Judaísmo de Linaje – Judaísmo Imitativo

octubre 1, 2025
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El Judaísmo de linaje designa a aquellas personas y comunidades que se reconocen como pertenecientes al pueblo denominado judío, y que asumen, comparten, adoptan y defienden las características religiosas, políticas, sociales e individuales propias de este colectivo. Se trata de un judaísmo transmitido por la sangre, inaccesible desde el exterior, que se manifiesta como una forma de religiosidad étnica.

Por su parte, el Judaísmo imitativo hace referencia a individuos y grupos que, sin ser judíos por ascendencia, exhiben rasgos característicos del judaísmo. Aunque puedan presentarse como enemigos del judaísmo de linaje, en la práctica viven como una imitación de este. El judío imitativo es, por así decirlo, un aprendiz o un imitador del judío de origen, y en número supera a los propios judíos de linaje.

El siguiente artículo ha sido actualizado a partir del texto titulado “¿Qué es el judaísmo?”, publicado en 2004 en la revista Yarın y posteriormente en 2008 en el sitio web haber10.com.

¿Qué es el Judaísmo?

A lo largo de la historia, y también en la actualidad, se han formulado múltiples definiciones, descripciones y narrativas sobre el judaísmo. Se han transmitido comentarios positivos y negativos, análisis, leyendas y teorías conspirativas. Presentemos ahora nuestra propia interpretación:

1. ¡El Judaísmo no es el Mosaísmo!

Se ha sostenido que las comunidades denominadas “judías” en la Antigüedad surgieron tras la invasión persa en torno al siglo VI a. C., cuando poblaciones recolectadas en la región indo-iraní fueron trasladadas al área para servir a los persas a cambio de privilegios comerciales. Este grupo, en sus orígenes, habría sido probablemente parte de tribus dalit o gitanas procedentes de la India que, tras las invasiones arias, emigraron hacia Afganistán, Irán y Mesopotamia.

En el Corán se menciona a este colectivo como el pueblo de ʿĀd, y en muchos pasajes como Hadu. Tras la caída de Sumeria, se mezclaron con comunidades que llegaron posteriormente en las épocas asiria y fenicia, desempeñando durante largo tiempo funciones subordinadas: esclavos, sirvientes, campesinos. Con la entrada de los persas en el siglo V a. C. y la eliminación de los comerciantes asirios, se abrió un vacío que fue ocupado por estas poblaciones, reagrupadas por el emisario imperial Esdras (Ezra) bajo el patrocinio del rey Ciro. A cambio de su lealtad, se les otorgaron privilegios comerciales en nombre de los persas. Respaldados por el ejército persa, se enfrentaron a las tribus asirio-mosaicas de la región, a las que sometieron y desplazaron, implantando comunidades subordinadas.

Con el tiempo, como estrategia de arraigo y legitimación, adoptaron elementos de las culturas mosaica y babilónica, elaborando una base religiosa y cultural que justificara su existencia. De este modo, las tribus híbridas de origen indo-iraní el pueblo de ʿĀd mezclado con gitanos indoiranios fueron denominadas en distintas épocas Hadu y, posteriormente, Yehud–Jehud–Jews–Judíos. El Corán utiliza el término hadu para los tiempos de Moisés e Isa, y yehud para la época del profeta Mahoma.

El libro conocido como la Torá es producto de este proceso: un compendio de relatos y leyendas regionales, redactado fragmentariamente entre los siglos V y II a. C., con múltiples añadidos y alteraciones. Más allá de su contenido, la lengua de la Torá y la fidelidad a ella proporcionaron a las comunidades judías un principio de cohesión (ʿasabiyya) que garantizó su permanencia histórica en la región.

Numerosos investigadores señalan que, mientras pueblos de gran relevancia creadores de civilizaciones, ciudades, ciencias, artes y filosofías desaparecieron con sus nombres y lenguas, el judaísmo, carente de tales logros propios, logró sobrevivir presentándose como si fuese el heredero de todo el acervo antiguo. La razón se encontraría en la conservación inquebrantable de esa cohesión torácica. Incluso aportes de otros pueblos civilizados han sido apropiados por los judíos.

Así, la historia resumida y la forma característica de existencia del judaísmo se basan, en esencia, en la apropiación del mosaísmo.

El mosaísmo, en este marco, remite a la religión monoteísta asiria. Se atribuye a Moisés, figura fechada entre los siglos XV y XII a. C., identificado en algunas tradiciones como un caudillo asirio (Sargón-Ramsés) que, tras la invasión persa, condujo a su pueblo desde Siria hasta Palestina y Egipto, donde reorganizó a los asirios (los Beni Asur). En Egipto, conocido como Ramsés-Ra mose (hijo del Señor o siervo de Dios), reorganizó su ejército y repelió a las fuerzas iranias. Esta gesta registrada en la arqueología como la batalla de Qadesh y cantada en la Ilíada de Homero dejó en la región restos de población indo-iraní que constituyen, según esta perspectiva, el origen histórico del judaísmo.

En los siglos posteriores, bajo los reinados de David (Thothmusa) y Salomón (Salmanasar), los hadu sirvieron a este nuevo Estado asirio-egipcio, hasta que con la entrada de los persas y la llegada de grupos afines volvieron a convertirse en agentes al servicio del imperio. Hasta la época de Alejandro Magno, actuaron como comunidades privilegiadas en cada ciudad, controlando el comercio y las redes de información en nombre de los persas. La llamada “Tierra prometida” no era más que la herencia del imperio asirio prometida por Ciro y Darío a estas poblaciones colonizadoras.

De este modo, el mosaísmo como religión monoteísta asiria nada tiene que ver con el judaísmo posterior. De hecho, en la Torá y en el Talmud se ridiculiza y se difama a los profetas mosaicos, narrando historias despectivas sobre ellos.

Moisés no tiene relación alguna con el judaísmo ni con los judíos. De igual manera, tampoco José, Jacob, Ismael, Zacarías ni su antecesor Abraham guardan vínculo alguno con el judaísmo. En los tiempos en que vivieron estos profetas, ni siquiera existía un pueblo denominado judío. Las comunidades llamadas judías no aparecen en ningún registro histórico anterior al siglo VI a. C. Algunos investigadores judíos, en un esfuerzo por validar la Torá, estudiaron largamente los textos egipcios, pero no hallaron ninguna mención a los judíos.

Ciertas fuentes señalan que en un texto egipcio datado hacia el 1200 a. C. se menciona a los Apiru, descritos como rebeldes expulsados de Egipto. Los estudiosos judíos sostuvieron que Apiru significaba Habiru–Hebrew–Hebreo, y creyeron haber encontrado así una prueba histórica del vínculo entre los judíos, Egipto y Moisés. Sin embargo, esta hipótesis está cargada de dudas. Incluso si Apiru se tradujera como “hebreo”, ello no significaría que los judíos fueran hebreos. Desde nuestra perspectiva, Haburu/Habrew remite más bien a la antigua Mesopotamia: Ab-su (Éufrates–Tigris), Ur (ciudad), Habur (ciudad de aguas). Es decir, habru e ibrán significan “habitante de Ur o de Uruk”, es decir, un antiguo mesopotámico.

Las comunidades mosaicas originales son los samaritanos, hoy reducidos a un pequeño número en la región. También pueden mencionarse los esenios, así como en parte los caldeos, nestorianos, siríacos y arameos, que mantuvieron creencias mosaicas. Cuando los judíos llegaron a la región con la invasión persa, exterminaron a estas comunidades originales, que eran aliadas de asirios y egipcios, rivales políticos de los persas. Numerosos registros históricos, e incluso la propia Torá, relatan cómo los judíos exterminaron a cananeos, amorreos, jebuseos, samaritanos, entre otros, y por qué consideraban necesario hacerlo: solo aniquilándolos podían asentarse en la región. Con el tiempo, frente a la poderosa cultura mosaica, los judíos simularon adoptarla; los banqueros y rabinos judíos, además de regular el comercio, impusieron a sus propias tribus costumbres y narrativas mosaicas a través de normas sociales y políticas. En el libro de Esdras se menciona la prohibición de matrimonios con extranjeros, con el objetivo de impedir la mezcla, garantizar la disciplina interna y mantener la fidelidad de la comunidad judía a los pactos con los persas.

La Torá que hoy se conserva no es, en el sentido estricto, un libro revelado por Dios. El Corán afirma que a Moisés se le entregó un libro, pero no lo denomina Torá. Lo que se reveló a Moisés no fue un texto como el Corán en manos de los musulmanes, sino los Diez Mandamientos, entendidos como principios fundamentales que han sido reconocidos en el cristianismo, en el islam y en muchas otras religiones y doctrinas éticas como valores universales para humanizar al ser humano: no adorar a nadie fuera de Dios, no asesinar injustamente, no mentir, no incurrir en inmoralidad sexual (adulterio, prostitución, homosexualidad, pederastia, incesto), no robar ni explotar, establecer un sistema judicial justo, prohibición de consumir carroña, sangre, cerdo, alcohol y de practicar juegos de azar.

La esencia de la fe abrahámica también fue revelada a Moisés, y estos mandamientos se registraron y transmitieron gracias a las interpretaciones de los sacerdotes mosaicos. La Torá judía, en cambio, es una recopilación en la que se mezclan esas interpretaciones con leyendas y mitos de pueblos persas, babilonios y palestinos, además de normas internas diseñadas para disciplinar a las comunidades judías. En este sentido, la Torá judía no es la Torá original.

Los judíos no son abrahámicos. Abraham no fue judío; fue acadiano, probablemente Hammurabi. Vivió hacia los siglos XIII–XII a. C., época en la que el Estado acadio-babilónico se reconstituía tras la caída de Sumer. Era un período de anarquía, en el que dominaban cultos solares y lunares de raíz indoegipcia, extendidos desde Irán hasta Anatolia y Egipto. Lo que se denomina idolatría representaba en realidad las diferentes asabiyyas tribales simbolizadas en múltiples deidades, como expresión de un politeísmo oligárquico. De manera similar a lo ocurrido en tiempos de Mahoma, los clanes en guerra buscaban preservar sus solidaridades internas mediante nombres divinos distintos. El Estado acadio-babilónico logró unificar a estas tribus y sus dioses bajo un mismo orden político. Contra esta coalición elitista se levantó Abraham, proclamando la unicidad divina (tawḥīd) como principio de liberación del pueblo común frente a la teología oligárquica.

La revolución monoteísta abrahámica se expandió junto con la política de difusión acadia hacia Irán, Palestina y Egipto, en un proceso comparable al surgimiento y expansión del islam. Esta revolución se convirtió durante largo tiempo en la cultura dominante de la región y posibilitó el florecimiento de la civilización. El Código de Hammurabi es fruto de esta revolución abrahámica, que promovió la liberación humana, la vida social, la paz, el orden y el alejamiento de supersticiones, gracias al uso de la razón. Así se constituyó lo que llamamos civilización. Al igual que Sumer fue obra de Noé e Idrís, Acad, Babilonia y Egipto fueron la obra de Abraham y de los profetas y líderes que lo continuaron. Los períodos de decadencia, en los que se retornó al paganismo y a la anarquía, fueron tiempos de opresión, esclavización y tiranía. La historia de Mesopotamia y del Mediterráneo es, en este sentido, la historia de luchas internas entre nómadas y sedentarios, invasores y autóctonos, gobernantes y gobernados, opresores y oprimidos, expresadas teológicamente en la dialéctica entre monoteísmo (tawḥīd) y politeísmo (shirk).

Los judíos no forman parte de esta historia. Tras asentarse forzosamente en la región como colaboradores de los persas, fabricaron retrospectivamente una historia para sí mismos. Quien lea la Torá desde esta perspectiva percibirá con claridad hasta qué punto eran forasteros en la región, y cuán lejanos estaban tanto del monoteísmo como del mosaísmo. Incluso los nombres divinos en la Torá Elohim y Yahvé bastan por sí solos para demostrarlo: Elohim significa “los dioses”, mientras que Yahvé procede de Juan el Bautista.

Ambos nombres no expresan al Dios único de Abraham. La razón por la cual los judíos se apropiaron de los profetas fue, en realidad, para disimular su condición de forasteros en aquellas tierras. Su hábito de mercaderes–usureros los llevó a utilizar la escritura, registrando así relatos y leyendas que incorporaron como propios. Al imponerse en la región por medio de la violencia, expulsaron y exterminaron a los demás mosaicos, y reescribieron de manera confusa y mezclada las escrituras sagradas que les arrebataron. Con el paso de los siglos, ello condujo a que el judaísmo fuera identificado como mosaísmo y abrahamismo. Los verdaderos depositarios de estas creencias, sin embargo, quedaron reducidos a pequeñas comunidades que sobrevivieron en montañas y márgenes, bajo la amenaza constante de masacres.

Jesús apareció como mosaico precisamente para responder a estas distorsiones judías. Antes que él, los seguidores del líder mosaico conocido como Juan el Bautista también fueron asesinados por los judíos. Jesús, el esenio-nazareno, encarnó la continuación de este conflicto, y fue igualmente recibido con hostilidad. Porque desenmascaró el verdadero rostro de los judíos: “sois hijos del diablo, adoráis a Mammon, y convertís la casa de Dios en un lugar de usura”, les dijo.

El judaísmo es solamente judaísmo. No guarda relación alguna ni con el mosaísmo, ni con el abrahamismo, ni con la Gente del Libro. El libro que presentan como Torá es enteramente obra de rabinos; en él, salvo vestigios aislados de la fe mosaica, apenas queda rastro del mensaje abrahámico. En cuanto a la información histórica contenida en la Torá, todo es falso, inventado o tergiversado. Los principios de la Torá revelada por Dios se conservan en los himnos de los mosaicos originales y en el Corán.

2. El Judaísmo como Valor de uso y de Cambio de la Usura

A la pregunta “¿Qué es el judaísmo?” podría responderse con otra: “¿Qué nos lleva a formular tal interrogante?”. La respuesta está en la existencia actual de una comunidad judía que, siendo aliada de la superpotencia estadounidense, controla buena parte del capital financiero global y reproduce constantemente su imagen de víctima y de opresor al mismo tiempo. El judaísmo consiste en la capacidad de sostener el impulso originario que lo dio a luz: la posibilidad de garantizarse la existencia a cambio de actuar como administrador o intendente al servicio de un imperio político ascendente (los persas). En pocas palabras, el judaísmo es el valor de uso y de cambio al que una comunidad se consagra con tal de asegurar su supervivencia.

A lo largo de la historia, sabemos que las comunidades humanas han buscado su permanencia apoyándose en vínculos de sangre (tribu, clan) o en un territorio, pero que su verdadera perduración se dio al mezclarse con “el otro” y convertirse en parte de la familia humana. De un modo u otro, incluso en las geografías más remotas, cada comunidad entró en relación con otra, se transformó, se renovó. Solo existen dos excepciones: los gitanos y los judíos.

Los gitanos, de presunto origen indio, no han aspirado a otra cosa que a sobrevivir en paz. Generalmente se han integrado aunque sea en los márgenes a las sociedades en que habitaron. El gitano no siembra ni cultiva, no se asienta ni produce, no gusta de la artesanía, la milicia o la política. Se limita a pedir lo necesario para subsistir de los que producen.

Avarnas/Dalits: los “intocables”, obligados a realizar los trabajos más denigrantes, como limpiar letrinas públicas, alimentar animales considerados impuros como el cerdo, curtir pieles y barrer las calles. Dalit es un término más moderno para esta clase y significa “oprimido”.

Lo que distingue a los judíos de sus parientes gitanos es que, aun compartiendo el mismo carácter errante, aprendieron a satisfacer sus deseos ocupando la posición más lucrativa en las transacciones comerciales entre otros pueblos: situarse como intermediarios en el intercambio sin producir nada, extrayendo de allí la mayor ganancia posible. Su negativa persistente a integrarse en la sociedad en que habitaban, a fundirse con la familia humana o a ligarse a una tierra determinada, y su empeño en conservar obstinadamente una asabiyya de extranjería, transformaron aquel secreto de la intermediación en un modo “mágico” de existencia: una técnica para aprovecharse del trabajo ajeno sin mayor esfuerzo, y la satisfacción que de ello se desprendía. Esta condición de ajenidad se sustituyó mediante la creencia en el “pueblo elegido”. Pero el problema se halla en otra parte: más allá de tal creencia, el verdadero motor que dio forma al judaísmo ha sido la capacidad de sus élites para mantener viva, gracias a referencias carismáticas como la Torá y el Talmud, una cohesión tribal cerrada e interna, y de alquilar esta cohesión, como valor de uso y de cambio, a los poderes ascendentes en cada época de la historia.

En el siglo V a. C., los comerciantes judíos, gracias a los persas, obtuvieron el monopolio de la usura en Jerusalén y sus alrededores, entonces centro de riqueza. Desde entonces, desempeñaron ese mismo papel con cada potencia en ascenso. Fenicia, Tiro, Samaria, Jerusalén… el Mediterráneo, el Nilo, el mar Rojo, el golfo Pérsico, el Éufrates y el Tigris conformaban el cruce de caminos de la Antigüedad. Era allí donde se realizaban los intercambios comerciales, los viajes, la producción científica, tecnológica y cultural. Los rabinos y los templos judíos funcionaban como bancos en el sentido moderno del término, y el judaísmo recordó siempre con nostalgia aquellos “años dorados” vividos bajo los persas, haciendo de Jerusalén y del Templo de Salomón los símbolos de esa añoranza.

Aquellas comunidades, enriquecidas con dulces beneficios y habituadas a ganar sin producir, inventaron entonces una identidad colectiva: el judaísmo, no como etnia, ni como raza, ni siquiera como religión en sus inicios, sino como una asabiyya usuraria. Una cohesión sagrada, imprescindible para perpetuar y garantizar la continuidad de aquellas vías de lucro. El hecho de que, mientras tantos pueblos que fundaron civilizaciones desaparecieron de la historia, el judaísmo haya sobrevivido hasta hoy, se explica precisamente por esta asabiyya convertida en fenómeno religioso. De aquí se deriva otra definición posible del judaísmo.

3 – El Judaísmo como Nacionalismo Religioso de la Casta Superior Judía

El judaísmo no debe entenderse como un sistema de creencias y prácticas religiosas semejante al de otros pueblos, sino como un conjunto de reglas de comportamiento psicosocial orientadas a disciplinar al grupo y conducirlo hacia objetivos coyunturales. En su esencia, el judaísmo designa a las élites judías: los rabinos y los hamanes (judíos ricos). Ellos son, en sentido estricto, “los judíos”. Las masas pobres constituyen únicamente la base subordinada de ese orden. A lo largo de la historia, las élites judías negociaron con los poderosos en nombre de todo el pueblo, transformando en poder y riqueza la representación que obtenían gracias al control de sus propios subordinados.

Lo que convierte al judaísmo en valor de uso y de cambio no es la religión, sino la astucia político-económica. Los rabinos y hamanes que alquilaron a los persas sus servicios de comerciantes y usureros, posteriormente arrendaron la misma función a Roma, a los fatimíes, a los selyúcidas, a al-Ándalus, al Imperio otomano, a Alemania, a Rusia, a Francia y, en la actualidad, a Inglaterra y Estados Unidos. Las creencias judías la idea de pueblo elegido, el sentimiento de superioridad no están dirigidas al exterior, sino hacia el interior, con el fin de disciplinar a las comunidades y a los individuos judíos.

El disidente israelí Israel Shahak, en su obra Historia judía, religión judía (Anka, 2002), describe con numerosos ejemplos cómo desde Esdras hasta la modernidad, las élites judías se mostraron obedientes ante los poderosos y despóticas hacia sus propios subordinados. Explica la preferencia de reyes y príncipes por médicos o consejeros judíos en virtud de esa capacidad de sumisión total al poder. Asimismo, vincula la facultad de las élites para oprimir, gravar y castigar a los pobres judíos con su habilidad para servir de administradores a los soberanos.

En este sentido, los credos judíos deben analizarse no tanto como religión, sino en función de su papel en esa misión histórica de mediación. A modo de ejemplo, el dios de la Torá, Yahvé que en ciertos registros históricos aparece como el nombre de un genio volcánico en el sur de Palestina y que podría derivar del persa ya huve (“Oh Altísimo, Él”) concentra en sí mismo el bien y el mal. El dualismo zoroástrico se funde en Yahvé: como el Jano bifronte de la Grecia influida por Persia, es a la vez dios de la bondad y de la destrucción. Antropomórfico, lucha con los hombres, obra maldades y violencias como un demonio. Los judíos atribuyen a Yahvé tanto sus desventuras como la esperanza de ser rescatados. En los campos de concentración nazis, muchos creyeron que Yahvé los castigaba, pero que algún día volvería a salvarlos. Esta tensión interna ha dado lugar a numerosos debates filosóficos sobre la teodicea y la relación entre Dios y el mal.

Yahvé es, en definitiva, un dios particular, exclusivo de los judíos, con quien se pelea, se discute, se reniega. La hostilidad de muchos filósofos judíos ateos hacia la divinidad es una manifestación de esa relación deformada con la teología yahvista. Como en sus relaciones con los no judíos (gentiles), la relación con Yahvé está mediada por el interés.

Las élites judías definen el contenido y los límites del judaísmo. Los demás, las masas pobres, carecen de relevancia salvo para obedecer y soportar las consecuencias. Ni la política judía ni el poder atribuido al judaísmo se sostienen en ellos. De hecho, cuando hablamos de “los judíos”, nos referimos en realidad a esas élites dirigentes. El pueblo común es cómplice de los crímenes cometidos en nombre del judaísmo, pero no partícipe de las ganancias materiales o simbólicas que este genera. Son como los dalits en el sistema de castas hindú: preservan el linaje, pero han sido habituados a la obediencia servil.

De ahí que, a la pregunta “¿Qué es el judaísmo?”, pueda responderse: el judaísmo es una organización de complicidad criminal entre las castas superiores los rabinos, los mercaderes, los usureros, que reprodujo en su seno un sistema de clases semejante al de los brahmanes, kshatriyas y vaishyas del hinduismo. En este sentido, el judaísmo se ha configurado como una forma de nacionalismo religioso.

Yahvé, la mayor parte del tiempo, descarga males sobre los judíos como castigo por los pecados de las clases bajas. Las élites trasladan siempre su culpa a los de abajo, y luego movilizan a esas masas para servir de intendentes a un nuevo poder. El Estado de Israel no es sino un episodio más de esta dinámica: esta vez los judíos pobres y religiosos son empleados para oprimir y asesinar a los palestinos, e incluso para morir en esa guerra impura. El ejército israelí se compone en gran medida de elementos reunidos de manera arbitraria bajo la pretensión de tener raíces judías, así como de pobres judíos rusos o de Europa del Este. Los verdaderos judíos las élites comerciantes y usureras enriquecidas en Estados Unidos, Inglaterra, Rusia y otros países jamás se han visto luchando, arriesgando o muriendo por un propósito. Ellos se limitan a financiar las guerras.

4 – ¡El Judaísmo es Clericalismo!

La religión es la expresión de la verdad en un lenguaje metafísico. “Todo acontecimiento tiene una causa”, “todo ser tiene un creador”, “la vida, el mundo, el universo poseen un propósito”. La religión es, en suma, la percepción de estos y otros sentidos. La realidad concreta se comprende a la luz de tales significados, y el ser humano alcanza la conciencia de su existencia. La religión no habla con el lenguaje de lo tangible, sino con un lenguaje paralelo, el metafísico. Lo que la realidad denomina “naturaleza, materia y movimiento”, la religión lo designa “Dios” y “ángeles”. Dios es la esencia, la causa y el creador de la naturaleza, la materia y el movimiento. Y es precisamente a través de esta conciencia de Dios, es decir, del esfuerzo por ver más allá de lo inmediato, que el ser humano se ha elevado de la condición de simple mortal a humanidad. Pensar es humanizar. Humanizarse significa salir de la animalidad: no matar, no robar, socializarse, civilizarse. El hombre solo se hace humano mediante la conciencia de Dios, y humanizarse es adquirir el derecho a la vida eterna.

La fuente de la teología judía es el neoplatonismo. Platón, durante el periodo de las invasiones persas, adaptó la metafísica indo-iraní a la praxis griega, imitando a los sacerdotes babilónicos para elaborar la idea de un orden absoluto para Esparta. El judaísmo clásico, basado en el Talmud, se configuró en la época de los macabeos (siglo II a. C.) bajo la influencia neoplatónica. El rasgo esencial del sistema político platónico es que “todas las fases de la conducta humana deben someterse a sanciones administradas con maestría por un gobernante”. En el judaísmo, ese “gobernante” es reemplazado por el rabino (que en la modernidad se convirtió en propietario de cargos y riquezas compradas con dinero).

El judaísmo, en este sentido, es la organización de todas las dimensiones del comportamiento humano bajo la dirección y control de rabinos y normas religiosas, con sanción en caso de incumplimiento. A esto llamamos clericalismo.

La doctrina de las Ideas platónicas procede de la teología de la Luz (nur), propia del sabeísmo babilónico, que se difundió desde el Indo-Irán hasta Egipto y Grecia. Dios es la luz absoluta, que ocupa la cima. Más abajo se hallan el espíritu y, al final, la materia. A medida que la luz se aleja de la fuente, se debilita. La materia, lo inferior, es oscuridad, y por tanto maldad. El hombre, para salvarse, debe apartarse de lo material del cuerpo y del mundo y elevarse en éxtasis hacia la luz, fusionándose con ella y con Dios. La religión es, en esta visión, el camino que preserva al hombre de lo material y le permite alcanzar la luz. Platón, en su Estado ideal, concibió un orden que controlaba todos los aspectos de la vida humana, excluyendo a los esclavos y a los “no-hombres” identificados con el mal, para construir una ciudad de la luz.

Esta teología, combinada con doctrinas herméticas de origen egipcio, dio lugar en el judaísmo a la cábala, en el islam al batinismo, y en el cristianismo a diversas corrientes místicas. En el fondo de todas las sectas esotéricas heréticas se encuentra la aspiración a alcanzar, a identificarse o a divinizarse con Dios, lo cual en realidad expresa el viejo conflicto pagano entre dioses de la luz y de la oscuridad. El secreto de estas corrientes no es otro que su vínculo con el paganismo ancestral. Estas doctrinas no hicieron más que reinterpretar el sistema económico-político de castas como jerarquía metafísica y espiritual.

La idea de que todos los detalles de la conducta humana deben regularse parte de la premisa de que el hombre, por sí mismo, es un ser depravado; que su cuerpo y su vida material producen maldad, y que por ello necesita de un guía que lo reprima. Esta teología desconfía del hombre, lo enfrenta a Dios, y afirma que solo al despojarse de sus rasgos humanos e imitar a Dios puede acercarse a Él. Esta creencia remite a la alegoría coránica de Iblís, quien se rebela contra la creación del hombre, lo desprecia y pide plazo a Dios para probar que es un ser inferior. Todos los sistemas neopaganos de lucha entre luz y oscuridad, que pretenden elevar al hombre divinizándolo, son criticados en el Corán como variantes del orgullo diabólico de Iblís.

El judaísmo, al fusionar esta teología con la creencia de ser “el pueblo elegido”, concibe a los judíos como seres divinos y al resto de los hombres como origen del mal los gentiles, los bárbaros. Es, en el fondo, la proyección del trato que recibieron durante siglos en el subcontinente indio, devuelto instintivamente contra los demás pueblos como revancha.

Toda forma de racismo, de discriminación, de nacionalismo o de pretensión de superioridad hunde sus raíces en este marco teológico.

El clericalismo, entendido como la pretensión de determinar, cercar y aprisionar al hombre en una esfera regida por normas presentadas como divinas, se apoya en esta teología.

Este esquema alcanza su punto culminante en el sistema de castas y en la mitología hindú. Las castas superiores son las más cercanas a Brahma–Varuna–Mitra (luz y fuego sagrados). A medida que se desciende, la luz se apaga; en el pueblo común está extinguida. El ciclo hindú del tiempo reproduce este esquema: una primera edad dominada por los brahmanes, una segunda era heroica, una tercera de comerciantes y campesinos, y una última de caos y maldad, la era de los dalits y de la plebe. Después de esa edad, volvería a comenzar el tiempo de los superiores.

(Un inciso: los proyectos de las élites globalistas del siglo XXI el “nuevo orden mundial” basado en la idea del “milmillón dorado”, un reino universal de élites, el gobierno mundial deben leerse en continuidad con estas creencias heréticas. El afán judío de “gobernar el mundo” es, en este sentido, un resultado natural de ese marco teológico. Su visión última es poner fin al caos actual la era de las masas, del “basural humano” para inaugurar “su propia era” como señores y elegidos, instaurando un imperio universal de élites. De ahí que perciban como amenazas el crecimiento de la población, la participación popular en el gobierno, el libre desenvolvimiento de procesos económicos y políticos, así como las culturas y religiones que sostienen la justicia y el derecho. Contra todo ello se despliega una operación multiforme destinada a deformar a la mayoría en un culto de placeres, consumo, azar y entretenimiento. Su discurso, no obstante, es exactamente el opuesto: democracia, derechos humanos, libre mercado. En realidad, estos círculos demoníacos creen, junto a Mammon, en una “aristocracia global”, en una asabiyya de élites y en un orden monopolístico.)

Ahmet Özcan

Ahmet Özcan, cuyo nombre de registro es Seyfettin Mut, se graduó de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Estambul (1984-1993). Ha trabajado en publicación, edición, producción y como escritor. Fundó las editoriales Yarın y el sitio de noticias haber10.com. Ahmet Özcan es el seudónimo del autor.
Sitio web personal:
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Correo electrónico: [email protected]

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