vivienda y la seguridad.
Las consecuencias recaen con especial dureza sobre la juventud. El desempleo, la precariedad laboral y la falta de movilidad social condenan a millones de jóvenes a un horizonte de “falta de futuro”. En ciudades como Medellín, Ciudad Juárez o San Salvador, los barrios marginados se convierten en terreno fértil para que los carteles ofrezcan una alternativa: dinero, poder, pertenencia y reconocimiento. En este contexto, el sicariato deja de ser una simple “opción criminal” para presentarse como una salida producida por la misma estructura social.
Un solo asesinato puede equivaler a varios meses de sustento para la familia del sicario. Esta realidad explica el atractivo económico de tal práctica. Sin embargo, no se trata únicamente de dinero: la figura del sicario otorga visibilidad y cierto estatus a jóvenes invisibilizados por la sociedad. La violencia deviene, para ellos, en una forma de “capital social”.
La debilidad de las instituciones judiciales y de seguridad agrava el cuadro. En Colombia, hacia los años ochenta, el 98 % de los homicidios quedaban impunes. En México, la mayoría de los casos de desaparecidos aún no han sido esclarecidos. La corrupción policial y la ineficacia del aparato judicial han permitido que los carteles actúen como auténticos poderes paralelos. De este modo, el sicario encarna la materialización de un Estado ausente: más que un criminal aislado, es el amo de los territorios abandonados.
Particularmente alarmante resulta la “carrera” del sicariato entre menores de edad. Investigaciones de campo en Medellín han documentado casos de niños de 14 o 15 años empleados como ejecutores por los carteles. Este fenómeno de niños sicarios puede interpretarse como una versión urbanizada del drama de los niños soldados: la exposición temprana a la violencia constituye una de las manifestaciones más dramáticas de la desintegración social.
Comprender el fenómeno del sicario exige ir más allá de las motivaciones individuales. Es necesario situarlo en el entramado de desigualdades estructurales de América Latina, en la erosión de la autoridad estatal, en la marginación juvenil y en el atractivo de los carteles. En suma, el sicariato no es un accidente, sino un espejo de las condiciones históricas y sociales que configuran la vida en la región.
III. Representaciones Culturales
La figura del sicario no solo habita en los oscuros callejones de la ciudad, sino que también ha adquirido visibilidad en distintos ámbitos de la producción artística y cultural. A través de la literatura, el cine y la música, este personaje se ha incrustado en la memoria colectiva, convirtiéndose en símbolo simultáneo de miedo, fascinación e impotencia.
Literatura
La novela La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo narra la existencia nihilista de los jóvenes asesinos a sueldo en las calles ensangrentadas de Medellín. Vallejo los retrata no únicamente como criminales, sino como hijos de una sociedad en la que Dios permanece en silencio. Su relato constituye, más allá de un drama individual, un registro literario de la descomposición social y de la quiebra del universo de valores. De modo complementario, No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar recopila testimonios directos de los sicarios, ofreciendo una visión sociológica de sus vidas cotidianas, de sus sueños y de sus tragedias.
Cine
El cine ha desempeñado un papel crucial en la difusión global de la figura del sicario. La película Sicario (2015) de Denis Villeneuve expone las fronteras difusas entre los carteles y el Estado en la región fronteriza entre Estados Unidos y México, donde los sicarios aparecen como engranajes invisibles de redes criminales transnacionales. En el caso colombiano, el filme La virgen de los sicarios de Barbet Schroeder, basado en la obra de Vallejo, plasma con un realismo crudo e incómodo el nihilismo que atraviesa la vida de los jóvenes ejecutores. Estas producciones consolidan al sicario como un símbolo cinematográfico de terror y desesperanza social.
Música y Cultura Popular
En México, el género de los narcocorridos presenta a sicarios y capos como héroes modernos. En estas canciones, la violencia se transforma en relato romántico de hazañas, y los asesinos se convierten en antihéroes que luchan por riqueza y poder. La estetización de la violencia contribuye a la normalización de la figura del sicario en la memoria colectiva, mostrando cómo la cultura popular puede fungir tanto como vehículo de legitimación como de difusión de la violencia.
Memoria Colectiva y Estetización
La conjunción de la descripción literaria, la narración visual y la resonancia musical transforma al sicario en algo más que una realidad social: lo convierte en un imago. Esta imagen produce una memoria social ambivalente, oscilante entre la condena y la glorificación. De este modo, el sicario deviene “icono” cultural, mientras el arte, en su esfuerzo por exhibir la violencia, corre también el riesgo de reproducirla y perpetuarla.
IV. Dimensión Ética y Política
La figura del sicario pone a prueba los límites más extremos de la ética. Resulta sencillo concebirlo únicamente como un criminal individual, un “asesino a sueldo”; sin embargo, esta perspectiva pasa por alto el trasfondo social y estructural que lo engendra. El verdadero problema radica en que es la propia sociedad la que produce sicarios. La pobreza, la desigualdad, la cultura de la impunidad y la insuficiencia del Estado convierten la violencia en un oficio. En este sentido, el sicariato debe comprenderse menos como una mera falla moral individual y más como un modo de producción social. El ejecutor es, al mismo tiempo, víctima del sistema: por un lado, el joven que acciona el gatillo; por otro, el mundo injusto que lo empuja hasta ese abismo.
Dilemas Éticos
El dilema ético fundamental radica en la difuminación de la frontera entre culpable y víctima. El sicario es, sin duda, el autor material del homicidio; pero a la vez es un joven marginado, privado de oportunidades y expulsado de la comunidad. Por ello, la evaluación moral del sicariato debe visibilizar la violencia estructural sin por ello negar la responsabilidad individual. En paralelo con la noción de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”, la normalización del sicariato convierte la violencia en una práctica cotidiana de vida en el seno de la sociedad.
Crisis Política y Legitimidad del Estado
En el plano político, el sicario revela la crisis de legitimidad del Estado. Como señalaba Max Weber, el rasgo esencial del Estado es el “monopolio legítimo de la violencia”. Sin embargo, en amplias regiones de América Latina, dicho monopolio ha pasado a manos de los carteles. Estos recaudan extorsiones como si fueran impuestos, imponen sus propias leyes y dictan el orden social. El sicario es el brazo ejecutor de este poder paralelo.
Tal situación erosiona las instituciones democráticas y socava la confianza ciudadana en el Estado. La incapacidad de impartir justicia y de garantizar la seguridad pública conduce a que carteles y sicarios sean percibidos como “autoridades alternativas”. Así, el sicario no solo encarna una figura criminal, sino también un agente que corroe la democracia desde dentro.
Nexo entre Política y Carteles
La dimensión política del sicariato trasciende lo local y se proyecta a escala internacional a través de la economía global de las drogas. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), el narcotráfico latinoamericano supera los 300 mil millones de dólares anuales. Esta inmensa capacidad financiera penetra las más altas esferas del poder, borrando las fronteras entre crimen y política.
El caso de México es paradigmático. En 2023, el exsecretario de Seguridad, Genaro García Luna, fue condenado en Estados Unidos por su colaboración con el Cártel de Sinaloa. De igual modo, el exgobernador de Michoacán, Jesús Reyna García, fue arrestado en 2014 por sus vínculos con el Cártel de los Caballeros Templarios. Estos episodios muestran que los carteles no solo operan en lo local, sino que financian la política nacional, comprando protección e impunidad.
En Colombia, durante los años ochenta, el Cártel de Medellín de Pablo Escobar penetró directamente la esfera política: Escobar llegó a ocupar un escaño en el Congreso y eliminó a sus rivales para afianzar su poder. Más tarde, el escándalo de la parapolítica expuso los lazos de centenares de políticos con grupos paramilitares.
En Centroamérica se repiten patrones similares. El expresidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, renunció en 2015 tras verse implicado en la red de corrupción y contrabando conocida como La Línea. En 2022, el expresidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, fue extraditado a Estados Unidos bajo cargos de narcotráfico.
Estos ejemplos revelan cómo el poder económico de los carteles desempeña un rol decisivo en la configuración de los gobiernos. Los carteles financian campañas y obtienen inmunidad, mientras los políticos aseguran su permanencia gracias a dichos recursos.
Esta relación simbiótica convierte al sicario en instrumento no solo del crimen, sino también de la política. La bala disparada por un ejecutor no suele tener como blanco exclusivo a un individuo, sino que hiere la integridad del Estado, erosiona las instituciones democráticas y socava la legitimidad del orden político.
V. Dimensión Internacional
Considerar el fenómeno del sicario en América Latina únicamente como un asunto regional resulta insuficiente. Detrás de él se despliega una red mucho más compleja a escala global: demanda de estupefacientes, comercio de armas, blanqueo de capitales y sistemas financieros transnacionales.
Demanda Global
Según el informe de 2023 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), alrededor de 20 millones de personas consumen cocaína de manera regular en el mundo. Más del 60 % de este mercado corresponde a Estados Unidos y Europa. Solo en Estados Unidos, el volumen anual del mercado de cocaína se estima en 35.000 millones de dólares, mientras que en Europa el número de consumidores supera los 4,5 millones y el valor del mercado excede los 10.000 millones de euros. Mientras esta demanda persista, los carteles latinoamericanos incrementarán la producción; y mientras la producción continúe, los sicarios mantendrán su existencia.
Flujo de Armas
Estados Unidos es el mayor productor legal de armas en el mundo; sin embargo, esta producción alimenta también el contrabando ilícito. Según el gobierno mexicano, el 70 % de las armas utilizadas por los grupos criminales del país proviene de Estados Unidos. Cada año se introducen de contrabando unas 200.000 armas de fuego a través de la frontera. Gran parte de este arsenal termina en manos de sicarios y se emplea en ejecuciones. Así, el sicario mantiene un vínculo indirecto con la industria armamentística estadounidense.
Blanqueo de Capitales y Sistema Financiero
Se calcula que los carteles obtienen ingresos anuales superiores a los 300.000 millones de dólares. La mayor parte de estos recursos se blanquea a través de sistemas bancarios internacionales. En 2012, el banco HSBC fue sancionado con 1.900 millones de dólares por lavar miles de millones provenientes de los carteles mexicanos. Este ejemplo demuestra que la cultura del sicariato no se alimenta únicamente en las “calles traseras”, sino también en centros financieros globales como Londres y Nueva York.
Aspectos Pasados por Alto
En la dimensión internacional del fenómeno suele ignorarse un elemento fundamental: su relación con la migración. Una parte considerable de las caravanas de migrantes que parten de Centroamérica hacia Estados Unidos huye precisamente de la violencia de los carteles y de los sicarios. Esto evidencia que los sicarios no son solo actores criminales, sino también factores geopolíticos que desencadenan oleadas migratorias masivas.
Otro aspecto menos conocido es la incorporación de nuevas tecnologías por parte de los carteles. En los últimos años se han documentado ataques perpetrados con drones y pagos realizados mediante criptomonedas. Ello revela que el fenómeno del sicariato no se limita a las estructuras mafiosas clásicas, sino que evoluciona también con las herramientas de la era digital.
Conclusión
El sicario representa el rostro oscuro de América Latina; sin embargo, su historia encierra lecciones que trascienden las fronteras del continente. El sicario es mucho más que un delincuente individual: constituye el producto de la desigualdad, de la debilidad estatal, de la demanda internacional de estupefacientes y del rostro letal del capitalismo global.
Conocerlo a través de la literatura y el cine no solo implica estetizar la violencia, sino también visibilizar traumas colectivos. Comprender los orígenes y las dimensiones del sicariato equivale a comprender las crisis de la democracia en América Latina, las violaciones de los derechos humanos y los dilemas morales del capitalismo contemporáneo.
En definitiva, mirar al sicario es mirar al rostro sombrío no solo de América Latina, sino del mundo entero. Su historia nos conduce a plantear las preguntas más incisivas de la modernidad: ¿Qué es la justicia? ¿Qué es el Estado? ¿Y cómo puede la sociedad detener la violencia que ella misma ha engendrado?