Yalta fue multipolar en sus resultados, mientras que Helsinki se caracterizó por su carácter multilateral. Hoy el mundo se enfrenta a una disyuntiva, y considero que el modelo de Helsinki ofrece la vía más adecuada para avanzar. Las decisiones que adoptemos en la próxima década definirán el orden mundial del siglo XXI.
Cómo Construir un Nuevo Orden Global Antes de que Sea Demasiado Tarde
Alexander Stubb – 2 de diciembre de 2025
El mundo ha cambiado más en los últimos cuatro años que en las tres décadas anteriores. Nuestros canales de información se han llenado de conflictos y tragedias. Rusia bombardea Ucrania, Oriente Medio hierve de tensión y las guerras se multiplican en África. A medida que los conflictos se intensifican, las democracias parecen debilitarse. La era posterior a la Guerra Fría ha llegado a su fin. A pesar de las esperanzas que surgieron tras la caída del Muro de Berlín, el planeta no se unió en torno a la democracia y el capitalismo de mercado. De hecho, las mismas fuerzas que se suponía unirían al mundo —el comercio, la energía, la tecnología y la información están contribuyendo ahora a fracturarlo.
Vivimos en un nuevo mundo de desorden. El orden liberal basado en normas que emergió tras la Segunda Guerra Mundial se encuentra en declive. La cooperación multilateral está dando paso a la competencia multipolar. Las transacciones oportunistas parecen tener más peso que la defensa de las reglas internacionales. La competencia entre grandes potencias ha regresado, y la rivalidad entre China y Estados Unidos vuelve a enmarcar la geopolítica. Pero no es el único factor que moldea el orden mundial. Nuevas potencias intermedias entre ellas Brasil, India, México, Nigeria, Arabia Saudí, Sudáfrica y Türkiye han pasado a ser actores decisivos. Con sus capacidades económicas y su peso geopolítico, pueden inclinar el orden internacional hacia la estabilidad o hacia un desorden aún mayor. Además, tienen razones para exigir cambios: el sistema multilateral surgido tras la Segunda Guerra Mundial no se adaptó de manera suficiente para reflejar su creciente importancia ni para otorgarles el papel que les corresponde. Está emergiendo un concurso triangular entre lo que denomino el Occidente global, el Oriente global y el Sur global. En su decisión de fortalecer el sistema multilateral o de buscar una multipolaridad más marcada, el Sur global determinará si la geopolítica de la nueva era se orienta hacia la cooperación, la fragmentación o la dominación.
Los próximos cinco a diez años probablemente determinarán el orden mundial durante las próximas décadas. Una vez que un orden se consolida, tiende a perdurar. Tras la Primera Guerra Mundial, un nuevo orden duró dos décadas. El siguiente, tras la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo durante cuarenta años. Ahora, treinta años después del fin de la Guerra Fría, algo nuevo vuelve a surgir. Esta es la última oportunidad para que los países occidentales demuestren al resto del mundo que son capaces de diálogo y no solo de monólogo; de coherencia y no de dobles estándares; de cooperación y no de dominación. Si los Estados renuncian a la cooperación en favor de la competencia, se vislumbra un mundo aún más conflictivo.
Cada Estado posee agencia, incluso los pequeños, como el mío, Finlandia. La clave reside en maximizar la influencia y promover soluciones con las herramientas disponibles. En mi caso, esto significa hacer todo lo posible para preservar el orden liberal internacional, aunque este modelo ya no esté de moda. Las instituciones y normas internacionales proporcionan el marco de la cooperación global. Necesitan actualizarse y reformarse para reflejar mejor el crecimiento económico y político del Sur global y del Oriente global. Los dirigentes occidentales llevan décadas insistiendo en la urgencia de reformar instituciones multilaterales como las Naciones Unidas. Ahora ha llegado el momento de hacerlo, empezando por reequilibrar el poder dentro de la ONU y dentro de organismos internacionales como la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Sin estos cambios, el actual sistema multilateral se desmoronará. Por imperfecto que sea y siempre lo será, las alternativas son mucho peores: esferas de influencia, caos y desorden.
La Historia No Había Terminado
Comencé mis estudios de ciencia política y relaciones internacionales en Furman University, en Estados Unidos, en 1989. Ese otoño cayó el Muro de Berlín. Poco después, Alemania se reunificó, Europa central y oriental escapó de la opresión comunista y un mundo bipolar marcado por la confrontación entre una Unión Soviética comunista y autoritaria y unos Estados Unidos capitalistas y democráticos se transformó en uno unipolar. Los Estados Unidos se convirtieron entonces en la superpotencia indiscutida. El orden internacional liberal había triunfado.
Yo, como muchos, viví ese momento con entusiasmo. Parecía que estábamos al borde de una época más luminosa. El politólogo Francis Fukuyama calificó ese periodo como “el fin de la historia”, y no fui el único en creer que el triunfo del liberalismo estaba asegurado. La mayoría de los Estados-nación, tarde o temprano, se inclinarían hacia la democracia, el capitalismo de mercado y la libertad. La globalización generaría interdependencia económica. Las divisiones del pasado se diluirían y el mundo se convertiría en uno solo. Incluso a finales de la década, cuando finalicé mi doctorado en integración europea en la London School of Economics, ese futuro seguía pareciendo inminente.
Pero ese futuro nunca llegó. El momento unipolar fue efímero. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Occidente se apartó de los valores fundamentales que decía defender. Su compromiso con el derecho internacional fue puesto en duda. Las intervenciones encabezadas por Estados Unidos en Afganistán e Irak fracasaron. La crisis financiera global de 2008 asestó un duro golpe al modelo económico occidental basado en los mercados globales. Los Estados Unidos dejaron de liderar la política mundial en solitario. China emergió como superpotencia gracias al auge de su industria manufacturera, sus exportaciones y su crecimiento económico, y su rivalidad con Estados Unidos ha dominado desde entonces el panorama geopolítico. La última década también ha sido testigo del debilitamiento sistemático de las instituciones multilaterales, del aumento de la desconfianza hacia el libre comercio y de la intensificación de la competencia tecnológica.
La invasión a gran escala de Rusia contra Ucrania en febrero de 2022 asestó otro golpe decisivo al orden anterior. Fue una de las violaciones más evidentes del sistema basado en normas desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, sin duda, la más grave que Europa había visto desde entonces. Que el agresor fuera un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU órgano encargado de preservar la paz lo hizo aún más alarmante. Estados que debían sostener el sistema contribuyeron a derribarlo.
Multilateralismo o Multipolarıdad
El orden internacional no ha desaparecido, pero se está desplazando del multilateralismo hacia la multipolaridad. El multilateralismo es un sistema de cooperación global basado en instituciones internacionales y reglas comunes. Sus principios se aplican por igual a todos los Estados, independientemente de su tamaño. La multipolaridad, en cambio, es un oligopolio del poder. La estructura de un mundo multipolar descansa en varios polos, a menudo en competencia. En ese sistema, los acuerdos entre un número limitado de actores tienden a debilitar las reglas e instituciones comunes. La multipolaridad puede fomentar comportamientos oportunistas y alianzas fluidas basadas en intereses inmediatos. Este mundo corre el riesgo de dejar de lado a los Estados pequeños y medianos: las grandes potencias negocian por encima de ellos. Mientras el multilateralismo conduce al orden, la multipolaridad tiende hacia el desorden y el conflicto.
La tensión entre quienes promueven un orden basado en el derecho internacional y quienes abogan por un enfoque multipolar y transaccional va en aumento. Los Estados pequeños y las potencias medias, así como organizaciones regionales como la Unión Africana, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, la Unión Europea y el bloque sudamericano Mercosur, favorecen el multilateralismo. China, por su parte, promueve una multipolaridad con elementos de multilateralismo; apoya agrupaciones como los BRICS la coalición no occidental compuesta inicialmente por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica y la Organización de Cooperación de Shanghái, que buscan crear un orden más multipolar.
Estados Unidos ha desplazado parte de su énfasis del multilateralismo hacia el transaccionalismo, aunque mantiene compromisos con instituciones regionales como la OTAN. Muchos países, grandes y pequeños, están adoptando lo que puede describirse como una política exterior “multivectorial”. Su objetivo es diversificar relaciones con múltiples actores, antes que alinearse de manera exclusiva con uno solo.
Una política exterior transaccional o multivectorial está dominada por intereses. Los Estados pequeños, por ejemplo, a menudo buscan equilibrar entre grandes potencias: pueden alinearse con China en determinados ámbitos y con Estados Unidos en otros, tratando de evitar la dependencia de un solo actor. Los intereses guían las decisiones prácticas de los Estados, y ello es perfectamente legítimo. No obstante, este enfoque no debe excluir los valores, que siguen siendo esenciales. Incluso una política exterior transaccional debe basarse en principios fundamentales como la soberanía y la integridad territorial, la prohibición del uso de la fuerza y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales. Los Estados tienen un claro interés en mantener estos valores y en asegurar que quienes los violan afronten consecuencias reales.
Cada vez más países rechazan el multilateralismo y optan por arreglos más ad hoc. Estados Unidos, por ejemplo, se ha orientado hacia acuerdos bilaterales de comercio y negocios. China utiliza la Iniciativa de la Franja y la Ruta —su vasto programa global de inversiones en infraestructura— para facilitar tanto la diplomacia bilateral como las transacciones económicas. La UE está celebrando acuerdos bilaterales de libre comercio que corren el riesgo de no ajustarse plenamente a las normas de la Organización Mundial del Comercio. Y todo ello ocurre en un momento en que el mundo necesita más multilateralismo que nunca para abordar los desafíos comunes, como el cambio climático, el desarrollo sostenible o la regulación de tecnologías avanzadas. Sin un sistema multilateral fuerte, toda diplomacia se convierte en transaccional. Un mundo multilateral convierte el bien común en interés propio. Un mundo multipolar se rige tan solo por el interés propio.
El “Realismo Basado En Valores” De Finlandia
La política exterior suele sustentarse en tres pilares: valores, intereses y poder. Estos elementos son fundamentales cuando cambian el equilibrio y la dinámica del orden mundial. Provengo de un país pequeño, de unos seis millones de habitantes. Aunque contamos con una de las fuerzas de defensa más grandes de Europa, nuestra diplomacia se basa en valores e intereses. El poder ya sea duro o blando es mayoritariamente un lujo de las grandes potencias. Estas pueden proyectar su fuerza militar y económica e imponer sus objetivos. Pero los países pequeños pueden encontrar poder en la cooperación. Las alianzas, los grupos internacionales y la diplomacia inteligente dan a los Estados pequeños una influencia que va más allá del tamaño de sus economías y ejércitos. A menudo, estas alianzas se apoyan en valores compartidos, como el compromiso con los derechos humanos y el Estado de derecho.
Como país pequeño fronterizo con una potencia imperial, Finlandia ha aprendido que, en ocasiones, un Estado debe dejar de lado ciertos valores para proteger otros o simplemente para sobrevivir. La condición de Estado se fundamenta en los principios de independencia, soberanía e integridad territorial. Tras la Segunda Guerra Mundial, Finlandia conservó su independencia, a diferencia de nuestros vecinos bálticos, que fueron absorbidos por la Unión Soviética. Pero perdimos el diez por ciento de nuestro territorio, incluidas las regiones donde nacieron mi padre y mis abuelos. Y, crucialmente, tuvimos que renunciar a parte de nuestra soberanía. Finlandia no pudo unirse a instituciones internacionales a las que sentía pertenecer de forma natural, como la Unión Europea o la OTAN.
Durante la Guerra Fría, la política exterior finlandesa estuvo definida por un “realismo pragmático”. Para evitar otro ataque de la Unión Soviética como el de 1939, tuvimos que comprometer valores occidentales. Esta etapa de nuestra historia, que dio origen al término “finlandización”, no es un motivo de orgullo, pero preservó nuestra independencia. Esa experiencia nos ha hecho desconfiar de quienes sugieren que la finlandización podría ser una solución para la guerra en Ucrania. Un acuerdo así implicaría una renuncia inaceptable a la soberanía y al territorio.
Tras el fin de la Guerra Fría, Finlandia, como tantos otros países, abrazó la idea de que los valores del Occidente global acabarían convirtiéndose en la norma lo que denomino “idealismo basado en valores”. Esto permitió a Finlandia incorporarse a la Unión Europea en 1995. Al mismo tiempo, cometimos un error grave: decidimos voluntariamente mantenernos fuera de la OTAN. (Cabe señalar que he defendido la adhesión finlandesa a la OTAN durante los últimos treinta años). Algunos finlandeses creían que Rusia acabaría convirtiéndose en una democracia liberal, por lo que ingresar en la OTAN era innecesario. Otros temían una reacción negativa por parte de Rusia. Y otros pensaban que Finlandia contribuía a mantener el equilibrio y por ende la paz en el mar Báltico permaneciendo fuera de la alianza. Todas estas suposiciones resultaron erróneas, y Finlandia ha rectificado: ingresó en la OTAN tras el ataque a gran escala de Rusia contra Ucrania.
Esa decisión respondió tanto a los valores como a los intereses de Finlandia. Hemos adoptado lo que denomino un “realismo basado en valores”: el compromiso con un conjunto de principios universales libertad, derechos fundamentales y normas internacionales combinado con el reconocimiento de la diversidad de culturas e historias del mundo. El Occidente global debe permanecer fiel a sus valores, pero entender que los problemas globales no se resolverán solo con la colaboración de países afines.
El realismo basado en valores puede sonar contradictorio, pero no lo es. Dos teorías influyentes del periodo posterior a la Guerra Fría parecían oponer los valores universales a una interpretación más realista de las líneas de fractura globales. La tesis del “fin de la historia” de Fukuyama percibía el triunfo del capitalismo sobre el comunismo como el inicio de un mundo cada vez más liberal y orientado al mercado. La visión de Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaciones” predecía que las líneas de conflicto geopolítico pasarían del terreno ideológico al cultural. En realidad, los Estados pueden nutrirse de ambas perspectivas para navegar en un orden internacional en transformación. A la hora de elaborar su política exterior, los gobiernos del Occidente global pueden conservar su fe en la democracia y los mercados sin insistir en que estos modelos sean universalmente aplicables; en otros contextos, pueden prevalecer modelos distintos. Incluso dentro del Occidente global, la defensa de la seguridad y la soberanía hará que, ocasionalmente, sea imposible adherirse estrictamente a los ideales liberales.
Los Estados deberían aspirar a un orden mundial cooperativo basado en el realismo apoyado en valores, que respete tanto el Estado de derecho como las diferencias culturales y políticas. Para Finlandia, esto implica colaborar estrechamente con los países de África, Asia y América Latina para comprender mejor sus posiciones ante la guerra de Rusia en Ucrania y otros conflictos en curso. También significa mantener diálogos pragmáticos en pie de igualdad sobre cuestiones globales clave, como el intercambio tecnológico, los recursos naturales y el cambio climático.
El Triángulo Del Poder
Tres grandes regiones componen ahora el equilibrio global: el Occidente global, el Oriente global y el Sur global. El Occidente global incluye aproximadamente cincuenta países, tradicionalmente liderados por los Estados Unidos. Lo conforman Estados democráticos y de economía de mercado de Europa, América del Norte y sus aliados de Australia, Japón, Nueva Zelanda y Corea del Sur. En general, han procurado sostener un orden multilateral basado en normas, aunque desacuerden en cómo preservarlo, reformarlo o reinventarlo.
El Oriente global está formado por alrededor de veinticinco Estados liderados por China. Incluye una red de países alineados —como Irán, Corea del Norte y Rusia— que buscan revisar o reemplazar el actual orden internacional basado en normas. Los une un interés común: reducir el poder del Occidente global.
El Sur global comprende alrededor de 125 países de África, América Latina, Asia meridional y Asia sudoriental, e incluye a la mayoría de la población mundial. Muchos de estos Estados sufrieron el colonialismo occidental y, posteriormente, se convirtieron en escenarios de guerras subsidiarias durante la Guerra Fría. Este grupo incluye varias potencias intermedias o “Estados bisagra”, como Brasil, India, Indonesia, Kenia, México, Nigeria, Arabia Saudí y Sudáfrica. Las tendencias demográficas, el desarrollo económico y la extracción y exportación de recursos naturales impulsan su ascenso.
El Occidente global y el Oriente global compiten por ganarse a los países del Sur global. La razón es simple: ambos entienden que será el Sur global quien determine la dirección del nuevo orden mundial. A medida que Occidente y Oriente tiran en direcciones opuestas, es el Sur quien posee el “voto decisivo”.
Occidente no puede atraer al Sur global únicamente exaltando las virtudes de la libertad y la democracia: también debe financiar proyectos de desarrollo, invertir en el crecimiento económico y, lo más importante, ofrecer al Sur un asiento en la mesa y compartir poder. El Oriente global se equivoca igualmente si cree que sus inversiones en infraestructuras y su gasto externo le garantizan influencia plena. La influencia no se compra de manera automática. Como ha señalado el ministro de Asuntos Exteriores de India, Subrahmanyam Jaishankar, India y otros países del Sur global no están “sentados en la valla”, sino situados firmemente en su propio terreno.
En otras palabras, tanto los dirigentes occidentales como los orientales necesitarán un enfoque de realismo basado en valores. La política exterior nunca es binaria. Los responsables políticos deben tomar decisiones diarias que impliquen valores e intereses. ¿Comprar armas a un Estado que viola el derecho internacional? ¿Financiar a un régimen autoritario que combate el terrorismo? ¿Enviar ayuda a un país que penaliza la homosexualidad? ¿Comerciar con un Estado que aplica la pena de muerte? Algunos valores no son negociables: la defensa de los derechos humanos y fundamentales, la protección de las minorías, la preservación de la democracia y el respeto al Estado de derecho. Estos valores constituyen la esencia de lo que debe defender el Occidente global, especialmente en su diálogo con el Sur global. Al mismo tiempo, Occidente debe comprender que no todos comparten estos valores.
El objetivo del realismo basado en valores es encontrar un equilibrio entre principios e intereses, de forma que se prioricen los valores fundamentales, pero se reconozcan los límites del poder del Estado cuando están en juego los intereses de la paz, la estabilidad y la seguridad. Un mundo regido por normas y respaldado por instituciones internacionales sólidas sigue siendo la mejor garantía para evitar que la competencia desemboque en confrontación. Pero a medida que estas instituciones han perdido influencia, los Estados deben adoptar un sentido del realismo más exigente. Los líderes deben reconocer las diferencias: las realidades de la geografía, la historia, la cultura, la religión y las etapas del desarrollo económico. Si quieren que otros Estados mejoren su gobernanza, sus prácticas medioambientales o sus políticas de derechos humanos, deben predicar con el ejemplo y ofrecer apoyo, no sermones.
El realismo basado en valores empieza por un comportamiento digno, respetuoso con las opiniones ajenas y comprensivo de las diferencias. Implica una colaboración basada en alianzas entre iguales, más que en concepciones históricas de cómo deberían relacionarse Occidente, Oriente y el Sur. La forma de avanzar es centrarse en proyectos comunes esenciales: infraestructuras, comercio y mitigación y adaptación al cambio climático.
Existen muchos obstáculos para que estas tres esferas del mundo construyan un orden global que respete diferencias y, al mismo tiempo, permita situar los intereses nacionales en un marco más amplio de cooperación internacional. Pero los costes del fracaso serían inmensos: basta recordar la primera mitad del siglo XX.
La incertidumbre es inherente a las relaciones internacionales, especialmente en el tránsito de una era a otra. La clave es entender por qué ocurre el cambio y cómo responder a él. Si el Occidente global vuelve a sus viejos hábitos de dominación directa o indirecta, o de arrogancia abierta, perderá la batalla. Si, en cambio, reconoce que el Sur global será un actor clave en el nuevo orden mundial, podrá forjar alianzas basadas en valores e intereses capaces de abordar los desafíos más importantes del planeta. El realismo basado en valores brindará a Occidente el margen necesario para navegar esta nueva etapa de las relaciones internacionales.
Mundos por Venir
Un conjunto de instituciones creadas tras la Segunda Guerra Mundial ayudó a guiar al mundo a través de su periodo más rápido de desarrollo y sostuvo una etapa extraordinaria de paz relativa. Hoy, dichas instituciones corren riesgo de colapsar. Pero deben sobrevivir, porque un mundo basado únicamente en la competencia sin cooperación conducirá al conflicto. Para sobrevivir, sin embargo, deben cambiar, porque demasiados Estados carecen de agencia en el sistema actual y, ante la ausencia de reformas, se desvincularán de él. No se les puede culpar: el nuevo orden mundial no esperará.
Al menos tres escenarios podrían materializarse en la próxima década. En el primero, persistiría el actual desorden. Subsistirían elementos del viejo orden, pero el respeto por las normas e instituciones internacionales sería selectivo y guiado principalmente por los intereses de cada Estado. La capacidad para resolver grandes desafíos seguiría siendo limitada, pero el mundo evitaría caer en un caos mayor. Sin embargo, poner fin a conflictos se volvería especialmente difícil, ya que la mayoría de los acuerdos de paz serían transaccionales y carecerían de la autoridad derivada del aval de las Naciones Unidas.
Existe un segundo escenario, más negativo, en el que los fundamentos del orden internacional liberal sus normas e instituciones seguirían deteriorándose hasta colapsar. El mundo se acercaría al caos, sin un centro de poder definido y con Estados incapaces de resolver crisis agudas como hambrunas, pandemias o conflictos armados. Caudillos, señores de la guerra y actores no estatales llenarían los vacíos de poder creados por el retroceso de las organizaciones internacionales. Los conflictos locales podrían desencadenar guerras más amplias. La estabilidad sería la excepción, no la norma, en un mundo gobernado por la ley del más fuerte. La mediación de paz sería casi imposible.
Pero no necesariamente debe ser así. Un tercer escenario contempla una nueva simetría de poder entre el Occidente global, el Oriente global y el Sur global, que produciría un orden reequilibrado en el que los Estados podrían abordar los desafíos más urgentes mediante cooperación y diálogo entre iguales. Ese equilibrio podría contener la competencia y orientar al mundo hacia una mayor cooperación en materia climática, de seguridad y tecnológica, retos críticos que ningún Estado puede resolver por sí solo. En este escenario, los principios de la Carta de la ONU prevalecerían, dando lugar a acuerdos justos y duraderos. Pero para que esto ocurra, las instituciones internacionales deben ser reformadas.
La reforma debe comenzar por las Naciones Unidas. Reformar la ONU es siempre un proceso largo y complejo, pero existen al menos tres cambios posibles que reforzarían automáticamente la organización y darían más capacidad de acción a los Estados que hoy sienten que no tienen suficiente poder en Nueva York, Ginebra, Viena o Nairobi.
Primero, todos los continentes principales deben estar representados de manera permanente en el Consejo de Seguridad. Resulta inaceptable que África y América Latina carezcan de representación permanente y que China sea el único representante de Asia. El número de miembros permanentes debe aumentar en al menos cinco: dos de África, dos de Asia y uno de América Latina.
Segundo, ningún Estado debería tener derecho a veto. El veto fue necesario tras la Segunda Guerra Mundial, pero en el mundo actual ha paralizado al Consejo de Seguridad. Las agencias de la ONU en Ginebra funcionan bien precisamente porque ningún país puede imposibilitar su labor.
Tercero, si un miembro permanente o rotatorio del Consejo de Seguridad viola la Carta de la ONU, su membresía debe ser suspendida. Esto habría implicado suspender a Rusia tras su invasión a gran escala de Ucrania. Una decisión de este tipo podría ser tomada por la Asamblea General. No debe haber espacio para los dobles estándares en las Naciones Unidas.
Las instituciones globales de comercio y finanzas también necesitan actualización. La Organización Mundial del Comercio, paralizada desde hace años por la crisis de su mecanismo de solución de controversias, sigue siendo esencial. A pesar del aumento de acuerdos comerciales fuera de su ámbito, más del 70 % del comercio mundial se rige por su principio de “nación más favorecida”. La finalidad del sistema de comercio multilateral es garantizar un trato justo y equitativo para todos sus miembros. Las tarifas y otras infracciones de las normas de la OMC perjudican a todos. La reforma en curso debe conducir a una mayor transparencia especialmente respecto a los subsidios y a una mayor flexibilidad en los procesos de toma de decisiones. Estas reformas deben implementarse con rapidez: la credibilidad de la OMC está en juego.
Reformar es difícil, y algunas propuestas pueden parecer poco realistas. Pero también lo parecían las iniciativas de San Francisco cuando se fundó la ONU hace más de ochenta años. Que los 193 Estados miembros adopten estas reformas dependerá de si centran su política exterior en valores, intereses o poder. Compartir poder sobre la base de valores e intereses fue el fundamento de la creación del orden liberal tras la Segunda Guerra Mundial. Ha llegado el momento de revisar el sistema que nos ha servido durante casi un siglo.
La incógnita para el Occidente global será si Estados Unidos desea realmente preservar el orden mundial multilateral que ayudó a crear y del cual se ha beneficiado enormemente. Ese camino no será fácil, dada su retirada de instituciones clave como la Organización Mundial de la Salud, el acuerdo climático de París y su nuevo enfoque mercantilista hacia el comercio exterior. El sistema de la ONU ha contribuido a preservar la paz entre grandes potencias, permitiendo a Estados Unidos convertirse en la principal fuerza geopolítica. En muchas instituciones de la ONU, Washington ha liderado y ha logrado impulsar con éxito sus objetivos políticos. El comercio global ha ayudado a Estados Unidos a consolidarse como la mayor potencia económica, al tiempo que proporciona bienes asequibles a los consumidores estadounidenses. Alianzas como la OTAN han otorgado a Estados Unidos ventajas políticas y militares más allá de su propia región. Corresponde ahora al resto de Occidente convencer a la administración Trump del valor de estas instituciones y del papel activo que Estados Unidos debe seguir desempeñando en ellas.
La incógnita para el Oriente global será la estrategia de China. Podría asumir un papel más destacado para llenar los vacíos dejados por Estados Unidos en ámbitos como el comercio libre, la cooperación climática o el desarrollo. Podría intentar reconfigurar las instituciones internacionales donde ha ganado una presencia creciente. También podría ampliar su proyección de poder en su región. Y podría abandonar su histórica estrategia de “ocultar capacidades y esperar su momento” y decidir actuar con mayor firmeza en lugares como el mar de China Meridional o el estrecho de Taiwán.
¿Yalta o Helsinki?
Un orden internacional como el que forjó el Imperio romano puede sobrevivir durante siglos. Pero, por lo general, dura apenas unas décadas. La guerra de agresión de Rusia contra Ucrania marca el inicio de otra transformación en el orden mundial. Para los jóvenes de hoy, este momento equivale a 1918, 1945 o 1989. El mundo puede tomar un rumbo equivocado en estos puntos de inflexión, como ocurrió tras la Primera Guerra Mundial, cuando la Sociedad de Naciones no logró contener la competencia entre grandes potencias y terminó en otra guerra devastadora.
Los países también pueden acertar, como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial con la creación de las Naciones Unidas. Ese orden de posguerra preservó la paz entre las dos superpotencias de la Guerra Fría Estados Unidos y la Unión Soviética, aunque esa estabilidad tuvo un alto costo para los Estados sometidos o convertidos en escenarios de enfrentamientos indirectos. Y aunque el final de la Segunda Guerra Mundial sentó las bases de un orden que perduró durante décadas, también plantó las semillas de los desequilibrios actuales.
En 1945, los vencedores de la guerra se reunieron en Yalta, en Crimea. El presidente estadounidense Franklin Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético Joseph Stalin diseñaron un orden basado en esferas de influencia. El Consejo de Seguridad de la ONU sería la plataforma donde las superpotencias dirimirían sus diferencias, pero ofrecería poco espacio a los demás. En Yalta, los grandes decidieron por los pequeños. Ese error histórico debe corregirse ahora.
La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa celebrada en Helsinki en 1975 ofrece un contraste notable. Treinta y dos países europeos, además de Canadá, Estados Unidos y la Unión Soviética, se reunieron para crear una estructura de seguridad basada en reglas y normas aplicables a todos. Se acordaron principios fundamentales que regían el comportamiento de los Estados entre sí y frente a sus ciudadanos. Fue una hazaña notable del multilateralismo en pleno periodo de tensiones, y desempeñó un papel clave en el fin de la Guerra Fría.
Yalta produjo un resultado multipolar; Helsinki, uno multilateral. Hoy el mundo enfrenta una elección, y creo que el modelo de Helsinki ofrece el camino adecuado. Las decisiones que tomemos en la próxima década definirán el orden mundial del siglo XXI.
Los Estados pequeños, como el mío, no son meros espectadores. El nuevo orden se determinará por las decisiones tomadas por los líderes políticos, tanto de países grandes como pequeños, ya sean democráticos, autoritarios o híbridos. En esto, recae una responsabilidad particular sobre el Occidente global: arquitecto del orden que hoy se desvanece y aún, económica y militarmente, la coalición más poderosa del mundo. La forma en que llevemos ese legado será determinante. Esta es nuestra última oportunidad.
