Hoy, a mil setecientos años del Concilio de Nicea, la tarea que recae sobre los musulmanes es volver a situar en la memoria al erudito monoteísta Arrio y rescatar su recuerdo olvidado. Debe revivirse asimismo la memoria de los pueblos de Nicea, Antioquía y Constantinopla (Estambul), en su mayoría arrianos, pues ellos constituyen los testigos silenciosos que reflejan el espíritu originario de unidad divina (tawḥid) del cristianismo.
El Lugar donde el Tawḥid y la Trinidad se Enfrentaron: El Concilio de Nicea
El mundo cristiano celebra este año el 1700.º aniversario del Concilio de Nicea, la primera gran asamblea del cristianismo antiguo. Reunido en el año 325 d.C., este concilio no constituye solo un hito en la historia del cristianismo, sino también en la de la humanidad. Las preguntas planteadas entonces “¿Por qué se reunieron? ¿De qué hablaron? ¿Qué decisiones tomaron y cómo se dispersaron?” han sido objeto de debate durante siglos y sus ecos aún resuenan.
La controversia iniciada en las iglesias de Egipto se extendió rápidamente a lo largo del Imperio romano. Eusebio de Cesarea (†339), obispo de Palestina y célebre cronista eclesiástico, escribía que estas disputas debilitaban la fraternidad entre los cristianos, algo que inquietaba al emperador Constantino. Como amigo del emperador, Eusebio nunca habría escrito nada que pudiera parecer ofensivo o falso respecto a él.
En efecto, tras derrotar a Licinio en la batalla de Crisópolis (Üsküdar) el 18 de septiembre de 324, Constantino encontró las ciudades cristianas del Mediterráneo oriental agitadas por querellas doctrinales. Esta pugna se conocía como la “controversia arriana”. La voz de Arrio, procedente de Egipto, había alcanzado Siria, Antioquía, Constantinopla y Asia Menor, hasta llegar finalmente a los oídos del emperador.
Para sofocar aquel incendio, Constantino convocó a los principales obispos del Mediterráneo y Asia Menor a una reunión en Nicea. Así se inauguró el primer gran concilio de la historia cristiana.
El Profeta y los Arrianos
Pero este concilio no es relevante únicamente para el cristianismo, sino también para el islam. Fue la primera ocasión en que el monoteísmo (tawḥid) y la doctrina trinitaria se enfrentaron abiertamente en una asamblea oficial. Allí se definió por primera vez el credo cristiano y se institucionalizaron las divisiones confesionales. En Nicea, el libio Arrio defendía la pureza del monoteísmo y de la verdadera fe; mientras que Atanasio de Alejandría representaba la posición trinitaria.
Siglos más tarde, el profeta Muḥammad (ﷺ) al dirigirse al emperador bizantino Heraclio, evocó precisamente a los “arrianos”, recordando aquella tensión histórica. Esta referencia, transmitida en los hadices recogidos por Bujari y Muslim, ha sido lamentablemente distorsionada en algunas traducciones, donde el término “aryisiyin” se ha interpretado erróneamente como “campesinos, súbditos o ciudadanos”. Sin embargo, el Mensajero de Dios se refería de forma explícita a los arrianos, defensores del cristianismo primitivo y monoteísta.
Su llamado era claro: “Hazte musulmán y encontrarás la salvación. Hazte musulmán y Dios te recompensará doblemente. Y si rechazas, el pecado de los arrianos recaerá sobre ti.”
Esta frase trasciende el simple dato histórico: es un signo profundamente incrustado en el corazón de la verdad. No obstante, las malas traducciones han impedido durante mucho tiempo que incluso los herederos de Fātiḥ reconocieran esta gran realidad.
La pregunta esencial que se impone es: ¿Quién fue Arrio? ¿Y por qué ocupa un lugar tan singular en las palabras del Mensajero de Dios?

¿Quién fue Arrio?
Arrio (Arius), de origen amazigh (bereber), nació hacia el año 256 d.C. en la región de Jebel al-Akhdar, en Qurina la actual Shahat, en el este de Libia. Esta antigua ciudad había dado al mundo numerosos sabios y eruditos; entre los más célebres se encontraba el matemático y geógrafo Eratóstenes, quien utilizó por primera vez el término geographia y midió la circunferencia de la Tierra, dejando una huella imborrable en la historia de la ciencia.
Durante su juventud, Arrio se trasladó a Alejandría, aunque su itinerario intelectual no se limitó a esta ciudad. También viajó a Antioquía, donde estudió bajo la tutela de Luciano, conocido como Luciano el Mártir, una de las figuras más relevantes del cristianismo monoteísta primitivo. Este maestro, ejecutado por orden del emperador Maximiano a causa de su defensa del monoteísmo, dejó en Arrio una impronta profunda que inspiró su posterior trayectoria teológica.
En aquel tiempo, las comunidades cristianas de Alejandría se hallaban inmersas en intensas disputas. Por un lado, el obispo Alejandro defendía la divinidad de Cristo; por el otro, Arrio y sus seguidores sostenían que Jesús era siervo de Dios, un ser creado, y por tanto no eterno.
Las ideas de Arrio se difundieron rápidamente entre las masas populares. Incluso Melecio, otro obispo de Alejandría, se alineó con él, intensificando la controversia. Arrio afirmaba, basándose en la Escritura, que Cristo era la “Palabra de Dios”, pero como criatura no podía ser eterno ni de la misma sustancia que el Padre. Tal afirmación no solo resultaba comprensible al pueblo, sino que preservaba la unicidad divina, por lo que su predicación encontró una profunda resonancia.
Los cronistas de la época lo describen como un orador vigoroso, de gran poder persuasivo, delgado, de mirada penetrante y vestido con sencillez, aunque con cierto carisma que lo hacía cautivador. Estas cualidades reforzaban aún más el impacto de su mensaje.
Como monoteísta convencido, Arrio persistió en su lucha dentro del cristianismo, difundiendo su doctrina a través de numerosas cartas. En una de ellas, dirigida a Eusebio, obispo de Nicomedia (actual İzmit), expuso con claridad que Cristo era criatura y siervo de Dios (ʿAbd Allāh), su Palabra y su Espíritu, pero no Dios mismo. Eusebio de Nicomedia, uno de sus más cercanos aliados, se convirtió en un firme apoyo de su causa. (Debe recordarse que no se trata del mismo Eusebio de Cesarea, el célebre cronista eclesiástico).
En estas cartas y en sus predicaciones, Arrio intentaba demostrar, con el respaldo de los textos bíblicos y de los comentarios de los padres de la Iglesia, que el Mesías debía ser entendido como un ser creado, no eterno. Sus ideas trascendieron los círculos académicos, alcanzaron las plazas, los mercados y las asambleas comunitarias, y hallaron eco en amplios sectores del pueblo, que en su palabra reconocían la claridad del monoteísmo y la serenidad de la razón.
Los Cristianos Unitarios (Ahl al-Tawḥīd ‘Isawíes)
En poco tiempo, las ideas de Arrio se difundieron por todo el mundo cristiano y se convirtieron en la corriente más vigorosa dentro de la Iglesia. A sus seguidores se les comenzó a llamar “cristianos unitarios” o simplemente muwahhidūn, es decir, los que afirmaban la unicidad divina. Aquello había dejado de ser una mera disputa teológica para transformarse en un movimiento de amplias dimensiones.
En ese mismo contexto, el cristianismo experimentaba un ascenso vertiginoso en el Imperio romano. El emperador Constantino buscaba consolidar la unidad política y, para ello, promovía la fe cristiana como nuevo cemento del orden imperial. Sin embargo, las hondas divisiones internas de la Iglesia debilitaban su autoridad, generaban tensiones sociales y ponían en peligro el sueño de cohesión imperial. Para mantener en pie al Estado, Constantino concluyó que era imprescindible resolver aquella controversia. Su respuesta fue convocar a todos los obispos a un gran concilio.
Así nació la célebre asamblea conocida como el Concilio de Nicea (Nicaea, Nicomedia o Nikya), que se celebró en la actual ciudad turca de İznik, entre el 20 de mayo y el 25 de julio del año 325. Centenares de obispos acudieron por invitación del emperador. El ambiente de la sala estaba cargado de tensión: de un lado, Arrio y los unitarios reunidos en torno a él; del otro, los defensores de la Trinidad. Eusebio, obispo de Nicomedia, se situó abiertamente en el bando arriano, al igual que Teognis, obispo de Nicea.
Las fuentes transmiten que hasta 2.048 clérigos se congregaron en Nicea, de los cuales unos 300 obispos participaron activamente en los debates. Según la tradición, 318 de ellos se opusieron a Arrio; sin embargo, ni siquiera entre los adversarios del presbítero libio existía un consenso absoluto sobre la divinidad de Cristo. Por otra parte, se calcula que más de setecientos asistentes compartían, de manera explícita o implícita, las posiciones arrianas.
Las discusiones fueron intensas y las palabras, aceradas. Una de las figuras más influyentes del concilio fue Atanasio, por entonces todavía muy joven pero ya distinguido por su vigor intelectual. Discípulo del obispo Alejandro de Alejandría, Atanasio sostuvo con firmeza la tesis de que Cristo era el “Hijo eterno de Dios”. Su apasionada defensa lo convertiría, en los años posteriores, en uno de los principales campeones de la fe “ortodoxa” frente al arrianismo.
La Disputa entre el Tawḥīd y la Trinidad
De este modo, las controversias de Nicea dejaron de ser una mera disputa teológica para convertirse en una fractura decisiva que marcaría el destino del Imperio. La defensa de la unicidad divina por parte de Arrio hallaba eco en el corazón del pueblo, mientras que en las más altas instancias eclesiásticas era rechazada con dureza, alterando los equilibrios del trono romano.
El emperador Constantino, aún vinculado al paganismo, tomó partido por Atanasio con el fin de garantizar la unidad imperial. Esa elección supuso la represión de Arrio y de sus seguidores.
El núcleo de los debates conciliares puede resumirse así:
A – Arrio y los suyos: Cristo es siervo de Dios, criatura suya, y no es divino.
B – Atanasio y los trinitarios: Cristo es el Hijo eterno de Dios, consustancial con el Padre.
La mayoría, apoyada por el emperador, optó finalmente por la visión trinitaria, que se convirtió en la fe oficial del cristianismo. Los arrianos fueron declarados herejes, muchos fueron desterrados y algunos ejecutados. Constantino instrumentalizó la autoridad eclesiástica como instrumento del poder político, imponiendo la aceptación del dogma. Obispos afines a la Trinidad fueron instalados en Alejandría, Antioquía y otros centros clave.
Así, la doctrina trinitaria quedó establecida como credo oficial, lo que supuso un giro histórico en el que la Iglesia se apartó del espíritu unitarista originario del mensaje de Cristo.
Varios investigadores modernos han resumido esta fractura histórica en tres puntos:
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Los arrianos defendían en realidad la verdadera predicación de Jesús.
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Sin embargo, la política romana, la autoridad eclesial y la presión mayoritaria sofocaron la verdad.
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En consecuencia, muchos cristianos unitarios fueron silenciados, desterrados o eliminados.
Por ello, Arrio y sus seguidores pasaron a la historia como los “cristianos unitarios perseguidos”.
El final del Concilio no supuso la extinción de sus ideas. Por el contrario, los arrianos continuaron propagando su fe de manera clandestina. Incluso algunos obispos se negaron a suscribir los decretos conciliares a pesar de la presión. El obispo Eusebio de Nicomedia, por ejemplo, mantuvo su fidelidad a Arrio.
El historiador R. P. Hanson lo expresó así: “Muchos obispos firmaron bajo coacción, pero en sus corazones sabían que Arrio tenía razón”.
La mejor prueba es que, incluso tras la difusión de las decisiones conciliares, el arrianismo conservaba una gran fuerza entre el pueblo. En Constantinopla, Nicea, Antioquía, Asyut, Palestina y Macedonia, la mayoría de los fieles continuaba adhiriéndose a la doctrina de Arrio. El Imperio se vio obligado a recurrir constantemente a la coerción para imponer la nueva ortodoxia.
Constantino desterró a Arrio y a varios presbíteros a Iliria, pero el exilio no resolvió la cuestión. Sus seguidores mantuvieron viva la predicación en Oriente Siria, Egipto, Constantinopla y Anatolia, donde el pueblo seguía percibiendo en sus palabras la claridad del monoteísmo.
Las fuentes describen así su influencia: “El mensaje de Arrio era sencillo y comprensible; el pueblo lo captaba con facilidad, por eso millares lo seguían”.
En consecuencia, a pesar de todos los decretos oficiales, el arrianismo sobrevivió. En el año 328, la designación de un obispo arriano en Alejandría reveló que las decisiones de Nicea no podían aplicarse plenamente.
La historiografía eclesiástica calificó a sus seguidores como arianos, término que pretendía oscurecer y minimizar su identidad unitarista. Ellos, sin embargo, se consideraban a sí mismos “cristianos muwahhidūn”. La Iglesia buscaba ocultar la verdad, presentando como “herejía” lo que en realidad era la continuidad del auténtico mensaje de Jesús: reconocerlo como siervo y profeta de Dios.
La verdad, sin embargo, era clara: los arrianos eran los cristianos más cercanos a la predicación genuina de Jesús. Rechazaban la Trinidad y defendían la unicidad divina. Con el tiempo, el poder imperial y la autoridad eclesiástica prevalecieron. Los escritos arrianos fueron quemados, sus nombres difamados y sus huellas borradas.
DESARROLLOS POSTERIORES AL CONCILIO DE NICEA
Con las decisiones del Concilio de Nicea, la triada Padre-Hijo-Espíritu Santo fue instituida como credo oficial (Credo). A partir de entonces, la creencia de que “Dios es uno, pero se manifiesta en tres personas” comenzó a ser impuesta por la autoridad eclesiástica a todos los cristianos.
En aquel concilio también se abordó la cuestión de los numerosos evangelios y escritos que circulaban en las comunidades cristianas de diversas regiones. Entre los miles de delegados eclesiásticos se presentaron alrededor de cuarenta o cincuenta evangelios y múltiples epístolas. Finalmente, se aprobaron únicamente cuatro evangelios y veintiuna epístolas, mientras que el resto fue rechazado.
Este hecho constituyó un punto de inflexión en la historia de la Iglesia. Los cristianos unitarios, los “isavitas” defensores del tawḥīd, fueron marginados, silenciados y reprimidos. Constantino utilizó tales decisiones como instrumento político. Así, el Nuevo Testamento quedó configurado por un concilio integrado únicamente por 318 obispos que defendían la divinidad de Cristo. Durante casi tres siglos y cuarto, el cristianismo había carecido de un “libro” oficial.
Los investigadores resumen este proceso de la siguiente manera:
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La Iglesia declaró “herejía” la fe unitaria.
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Roma apoyó la Trinidad para asegurar la unidad política.
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Como resultado, el cristianismo perdió su espíritu originario de unicidad.
EL REGRESO DE ARRIO
En este contexto se produjo un acontecimiento que alteraría el curso de la historia: el emperador Constantino levantó el destierro de Arrio y lo convocó a la capital, Constantinopla. La razón fue la insistencia de su madre, Santa Helena, y de su hermana Constancia, quienes eran partidarias de la doctrina de Arrio. Así, dos años después de su exilio, Arrio regresó y sus seguidores recobraron sus lugares en la comunidad.
Constantino, atendiendo a la petición de Arrio, destituyó a los patriarcas de Alejandría y Antioquía y designó en su lugar a obispos arrianos. Incluso se disponía a nombrar a Arrio como obispo de Constantinopla. Ordenó al obispo Alejandro, pese a las objeciones del colegio cardenalicio, que lo aceptara en la ciudad.
Alejandro, sin embargo, comenzó a orar para que Arrio no lograse instalarse. Según una tradición, poco después de estas oraciones, Arrio fue apuñalado por partidarios de Alejandro a la salida de una iglesia, un domingo por la tarde, en las cercanías de lo que hoy es la plaza de Sultanahmet en Estambul. Otras versiones sostienen que fue envenenado.
En cualquier caso, la verdad sobre Arrio fue cuidadosamente ocultada y reprimida por la Iglesia católica durante siglos. No obstante, todo investigador que se acerque al cristianismo primitivo puede comprobar con facilidad que en los tres primeros siglos de la era cristiana predominaba el tawḥīd y no la Trinidad. Tanto es así que incluso Isaac Newton, el gran físico del siglo XVIII, recordaba a Arrio como representante de la auténtica fe cristiana de la Antigüedad.
Hoy, cuando se cumplen mil setecientos años del Concilio de Nicea, la tarea de los musulmanes es rescatar la memoria de este sabio unitario, devolverlo al lugar que merece en la historia y reivindicar su legado. La memoria de las poblaciones de Nicea, Antioquía y Constantinopla cuyo pueblo era mayoritariamente arriano debe ser evocada, pues ellas constituyen el testimonio silencioso del verdadero espíritu unitario del cristianismo.
Pero, ¿qué ocurrió después de Arrio? ¿Llegó Constantino a adherirse finalmente a su doctrina? La respuesta a esta pregunta será objeto de nuestro próximo análisis.