Judaísmo de Linaje – Judaísmo Imitativo
El Judaísmo de linaje designa a aquellas personas y comunidades que se reconocen como pertenecientes al pueblo denominado judío, y que asumen, comparten, adoptan y defienden las características religiosas, políticas, sociales e individuales propias de este colectivo. Se trata de un judaísmo transmitido por la sangre, inaccesible desde el exterior, que se manifiesta como una forma de religiosidad étnica.
Por su parte, el Judaísmo imitativo hace referencia a individuos y grupos que, sin ser judíos por ascendencia, exhiben rasgos característicos del judaísmo. Aunque puedan presentarse como enemigos del judaísmo de linaje, en la práctica viven como una imitación de este. El judío imitativo es, por así decirlo, un aprendiz o un imitador del judío de origen, y en número supera a los propios judíos de linaje.
El siguiente artículo ha sido actualizado a partir del texto titulado “¿Qué es el judaísmo?”, publicado en 2004 en la revista Yarın y posteriormente en 2008 en el sitio web haber10.com.
¿Qué es el Judaísmo?
A lo largo de la historia, y también en la actualidad, se han formulado múltiples definiciones, descripciones y narrativas sobre el judaísmo. Se han transmitido comentarios positivos y negativos, análisis, leyendas y teorías conspirativas. Presentemos ahora nuestra propia interpretación:
1. ¡El Judaísmo no es el Mosaísmo!
Se ha sostenido que las comunidades denominadas “judías” en la Antigüedad surgieron tras la invasión persa en torno al siglo VI a. C., cuando poblaciones recolectadas en la región indo-iraní fueron trasladadas al área para servir a los persas a cambio de privilegios comerciales. Este grupo, en sus orígenes, habría sido probablemente parte de tribus dalit o gitanas procedentes de la India que, tras las invasiones arias, emigraron hacia Afganistán, Irán y Mesopotamia.
En el Corán se menciona a este colectivo como el pueblo de ʿĀd, y en muchos pasajes como Hadu. Tras la caída de Sumeria, se mezclaron con comunidades que llegaron posteriormente en las épocas asiria y fenicia, desempeñando durante largo tiempo funciones subordinadas: esclavos, sirvientes, campesinos. Con la entrada de los persas en el siglo V a. C. y la eliminación de los comerciantes asirios, se abrió un vacío que fue ocupado por estas poblaciones, reagrupadas por el emisario imperial Esdras (Ezra) bajo el patrocinio del rey Ciro. A cambio de su lealtad, se les otorgaron privilegios comerciales en nombre de los persas. Respaldados por el ejército persa, se enfrentaron a las tribus asirio-mosaicas de la región, a las que sometieron y desplazaron, implantando comunidades subordinadas.
Con el tiempo, como estrategia de arraigo y legitimación, adoptaron elementos de las culturas mosaica y babilónica, elaborando una base religiosa y cultural que justificara su existencia. De este modo, las tribus híbridas de origen indo-iraní el pueblo de ʿĀd mezclado con gitanos indoiranios fueron denominadas en distintas épocas Hadu y, posteriormente, Yehud–Jehud–Jews–Judíos. El Corán utiliza el término hadu para los tiempos de Moisés e Isa, y yehud para la época del profeta Mahoma.
El libro conocido como la Torá es producto de este proceso: un compendio de relatos y leyendas regionales, redactado fragmentariamente entre los siglos V y II a. C., con múltiples añadidos y alteraciones. Más allá de su contenido, la lengua de la Torá y la fidelidad a ella proporcionaron a las comunidades judías un principio de cohesión (ʿasabiyya) que garantizó su permanencia histórica en la región.
Numerosos investigadores señalan que, mientras pueblos de gran relevancia creadores de civilizaciones, ciudades, ciencias, artes y filosofías desaparecieron con sus nombres y lenguas, el judaísmo, carente de tales logros propios, logró sobrevivir presentándose como si fuese el heredero de todo el acervo antiguo. La razón se encontraría en la conservación inquebrantable de esa cohesión torácica. Incluso aportes de otros pueblos civilizados han sido apropiados por los judíos.
Así, la historia resumida y la forma característica de existencia del judaísmo se basan, en esencia, en la apropiación del mosaísmo.
El mosaísmo, en este marco, remite a la religión monoteísta asiria. Se atribuye a Moisés, figura fechada entre los siglos XV y XII a. C., identificado en algunas tradiciones como un caudillo asirio (Sargón-Ramsés) que, tras la invasión persa, condujo a su pueblo desde Siria hasta Palestina y Egipto, donde reorganizó a los asirios (los Beni Asur). En Egipto, conocido como Ramsés-Ra mose (hijo del Señor o siervo de Dios), reorganizó su ejército y repelió a las fuerzas iranias. Esta gesta registrada en la arqueología como la batalla de Qadesh y cantada en la Ilíada de Homero dejó en la región restos de población indo-iraní que constituyen, según esta perspectiva, el origen histórico del judaísmo.
En los siglos posteriores, bajo los reinados de David (Thothmusa) y Salomón (Salmanasar), los hadu sirvieron a este nuevo Estado asirio-egipcio, hasta que con la entrada de los persas y la llegada de grupos afines volvieron a convertirse en agentes al servicio del imperio. Hasta la época de Alejandro Magno, actuaron como comunidades privilegiadas en cada ciudad, controlando el comercio y las redes de información en nombre de los persas. La llamada “Tierra prometida” no era más que la herencia del imperio asirio prometida por Ciro y Darío a estas poblaciones colonizadoras.
De este modo, el mosaísmo como religión monoteísta asiria nada tiene que ver con el judaísmo posterior. De hecho, en la Torá y en el Talmud se ridiculiza y se difama a los profetas mosaicos, narrando historias despectivas sobre ellos.
Moisés no tiene relación alguna con el judaísmo ni con los judíos. De igual manera, tampoco José, Jacob, Ismael, Zacarías ni su antecesor Abraham guardan vínculo alguno con el judaísmo. En los tiempos en que vivieron estos profetas, ni siquiera existía un pueblo denominado judío. Las comunidades llamadas judías no aparecen en ningún registro histórico anterior al siglo VI a. C. Algunos investigadores judíos, en un esfuerzo por validar la Torá, estudiaron largamente los textos egipcios, pero no hallaron ninguna mención a los judíos.
Ciertas fuentes señalan que en un texto egipcio datado hacia el 1200 a. C. se menciona a los Apiru, descritos como rebeldes expulsados de Egipto. Los estudiosos judíos sostuvieron que Apiru significaba Habiru–Hebrew–Hebreo, y creyeron haber encontrado así una prueba histórica del vínculo entre los judíos, Egipto y Moisés. Sin embargo, esta hipótesis está cargada de dudas. Incluso si Apiru se tradujera como “hebreo”, ello no significaría que los judíos fueran hebreos. Desde nuestra perspectiva, Haburu/Habrew remite más bien a la antigua Mesopotamia: Ab-su (Éufrates–Tigris), Ur (ciudad), Habur (ciudad de aguas). Es decir, habru e ibrán significan “habitante de Ur o de Uruk”, es decir, un antiguo mesopotámico.
Las comunidades mosaicas originales son los samaritanos, hoy reducidos a un pequeño número en la región. También pueden mencionarse los esenios, así como en parte los caldeos, nestorianos, siríacos y arameos, que mantuvieron creencias mosaicas. Cuando los judíos llegaron a la región con la invasión persa, exterminaron a estas comunidades originales, que eran aliadas de asirios y egipcios, rivales políticos de los persas. Numerosos registros históricos, e incluso la propia Torá, relatan cómo los judíos exterminaron a cananeos, amorreos, jebuseos, samaritanos, entre otros, y por qué consideraban necesario hacerlo: solo aniquilándolos podían asentarse en la región. Con el tiempo, frente a la poderosa cultura mosaica, los judíos simularon adoptarla; los banqueros y rabinos judíos, además de regular el comercio, impusieron a sus propias tribus costumbres y narrativas mosaicas a través de normas sociales y políticas. En el libro de Esdras se menciona la prohibición de matrimonios con extranjeros, con el objetivo de impedir la mezcla, garantizar la disciplina interna y mantener la fidelidad de la comunidad judía a los pactos con los persas.
La Torá que hoy se conserva no es, en el sentido estricto, un libro revelado por Dios. El Corán afirma que a Moisés se le entregó un libro, pero no lo denomina Torá. Lo que se reveló a Moisés no fue un texto como el Corán en manos de los musulmanes, sino los Diez Mandamientos, entendidos como principios fundamentales que han sido reconocidos en el cristianismo, en el islam y en muchas otras religiones y doctrinas éticas como valores universales para humanizar al ser humano: no adorar a nadie fuera de Dios, no asesinar injustamente, no mentir, no incurrir en inmoralidad sexual (adulterio, prostitución, homosexualidad, pederastia, incesto), no robar ni explotar, establecer un sistema judicial justo, prohibición de consumir carroña, sangre, cerdo, alcohol y de practicar juegos de azar.
La esencia de la fe abrahámica también fue revelada a Moisés, y estos mandamientos se registraron y transmitieron gracias a las interpretaciones de los sacerdotes mosaicos. La Torá judía, en cambio, es una recopilación en la que se mezclan esas interpretaciones con leyendas y mitos de pueblos persas, babilonios y palestinos, además de normas internas diseñadas para disciplinar a las comunidades judías. En este sentido, la Torá judía no es la Torá original.
Los judíos no son abrahámicos. Abraham no fue judío; fue acadiano, probablemente Hammurabi. Vivió hacia los siglos XIII–XII a. C., época en la que el Estado acadio-babilónico se reconstituía tras la caída de Sumer. Era un período de anarquía, en el que dominaban cultos solares y lunares de raíz indoegipcia, extendidos desde Irán hasta Anatolia y Egipto. Lo que se denomina idolatría representaba en realidad las diferentes asabiyyas tribales simbolizadas en múltiples deidades, como expresión de un politeísmo oligárquico. De manera similar a lo ocurrido en tiempos de Mahoma, los clanes en guerra buscaban preservar sus solidaridades internas mediante nombres divinos distintos. El Estado acadio-babilónico logró unificar a estas tribus y sus dioses bajo un mismo orden político. Contra esta coalición elitista se levantó Abraham, proclamando la unicidad divina (tawḥīd) como principio de liberación del pueblo común frente a la teología oligárquica.
La revolución monoteísta abrahámica se expandió junto con la política de difusión acadia hacia Irán, Palestina y Egipto, en un proceso comparable al surgimiento y expansión del islam. Esta revolución se convirtió durante largo tiempo en la cultura dominante de la región y posibilitó el florecimiento de la civilización. El Código de Hammurabi es fruto de esta revolución abrahámica, que promovió la liberación humana, la vida social, la paz, el orden y el alejamiento de supersticiones, gracias al uso de la razón. Así se constituyó lo que llamamos civilización. Al igual que Sumer fue obra de Noé e Idrís, Acad, Babilonia y Egipto fueron la obra de Abraham y de los profetas y líderes que lo continuaron. Los períodos de decadencia, en los que se retornó al paganismo y a la anarquía, fueron tiempos de opresión, esclavización y tiranía. La historia de Mesopotamia y del Mediterráneo es, en este sentido, la historia de luchas internas entre nómadas y sedentarios, invasores y autóctonos, gobernantes y gobernados, opresores y oprimidos, expresadas teológicamente en la dialéctica entre monoteísmo (tawḥīd) y politeísmo (shirk).
Los judíos no forman parte de esta historia. Tras asentarse forzosamente en la región como colaboradores de los persas, fabricaron retrospectivamente una historia para sí mismos. Quien lea la Torá desde esta perspectiva percibirá con claridad hasta qué punto eran forasteros en la región, y cuán lejanos estaban tanto del monoteísmo como del mosaísmo. Incluso los nombres divinos en la Torá Elohim y Yahvé bastan por sí solos para demostrarlo: Elohim significa “los dioses”, mientras que Yahvé procede de Juan el Bautista.
Ambos nombres no expresan al Dios único de Abraham. La razón por la cual los judíos se apropiaron de los profetas fue, en realidad, para disimular su condición de forasteros en aquellas tierras. Su hábito de mercaderes–usureros los llevó a utilizar la escritura, registrando así relatos y leyendas que incorporaron como propios. Al imponerse en la región por medio de la violencia, expulsaron y exterminaron a los demás mosaicos, y reescribieron de manera confusa y mezclada las escrituras sagradas que les arrebataron. Con el paso de los siglos, ello condujo a que el judaísmo fuera identificado como mosaísmo y abrahamismo. Los verdaderos depositarios de estas creencias, sin embargo, quedaron reducidos a pequeñas comunidades que sobrevivieron en montañas y márgenes, bajo la amenaza constante de masacres.
Jesús apareció como mosaico precisamente para responder a estas distorsiones judías. Antes que él, los seguidores del líder mosaico conocido como Juan el Bautista también fueron asesinados por los judíos. Jesús, el esenio-nazareno, encarnó la continuación de este conflicto, y fue igualmente recibido con hostilidad. Porque desenmascaró el verdadero rostro de los judíos: “sois hijos del diablo, adoráis a Mammon, y convertís la casa de Dios en un lugar de usura”, les dijo.
El judaísmo es solamente judaísmo. No guarda relación alguna ni con el mosaísmo, ni con el abrahamismo, ni con la Gente del Libro. El libro que presentan como Torá es enteramente obra de rabinos; en él, salvo vestigios aislados de la fe mosaica, apenas queda rastro del mensaje abrahámico. En cuanto a la información histórica contenida en la Torá, todo es falso, inventado o tergiversado. Los principios de la Torá revelada por Dios se conservan en los himnos de los mosaicos originales y en el Corán.
2. El Judaísmo como Valor de uso y de Cambio de la Usura
A la pregunta “¿Qué es el judaísmo?” podría responderse con otra: “¿Qué nos lleva a formular tal interrogante?”. La respuesta está en la existencia actual de una comunidad judía que, siendo aliada de la superpotencia estadounidense, controla buena parte del capital financiero global y reproduce constantemente su imagen de víctima y de opresor al mismo tiempo. El judaísmo consiste en la capacidad de sostener el impulso originario que lo dio a luz: la posibilidad de garantizarse la existencia a cambio de actuar como administrador o intendente al servicio de un imperio político ascendente (los persas). En pocas palabras, el judaísmo es el valor de uso y de cambio al que una comunidad se consagra con tal de asegurar su supervivencia.
A lo largo de la historia, sabemos que las comunidades humanas han buscado su permanencia apoyándose en vínculos de sangre (tribu, clan) o en un territorio, pero que su verdadera perduración se dio al mezclarse con “el otro” y convertirse en parte de la familia humana. De un modo u otro, incluso en las geografías más remotas, cada comunidad entró en relación con otra, se transformó, se renovó. Solo existen dos excepciones: los gitanos y los judíos.
Los gitanos, de presunto origen indio, no han aspirado a otra cosa que a sobrevivir en paz. Generalmente se han integrado aunque sea en los márgenes a las sociedades en que habitaron. El gitano no siembra ni cultiva, no se asienta ni produce, no gusta de la artesanía, la milicia o la política. Se limita a pedir lo necesario para subsistir de los que producen.