Lasky aprendió en Berlín que las ideas solo triunfan cuando se presentan envueltas en encanto y cuando los cheques están debidamente firmados. También aprendió que el público puede perdonar casi cualquier cosa excepto descubrir, años después, quién fue realmente quien firmó aquel cheque.
El Hombre y el Método
¿Cuál sería, entonces, el juicio más justo sobre Melvin Lasky? Podía ser generoso, pero también despiadado. Aceptó fondos secretos del Estado que comprometían la independencia que tanto defendía y, en ocasiones, participó activamente en la creación de esas estructuras de financiación.
Frances Stonor Saunders captó con precisión su naturaleza: lo describió como alguien “con una determinación obstinada, casi lupina”, y observó que tenía “la irritante costumbre de sonreír como el gato de Cheshire cada vez que obtenía una victoria retórica”. Lasky disfrutaba del conflicto. Sin embargo, su “sordera deliberada” frente a las consecuencias descendentes del secreto ofreció a sus enemigos el arma perfecta. Al final, sus revistas no solo criticaron el totalitarismo; también convirtieron la cosmovisión proestadounidense en algo que, dentro de las clases intelectuales europeas, se percibía como una realidad natural. El resultado sirvió a la perfección a los intereses imperiales de Estados Unidos: exactamente el efecto que se espera de un operador competente.
Lasky murió en Berlín en 2004. Dirigió Encounter hasta el final de la Guerra Fría y recibió en la ciudad aquella que había intentado transformar distinciones civiles que sellaron su reconocimiento público. Su legado no es sencillo, ni debe ser esterilizado. Representa la capacidad de los actores políticos judíos para reorientar su posición cuando cambian las circunstancias no los principios, sino los intereses. Más aún, muestra cómo, bajo la presión de la Guerra Fría, los intelectuales judíos que antaño practicaban la crítica radical lograron reutilizar esa misma energía en un proyecto anticomunista íntimamente vinculado al poder estadounidense. Esa agilidad no fue hipocresía, sino estrategia. Lasky construyó la infraestructura revistas, congresos, becas que más tarde resurgiría con etiquetas más transparentes en instituciones como el NED.
En Berlín aprendió que las ideas solo triunfan cuando se presentan con encanto y los cheques se pagan puntualmente. También comprendió que el público puede perdonarlo casi todo excepto descubrir, años después, quién firmó aquel cheque. La lección para nuestro tiempo no consiste en pronunciar sermones morales a posteriori, cuando todo ya ha sucedido, sino en reconocer el método cuando se manifiesta. La cultura nunca es neutral. Y en la larga guerra de las ideas, Melvin J. Lasky no fue un espectador, sino un oficial de campo que ajustó el tono y el talento necesarios para mantener a Europa dentro de la órbita estadounidense.
Los registros muestran a un hombre que desdibujó las fronteras entre periodista, propagandista y agente de influencia. Llámenlo editor, si se quiere; en la práctica, Lasky ejercía el oficio del operador judío: un individuo en constante tensión, en conflicto perpetuo con una sociedad que no era la suya.