Por supuesto, es esencial no desprenderse por completo de la realidad; en el transcurso de la vida debemos avanzar “con los pies siempre firmemente apoyados en el terreno de lo real”. En la actual economía capitalista del dinero, en esta sociedad de consumo, el dinero posee un valor y un poder extraordinarios. El dinero es la “mercancía universal”, y debemos actuar con plena conciencia de ello.
No obstante, tampoco debemos descuidar la necesidad de contemplar la realidad desde la perspectiva de nuestros ideales y sueños, desde la ventana del mundo que anhelamos. El ser humano es, por naturaleza, un ser de sueños e ideales, y esta dimensión jamás halla satisfacción plena en aquello que el dinero puede proporcionar.
A lo largo de la historia, las personas han mantenido actitudes tanto criticadas como objeto de recomendaciones en relación con los bienes materiales y el dinero; con el afán de acumular y atesorar; con el despilfarro y la prodigalidad. En la época moderna, dentro de la economía capitalista del dinero, estas actitudes persisten, pero lo que las distingue radicalmente de épocas anteriores es el incremento, sin precedentes comparativos, de discursos de este tipo y, al mismo tiempo, la desdibujada presencia y pérdida de significado de otros discursos frente a los mandatos, explícitos e implícitos, del orden ideológico dominante: «¡Debes consumir!», «¡Cuanto más consumas, más feliz serás!». No debemos olvidar que la desaparición paulatina de lo moral y lo virtuoso de nuestras vidas y de nuestro universo de sentido constituye el trasfondo mismo de la modernidad.
En el marco de nuestra conversación sobre la filosofía y la psicología del dinero, prosigamos con el tema de la “avaricia”, tratando de explorar y exponer sus significados contemporáneos.
«A quienes amontonan oro y plata y no los gastan en el camino de Dios, anúnciales un castigo doloroso. El día en que… se les dirá: “Estos son el oro y la plata que habéis acumulado; ahora probad el castigo por lo que atesorasteis”» (At-Tawba, 34-35). «Quienes son avaros con lo que Dios les ha concedido por Su favor, no piensen que ello es bueno para ellos; al contrario, es un mal para ellos. Aquello en lo que fueron avaros será colgado en sus cuellos el Día de la Resurrección» (Al Imran, 180).
A pesar de tales advertencias, la avaricia y la acumulación han sido, a lo largo de la historia, conductas rectoras y determinantes para muchas personas. Entre los principales responsables de la injusta configuración del mundo, figuran la codicia por acumular bienes y dinero y la renuencia persistente a compartir o donar (infāq). A mi juicio, el punto más débil de teorías como el marxismo que explican las injusticias en términos de estructura de clases y formas de poder radica en este reduccionismo. No alcanzan a ver que la psicología no es una estructura que pueda ser consumida por la sociología o la política, ni reducida a ellas, sino que constituye un fundamento natural que también las determina.
Creo que la mayoría coincide conmigo en que insistir en una conducta tan condenada y funesta para la humanidad como la avaricia tiene raíces psicológicas. Sin embargo, apenas se realizan análisis suficientes sobre los fundamentos psicológicos de las apariencias sociológicas. Por ejemplo, más allá de lo señalado por Freud sobre la psicología de la avaricia, apenas encontramos intentos de análisis sustanciales.
Freud explica la conducta avara como resultado de un desarrollo psicológico problemático, de quedarse fijado en las primeras etapas de la infancia, funcionando como el niño de dos años que obtiene placer reteniendo para sí lo que posee, guardándolo. Vincula la avaricia, principalmente, a un tipo de personalidad obsesiva. Según Freud quien sostiene que en la conducta humana pesan más los deseos inconscientes que la conciencia, y más los impulsos que la razón, la avaricia es el intento, en la vida adulta, de satisfacer bajo una forma distinta los impulsos insatisfechos o incompletos de la niñez. Dado que su propuesta es muy susceptible de ser malinterpretada por no especialistas, no es necesario entrar en los detalles de cómo las inversiones afectivas hechas en los objetos de satisfacción infantil se desplazarían posteriormente hacia el dinero, los metales preciosos y los bienes. Esta perspectiva, en líneas generales, es así; pero no solo resulta insuficiente para explicar la conducta acumulativa, sino que tampoco abre posibilidades significativas para reflexionar sobre las injusticias del mundo.
No han faltado quienes, queriendo dar apoyo psicológico a la sociología de Marx o añadir elementos marxistas a teorías psicológicas, han intentado tender puentes. Sin embargo, considero que todos esos esfuerzos eclécticos han sido vanos y absurdos. A mi entender, el apartado que Georg Simmel dedica específicamente al “avaro” en su obra La filosofía del dinero resulta mucho más provechoso. Veámoslo.
La Avaricia, Parienta de la Codicia
Cuando el carácter del dinero, concebido como un fin último, supera en intensidad a lo que podría considerarse una expresión legítima de la cultura económica que rodea a un individuo, podemos hablar de avaricia y de codicia. Si bien no son idénticas, ambas comparten la misma raíz y, con la economía monetaria moderna, se han hecho mucho más visibles. Para este tipo de personas, lo único valioso es la posesión permanente de lo adquirido.
En las épocas premodernas, la avaricia y la codicia se manifestaban sobre todo en la conversión de la acumulación de bienes materiales en un fin en sí mismo. Dado que los productos agrícolas no eran fácilmente almacenables, la propiedad de la tierra ocupaba un lugar central. La extensión de tierra poseída se consideraba un motivo de prestigio y se le atribuía un valor casi sagrado. La tierra era el símbolo de la unidad familiar y de la continuidad del linaje; venderla se interpretaba como un agravio no solo contra los hijos, sino contra los propios antepasados.
En la economía monetaria moderna, la avaricia y la codicia se han expresado principalmente en la conversión del dinero en fin último. Y dado que el dinero es un medio de intercambio universal, la ambición monetaria ha convertido todos los demás fines en meros medios. Como afirma Simmel: «El dinero no se conforma con ser, junto a la sabiduría y el arte, la importancia personal y el poder, la belleza y el amor, otro fin último; en la medida en que ocupa esa posición, adquiere la capacidad de reducir los demás fines al rango de medios… El avaro ama el dinero como se ama a una persona a la que admiramos profundamente por su mera existencia y por la relación que mantenemos con ella como individuo, sin que esa relación adopte una forma concreta de placer». El avaro coloca el valor del dinero en una esfera interior infranqueable y evita usarlo. Así, el dinero mismo concebido como la posibilidad de hacerlo todo, y en consecuencia como la potencialidad del poder y de la autoridad se convierte en fuente de un placer ilimitado. He aquí la diferencia entre la frugalidad y la avaricia: el frugal no se obsesiona con las fracciones de la suma acumulada, sino con lo que hará con ese dinero.
«La avaricia es una forma de ansia de poder que no se transforma en experiencia ni en placer». Esta conexión se aprecia con claridad en aquellos que, habiendo optado en su juventud por dominar en lugar de servir a la humanidad, en su vejez se tornan avaros como si fuesen a llevarse su dinero a la tumba. Cuando el atractivo del goce vital y de los ideales se desvanece, lo único que queda para el ejercicio del poder y la autoridad es la influencia y la posesión de dinero.
Al reflexionar sobre el dinero y la acumulación sin compartir (infāq), entiendo mejor la oposición clara y tajante que tanto el islam como la Iglesia hasta la aparición del protestantismo mantuvieron contra la usura, la especulación y la ganancia ilícita. Percibo que, sin transformar al ser humano, jamás podremos superar la economía monetaria.
Por supuesto, no debemos desconectarnos por completo de la realidad; en el recorrido de la vida debemos avanzar «con los pies siempre firmemente apoyados en el terreno de lo real». En la actual economía capitalista del dinero, en esta sociedad de consumo, el dinero posee un valor y un poder extraordinarios. El dinero es la «mercancía universal», y debemos actuar con plena conciencia de ello. No obstante, tampoco debemos descuidar la necesidad de contemplar la realidad desde la perspectiva de nuestros ideales y sueños, desde la ventana del mundo que anhelamos. El ser humano es, por naturaleza, un ser de sueños e ideales, y esta dimensión jamás halla satisfacción plena en aquello que el dinero puede proporcionar.
Hoy hemos criticado mucho a Marx, pero reconozcamos también lo que le corresponde. Sepamos que uno de los que mejor expresó cómo toda acumulación y toda conducta de retener para sí, que impiden el despliegue de las potencialidades humanas, nos alienan de nosotros mismos, fue precisamente Marx, autor de las siguientes palabras:
«Cuanto menos comas, bebas, compres libros, vayas al teatro, al baile o a la taberna, cuanto menos pienses, ames, elabores teorías, cantes, pintes, practiques esgrima, etc., más ahorrarás y mayor será tu tesoro, que ni la polilla ni el óxido podrán destruir: tu capital. Cuanto menos seas, cuanto menos expreses tu vida, más poseerás, y mayor será tu vida enajenada y mayor será también la acumulación de tu ser enajenado» (Karl Marx, Manuscritos económicos y filosóficos de 1844).