¿Por qué han desaparecido los intelectuales públicos?

julio 31, 2025
image_print

Hoy en día, la filosofía no solo se muestra incapaz de ofrecer soluciones a las crisis políticas que atraviesa el mundo, sino que ni siquiera parece tener algo que decir en términos diagnósticos. Más allá de si debería tenerlo o si recae sobre ella tal responsabilidad, lo que aquí se plantea es una situación que exige formular preguntas más serias sobre el lugar al que desde hace tiempo se ha confinado la actividad que denominamos filosofía. No se trata simplemente de la presencia esporádica de algunos filósofos mayormente en entrevistas, o en las columnas de opinión de los periódicosque, acompañados de uno o dos conceptos filosóficos, intentan delinear con trazo grueso los contornos de la coyuntura política actual. Esta situación no es sino el reflejo de una época en la que nos hemos acostumbrado a ver a los filósofos en papeles secundarios, insertos de forma marginal en el relato mediático dominante.

No me refiero aquí, por ejemplo, a los desvaríos de Jürgen Habermas sobre Gaza probablemente el caso más célebre ni a declaraciones de figuras como Slavoj Žižek, quien ha afirmado que, tras la humillación sufrida por el presidente ucraniano Zelenski en la Oficina Oval donde fue reprendido en una transmisión en vivo por el presidente estadounidense Donald Trump y el vicepresidente J. D. Vance en un gesto que violó incluso las normas más elementales de la cortesía diplomática, Ucrania no solo estaría defendiendo su soberanía, sino también la libertad de Europa e incluso de Estados Unidos. Tampoco me refiero a sus declaraciones sobre el proceso de desarme del PKK, en las que sugirió que no solo Europa sino la opinión pública mundial debía involucrarse activamente en reconocimiento del compromiso de dicha organización con la paz.

El panorama político actual es mucho más crudo que las imaginaciones proyectadas a menudo narcisistas de Žižek y similares. No es, pues, que tales declaraciones carezcan de la capacidad de responder siquiera a la pregunta más elemental el por qué o que no logren demostrar ningún grado de comprensión de lo que realmente está ocurriendo.

Lo que señalo es que, incluso antes del inicio del ataque militar abierto de Rusia contra Ucrania para algunos, este conflicto comenzó ya en 2014 con el derribo del avión de Malaysia Airlines sobre suelo ucraniano, figuras como Žižek toleraban sin reparos las reacciones desproporcionadas de Occidente hacia Rusia, que llegaron incluso a prohibir a escritores y compositores rusos. Sin embargo, sus palabras ya no logran encontrar resonancia alguna en el espacio político. Incluso en los días en que Habermas era citado por voceros del tutelaje militar en Türkiye, su voz no pasaba de ser parte de una campaña; y desde la perspectiva filosófica, el cuadro es aún más lamentable. Las afirmaciones de Habermas sobre Gaza ni siquiera merecen ser analizadas. Detengámonos mejor en las palabras de Žižek tras el incidente en la Oficina Oval, que él interpretó como “el final de la diplomacia”:

“¿Fue la discusión en la Oficina Oval una explosión espontánea? Al menos, esta discusión infecta se venía incubando, aguardando su estallido. No debemos olvidar que, al menos en cuanto a contenido sustancial, no ocurrió nada. En términos hegelianos, fue la transformación de lo ‘en sí’ en lo ‘para sí’: la presencia latente en el trasfondo encontró una expresión explícita. Esta transformación lo cambia todo: al ser algo dicho directamente, ya no puede ser retirado. En un grupo, cada uno puede conocer algo que permanece implícito, susceptible de ser interpretado como malentendido; pero una vez revelado, se convierte en otra cuestión”.

Incluso desde la interpretación más optimista y forzada, si asumimos que la discusión en la Oficina Oval constituye una etapa hegeliana, podríamos considerar que tal confrontación sería indicio de un gran cambio, y que Zelenski no como individuo, sino como síntesis de dicha etapa podría empezar a representar la verdad hegeliana frente a Trump. Además, podría argumentarse que los actores involucrados no eran más que figurantes, y que las posturas adoptadas en ese momento no eran sino autoengaños deliberados; en definitiva, que lo esencial consistía en la revelación de una verdad mayor.

Si nos dejamos llevar por esta lectura optimista y tratamos de construir una evaluación, nos veremos reducidos como única salida a recurrir a ese sinsentido en que se ha convertido la noción de libertad de expresión: una fórmula vacía que, al no poder ser ni verificada ni refutada, se convierte en un “cree quien quiera creer”. Al fin y al cabo, no estamos ante la observación de un “cisne negro” que refute la proposición “todos los cisnes son blancos” (además, la filosofía de la ciencia abierta a tales proposiciones también se ha replegado: desde los golpes asestados por Paul Feyerabend tras Popper y Kuhn, se ha desplazado, en el mejor de los casos, hacia los estudios de probabilidad, o incluso hacia la diversidad computacional posterior a Turing).

Otra opción posible aunque poco transitada sería adoptar el enfoque de los críticos procedentes de la tradición marxista seria (de la que Žižek, paradójicamente, suele ser separado aunque a menudo se lo presente como “filósofo marxista”), e interrogar qué es lo que sus declaraciones revelan respecto a la agencia o la representación dentro de la fase hegeliana.

Pero, ¿realmente merece la pena tomarse tan en serio las afirmaciones de Žižek? Más aún cuando Žižek no es más que un ejemplo. En rigor, Hegel en sus palabras no es más que un condimento retórico: a través de él, y de un modo tan vertiginoso como carente de sentido, Žižek pretende sostener a la vez que no ha ocurrido nada nuevo y que, sin embargo, algo ha cambiado de forma irreversible. Esto equivale a decirlo todo —incluso cosas de gran supuesta trascendencia sin decir absolutamente nada, y la historia de la filosofía ya ha conocido numerosos ejemplos de este tipo.

La suerte o tal vez la desgracia de Žižek radica en su idoneidad para ser consumido en las cafeterías universitarias o en redes sociales. Es probable que, al igual que otros personajes que emiten declaraciones temerarias y altisonantes sobre temas que en realidad no dominan, Žižek haya adquirido su información sobre los kurdos a quienes equipara con el PKK durante pausas para el café o charlas informales con interlocutores abiertamente propagandísticos. Con su presencia mediática y su estilo efectista, es una figura hecha a medida para campañas de visibilidad, una estrella publicitaria. Nada más, ni nada menos.

Por otro lado, la insistencia de Žižek en que Ucrania defiende, en términos generales, a Occidente y su noción de libertad, requiere una explicación más profunda que la que pueden ofrecer las charlas de cafetería o los debates en redes sociales. Resulta, en efecto, llamativo que esta idea parezca más interesante que la noción, más concreta y situada, de que un país que emergió de detrás del Telón de Acero tras la disolución de la Unión Soviética simplemente lucha por su propia integridad territorial. Incluso si simplificamos la cuestión, sigue siendo difícil entender por qué, por ejemplo, la anexión de Crimea por parte de Rusia un hecho consumado tiempo atrás no generó la misma resonancia que una idea abstracta de “Ucrania” tan alejada de la realidad sobre el terreno, la cual se presenta ahora como crucial para la libertad de Occidente. Ya ni siquiera existen respuestas simples que los filósofos —recordemos, si es que deben tenerlas puedan ofrecer a este tipo de preguntas igualmente simples.

Ahora bien, ¿qué puede decirse sobre la figura del intelectual público que, al igual que Žižek y otros ejemplos semejantes, asciende vertiginosamente para luego desaparecer con la misma rapidez? ¿Qué lugar ocupa en la historia de ese arquetipo del intelectual que, según Edward Said, tiene como misión fundamental decirle la verdad al poder?

Una periodización, por más general que sea, nos permite observar que la figura del intelectual público se desarrolló de forma paralela a las aspiraciones imperiales de Estados Unidos, o a su papel como garante del nuevo orden internacional. Lo irónico es que el propio Said quien tanto insistió en la necesidad de que los intelectuales asumieran responsabilidades públicas no siempre logró estar a la altura de dicho ideal, al menos cuando se trataba de su propia persona. Enmarcado en una noción general de libertad de pensamiento, Said no dudó en expresar con valentía sus opiniones políticas, pero no fue igualmente «público» en todos los ámbitos.

Existen otros ejemplos similares. Basta con recordar el caso de la conferencia que, en torno a Freud, se proponía abordar la distinción entre lo europeo y lo no europeo. Esta conferencia fue censurada por el Instituto Freud de Viena, y Said no respondió con la contundencia pública que cabría esperar de quien se reivindica como voz crítica frente a la autoridad. El episodio fue silenciado discretamente. Cuando finalmente pudo dictarla en el Museo Freud de Londres, la conferencia se volvió, en su contenido, paradójica con respecto a su propósito.

No obstante, Said como otros intelectuales afines se expresó con notable coraje en relación con la política exterior de Estados Unidos. En este sentido, y dejando de lado casos excepcionales como la reacción de escritores europeos ante el asunto Dreyfus, puede afirmarse que el arquetipo del intelectual público en Estados Unidos encontró su campo de acción casi exclusivamente en los temas de política exterior. Esto, claro, sin considerar cuestiones internas como ciertas polémicas universitarias o escándalos mediáticos puntuales. La trayectoria de Noam Chomsky como activista político corrobora esta lectura. Probablemente, el punto de inflexión fue la guerra de Vietnam.

Puede decirse que esta actitud del intelectual público poco interesado en la estructura política de Estados Unidos, en cómo esta moldea su propio tejido interno, y en cómo proyecta su política exterior como una extensión de ese tejido surge, en realidad, como consecuencia de una ruptura o inflexión histórica determinada. Es célebre la obra de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén, donde combina filosofía política y periodismo; sin embargo, otros textos suyos de contenido paralelo, como La mentira en política y Verdad y política este último escrito en respuesta a ciertas críticas dirigidas a Eichmann en Jerusalén, han permanecido curiosamente al margen de la atención pública, más allá de ciertos círculos especializados.

No obstante, estos trabajos incluido el propio Eichmann en Jerusalén fueron escritos desde una perspectiva que privilegia una tradición filosófica amplia y una concepción rigurosa de la filosofía política, y permiten vincular las problemáticas del presente con una matriz teórica más sólida. En realidad, podría mencionarse una genealogía de obras semejantes, que va desde Kant hasta Kojève, y que incluso llega a autores posteriores a Arendt, como Derrida. Estas obras, sin necesidad de referirse explícitamente a la actualidad, representan esfuerzos por abordar cuestiones análogas desde una misma preocupación filosófico-política.

Lo interesante de los trabajos de Arendt es que, al analizar lo coyuntural, lo hace desde una tradición filosófica bien definida y con un ideal político claro. No obstante, textos como La mentira en política, al igual que Verdad y política publicado en revistas no necesariamente académicas, resultan aún más significativos por señalar, con notable lucidez, ciertos puntos de quiebre frente a determinadas posturas de la política exterior estadounidense. En otras palabras, en Arendt hallamos tanto una relación profunda con la tradición filosófica como una lectura crítica de las implicancias contemporáneas de la política internacional norteamericana. Por esta razón, su figura escapa a cualquier comparación con los llamados “intelectuales públicos” actuales, y su estatura intelectual resulta inconmensurable frente a ellos.

La mentira en política es un extenso ensayo que Hannah Arendt escribió tras la publicación de los Archivos del Pentágono, filtración que evidenciaba las profundas discrepancias entre las actividades que Estados Unidos venía llevando a cabo en Vietnam desde 1945 y la imagen que de ellas se transmitía a la opinión pública. Lo interesante es que Arendt decidió reunir este ensayo, junto con otros textos, en el volumen titulado Crisis de la república, estableciendo así un vínculo claro entre las observaciones que formuló particularmente en Sobre la revolución al comparar la Revolución Americana con la Francesa y otras revoluciones, y el carácter de los procesos revolucionarios a la luz de una inflexión específica en la política exterior estadounidense. En este sentido, puede decirse que Arendt logra articular una determinada filosofía política, una concepción republicana del orden político y una reflexión crítica sobre la coyuntura contemporánea.

Este gesto constituye, sin duda, un ejemplo poco común, pues entre los intelectuales que emigraron de Alemania y se asentaron en Estados Unidos, Arendt parece haber encarnado con notable naturalidad una actitud intelectual en sintonía con el espíritu americano. Por ejemplo, Theodor W. Adorno una de las figuras centrales de la Escuela de Frankfurt, si bien publicó trabajos sobre la cultura del jazz y la personalidad autoritaria con alusiones veladas a Estados Unidos, prefirió regresar a Alemania tan pronto como tuvo ocasión. Por su parte, Erich Auerbach quien también emigró desde Alemania y residió un tiempo en Estambul, donde escribió su obra Mimesis mientras enseñaba en la Universidad de Estambul, tuvo grandes dificultades de adaptación tras establecerse en Estados Unidos, sin lograr participar activamente en la vida pública. Incluso Leo Strauss, discípulo de Heidegger (condición que puede considerarse tanto una distinción como un lastre), si bien ejerció una influencia considerable en la formación de élites neoconservadoras, se mantuvo alejado del debate público. En contraste, Arendt fue capaz de dirigir su mirada de manera directa hacia la política estadounidense y sus manifestaciones contemporáneas, algo que la distingue claramente de estos otros pensadores.

Este rasgo convierte al caso de Arendt en un indicio relevante para comprender por qué la figura del intelectual público ha desaparecido en la actualidad. Más aún, su análisis resulta especialmente pertinente al relacionarlo con debates contemporáneos como el efímero auge de la noción de posverdad durante el primer mandato de Trump y con reflexiones más amplias sobre el funcionamiento actual de la política, más allá del republicanismo o de la política estadounidense.

En el próximo artículo intentaremos abordar por qué sucede esto: analizaremos cómo aparece la noción de mentira en la política y en la filosofía según Arendt; cómo esta perspectiva se inserta en una tradición determinada; y por qué la política exterior de Estados Unidos marca, al mismo tiempo, el inicio y el ocaso de los intelectuales públicos. Este panorama, conviene subrayarlo, no puede entenderse al margen del lugar en que la filosofía ha decidido instalarse: el liberalismo.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.