Ser una buena persona es una elección, el fruto de un esfuerzo y de un trabajo consciente. En cambio, ser malo constituye una suerte de fatalidad genética, una prehumanidad guiada por el instinto. Solo los buenos son verdaderamente humanos; los demás, no lo son. Como afirmaba Heidegger, solo los seres humanos mueren; el resto simplemente perece. La muerte y la resurrección pertenecen únicamente al ser humano. La fe en la otra vida, en la resurrección tras la muerte (ba‘d al-mawt), es una creencia propia del linaje de Adán.
La humanidad debe redescubrir esta conciencia de la existencia; los seres humanos deben preferirla por encima de todos los hábitos prehumanos. Si se ha de emprender una búsqueda de redención universal y colectiva, es desde este punto que debe iniciarse.
«¡Hombre, te defiendo de ti mismo!»
Nuri Pakdil
Sin duda, mucho puede decirse sobre el tiempo. No obstante, la concepción hindú del tiempo en efecto, portadora de una sabiduría que remite a una esencia abrahámica originaria pero corrompida ofrece una perspectiva singular. Esta comprensión cíclica del tiempo, que constituye también la base de la creencia en la reencarnación (samsara), se manifiesta en las religiones hinduista, brahmánica y budista como una percepción del universo material regido por un ciclo eterno, un perpetuum mobile, una rueda giratoria del devenir.
En contraste, la esencia abrahámica propone una noción cósmica del tiempo en la que todo es constantemente creado y recreado por un Creador trascendente, que hace morir y resucitar a lo creado. En el terreno teológico, la distinción fundamental radica en la diferenciación entre un sujeto creador y lo creado. La divinización del universo, de la naturaleza, de la historia o de las leyes como ocurre en el panteísmo difiere radicalmente del monoteísmo, en el cual un único Creador sostiene, ordena y puede hacer existir o desaparecer todas las cosas.
El esfuerzo humano por conocer y comprender a Dios, al universo, a la naturaleza, a los objetos y a sí mismo, constituye sin duda una de las acciones más elevadas y valiosas del ser humano. En este sentido, captar el espíritu del tiempo equivale, en gran medida, a poseer una de las claves fundamentales para comprender muchas otras realidades.
Vivir en un mundo muerto
En este contexto, si intentamos comprender el presente a través del lenguaje matemático con el que la filosofía india conceptualiza el tiempo, podríamos afirmar sin titubeos que estamos viviendo en pleno Kali Yuga la era del ocaso, del fin de los tiempos, y que experimentamos simultáneamente todos los signos preapocalípticos que describen las antiguas creencias. Vivimos, por así decirlo, en un tiempo que muere, entre muertos, al borde mismo de la muerte. Vivir se parece a un último estertor antes del fin. En este mundo convertido en cementerio, entre zombis, vampiros, esqueletos deformes y miembros dispersos, buscamos señales de vida, seres a los que aferrarnos. Tratamos de respirar en una atmósfera impregnada de polvo funerario. Como dijo Attilâ İlhan: “El tiempo es un cementerio invisible, los poetas lo recorren entonando versos en silencio.”
¿Pero por qué esta sensación de muerte persistente? Porque el mundo ha sido dirigido durante mucho tiempo por verdaderos zombis y vampiros. Se alimentan de los seres humanos, beben su sangre, encuentran placer en matar y se nutren de la energía oscura que emana de la muerte. Viven de fabricar y vender armas letales. Para convertir a los humanos en muertos vivientes, monopolizan todo el acervo de la humanidad: el conocimiento, la fe, el arte, las habilidades, y los utilizan como instrumentos de deshumanización. Estimulan sin cesar los impulsos del gen diabólico presente en el hombre: la codicia, la mentira, los celos. Apagan la razón, la voluntad, el corazón y la compasión, e imponen el dominio de los deseos.
Promueven conductas que simulan la vida: comer, beber, aparearse, bailar, pelear, hablar en vano, consumir alcohol y juegos de azar… Suprimen el pudor y degradan la dignidad de ser humano. Hoy, con el desarrollo tecnológico y especialmente de la inteligencia artificial, nos dirigimos hacia un mundo completamente desprovisto de humanidad. Desde una era en que se explotaba el trabajo físico e intelectual del hombre, avanzamos hacia una donde los robots y las computadoras cargan con esa labor, y el ser humano queda reducido a un mero consumidor. Lo que nos deparará esta etapa posthumana es aún un misterio.
En un mundo gobernado por una demonología necrófila que aborrece la vida y al ser humano, solo persiste el esfuerzo existencial de unos pocos descendientes de Adán, cuya lucha por mantenerse humanos se reduce a dolor y melancolía.
En esta era de deshumanización, resurgen imaginarios ancestrales de seres no humanos: teorías conspirativas sobre alienígenas, Annunakis, reptilianos, o creencias en entidades inmateriales que coexisten con el hombre, tienen mayor impacto sobre el pensamiento común que las ideas concretas o las religiones tradicionales. Vivimos en una realidad donde Star Trek, The Truman Show, A Beautiful Mind, Matrix, Un mundo feliz o 1984 se han fusionado y materializado.
Hoy el mal ya no se explica solo en términos de clases dominantes, tiranos o estados imperialistas, sino como obra de entidades no humanas: demonios, genios malignos, seres metafísicos. La sociedad ya no analiza la estructura ecológico-política de sus sistemas, sino que recurre a descripciones excluyentes y terroríficas incluso para hablar del prójimo. El odio hacia el ser humano prolifera: a quienes nos incomodan o dañan, se les acusa de no ser humanos. Esta tendencia, aunque pueda parecer una forma de excusar a la humanidad del mal así como el demonio absuelve a Dios de la maldad en la teología, se traduce en un lenguaje deshumanizante: “engendro del demonio”, “poseído”, “criatura vil”, términos que hoy reemplazan las antiguas etiquetas de “hereje”, “pagan@”, “burgués”, “imperialista”, “fascista” u “oligarca”.
A medida que avanzan la genética y la paleoantropología, este lenguaje adopta formas evolutivas: se habla de Neandertales, Cro-Magnones o Homo erectus como si fueran humanos incompletos, especies anteriores al Homo sapiens. Según ciertas teorías conspirativas, estos seres sienten celos de los humanos “verdaderos” y se alimentan de su carne, su cerebro y su corazón. A quienes manipulan, roban, explotan o degradan se les define no por sus actos concretos, sino mediante categorías abstractas, casi mitológicas, lo cual alimenta una visión deshumanizadora. Sin embargo, Marx ya lo expresó claramente desde la praxis: “El capital es trabajo muerto que, cual vampiro, vive solo chupando trabajo vivo, y cuanto más trabajo vivo chupa, más vive.”
Según las creencias antiguas, demonios y entidades malignas copulaban con humanos y dejaban descendencia, tal como en el primer pecado. Por eso, nuestros ancestros dieron tanto valor al linaje y usaron insultos como “hijo de ramera” no en sentido sexual, sino para aludir a un origen no-adámico. La figura de la mujer “impura” no implica un juicio moral, sino una denuncia del mestizaje espiritual. La memoria de Adán codificó a quienes lo dañaban como seres no humanos. Pues el ser humano es noble, digno, elevado: la maldad no le es propia.
Hoy, ante los sufrimientos, las injusticias y la ambigüedad de la existencia, la humanidad se asemeja a aquel primer Adán en busca de sentido. Vive cautiva en un mundo cementerio, entre zombis y vampiros, donde las masas padecen hambre, miseria y opresión. Busca el soplo vital, el paraíso perdido. La muerte, como fuerza de fascinación, es el hechizo más grande que reduce al ser humano a la pasividad. Matar, presenciar la muerte, o aniquilar emociones es hechizar y esclavizar. El faraón lo dijo: “Yo doy la vida y la muerte.” Hoy, los drones y armas que esparcen muerte han embrujado al mundo entero. Y solo unas pocas reacciones humanas indican que aún vive el linaje de Adán.
Según la enseñanza divina, el ser humano es una criatura noble, animada por el soplo de Dios, y su realización depende del conocimiento de sí mismo, del mundo y de lo creado. Lo que lo distingue de otros seres es su razón y la responsabilidad que esta conlleva. El intelecto es un reflejo de la voluntad divina; el ser humano, un resumen en miniatura del universo. Como escribió Fenni de Yozgat: “Encuentra a Adán y serás hombre; en el hombre está oculto el universo / No desprecies al hombre, que en él habita el cosmos.”
El propósito de existir es trascender los límites del tiempo y el espacio, participando en el acto creador de Dios, y transformar el mundo y a sí mismo para dar lugar a nuevos universos desde su esencia. Para ello, es condición elegir el bien frente al mal, la verdad frente al error. Solo mediante esta elección el ser humano se convierte verdaderamente en humano.
Todo aquel que persigue el bien, que se esfuerza en permanecer en él, pertenece al linaje de Adán. Esta lucha es la expresión de un combate interior para silenciar el gen demoníaco que todos llevamos en la sangre desde el primer mestizaje con el mal. Saber distinguir entre bien y mal, y optar por el primero, es la medida de lo humano. La maldad no es una elección, sino la ausencia de una elección por el bien.
Ser humano es un proceso de elección
El filósofo indo-musulmán Muhammad Iqbal sostiene que el ser humano nace con un potencial humano, pero que su condición de humanidad se configura o desvanece según las elecciones que realiza a lo largo de la vida terrenal. Afirma también que el paraíso del que fuimos expulsados que en realidad está en este mundo y corresponde a la Edad de Oro en el ciclo temporal hindú no es el mismo que el paraíso al que aspiramos. En este sentido, muchas personas ni siquiera han salido aún del paraíso: su estado de irresponsabilidad, inconsciencia e irracionalidad animal según la antropología, la condición natural del ser humano en África sigue vigente. En efecto, no nos volvemos verdaderamente humanos sino hasta comprender el mundo en que nacemos. Antes de eso, somos niños; al alcanzarlo, nos volvemos maduros.
La mayoría de las personas permanece anclada en una infancia buena que nunca supera, o huye de una infancia dolorosa buscando en vano una infancia ideal. El ser humano se convierte en Adán en la medida en que razona, distingue entre el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso. Lo trágico es que esta madurez siempre es reversible: la vida puede arrastrar a muchos desde su condición humana de vuelta a un estadio prehumano. “Jueces míos, el verdadero problema no es evitar la muerte, sino evitar la injusticia; porque la maldad corre más rápido que la muerte.” (Sócrates)
Ser plenamente humano es, por tanto, una decisión, un esfuerzo, el fruto de una voluntad activa. La bondad es el nombre de ese esfuerzo. Ser malo, en cambio, es una fatalidad genética, un instinto prehumano. En ese sentido, solo los buenos son verdaderamente humanos. Como afirmó Heidegger, solo los humanos mueren; los demás simplemente perecen. La muerte y la resurrección están reservadas al ser humano. La fe en la otra vida es decir, en morir, ser resucitado y recibir la recompensa o el castigo merecido es exclusiva del linaje de Adán.
La muerte, en sentido metafórico, representa el deterioro de todo acto, función o capacidad vital; vivir sin sentido es una forma de estar muerto. Por ello, el Corán relata los ejemplos de Abraham y Jesús como quienes resucitan a los muertos: insuflan el soplo divino a seres humanos y sociedades semimuertas para devolverles la vida verdadera, la vida conforme a su esencia adámica. Dios es quien da vida a los muertos, quien hace brotar vida de la muerte y muerte de la vida. El aliento el alma es la energía vital divina. La vida (Hay) proviene de Él (Hû). Adán es el viviente. Aquellos a quienes Dios ha retirado su soplo están muertos, aunque parezcan estar vivos.
El tiempo no es un dios creador Dehr, Cronos, sino un espacio de prueba, una atmósfera ilusoria que permite separar el bien del mal, una ruleta que activa en el cerebro humano la facultad de contar y ordenar. Homo sapiens, es decir, Adán, es el resultado de la combinación entre las capas reptilianas y mamíferas del cerebro (que operan por ritmos) y la capa superior adámica (que opera por cálculo y juicio). Los sabios antiguos describieron al ser humano como voluntad parcial (al-irāda al-juz’iyya) y como microcosmos: un resumen del universo y una representación parcial del Creador. Gracias a esta naturaleza, el ser humano puede percibir lo que está más allá de lo visible y experimentar conocimiento y sentimientos reales. Esta es la esencia de la creación. Si solo puedes ver la luz que se revela y oír el sonido que se pronuncia, en realidad no ves ni oyes. (Sócrates)
Esta capacidad es lo que distingue y eleva al ser humano por encima de las demás criaturas. Tal superioridad no es jerárquica, sino una cualidad basada en la responsabilidad hacia sus semejantes, hacia la naturaleza y hacia el Creador: la capacidad de existir mediante el pensamiento. En este sentido, el ser humano es el único ser capaz de transformar la naturaleza y a sí mismo, de crear espacios vitales en toda circunstancia, de determinar su propio destino. Puede sobrevivir por instinto incluso en los polos, en el desierto, en la guerra, en la prisión o el hambre. Puede fabricar herramientas y objetos que la naturaleza no le proporciona, sublimar sus instintos animales, embellecer su vida cotidiana, abstraer mediante la filosofía, el arte y la literatura. Aprende de la naturaleza el impulso de resistir a la muerte, pero convierte esa resistencia en una construcción significativa, con elecciones responsables, dotando de sentido a su existencia. Esta capacidad no es innata, sino una gracia divina injertada en la esencia de Adán: un poder creador que hace del ser humano una personalidad que existe por sí misma. “Todo el universo es un gran libro de Dios; cada letra que toques revela el nombre de Allah.” (Recaizade Mahmud Ekrem)
La distinción entre Creador y criatura, la creencia en la otra vida y en una relación vital, curativa y misericordiosa entre Dios y su creación, es el seguro de la inclinación humana hacia el bien.
Kali Yuga es todo momento, época o instante en el que este seguro se debilita. Toda la humanidad y cada individuo pueden vivir, en una sola existencia, todas las edades: dorada, de plata, de bronce y de hierro. Poseemos las huellas sensoriales y simbólicas de cada una. El error de la concepción hindú del tiempo es absolutizar el ciclo del universo como una divinidad en sí misma, negando la razón, el trabajo y las decisiones humanas; reduciendo al hombre a una criatura pasiva y sometida al destino. Sin embargo, todo lo que pertenece al ser humano, incluidos el tiempo y sus obras, tanto materiales como espirituales, son manifestaciones del Creador, y expresan una diferencia esencial entre el linaje de Adán y el resto de la creación. En el universo, en la naturaleza, en los demás seres no existe el tiempo. Como dijo Niyazí Mısrî: “Lo que fue, ya ha sido; lo que será, ya ha sido.” La tensión de la ciencia entre dominar el tiempo y someterse a él refleja la impotencia del demonio que no quiso postrarse ante Adán, aunque aprendiera de él todos los nombres.
El linaje de Adán ve el tiempo como una oportunidad de purificación, una etapa de humanización, y trata de administrarlo con el fervor de quien cree que puede morir en cualquier instante o vivir eternamente. La misión de la humanidad como viceregente en la tierra, su condición de ser el más noble de la creación, comienza cuando despierta a la eternidad y a lo absoluto. Adán no es producto del tiempo, sino de su esencia. Vida y muerte forman un ciclo metaverso que revela la conciencia de ser Adán. Por eso, la religión divina considera la vida terrenal como una fase transitoria, y propone como sentido de la existencia la posibilidad de conocer al Creador y a uno mismo, accediendo a la eternidad más allá del tiempo y del espacio. La muerte, solo si se comprende desde esta conciencia, puede ser también una misericordia.
En la filosofía hindú y otras creencias panteístas o materialistas, no existe ni Creador ni propósito, y el ser humano es visto como fruto de la naturaleza, sin voluntad, atrapado en un ciclo infinito. El único objetivo es vivir el presente, alcanzar la mejor vida posible aquí y ahora, y lograr una reencarnación más favorable tras la muerte. Cada uno, al venir solo al mundo, expresa sus temores y esperanzas. (Tal vez la humanidad no sea más que los sueños repetidos de una sola persona copiada miles de millones de veces.) Esta visión es el resultado de la incapacidad del cerebro prehumano para alcanzar una alta abstracción. Hoy, las élites globales tratan con todas sus fuerzas de reducir a las personas a la vida regida por el cerebro reptiliano y mamífero, estimulando sus impulsos animales y atrofiando el cerebro adámico. La política dominante actual la patocracia consiste en gobernar las sociedades a través de sus traumas psicológicos.
La deshumanización es el resultado de esta estrategia. Las doctrinas políticas, económicas y religiosas que esclavizaron a la mayoría a lo largo de la historia tenían el mismo objetivo. Por eso, la enseñanza divina del monoteísmo, que busca ennoblecer al ser humano y dotarlo de dignidad y personalidad, tiene como batalla central destruir los hábitos que lo convierten en un muerto viviente y resucitar a Adán.
El ser más noble de la creación es la manifestación temporal y espacial de una condición ajena al tiempo y al espacio. Es un arquetipo potencial, un rango que sólo puede alcanzarse mediante la elección. Y ese esfuerzo por alcanzar el rango ya constituye el rango en sí.
Vivir es resistir
Hoy habitamos un mundo configurado por una visión cíclica del tiempo, una cosmología basada en los cuatro elementos, el sol, el fuego, la luz, la claridad y la oscuridad. Esta percepción que entrelaza universo, naturaleza, divinidad, religión, ciencia, vida y humanidad no puede ser comprendida en su totalidad sin cuestionarla profundamente. No podríamos entender la revolución abrahámica, ni a Moisés, ni a Jesús, ni al Islam, ni la historia falseada que nos han inculcado, ni el mundo capitalista actual, ni ese futuro incierto y angustiante sin preguntarnos de nuevo: “¿Qué son el Iblîs, el demonio, los genios, el ser humano y Adán?”. Sin estas preguntas, no podríamos comprender ni la divinidad, ni la profecía, ni la vida después de la muerte. No sabríamos qué significa ser el «más noble de la creación» (ashraf al-makhlūqāt).
Términos como human, posthuman, cuántica, inteligencia artificial, energía, información o la carrera espacial; así como la fabricación de armas cada vez más letales; el fomento de comportamientos como el incesto, la pedofilia, la zoofilia, el alcoholismo, las drogas, la usura, el materialismo desmedido, el racismo, el sectarismo, los cultos desviados, el juego financiero, el ocultismo astrológico, la espiritualidad impostada, o el incremento de las idolatrías modernas y el odio a la humanidad: todos estos fenómenos son características del Kali Yuga, un ciclo degenerativo del tiempo según la filosofía hindú. Para salir de este pozo sin fondo, es necesario recordar lo más antiguo, lo más natural y primigenio; y nunca desviarse de esa conciencia.
En un mundo muerto, entre muertos, en un entorno donde los moribundos agonizan, resistir sin caer presa de vampiros y zombis implica priorizar el bien: único antídoto contra ellos. Significa que el alma esa energía vital creada con el fuego, el agua, el aire y la tierra en un ciclo cósmico divino, se haga Adán y merezca la existencia eterna.
Aferrarse a la vida frente a la descendencia del demonio que asesina a niños; defender el bien en toda circunstancia, en la fuerza y en la debilidad, evitar el mal, y sostener la dignidad humana es permanecer humano. Es ser Adán.
La humanidad debe recordar nuevamente esta conciencia de vida. Los individuos deben preferir esta comprensión sobre todos los hábitos prehumanos. Si se busca una redención universal y social, el inicio debe ser este.
Quizá, al replantearlo todo, lleguemos a lo que ya ha sido dicho bajo el sol. Pero al menos, hoy, será un hallazgo propio. Si es que sabemos lo que estamos buscando.
* Los ciclos del tiempo según el conocimiento védico hindú
El filósofo hindú Swami Tejomayavanda resume en su obra Purajana Gita la concepción cíclica del tiempo según la filosofía hindú:
«Según la concepción hindú, el universo atraviesa distintas eras llamadas Yugas. Así como el año en la Tierra tiene cuatro estaciones, el universo experimenta cuatro edades que se repiten eternamente. El ciclo más extenso es el Maha Yuga (Gran Era), compuesto por cuatro Yugas: Krita (o Satya), Treta, Dvapara y Kali. Estas eras no son de igual duración. Según el cálculo védico, un año divino equivale a 360 años humanos.
El Bhagavad Gita afirma: «Mil eras humanas constituyen un solo día de Brahma. Y su noche es de igual duración». Cada Maha Yuga transcurre a través de estas cuatro etapas, con diferentes duraciones y formas de vida.
Krita (Satya) Yuga: La Edad de Oro – la Era de la Verdad. Equivale a la primavera: renacimiento y vitalidad. La conciencia humana alcanza su nivel más elevado. El alma humana está unida con el alma universal. Los deseos se materializan mediante la fuerza de la voluntad, guiada por intenciones puras. Es un tiempo sin propiedad privada, sin comercio, sin enfermedad ni envejecimiento. Todos nacen buenos y llevan una vida bella. No existen los dioses ni las clases sociales. La virtud suprema es el desapego de los deseos mundanos. La adoración se dirige a Narayana, y las personas siguen firmemente los principios de renuncia, limpieza, compasión y verdad. La esperanza de vida promedio era de 100.000 años. Al final de esta era, la virtud de la renuncia comienza a debilitarse.
Treta Yuga: La Edad de Plata – corresponde al verano. Comienza la decadencia con el calor. Según el Mahabharata, «la virtud disminuyó y comenzaron los sacrificios». La humanidad deja de pensar para enfocarse en acumular conocimiento; crecen los celos, la codicia y la violencia. Se destruye la naturaleza en nombre del progreso. Los cultos y las ofrendas religiosas aumentan. Solo tres principios se mantienen: limpieza, compasión y verdad. La esperanza de vida disminuye a 10.000 años. Hacia el final, la compasión se debilita.
Dvapara Yuga: La Edad de Bronce – corresponde al otoño. El bien y el mal se equilibran, pero la conciencia disminuye y las enfermedades aumentan. Las Escrituras (Vedas), antes únicas, comienzan a dividirse. Solo se preservan dos principios: limpieza y verdad. La esperanza de vida desciende a 1.000 años. Al final, también la limpieza se debilita.
Kali Yuga: La Edad de Hierro – Kali significa conflicto y guerra. Es la era actual. Equivale al invierno. Predominan el caos, la corrupción, la injusticia, las enfermedades, el miedo y las catástrofes naturales. La naturaleza se valora solo por sus minerales. La moral se derrumba y el dinero lo domina todo. La mentira se ve como herramienta de éxito. Aumentan la lujuria, la pereza y la ignorancia. Solo los pobres conservan cierta virtud. La única virtud que queda es la bondad. Los Vedas caen en el olvido, la purificación desaparece y la humanidad busca refugio en la naturaleza, donde las condiciones extremas reducen la esperanza de vida a 100 años.
En esta era se multiplican las repeticiones de los nombres sagrados como forma de culto. Se producen guerras, pandemias y desastres. Los Vedas se transcriben por primera vez hace unos 5.000 años debido al deterioro de la memoria humana. Se dividen en Rig, Sama, Yajur y Atharva, y surgen las castas: sacerdotes, guerreros, comerciantes, trabajadores y parias. Solo uno de los cuatro principios, la verdad, se sigue parcialmente.
Según la filosofía hindú, la creación volverá a comenzar y el ciclo se repetirá eternamente.
Fuente:Nilgün Çevik Gürel – dusunuyorumdergisi.com