Uno de los aspectos esenciales de la dignidad humana y de su ontología irreductible consiste en contemplar la naturaleza y el universo con la misma mirada. “Cada ser humano es un universo”: cada persona es el reflejo condensado del cosmos. En otras palabras, es necesario preservar la concepción según la cual “el ser humano es un microcosmos y el universo un macrohombre”. Para ello, es imperativo reconocer los beneficios de la ciencia y la técnica, pero al mismo tiempo resistir la devastación ontológica provocada por la tecnología. Ante el avance de una tecnología que opera cada vez más en detrimento de la ontología, es preciso saber decir “¡basta!” cuando corresponda, y colocar la ontología por encima de la tecnología. Un “intelecto cordial”, que priorice lo ontológico, debe activarse en todos los ámbitos, especialmente en la academia y la política.
La modernidad ha sido caracterizada no solo como «eurocéntrica», sino también como «antropocéntrica». Se le atribuye este calificativo debido a su enfoque en la razón y el trabajo humano, a sus discursos sobre derechos humanos, libertades y democracia, y a los efectos de la ciencia y la tecnología para facilitar la vida, prolongar la salud y aumentar la longevidad. De este modo, la centralidad del ser humano en la modernidad ha sido tratada en la academia y en los círculos intelectuales como un axioma indiscutible.
Sin embargo, a la luz de lo sucedido en las últimas dos o tres décadas, personalmente ya no considero que la modernidad sea, como antes se pensaba, una civilización verdaderamente centrada en el ser humano. Al contrario, estoy convencido de que la apariencia de antropocentrismo corresponde solo a una fase concreta, mientras que, en última instancia, la modernidad posee un carácter profundamente antihumano. El mundo tecnomediático, y en particular los fenómenos que emergen en las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, confirman cada día más esta tesis. Cada vez más, el ser humano es equiparado a otros seres vivos y a los robots, y la vida misma es asimilada a un videojuego.
Desde que he advertido esta realidad, trato de subrayar que nuestra objeción a la modernidad debe comenzar precisamente aquí: debemos restaurar la dignidad y el respeto hacia el ser humano y su existencia, y volver a enarbolar la noción de la «dignidad intrínseca del ser humano». Si no logramos esto, advierto que continuará la pérdida de prestigio de nuestra humanidad que desde hace tiempo hemos entregado y abandonado a la razón tecnológica de los ingenieros, en nombre del bienestar y la comodidad, y que bajo el supuesto «triunfo de la razón» llegaremos al final de un mundo moral y virtuoso, de la naturaleza tal como la conocemos, y de la comunidad de los seres vivos.
La dignidad intrínseca e irreductible del ser humano debe constituir el fundamento de una objeción espiritual al mundo contemporáneo; debemos resistir y oponernos firmemente a las iniciativas que buscan socavar la dignidad y el honor humanos. A pesar de los intentos cada vez más frecuentes de dinamitar el respeto y la estima por la humanidad, debemos insistir en la dignidad intrínseca de la persona. De no hacerlo, toda la lucha milenaria de la humanidad será en vano, y conceptos como «derechos humanos», «derecho», «justicia» y «legalidad» quedarán relegados al olvido, dando paso inevitablemente a un mundo donde el más fuerte dominará todo, e incluso pretenderá moldear nuestras mentes, lanzando contra nosotros todas las tecnologías digitales, la inteligencia artificial y los robots con ese propósito.
Versión Revisada y Refinada:
La modernidad ha sido caracterizada no solo como “eurocéntrica”, sino también como “antropocéntrica”. Este calificativo se le ha atribuido por su énfasis en la razón y el trabajo humanos, por sus discursos sobre los derechos humanos, las libertades y la democracia, así como por los efectos de la ciencia y la tecnología que facilitan la vida, prolongan la salud y aumentan la longevidad. Así, la centralidad del ser humano en la modernidad ha sido considerada en la academia y en los círculos intelectuales como un axioma indiscutible.
Sin embargo, a la luz de lo ocurrido en las dos o tres últimas décadas, personalmente ya no considero que la modernidad sea, como se pensaba, una civilización auténticamente centrada en el ser humano. Al contrario, estoy convencido de que la apariencia de antropocentrismo corresponde solo a una fase particular, mientras que, en última instancia, la modernidad encierra un carácter profundamente antihumano. El mundo tecnomediático, y en particular los fenómenos surgidos de las tecnologías de la información y de la inteligencia artificial, confirman cada día más esta tesis. Cada vez más, el ser humano es equiparado con otras formas de vida y con los robots, y la propia vida es concebida como un videojuego.
Desde que advertí esta realidad, he procurado subrayar que nuestra objeción a la modernidad debe comenzar precisamente aquí: es necesario restaurar la dignidad y el respeto hacia el ser humano y su existencia, y volver a enarbolar la noción de la “dignidad intrínseca del ser humano”. Si no logramos esto, advierto que continuará la pérdida de prestigio de nuestra humanidad que desde hace tiempo hemos entregado y abandonado a la razón tecnológica de los ingenieros, en nombre del bienestar y la comodidad, y que bajo el supuesto “triunfo de la razón” llegaremos al final de un mundo moral y virtuoso, de la naturaleza tal como la conocemos y de la comunidad de los seres vivos.
La dignidad intrínseca e irreductible del ser humano debe constituir el fundamento de una objeción espiritual al mundo contemporáneo; debemos resistirnos y oponernos firmemente a las iniciativas que buscan socavar la dignidad y el honor humanos. A pesar de los cada vez más frecuentes intentos por dinamitar el respeto y la estima hacia la humanidad, debemos insistir en la dignidad intrínseca de la persona. De no hacerlo, toda la lucha milenaria de la humanidad será en vano, y conceptos como “derechos humanos”, “derecho”, “justicia” y “legalidad” quedarán relegados al olvido, dando paso inevitablemente a un mundo en el que el más fuerte lo dominará todo, e incluso pretenderá moldear nuestras mentes, lanzando contra nosotros todas las tecnologías digitales, la inteligencia artificial y los robots con ese fin.
La Dignidad Humana
Kant afirmaba que nuestras acciones morales alcanzan su perfección gracias a la religión y que las obligaciones morales encuentran en ella un apoyo fundamental; para él, el propósito de la religión es precisamente promover la moralidad en los seres humanos. Sin embargo, sostenía que, en última instancia, la moralidad proviene de la razón práctica y es posible incluso sin religión. Es difícil que un musulmán pueda asimilar por completo esta visión. No obstante, no hay inconveniente en señalar la afinidad entre la concepción moral de Kant cuyo esquema hemos tratado de resumir y los principios derivados de las creencias que han dado forma a la cultura musulmana. Por ejemplo, su ley moral universal remite directamente al hadiz: “No hagas a los demás lo que no deseas que te hagan a ti”. De manera similar, podríamos decir que cuando un musulmán se enfrenta al desafío que plantea la ética kantiana, inevitablemente resuenan en su mente dichos proféticos como: “Todo niño nace con una disposición natural”, “Adoptad la moral de Dios” o “El islam es un bello carácter moral”.
Uno de los puntos de convergencia fundamentales entre la filosofía moral de Kant y la perspectiva musulmana es el concepto de “dignidad humana”. Para los musulmanes, la dignidad humana está vinculada con la noción de la mukarramiyya (la condición de ser honorable), la cual está establecida explícitamente en el Corán: “Y ciertamente hemos honrado a los hijos de Adán. Los llevamos por tierra y mar, les proveímos de buenas cosas y les concedimos preferencia sobre gran parte de lo que hemos creado” (Sura Al-Isra, 17:70). Ser mukarram significa ser el jalifa de Dios en la tierra (Al-Baqara, 2:30); significa existir para poblar y prosperar en la tierra (Hud, 11:61); significa ser creado por la mano de Dios (Sad, 38:75) y como manifestación perfecta de Sus nombres divinos. Es asumir el peso de la confianza divina que ni los cielos ni la tierra pudieron soportar (Al-Ahzab, 33:72). Es recibir como gracia divina que todo cuanto hay en los cielos y en la tierra haya sido puesto al servicio del ser humano (Al-Yathiya, 45:13). Es alcanzar el secreto de ser “la más bella de las formas” (At-Tin, 95:4). Es ser un ser creado del polvo, pero ennoblecido por el soplo del espíritu divino (Al-Hijr, 15:29; As-Sajda, 32:9).
Según el Prof. Dr. H. Kamil Yılmaz, en definitiva, “ser mukarram significa convivir en armonía con todos, sin distinción de raza, religión, idioma o género. Significa hablar con amabilidad y mantener buenos modales hacia todos. Significa compartir sentimientos de amor y fraternidad, poniendo fin a las enemistades. Es no despreciar, denigrar ni deshonrar a un ser humano al que Dios ha otorgado valor”. Todo esto es aceptable, pero también es necesario añadir lo siguiente: el ser humano, como portador de la confianza divina y vicario en la tierra, está obligado a proteger y cuidar de todos los seres vivos y de la naturaleza, igual que cuida de sus hermanos humanos, e incluso más aún, puesto que todos los seres humanos comparten el mismo origen y misión. Por ello, reconocer la dignidad humana y respetar esta misión puede ser suficiente entre las personas, pero nosotros somos responsables directa y específicamente de los demás seres vivos, de los animales y del equilibrio de la naturaleza.
El concepto kantiano de “dignidad humana” tuvo posteriormente una enorme influencia en la filosofía del derecho, convirtiéndose en un principio fundamental de muchas constituciones modernas. Actualmente, los países se rigen formalmente por estas constituciones; en apariencia, dichas perspectivas están vigentes y supuestamente sirven de base para la toma de decisiones. Sin embargo, como hemos intentado advertir reiteradamente, con el advenimiento de la era denominada “poshumana” (posthuman), este camino ha llegado a su fin. Hoy en día, existe ya una realidad de facto contraria al ser humano, y temo que en un futuro próximo dicha realidad pueda transformarse en un orden de jure. Debemos ser conscientes de esto y reconocer las trampas tendidas contra la dignidad del ser humano. ¿Acaso no está ocurriendo que, bajo el pretexto del amor como el “amor por la naturaleza”, el “amor por los animales” o incluso los “derechos de los objetos inanimados” se está desvalorizando al ser humano? ¿Acaso no se habla como si no fuera precisamente la mirada moderna la que ha llevado a la naturaleza a su estado actual, y como si el ser humano mukarram, verdadero depositario de la confianza divina, no poseyera ya por naturaleza la más excelsa capacidad de amar?
Al defender la dignidad intrínseca del ser humano, debemos necesariamente acompañarla de otros principios fundamentales. Intentemos enumerarlos:
- Una de las facetas esenciales de la dignidad humana y de su ontología irreductible es la capacidad de contemplar la naturaleza y el universo con la misma mirada. “Cada ser humano es un universo”: cada persona es un reflejo condensado del cosmos. En otras palabras, es preciso preservar la visión según la cual “el ser humano es un microcosmos y el universo un macrohombre”. Para ello, debemos reconocer los beneficios de la ciencia y la técnica, pero también resistir los efectos destructivos de la tecnología sobre la ontología. Es necesario que una “razón cordial”, que sitúe la ontología por encima de la tecnología, entre en acción allí donde corresponda, en primer lugar en la academia y en la política, para saber cuándo decirle “¡basta!” a una tecnología que avanza cada vez más en detrimento de la ontología.
- Resulta imprescindible revitalizar conceptos fundamentales del mundo tradicional como el “corazón” y el “pensar con el corazón”, que han sido desvalorizados por no ser considerados científicos. Asimismo, debemos asumir como principio que los valores morales y las virtudes la bondad, la compasión y la esperanza que han constituido la base de las relaciones humanas tradicionales y cuya importancia en la formación y funcionamiento de las sociedades se intenta relegar al ámbito académico o reducir a la ética, no son meras construcciones históricas, sino verdades universales y ontológicas. Debemos proclamar en todas partes que la moralidad no es un descubrimiento del ser humano, sino su fundamento; que incluso precede o camina a la par de la ontología.
- Es preciso insistir en que, en última instancia, el ser humano es un ser trascendente (homo religiosus), pero al mismo tiempo rechazar la dicotomía que pretende oponer ciencia y religión, fe y razón. La ciencia constituye el método más sólido para descubrir la verdad a través del uso de la razón, pero la fe también forma parte integral de esa verdad.
- Tomado de la “Palabra Final” del libro En busca de una posibilidad para la esperanza de Erol Göka.