El período de Stroessner en Paraguay revela hasta qué punto los llamados “países pequeños” de América Latina pueden albergar dolores inmensos y silenciosos. Sin embargo, esta historia suele quedar relegada a un segundo plano en la memoria internacional, eclipsada por los regímenes de Chile, Argentina o Brasil.
Paraguay fue, en realidad, un laboratorio olvidado: el lugar donde confluyeron el anticomunismo, la dependencia poscolonial y las políticas de la memoria. Hoy, en los campos de San Pedro y en las aldeas de Concepción, la gente todavía se refiere a aquel tiempo como “los años oscuros”.
Pero la tierra, como siempre, no ha olvidado.
Paraguay vivió una de las dictaduras más largas y menos debatidas de la historia latinoamericana. En 1954, el general Alfredo Stroessner llegó al poder y, durante treinta y cinco años, encerró al país en un sobre de hierro y silencio. Desde fuera, su régimen se presentaba como un gobierno militar que prometía “estabilidad” y “orden”; desde dentro, era un laboratorio del miedo, donde la vigilancia se transformó en costumbre y el control en forma de vida.
El período de Stroessner no fue únicamente una época de represión política: fue también el tiempo en que se intentó silenciar la memoria, la lengua y la resistencia del pueblo. Detrás de ese silencio se alzaba el eco de comunidades cuyas raíces se hundían en la tierra: los campesinos guaraníes, los pueblos originarios que veían la tierra no como “patria”, sino como extensión de la vida; las madres que perdieron a sus hijos, los exiliados que callaron su dolor. Todos ellos fueron testigos invisibles de una historia reprimida, portadores de una memoria que chocaba contra los muros invisibles del régimen.
El sistema erigido por Stroessner se sostenía no solo en el miedo, sino en el olvido: archivos quemados, aldeas borradas de los mapas, testimonios reducidos al susurro. Sin embargo, la historia como las paredes más gruesas siempre deja pasar el sonido. El “silencio” de Stroessner triunfó por un tiempo, pero cada palabra suprimida regresó como eco.
Hoy, en los pueblos de Paraguay, en los relatos de quienes volvieron del exilio, en los archivos de las organizaciones de mujeres, ese eco sigue resonando. La dictadura creyó haber consolidado su silencio para siempre; pero aquel silencio no era olvido: era la resonancia de la resistencia.
I. Una República a la Sombra del Anticomunismo
En los primeros años de la Guerra Fría, Paraguay se convirtió en un pequeño pero funcional laboratorio dentro de la estrategia de “patio trasero” de Washington. El general Alfredo Stroessner adoptó ciegamente el modelo de “estabilidad anticomunista” que la Doctrina Truman había exportado a América Latina, transformándolo en un escudo ideológico destinado a legitimar su propio autoritarismo.
En un telegrama confidencial enviado en 1958 desde Asunción, el embajador estadounidense Walter Ploeser describía a Stroessner como “el aliado ejemplar de la región”. Aquel elogio, sin embargo, no reconocía la independencia paraguaya, sino su sumisión incondicional a la arquitectura militar de la Guerra Fría. Durante el mismo periodo, programas financiados por Estados Unidos, como el Point Four Program y la School of the Americas, reestructuraron el ejército paraguayo: sus oficiales fueron entrenados en las bases de Panamá en interrogatorios, guerra psicológica y tácticas contrainsurgentes.
A partir de la década de 1960, el régimen de Stroessner se convirtió en uno de los socios más constantes de la Operación Cóndor, la red represiva regional creada para contener el impacto de la Revolución Cubana. La inteligencia paraguaya (DIPC) coordinaba operaciones con la DINA de Pinochet en Chile, la ESMA de Videla en Argentina, el SID en Uruguay y los DOI-CODI en Brasil. Esta cooperación secreta derivó en una cacería transnacional dirigida contra intelectuales, sindicalistas, movimientos estudiantiles y exiliados, considerados “enemigos ideológicos” del continente.
Documentos poco conocidos revelan que durante el régimen de Stroessner, en la prisión de “La Técnica”, en Asunción, fueron detenidos también opositores provenientes de Argentina, Uruguay y Chile. Esta prisión aparece detalladamente en los archivos desclasificados como los “Archivos del Terror” (Terror Archives), descubiertos en los años 2000: en sus registros figuran las fotografías de los detenidos, los métodos de interrogatorio y las fechas de ejecución. Tales documentos prueban que el régimen no solo reprimió a los paraguayos, sino que participó activamente en una depuración política regional contra la disidencia sudamericana.
Las estadísticas oficiales permanecieron en silencio durante décadas. Sin embargo, los archivos de la Comisión de Verdad y Justicia (Comisión de Verdad y Justicia), abiertos en la década de 1990, revelaron que entre 1954 y 1989 al menos 20.000 personas fueron detenidas arbitrariamente, más de 3.000 desaparecieron y miles fueron forzadas al exilio. Estas cifras, en relación con el tamaño de la población paraguaya, representan una de las formas más intensas de terrorismo de Estado en América Latina.
En Paraguay, el anticomunismo no fue una elección ideológica, sino un mecanismo de reproducción del silencio social. El régimen calificó toda forma de oposición como “amenaza comunista” o “agente extranjero”, sellando así no solo el espacio político, sino también la memoria colectiva.
Pero la historia siempre encuentra maneras de romper los sellos del olvido: hoy, en los suburbios de Asunción, en las aldeas guaraníes y en los archivos de los exiliados, resuenan testimonios que deshacen, fragmento a fragmento, el orden del silencio erigido por Stroessner.
Vidas Silenciadas en el Campo: El Pueblo Guaraní y la Memoria de la Tierra
En el Paraguay de Stroessner, el silencio no solo se impuso sobre las voces humanas, sino también sobre la tierra misma. La dictadura transformó el espacio rural en un territorio de desposesión planificada, donde la modernización agrícola y la seguridad nacional se fundieron en una misma política de control. Detrás del discurso de “progreso” se escondía una maquinaria de desplazamiento y aculturación que afectó de manera irreversible a las comunidades guaraníes y a los pequeños campesinos.
Desde mediados de la década de 1960, el régimen promovió una reforma agraria que, bajo la apariencia de redistribución, consolidó la apropiación de tierras por parte de los militares, los aliados políticos y las corporaciones extranjeras. En los departamentos de San Pedro, Caaguazú y Canindeyú, miles de familias indígenas fueron expulsadas de sus tekoha sus territorios de vida para dar paso a la expansión de la soja, la ganadería y los latifundios. El desarraigo no fue solo geográfico: implicó una ruptura espiritual, una pérdida del lazo que unía a las comunidades con la memoria de la tierra.
Los informes etnográficos recopilados tras la caída del régimen relatan que, en muchas aldeas, los nombres de los arroyos, los montes y los senderos desaparecieron junto con sus habitantes. La toponimia guaraní, testimonio de siglos de convivencia con el entorno, fue sustituida por designaciones militares o tecnocráticas: Colonia Presidente Stroessner, Mariscal López, Nueva Esperanza. En esas sustituciones nominales se revela una forma de violencia simbólica que intentaba borrar la identidad para imponer una memoria oficial.
Sin embargo, la tierra como los pueblos que la habitan no olvida. En los años posteriores al exilio y al silencio, las comunidades guaraníes comenzaron a recuperar fragmentos de su territorio y de su historia. A través de rituales, cantos y relatos orales, reconstruyeron lo que el régimen había querido hacer desaparecer: la continuidad entre cuerpo, comunidad y paisaje.
Hoy, los testimonios de los sobrevivientes mujeres que caminaron durante semanas hasta Brasil o Argentina, hombres que resistieron escondidos en los montes, jóvenes que redescubren el idioma prohibido de sus abuelos conforman una nueva arqueología del dolor y la esperanza. Allí donde antes se alzaban cercas y alambradas, crecen ahora huertos colectivos, escuelas bilingües y centros de memoria.
En esas tierras silenciosas, cada árbol plantado es un acto de resistencia, cada palabra recuperada un gesto de justicia. Porque en Paraguay, como en toda América Latina, recordar sigue siendo la forma más profunda de existir.
Vidas Reprimidas en el Campo: El Pueblo Guaraní y la Memoria de la Tierra
La herida más profunda y duradera de la dictadura de Alfredo Stroessner no se encontraba en las ciudades bajo vigilancia, sino en los gritos silenciosos del campo paraguayo. Para el pueblo guaraní, que habitaba las regiones orientales de Misiones, Caaguazú e Itapúa, aquel periodo no marcó solo el fin de un régimen político, sino el ocaso de un modo de existencia. Para ellos, la tierra no era una propiedad, sino el soporte mismo de la identidad. Sin embargo, para el Estado, esas tierras se convirtieron en simples objetos de las políticas de desarrollo y de los proyectos de “modernización”.
A mediados de la década de 1960, el régimen de Stroessner lanzó el plan de desarrollo conocido como “Marcha al Este” (Marcha al Este). En el discurso oficial, este programa prometía aumentar la producción agrícola, “incorporar los bosques a la economía” y modernizar el oriente del país. En realidad, significó la devastación sistemática de los territorios habitados por las comunidades guaraníes y pai tavyterá.
El Instituto de Bienestar Rural, con sede en Asunción, vendió cientos de miles de hectáreas a oficiales del régimen, miembros del partido Colorado y corporaciones extranjeras. Los bosques fueron incendiados en nombre del desarrollo; las aldeas, vaciadas bajo el pretexto de “relocalización”. Hacia finales de los años setenta, más del 60 % de la población guaraní había sido desplazada, muchos forzados a emigrar hacia la frontera con Argentina o a los campamentos de trabajo en Brasil.
Diversos estudios académicos como el de Margarita Durán Estragó, Memoria del Silencio Rural recogen testimonios conmovedores de esta época:
“Los bosques callaron; hasta las aves parecían haber huido. Cuando llegaron los soldados, lo primero que hicieron fue marcar el árbol sagrado con pintura blanca. A partir de ese día, el árbol ya no nos pertenecía.”
Estas palabras no describen solo una catástrofe ecológica, sino una ruptura ontológica. En la cosmovisión guaraní, la naturaleza no es un objeto de dominio, sino un ser con quien se coexiste; un espacio de vida, no de conquista. El régimen de Stroessner, desde su racionalidad tecnocrática y colonial, interpretó este mundo como “atraso” y, en nombre de la civilización, lo aniquiló.
En las zonas rurales, las colonias militares funcionaban como “frentes anticomunistas”, pero también como espacios de control territorial donde se asentaban agricultores leales al régimen. Los guaraníes fueron forzados a trabajar en estos enclaves y sometidos a procesos de “reeducación” en los que se les obligaba a aprender español y a integrarse en la “civilización” bajo la tutela de misioneros católicos.
Las mujeres ocuparon el estrato más profundo de este silencio. Muchas fueron arrancadas de sus aldeas y enviadas como sirvientas domésticas o a las llamadas “casas de ayuda” en las zonas fronterizas. Las mujeres guaraníes fueron doblemente invisibilizadas: por su origen étnico y por su condición de género. Pero esa invisibilidad también se transformó en una forma silenciosa de resistencia. Años después, cuando la Comisión de Verdad y Justicia recogió sus testimonios durante la transición democrática, una de ellas declaró:
“Nos enseñaron a callar, pero olvidaron que la tierra también sabe hablar.”
Esa frase condensa el sentido profundo de la era stroessnerista: el silencio no provenía solo del miedo, sino del instinto de proteger un mundo perdido. Incluso en los años de mayor represión, el pueblo guaraní preservó su lengua, sus mitos y sus ritos de solidaridad comunitaria.
Hoy, en el Paraguay democrático, los programas de restitución territorial y de enseñanza de lenguas indígenas forman parte de la reconstrucción de esa memoria. Las regiones que los mapas del antiguo régimen señalaban como “zonas vacías” eran, en realidad, los territorios vitales de una civilización silenciada.
Comprender el periodo de Stroessner implica, por tanto, mirar más allá de la represión política: es comprender la historia de una cultura que fue obligada a callar junto con su tierra, y que, sin embargo, sigue hablando en el murmullo de los bosques y en la memoria de quienes resisten.
La Resistencia de las Mujeres: Las Que Hablan con el Silencio
La dictadura de Alfredo Stroessner fue un régimen de violencia ejercido y administrado por hombres, pero su resistencia más profunda se sostuvo en los pasos silenciosos de las mujeres. Las heroínas más invisibles de la historia paraguaya no empuñaron armas ni redactaron manifiestos; su gesto político consistió en repetir los nombres de sus hijos desaparecidos, negándose a aceptar la forma más peligrosa del olvido: la costumbre.
La resistencia femenina germinó a finales de los años sesenta, en organizaciones como el Comité de Iglesias y el Comité de Mujeres Paraguayas por la Democracia. A primera vista, estos grupos parecían dedicarse a labores de caridad dentro de los ámbitos eclesiásticos; en realidad, constituían redes clandestinas de solidaridad que unían a las familias de las víctimas del régimen. En las cocinas parroquiales de Asunción o en los callejones detrás de los mercados, estas mujeres compartían información, rastros y nombres.
Aprendieron a moverse en la penumbra del espacio público, transformando la vulnerabilidad en táctica. El silencio como escudo “el silencio como protección” se convirtió en su estrategia más poderosa. Hablar podía significar la muerte; callar, en cambio, se transformó en otra forma de resistencia. Una testigo escribió en los Archivos de la Memoria del Miedo (1984):
“Nos reconocíamos con una mirada al cruzar la calle. El idioma del dolor era el silencio. Pero ese silencio era también una canción secreta que nos unía.”
Hacia finales de los años setenta, inspiradas por los movimientos de madres que surgían en toda América Latina, un pequeño grupo de paraguayas comenzó a reunirse en la Plaza de la Democracia. Aunque no alcanzaron la resonancia internacional de las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, rompieron el ritmo del silencio nacional. Sostenían las fotografías de sus hijos desaparecidos, sin gritar, sin pronunciar palabra: simplemente esperaban. Y esa espera se convirtió en una amenaza para el régimen, porque el silencio había dejado de ser miedo y se había vuelto lenguaje de testimonio moral.
Las mujeres también organizaron la resistencia en las zonas rurales. En los pueblos guaraníes, donde muchos hombres habían sido arrestados o habían huido, fueron ellas quienes mantuvieron viva la comunidad: cultivaron la tierra, enseñaron la lengua y los relatos, y discutieron en secreto las operaciones militares del régimen. En los años ochenta, fundaron la red clandestina “Kuñanguéra Rendy” (“La Luz de las Mujeres”), que, a través de las iglesias locales, mantenía contacto con los exiliados. Al iniciarse la transición democrática, muchas de estas mujeres se convirtieron en las primeras investigadoras de campo de las comisiones de derechos humanos.
Hoy, en Asunción, el Casa de la Memoria de las Mujeres, ubicado en una antigua prisión, guarda el testimonio de esa resistencia silenciosa. En sus muros cuelgan telas blancas bordadas por las propias mujeres: en cada una hay un nombre, una fecha, una frase. Una de las más repetidas dice:
“Nos quisieron callar, pero sembramos voces.”
La resistencia de las mujeres no fue solo una lucha política; fue el renacimiento de la memoria. Su silencio no significó olvido, sino testimonio persistente. Cada mirada, cada pedazo de tela, cada oración constituye una palabra opuesta al proyecto de Stroessner: una contranarrativa del alma colectiva, escrita sin gritos, pero con la fuerza de quienes supieron hablar desde el silencio.
II. La Destrucción Silenciosa de la Sociedad Rural
La represión del régimen de Stroessner se extendió más allá de la capital, Asunción, penetrando en los pueblos, las riberas de los ríos y las selvas paraguayas. El rostro más oscuro de la dictadura no se hallaba en los carteles de propaganda, sino en la mirada silenciosa del campesino que había perdido su tierra. Bajo el nombre de “desarrollo agrícola”, el régimen erigió en realidad un sistema de propiedad basado en la lealtad política.
Entre 1954 y 1989, cerca de ocho millones de hectáreas fueron “donadas” a militares, aliados políticos e inversionistas extranjeros. Esta política pasaría a ser conocida popularmente como Tierras malhabidas tierras malhabidas o mal adquiridas. Las leyes de reforma agraria aparentaban buscar la “modernización”, pero en la práctica condujeron a que el 2 % de la población rural controlara el 85 % de las tierras cultivables, la mayor desigualdad agraria de toda América Latina.
La Expulsión de los Pueblos Originarios
Las comunidades guaraní, ache, mbya y pai tavytera fueron sistemáticamente desplazadas bajo el pretexto del “progreso”. El Estado expropió sus bosques sagrados para instalar estancias ganaderas y plantaciones de soja. En 1973, miles de hectáreas pertenecientes a la comunidad Yakye Axa, en la región del Chaco, fueron asignadas a destacamentos militares. Los pueblos que resistían eran acusados de “células comunistas” y desalojados por la fuerza.
Muchas mujeres indígenas fueron enviadas a campos de trabajo forzado; otras terminaron como sirvientas en las casas de familias acomodadas de Asunción. Un antropólogo observó en 1982:
“Cuando la mujer guaraní pierde su tierra, no solo pierde su hogar: pierde su memoria, porque su memoria está escrita en el lenguaje de la tierra.”
El Precio de la Modernización: Itaipú y el Exilio
El orgullo modernizador del régimen, la Represa de Itaipú, una de las mayores obras energéticas de América Latina, no solo generó electricidad: también arrancó de raíz a decenas de miles de personas. Entre 1967 y 1982, más de 38 000 habitantes fueron desplazados por su construcción. Bajo promesas de “reasentamiento”, fueron enviados hacia la frontera con Brasil, donde la mayoría no recibió ni vivienda, ni trabajo, ni compensación alguna.
Los testimonios de los obreros de la represa revelan un Paraguay oculto tras los filmes de propaganda: malaria, salarios miserables, muertes laborales y fosas comunes. Años después, un ingeniero recordaría:
“Al levantar los muros de Itaipú, estábamos construyendo en silencio la lápida de un pueblo.”
La Represión de los Movimientos Campesinos
En la década de 1970, pequeños movimientos campesinos comenzaron a surgir en el interior del país, pero el régimen los percibió inmediatamente como una amenaza. El Movimiento Agrario Cristiano (MAC), impulsado por sectores de la Iglesia que defendían la justicia social, fue duramente perseguido. Entre 1976 y 1978, cientos de sus líderes fueron detenidos; algunos desaparecieron en campamentos clandestinos cerca de la frontera brasileña.
Las políticas agrarias de Stroessner transformaron a Paraguay en una “república de la soja”, mientras destruían la capacidad de los campesinos para producir sus propios alimentos. Aunque las exportaciones aumentaron, la desnutrición infantil en las zonas rurales superó el 40 %. En aquel contexto, el “silencio” campesino adquirió un nuevo sentido: hablar era morir, callar era sobrevivir.
La Cultura del Silencio y el Lenguaje de la Memoria
En los pueblos, el silencio se convirtió en una forma de comunicación más que en un signo de miedo. Las mujeres, al caer la noche, contaban historias en voz baja entre los surcos, enseñando a los niños el proverbio: “Las paredes tienen oídos.” Incluso las canciones populares de la época reemplazaban las palabras prohibidas por metáforas:
“La tierra se oscureció, pero el maíz sigue creciendo.”
No era solo una imagen poética: era la expresión lírica de la supervivencia. La oralidad se transformó en vehículo de una memoria prohibida. Aún hoy, en la región de Concepción, los ancianos campesinos evitan nombrar directamente la dictadura. En su lengua, aquellos años son simplemente “la estación negra”.
III. La Represión de la Memoria: Enseñar el Olvido
El gobierno de Alfredo Stroessner, que se prolongó durante treinta y cinco años, no se limitó a disciplinar los cuerpos: su propósito más profundo fue disciplinar la memoria. No se trató únicamente de la violencia de la represión, sino de la sofisticación del olvido. El régimen enseñó a los ciudadanos a no recordar, a sentirse orgullosos de olvidar y a confundir el silencio con la lealtad.
El lema oficial del Estado colgaba en las paredes de todas las escuelas: “Dios, Familia, República.” Este tríptico, presentado como el “fundamento moral” de la sociedad paraguaya, se convirtió en un instrumento de control total. El sistema educativo fue el escenario privilegiado para consolidar el culto personalista al dictador. En un manual escolar de 1967, Stroessner era descrito como “El Padre Stroessner”, y los niños debían rezar por él cada mañana. La historia previa a 1954 era enseñada como “caos”, mientras que los años del régimen eran celebrados como “el renacimiento nacional”. Esta pedagogía fue la forma más refinada de reconstruir la memoria colectiva.
La censura no se limitó a la prensa: penetró en el lenguaje. En la década de 1970, se retiró de circulación un libro de poesía en Asunción simplemente porque contenía la palabra “libertad”. La obra de la poeta Helena Insfrán, El río sin nombre, fue prohibida por incluir “mensajes subliminales contra el Estado”, aunque solo narraba la historia de una mujer que dialogaba con un río. El régimen comprendió que todo símbolo podía ser peligroso, porque cada símbolo representaba una forma potencial de recordar.
La Iglesia ocupó, para el Estado, un espacio ambiguo: un riesgo y una oportunidad. Las diócesis fueron sometidas a vigilancia, los sermones censurados y las misiones católicas restringidas bajo el pretexto de la “seguridad nacional”. Sin embargo, algunas voces lograron atravesar el muro del silencio. La Teología de la Liberación, que recorría América Latina, alcanzó también las zonas interiores de Paraguay. En regiones como San Pedro, Concepción y Caazapá, sacerdotes jóvenes transformaron la Iglesia en un refugio moral para los pobres y los desaparecidos.
En 1976, en un pequeño pueblo de San Pedro, el sacerdote Jesús Giménez organizó una misa clandestina en memoria de los campesinos desaparecidos. Aquella noche desapareció. Su cuerpo nunca fue hallado. Su nombre dejó de ser una oración para convertirse en un eco. Años después, los aldeanos recordaban así aquella noche:
“Comenzó a llover. Mientras rezaba, el viento golpeó la puerta de la iglesia. Al amanecer, el templo estaba vacío, pero las oraciones seguían en las paredes.”
La historia de Jesús Giménez representa a centenares de resistentes anónimos. Entre 1975 y 1982, cerca de noventa sacerdotes y religiosas fueron exiliados, y veinte desaparecieron. Cifras que, para un país pequeño, equivalen a una forma de genocidio espiritual.
El régimen reforzó su “pedagogía del olvido” no solo a través del miedo, sino también mediante la banalidad de la vida cotidiana. Las emisoras repetían marchas monótonas, los periódicos publicaban “historias ejemplares” y los artistas eran invitados a concursos de “identidad nacional” bajo estricta supervisión. Quienes no pintaban soldados, fábricas o familias patrióticas quedaban marginados. La memoria fue transformada en una disciplina estética.
Pero toda represión genera sus grietas. Durante los años del terror, algunos maestros ocultaron libros prohibidos en las bibliotecas escolares. En el Colegio de las Mercedes de Asunción, una profesora fue arrestada en 1981 por esconder Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, camuflada bajo la tapa de un cuento infantil. Era un acto pequeño, pero de profunda insurgencia memoriosa.
El régimen creyó que el miedo paralizaría la memoria colectiva. Sin embargo, ciertos recuerdos respiran incluso bajo tierra. En las zonas rurales donde se presume que fueron enterrados los desaparecidos, los campesinos afirman que las flores brotan con colores distintos. No se trata solo de una metáfora: recordar es también una forma de resistencia de la naturaleza.
Hoy, en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Asunción, una frase acompaña los afiches del régimen:
“Olvidar fue el proyecto más exitoso de un gobierno.”
El Retorno de los Testigos Silenciosos
Cuando el régimen de Stroessner cayó en 1989, el pueblo paraguayo no solo presenció la caída de un dictador, sino también el retorno de la memoria. Los gritos de alegría en las calles eran el resurgir de una conciencia histórica reprimida durante más de tres décadas. Sin embargo, esta recuperación no fue inmediata: una sociedad moldeada por el silencio tuvo que reaprender a recordar.
En 1992, un hallazgo fortuito cambió el destino de este proceso: en el sótano de una antigua comisaría de Asunción se descubrieron los “Archivos del Terror” (Archivo del Terror), ocultos tras un muro. Más de 700.000 páginas de documentos, miles de fotografías, registros de interrogatorios, informes de ejecución y correspondencia secreta sobre la Operación Cóndor salieron a la luz. Estos archivos demostraron que el régimen no fue un fenómeno aislado, sino parte de una red continental de terror de Estado.
Entre los documentos se hallaron notas escritas a mano por maestros desaparecidos, carnés escolares de niños, oraciones de sacerdotes y fichas con las huellas digitales de campesinos anónimos. Cada uno era testigo simultáneo de un crimen y de un silencio. Un informe fechado en 1978 decía:
“Detenido n.º 331; profesión: maestro. No habló durante el interrogatorio. No fue transferido.”
Esa frase burocrática encierra el más oscuro de los dilemas humanos: el lenguaje administrativo como máscara de la muerte.
El descubrimiento fue posible gracias a un grupo de activistas y estudiantes de derecho liderados por Martín Almada, antiguo preso político del régimen. Cuando llegó al edificio tras recibir una denuncia anónima, los policías le aseguraron que “allí no había nada”. Pero el olor a humedad detrás de una pared reveló que la verdad seguía viva. Cuando el muro se rompió, no solo salieron documentos: una nación entera comenzó a hablar.
El Archivo del Terror se convirtió rápidamente en el corazón de la memoria latinoamericana. A través de él, instituciones de derechos humanos de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil rastrearon el destino de sus desaparecidos. Un expediente mostraba que un estudiante chileno había sido interrogado en Paraguay; otro, que un sindicalista uruguayo fue entregado en “transferencia silenciosa” a Argentina. El pequeño Paraguay se reveló así como uno de los centros del olvido organizado del continente.
Este archivo no solo documenta el pasado: expone la anatomía del olvido. Cada documento contiene, además del registro de un crimen, la huella de su ocultamiento. Las páginas vacías, los textos mutilados y las frases incompletas también fueron preservadas, porque la memoria no se compone solo de lo recordado, sino también de las sombras de lo borrado.
En una vitrina del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos puede leerse una frase escrita en una de esas hojas:
“El silencio también habla.”
Esa oración resume el espíritu del Paraguay posterior a Stroessner: la herencia más persistente de la dictadura fue el lenguaje de lo indecible. Los hijos de los maestros desaparecidos, las madres que regresaron del exilio, los documentos que emergieron de la tierra: todos siguen hablando.
El archivo se transformó así en algo más que un registro del pasado: en un llamado ético, una advertencia de que recordar es una forma de responsabilidad. El pueblo paraguayo comprendió que una república edificada sobre el olvido solo puede reconstruirse a través de la memoria.
Cuando la Tierra Habla
El periodo de Stroessner demuestra que incluso los “países pequeños” de América Latina pueden albergar dolores inmensos. Sin embargo, su historia ha quedado a menudo eclipsada por las dictaduras de Chile, Argentina o Brasil. Paraguay fue, en realidad, un laboratorio olvidado, donde se entrelazaron el anticomunismo, la dependencia poscolonial y las políticas de la memoria.
Hoy, en los campos de San Pedro y en las aldeas de Concepción, la gente sigue refiriéndose a aquel tiempo como “los años oscuros”. Pero la tierra, como siempre, no ha olvidado. El muro de silencio que Stroessner levantó se ha derrumbado.
Y ahora, en el murmullo del viento y en las voces de los que regresan, la tierra vuelve a hablar.
Fuentes y Notas
- Archivo del Terror, Asunción, Paraguay (1992–2020).
Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital - Comisión de Verdad y Justicia del Paraguay (Informe Final, 2008).
- Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Asunción.
- Colección Pastor Coronel – DIPC (Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital).
- Roett, Riordan. Paraguay: The Personalist Legacy. Westview Press, Boulder, 1984.
- Fogel, Ramón. Dictadura y Campesinado en Paraguay. Centro de Estudios Rurales Interdisciplinarios, Asunción, 2008.
- Arancibia, Patricia. Operación Cóndor y la Guerra Fría en América del Sur. Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2015.
- Durán Estragó, Margarita. Memoria del Silencio Rural. Editorial Servilibro, Asunción, 2006.
- Klein, Naomi. La doctrina del shock: El auge del capitalismo del desastre. Paidós, Buenos Aires, 2008.
- León, María Stella. Teología de la Liberación en Paraguay: Fe, Resistencia y Memoria. Universidad Católica de Asunción, 2010.
- Flecha, Ricardo. Canciones de la Memoria: Músicas de la dictadura paraguaya. Fondo Nacional de la Cultura, 2019.
- Almada, Martín. Paraguay: Los archivos del terror y la memoria viva. Fundación Celestina Pérez, Asunción, 1994.
- Galeano, Eduardo. Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI, 1971.
- Duré, Liliana & Sosa, Mirta. Mujeres, Dictadura y Silencio: Testimonios de la Resistencia Femenina. Instituto de Investigaciones Sociales, 2014.
- Comité de Iglesias del Paraguay (CIP) – Informes Internos 1976–1987.
