La Fórmula de Pekín para Una Riqueza y Un Poder Duraderos

octubre 21, 2025
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El modelo chino ha funcionado porque los responsables de las políticas en China han hecho muchas cosas correctamente y han creado las condiciones adecuadas para que los empresarios chinos prosperen. El país puede enfrentarse a ciertos problemas, pero seguirá siendo una fuerza eficaz. Y cuanto más tiempo mantenga China su éxito, tanto más se verán desindustrializados Estados Unidos y sus aliados, presionados por las empresas chinas en los ámbitos de la energía, los bienes industriales e incluso la inteligencia artificial.

Para que Estados Unidos pueda competir de manera efectiva, sus dirigentes deben dedicar menos tiempo a preocuparse por cómo debilitar a sus rivales y más a descubrir los caminos que permitan a su propio país realizar la mejor y más poderosa versión de sí mismo.

El Verdadero Modelo Chino

Septiembre / Octubre de 2025
Fecha de publicación: 19 de agosto de 2025

Hace una década, los planificadores de Pekín anunciaron un ambicioso programa denominado Made in China 2025, destinado a conquistar el liderazgo en las industrias del futuro. El plan identificaba diez sectores estratégicos para la inversión entre ellos, la energía, los semiconductores, la automatización industrial y los materiales de alta tecnología con el propósito de fortalecer la producción nacional, reducir la dependencia de las importaciones y de las empresas extranjeras, y aumentar la competitividad global de las firmas chinas. El objetivo general era transformar a China en una potencia tecnológica y convertir a sus empresas nacionales en líderes mundiales.

El gobierno respaldó esta visión mediante un apoyo financiero colosal: cada año destinó entre el uno y el dos por ciento del PIB a subvenciones directas e indirectas, créditos blandos y reducciones fiscales.

China ha cosechado grandes éxitos con estos esfuerzos. No sólo se ha posicionado como líder mundial en vehículos eléctricos y energía limpia, sino también en drones, automatización industrial y otros productos electrónicos. Su dominio sobre los imanes de tierras raras facilitó un rápido acuerdo comercial con el presidente estadounidense Donald Trump. Las compañías chinas avanzan hoy hacia la maestría en productos tecnológicos más sofisticados, fabricados en Estados Unidos, Europa y otras regiones de Asia.

Aun así, persisten las voces escépticas frente a este modelo. Algunos señalan que la financiación excesiva ha derivado en despilfarro y corrupción. El sistema ha producido sectores saturados, con decenas de empresas competidoras que fabrican productos similares y tienen dificultades para obtener beneficios. La deflación resultante induce a las compañías a mostrarse cautelosas con la contratación o el aumento de salarios, lo que debilita la confianza del consumidor y ralentiza el crecimiento. La economía china, que alguna vez se creyó destinada a superar a Estados Unidos como la mayor del mundo, se ha desacelerado y quizá nunca alcance a la estadounidense en producción total.

Estos problemas no son menores, pero pensar que bastan para descarrilar el impulso tecnológico de China sería un grave error. La política industrial de Pekín no ha triunfado sólo por elegir y subvencionar los sectores adecuados. Ha tenido éxito porque el Estado ha construido la infraestructura profunda necesaria para sostener una superpotencia tecnológica duradera. Ha creado un ecosistema de innovación sustentado en sólidas redes eléctricas y digitales, y ha formado una enorme fuerza laboral dotada de conocimientos avanzados en manufactura. A este modelo podría llamársele una estrategia tecnológica integral. Este enfoque ha permitido a China desarrollar nuevas tecnologías y difundirlas con mayor rapidez que cualquier otro país. Es poco probable que este modelo se desvíe de su rumbo debido al lento crecimiento económico o a las sanciones estadounidenses.

El poder industrial y tecnológico de China se ha convertido ya en un rasgo estructural de la economía mundial. Para preservar su liderazgo tecnológico, así como las industrias esenciales para su prosperidad general y su seguridad nacional, Estados Unidos debe competir con China. Sin embargo, los políticos estadounidenses deben reconocer que el actual plan de acción basado en controles de exportación, aranceles y políticas industriales dispersas resulta ineficaz. Tratar de frenar a China con estas tácticas no dará resultado. Washington debería, en cambio, concentrarse en construir su propio sistema de poder industrial mediante inversiones pacientes y de largo plazo no sólo en sectores clave seleccionados, sino también en la infraestructura energética, informativa y de transporte. De lo contrario, Estados Unidos enfrentará una mayor desindustrialización y perderá su liderazgo tecnológico.

FORTALECERSE

El circuito de Nürburgring, célebre por su recorrido sinuoso de 13 millas en las montañas de Alemania Occidental, es conocido por su dureza con el apodo de “el Infierno Verde”. Este trazado pone a prueba incluso a los pilotos más audaces y a los vehículos más avanzados. Tradicionalmente, los automóviles que ofrecen el mejor rendimiento en este circuito son diseñados por renombradas marcas alemanas como BMW, Porsche o Mercedes, o por fabricantes consolidados de Italia, Japón y Corea del Sur.

Sin embargo, en junio de 2025, se batió en Nürburgring un nuevo récord de velocidad para vehículos eléctricos, y la empresa responsable del logro no fue uno de los fabricantes habituales de la élite automotriz. El coche récord fue producido por Xiaomi, una compañía china conocida por sus teléfonos inteligentes asequibles y sus arroceras eléctricas. Apenas un año antes, Xiaomi había fabricado su primer automóvil; aun así, consiguió producir el tercer vehículo más veloz del circuito, entre eléctricos y de combustión.

El éxito de Xiaomi en la pista simboliza el asombroso ascenso de China en el sector de la energía limpia. En 2024, el país produjo casi tres cuartas partes de todos los vehículos eléctricos del mundo y representó el 40 % de las exportaciones globales de este tipo de automóviles. Domina por completo la cadena de suministro de la energía solar. Las empresas chinas fabrican la mayoría de las baterías del planeta tanto para automóviles eléctricos como para otros usos, y producen además el 60 % de los electrolizadores empleados para obtener hidrógeno a partir del agua, el método más eficaz de generar energía basada en hidrógeno limpio.

Centrarse únicamente en frenar a China no dará resultado.

La explicación tradicional del éxito tecnológico chino suele atribuirlo a que el gobierno central selecciona sectores estratégicos para brindarles apoyo, ofreciendo cientos de miles de millones de dólares en subvenciones, reducciones fiscales y créditos a bajo interés, además de facilitar que las empresas chinas copien o adquieran tecnología extranjera. Esta versión contiene parte de verdad, pero omite lo esencial: China no ha triunfado solo por subvencionar industrias específicas, sino porque ha invertido en la infraestructura profunda que sustenta la innovación y la producción eficiente, en los sistemas físicos y en la experiencia humana que los hace posibles.

Parte de esta infraestructura está compuesta por los sistemas de transporte: carreteras, ferrocarriles y puertos. En los últimos treinta años, China ha construido una red nacional de autopistas que duplica en extensión al sistema interestatal de Estados Unidos; posee una red de trenes de alta velocidad más extensa que la del resto del mundo combinado; y ha desarrollado un poderoso sistema portuario, cuyo principal exponente es el puerto de Shanghái, que en algunos años mueve más carga que todos los puertos estadounidenses juntos.

Pero si China se hubiera detenido ahí, nunca habría alcanzado su actual cumbre tecnológica. Otros sistemas de infraestructura han resultado igualmente cruciales. Entre ellos, destaca su red digital. En los primeros años de Internet se creía que este acabaría debilitando a los regímenes autoritarios, al eliminar su monopolio sobre la información y permitir que la gente común se organizara incluso a distancia. En el año 2000, el presidente estadounidense Bill Clinton afirmó que controlar Internet sería “como clavar gelatina en la pared”.

Los dirigentes chinos pensaron exactamente lo contrario. Creyeron que una infraestructura de datos de alta calidad fortalecería al Estado, al permitirle observar y gestionar mejor la opinión pública, seguir los movimientos de la población y, simultáneamente, proporcionar enormes ventajas a la industria y al desarrollo de un ecosistema de alta tecnología.

Y China, efectivamente, logró clavar la gelatina en la pared. El país construyó una Internet nacional que conecta rápidamente a casi toda su población, pero que filtra el contenido procedente del exterior. La apuesta dio sus frutos. Gracias al impulso temprano y decidido del gobierno a los teléfonos móviles, las empresas chinas se convirtieron en pioneras del Internet móvil. Plataformas líderes como ByteDance, Alibaba y Tencent se transformaron en innovadores de alcance global. Huawei se convirtió en el mayor fabricante mundial de equipos 5G. Hoy, el pueblo chino utiliza sus teléfonos inteligentes de manera constante… y el Partido Comunista sigue en el poder.

ELÉCTRICO

Otro de los sistemas de infraestructura clave detrás del poder de China es su red eléctrica. Durante el último cuarto de siglo, el país ha liderado al mundo en este ámbito, construyendo cada año centrales eléctricas equivalentes a todo el suministro energético del Reino Unido. Hoy produce más electricidad anualmente que la suma de Estados Unidos y la Unión Europea. Ha invertido masivamente en líneas de transmisión de ultra alta tensión, capaces de transportar electricidad de manera eficiente a largas distancias, y en todo tipo de sistemas de almacenamiento energético. Esta abundancia de energía ha permitido el rápido crecimiento de medios de transporte eléctricos, como los trenes de alta velocidad y los vehículos eléctricos.

China ha superado los obstáculos que durante mucho tiempo impidieron que la electricidad se convirtiera en la fuente primaria de energía mundial y reemplazara la combustión directa de combustibles fósiles: su transporte era difícil, su almacenamiento complejo y su uso ineficiente en la movilidad. En consecuencia, el país avanza a gran velocidad hacia convertirse en la primera economía del mundo basada mayoritariamente en la electricidad. La electricidad representa el 21 % del consumo energético global y el 22 % del estadounidense, mientras que en China alcanza cerca del 30 %, una proporción superior a la de cualquier otra gran economía avanzada, salvo Japón. Además, esta cuota crece rápidamente alrededor del 6 % anual frente al 2,6 % global y al 0,6 % en Estados Unidos.

La electrificación de China no nació de un plan maestro centralizado. Fue, más bien, el resultado de soluciones tecnocráticas a problemas específicos, como los cortes eléctricos en las zonas industriales o la necesidad de utilizar la capacidad ferroviaria para fines distintos al transporte de carbón. Sin embargo, hoy la electrificación acelerada cumple un objetivo estratégico evidente. Como señalan Damien Ma y Lizzi Lee en su artículo publicado en Foreign Affairs en julio, constituye “el motor de la innovación industrial que impulsa el futuro”. El gobierno es plenamente consciente de que una oferta abundante y barata de electricidad otorga al país una ventaja decisiva en las industrias energéticamente intensivas del porvenir, especialmente en la inteligencia artificial. Por ello, Pekín se esfuerza en mantener su sistema eléctrico como el mayor y más eficiente del planeta.

La parte más refinada de la infraestructura profunda de China es su fuerza laboral industrial, compuesta por más de 70 millones de personas, la mayor del mundo. Gracias a la densa construcción de cadenas de suministro manufactureras complejas, los directivos, ingenieros y obreros chinos han adquirido décadas de “conocimiento de proceso”: saber práctico derivado de la experiencia sobre cómo se hacen las cosas y cómo mejorarlas. Este conocimiento permite la innovación iterativa, es decir, el ajuste continuo de los procesos para producir bienes de manera más eficiente, de mayor calidad y a menor costo. También posibilita la escalabilidad: las fábricas chinas pueden movilizar rápidamente una fuerza laboral amplia y experimentada para fabricar casi cualquier producto nuevo. Y, quizás lo más importante, este conocimiento de proceso permite a China crear industrias completamente nuevas. Un trabajador en Shenzhen puede ensamblar iPhones un año, producir teléfonos Huawei Mate al siguiente y, después, fabricar drones para DJI o baterías para vehículos eléctricos de CATL.

El conocimiento de proceso de la fuerza laboral china podría ser el mayor activo económico de Pekín, aunque resulte difícil de cuantificar. Es una de las razones por las que el resto del mundo sigue subestimando las capacidades de China. Algunos analistas suponen que el país produce la mayoría de los teléfonos inteligentes y dispositivos electrónicos del mundo simplemente porque su mano de obra es barata. En realidad, China mantiene su liderazgo porque su fuerza laboral ha demostrado su valor en términos de sofisticación, escala y velocidad.

Asimismo, muchos observadores pasan por alto el ardor emprendedor de los empresarios chinos. El país está lleno de personas lo suficientemente optimistas, audaces o incluso temerarias como para intentar transformar por completo sectores enteros. En 2021, Lei Jun, el legendario fundador de Xiaomi, anunció que invertiría 10.000 millones de dólares en vehículos eléctricos una suma equivalente a una octava parte del valor de su compañía, entonces de 80.000 millones y lo describió como “su último gran proyecto empresarial”. Su apuesta dio frutos en el circuito alemán: apoyándose en el ecosistema electrónico, en socios del sector de baterías y en una fuerza laboral experimentada, logró producir vehículos eléctricos de alta velocidad en apenas unos años.

Para comprender por qué las empresas estadounidenses tienen dificultades para hacer lo mismo, basta comparar la experiencia de Xiaomi con la de Apple. En 2014, la gigante tecnológica consideró desarrollar vehículos eléctricos. No era una idea descabellada: Apple tenía una valoración de mercado de 600.000 millones de dólares y 40.000 millones en reservas de efectivo, una fortaleza financiera mucho mayor que la de Xiaomi. En términos convencionales, estaba tecnológicamente más avanzada. Sin embargo, al carecer Estados Unidos del sistema energético y la capacidad manufacturera de China, Apple no contaba con una infraestructura adecuada que pudiera aprovechar. En consecuencia, en 2024 su consejo de administración puso fin a una década de esfuerzos en el desarrollo de automóviles eléctricos. Ese mismo año, Xiaomi amplió su capacidad productiva y elevó sus metas de entrega una y otra vez. Mientras tanto, Tesla el gigante estadounidense de los vehículos eléctricos enfrentó caídas en las ventas en todos los grandes mercados, incluida China. Los consumidores chinos consideran ahora que las marcas nacionales son más innovadoras y se adaptan mejor al rápido cambio de sus gustos y preferencias.

REACCIÓN ADVERSA

Subestimar a China es un error. Sin embargo, el país enfrenta graves desafíos económicos, muchos de los cuales derivan, al menos en parte, de las mismas políticas industriales que propiciaron sus victorias. Los tecnócratas chinos no sólo destinaron recursos a infraestructuras que favorecen una alta productividad, sino también a empresas estatales altamente endeudadas, que aportan poco al dinámico ecosistema tecnológico del país y reducen la eficiencia general de la economía. El fortalecimiento del control político sobre Internet, mediante restricciones impuestas por razones ideológicas, llevó a la humillación pública de algunos de los emprendedores más creativos del país como Jack Ma, fundador de Alibaba, y Zhang Yiming, cofundador de ByteDance, minando la confianza del sector privado.

Mientras tanto, las subvenciones sin supervisión generaron una corrupción generalizada. El ejemplo más evidente es el de la industria de los semiconductores, que desde 2014 ha recibido más de 100.000 millones de dólares en apoyo estatal directo. Algunos de los proyectos financiados resultaron ser completamente fraudulentos; otros eran legítimos, pero tanto empresarios como funcionarios sustrajeron fondos. Desde 2022, más de una docena de altos cargos del sector incluidos el presidente de Tsinghua Unigroup (que gestiona varios fabricantes clave de chips) y el director del Fondo Nacional de Circuitos Integrados han sido encarcelados por corrupción. Dos ministros en funciones de Industria y Tecnología de la Información fueron destituidos por los mismos motivos.

Las subvenciones chinas, además, pueden llegar a sofocar la innovación. Aunque el gasto productivo generoso estimula el ecosistema tecnológico, también permite que empresas menos eficientes sobrevivan mucho más tiempo de lo que lo harían en una economía de libre mercado. Esto obliga a las compañías a reducir constantemente sus precios para mantener la cuota de mercado, lo que erosiona los márgenes de beneficio de todos. En consecuencia, las empresas manufactureras disponen de menos recursos para invertir en investigación y desarrollo, y se ven obligadas a actuar con cautela en la contratación de nuevo personal o en el aumento de salarios.

China, en efecto, logró clavar la gelatina en la pared.

La industria solar ilustra claramente este fenómeno. Para el Estado, controlar la cadena de suministro de la energía solar representa una victoria estratégica, pero los fabricantes de paneles solares venden productos casi indistinguibles entre sí y compiten ferozmente mediante reducciones de precios que dejan márgenes de beneficio mínimos. Lo mismo ocurre con los productores de vehículos eléctricos, teléfonos inteligentes y muchos otros bienes: numerosas empresas fabrican productos similares con ganancias exiguas. Aunque los sectores tecnológicos chinos son casos de éxito global, sus empresas suelen estar exhaustas.

Si bien China ha sido excesivamente generosa con las industrias tecnológicas y manufactureras, no lo ha sido tanto con los proveedores de servicios. Pekín regula de manera crónicamente excesiva a los sectores que considera susceptibles de prácticas monopólicas o de generar inestabilidad política o social. Controla con firmeza las finanzas, la salud y la educación. Como resultado, el crecimiento del empleo en estos ámbitos ha sido débil, afectando gravemente a la expansión del empleo en toda la economía. Aunque el país conserva una estructura industrial dominante, el sector servicios emplea a cerca del 60 % de la fuerza laboral urbana y ha sido responsable de la totalidad del crecimiento neto del empleo en la última década. A medida que encontrar trabajo se vuelve más difícil, los salarios permanecen estancados y los precios de la vivienda el principal activo de los ciudadanos caen, los consumidores muestran una creciente reticencia a gastar. Las empresas privadas, al percibir una demanda débil, se muestran aún más reacias a contratar o aumentar salarios.

Así, el modelo económico actual de China implica casi inevitablemente un crecimiento más lento. El círculo vicioso creado por Pekín ha hecho que la economía tenga dificultades para alcanzar su meta anual del 5 % de crecimiento y que enfrente una deflación persistente. Al mismo tiempo, la débil demanda interna obliga a que una proporción creciente de la extraordinaria producción manufacturera del país se destine a la exportación, generando superávits comerciales cada vez mayores. El superávit exterior de China ya se acerca al billón de dólares, más del doble que hace apenas cinco años.

Los riesgos para Pekín son evidentes. Un crecimiento más lento puede erosionar el dinamismo económico y debilitar la capacidad o la motivación de las empresas tecnológicas para innovar. Los superávits comerciales crecientes, por su parte, podrían provocar un proteccionismo mucho más severo y coordinado a nivel mundial: decenas de países podrían unirse a Estados Unidos en la imposición de aranceles contra las importaciones chinas.

No obstante, al igual que ha superado numerosos desafíos en el pasado, es muy probable que Pekín logre sortear estos riesgos. Las autoridades han comenzado a reconocer que las subvenciones son excesivas y están procediendo a retirarlas gradualmente. Los actores pequeños y menos eficientes desaparecerán del mercado. Ya se observa una consolidación en el sector de los vehículos eléctricos: desde 2022, el número de empresas se ha reducido de 57 a 49, y un tercio de los fabricantes actuales vende al menos 10.000 vehículos al mes, frente a menos de una cuarta parte hace tres años. En cuanto al proteccionismo, la mayoría de los países difícilmente encontrará alternativas competitivas a los productos chinos. Existen, además, vías para eludir las barreras arancelarias: enviar los productos a través de terceros países o establecer plantas de ensamblaje en el extranjero, como ha hecho el fabricante chino BYD en Brasil y Hungría.

Las autoridades chinas parecen convencidas de que los costes asociados al bajo crecimiento, la deflación y las tensiones comerciales son un precio aceptable. En 2020, en plena pandemia de COVID-19, cuando los productores chinos intentaban responder a las dificultades aumentando la fabricación de equipos médicos y bienes de consumo, el presidente Xi Jinping declaró: “Debemos reconocer la importancia fundamental de la economía real… y nunca permitir la desindustrialización”. El mensaje era claro: el objetivo principal de Pekín no es el crecimiento rápido, sino la autosuficiencia y el progreso tecnológico.

NO PUEDE, NI PODRÁ DETENERSE

Mientras los sectores tecnológicos y manufactureros de China avanzaban, Washington no permaneció inactivo. Alarmada por las ambiciones del plan Made in China 2025, la primera administración de Donald Trump revitalizó algunas de las oficinas más inertes del Departamento de Comercio y creó un poderoso mecanismo burocrático destinado a cortar el acceso de China a materiales críticos. Los funcionarios estadounidenses comprendieron que el país asiático dependía en gran medida de las tecnologías occidentales, en particular de los semiconductores avanzados y del equipo necesario para fabricarlos. Por ello, concluyeron que imponer un bloqueo total sobre estas tecnologías podría desacelerar de manera significativa el motor tecnológico chino. Se trató de un enfoque bipartidista: el presidente Joe Biden, tras asumir el cargo en 2021, mantuvo las restricciones de su predecesor e incluso las endureció, sobre todo en lo relativo a los chips y equipos avanzados imprescindibles para la inteligencia artificial.

Sin embargo, el éxito de estas medidas ha sido, en el mejor de los casos, ambiguo. En 2018, dos grandes empresas tecnológicas chinas ZTE y Fujian Jinhua estuvieron al borde de la quiebra tras ser privadas de tecnología estadounidense. Pero las firmas más capaces lograron recuperarse con la ayuda de abogados y cabilderos en Washington. (Trump levantó recientemente las restricciones impuestas a los chips de inteligencia artificial de alta gama producidos por Nvidia, permitiendo que la compañía volviera a vender sus productos a China). Huawei sufrió un golpe devastador tras las sanciones del Departamento de Comercio en 2019. No obstante, para 2025 la empresa declaró ingresos equivalentes a los de aquel año y demostró seguir siendo un actor dominante en la fabricación de equipos 5G y teléfonos móviles. Además, invirtió miles de millones de dólares en producir chips que sustituyen a los estadounidenses, convirtiéndose a su vez en uno de los principales desarrolladores de semiconductores del país.

Otras compañías han resistido aún mejor las restricciones estadounidenses. La fundición de chips SMIC, una de las más importantes de China, duplicó sus ingresos tras ser sancionada en 2020. Aunque sigue lejos de TSMC, líder del sector en rentabilidad, logró un avance tecnológico notable al producir chips de siete nanómetros, algo que parecía imposible después de las sanciones. De modo similar, las limitaciones en inteligencia artificial no impidieron el ascenso de DeepSeek, cuyo modelo de razonamiento rivaliza ya con el de varias empresas de Silicon Valley.

El objetivo principal de Pekín no es el crecimiento acelerado, sino la autosuficiencia y el progreso tecnológico.

El éxito de DeepSeek no es difícil de entender. Las firmas chinas de inteligencia artificial quizá no tengan acceso a los chips más avanzados, pero sí a un talento excepcional, a chips maduros y a vastos conjuntos de datos. Además, disponen a diferencia de sus competidores de un suministro casi ilimitado de electricidad barata. Según las evaluaciones técnicas internacionales, los grandes modelos lingüísticos chinos se encuentran apenas seis meses por detrás de los líderes estadounidenses, y la brecha se reduce de forma constante. Las restricciones tecnológicas de Estados Unidos no detuvieron el progreso chino; por el contrario, provocaron un nuevo “momento Sputnik”, un impulso nacional por redoblar los esfuerzos. Las empresas chinas son hoy más grandes, más resistentes y mucho menos dependientes de las firmas estadounidenses que hace una década.

Algunos responsables estadounidenses han comenzado a comprender que no bastará con atacar los sectores chinos. Por ello, los planificadores económicos de la administración Biden impulsaron una política industrial destinada a revitalizar las industrias estratégicas del país. Washington promulgó la Ley CHIPS para fortalecer la fabricación de semiconductores y la Ley de Reducción de la Inflación para subvencionar tecnologías limpias. Pero, pese a los cientos de miles de millones de dólares asignados, gran parte de estas iniciativas fracasó.

La causa es sencilla: Estados Unidos no ha desarrollado una infraestructura profunda comparable. Al inicio de su mandato, Biden anunció un ambicioso plan para ofrecer servicio de Internet a casi todos los estadounidenses. Sin embargo, su proyecto “Internet para Todos” no logró conectar a un solo usuario antes de su salida del cargo. Aunque el Congreso destinó miles de millones de dólares, el país aún carece de una red nacional de estaciones de carga para vehículos eléctricos. Además, Washington no consiguió eliminar los obstáculos burocráticos y legales que impiden a las empresas energéticas aprovechar los créditos fiscales de la Ley de Reducción de la Inflación para proyectos solares y eólicos.

Ahora, esos incentivos están a punto de desaparecer. El acuerdo presupuestario de Trump, aprobado en julio, elimina progresivamente las subvenciones solares y eólicas de su predecesor para los proyectos que no comiencen antes de finales de 2026. Aunque la Ley CHIPS sigue vigente, el presidente la ha calificado de “horrible” y “ridícula”. Mientras tanto, sus aranceles han creado una profunda incertidumbre entre los fabricantes: las empresas congelan sus inversiones y se esfuerzan por mantener sus cadenas de suministro. La Casa Blanca sostiene que, una vez aplicados los aranceles, los fabricantes se verán obligados a producir en territorio estadounidense. Pero este análisis es erróneo. Los productores dependen de las importaciones para muchos insumos y dudan en realizar grandes inversiones basándose en las declaraciones volátiles del presidente. De hecho, tras el anuncio del plan de imponer altos aranceles a casi todos los países, el sector manufacturero estadounidense perdió más de 10.000 empleos sólo entre abril y julio.

Trump, por supuesto, no es el único que ha defraudado las expectativas. A los políticos estadounidenses les encanta celebrar la apertura de una nueva mina o planta de semiconductores, pero la industria nacional continúa contrayéndose debido a retrasos en la producción, despidos y deterioro de la calidad. La producción manufacturera real, que creció de manera constante hasta la crisis financiera de 2008, se desplomó entonces y jamás se recuperó. Incluso la industria de defensa experimenta una reducción. A pesar del flujo de efectivo, casi todas las clases de buques de guerra en construcción presentan retrasos algunos de hasta tres años. Los fabricantes de municiones, cuyas reservas fueron agotadas por el apoyo a Ucrania, apenas logran incrementar su producción. Y los intentos de reducir la dependencia del ejército estadounidense de los minerales de tierras raras procedentes de China han fracasado.

Estados Unidos aún conserva su superioridad en ciertos ámbitos cruciales: software, biotecnología, inteligencia artificial y un ecosistema de innovación vinculado a las universidades. Pero incluso estas instituciones enfrentan un futuro incierto. Desde su regreso al poder, Trump ha recortado la financiación de la investigación científica y ha debilitado el acceso del país a mano de obra cualificada. Las agencias gubernamentales han iniciado investigaciones contra universidades de élite como Harvard y Columbia, amenazándolas con retirar fondos, eliminar exenciones fiscales y acusarlas de antisemitismo exagerado. La Casa Blanca ha reducido los presupuestos de la Fundación Nacional de Ciencia y de los Institutos Nacionales de Salud. Paralelamente, las políticas antiinmigratorias del presidente han llevado a muchos investigadores potenciales a buscar empleo en empresas y universidades de otros países. Las deportaciones agresivas dañan además al sector de la construcción. En definitiva, Estados Unidos no ha logrado construir un ecosistema de innovación suficientemente sólido para sostener su futuro.

REGRESO A LOS FUNDAMENTOS

Estados Unidos puede y debe revertir cuanto antes los recortes de gasto y las restricciones migratorias impuestas por Trump. Pero competir eficazmente con China exige mucho más que eliminar los límites autoimpuestos. El fracaso de Washington trasciende las diferencias de enfoque entre administraciones: tanto demócratas como republicanos siguen sin tomarse en serio la competencia china. En abril, el senador de Arkansas Tom Cotton escribió en sus redes sociales que “China no innova, roba”, una frase que resume cómo los dirigentes estadounidenses minimizan los logros del país asiático. Muchos líderes de Washington aún creen que un régimen más complejo de controles a la exportación bastará para frenar el impulso tecnológico chino. En otras palabras, están enviando abogados a librar una guerra que requiere ingenieros. Los responsables políticos estadounidenses deben entender que, por más presión que ejerzan, no lograrán colapsar el sistema industrial y tecnológico de China.

Lo que Washington debe hacer es fortalecer su propia capacidad. Ello implica emprender la ardua tarea de profundizar la infraestructura del país. Estados Unidos no debería intentar imitar las inversiones masivas y a menudo despilfarradoras de Pekín en todos los sectores. Pero sí debe superar el enfoque improvisado y fragmentado de la administración Biden, centrado en industrias específicas, y abandonar la estrategia de Trump basada en la esperanza de que los aranceles repatríen la producción, así como su obsesión con las viejas industrias pesadas, como el acero.

Por el contrario, los diseñadores de políticas deben empezar a pensar en términos de ecosistemas, tal como lo ha hecho China. Estados Unidos posee una larga tradición de dinamismo empresarial y financiero; por ello, las inversiones públicas en una infraestructura moderna y profunda probablemente implicarán costos considerables, al igual que en los siglos XIX y XX lo supusieron las inversiones en ferrocarriles y autopistas. Los grandes proyectos de infraestructura pueden estimular la demanda de nuevas tecnologías y generar el conocimiento de procesos necesario para construirlas: pasos esenciales para reconstruir la base manufacturera. La prioridad más urgente debería ser establecer un sistema eléctrico más amplio y eficiente que aproveche la energía nuclear, el gas natural y las fuentes renovables. Para maximizar el uso de la energía limpia, Estados Unidos debe invertir en la construcción de más baterías de almacenamiento y líneas de transmisión de alta tensión.

Washington está enviando abogados a una guerra de ingeniería.

Asimismo, el país tendrá que encontrar maneras de reducir los costos estructurales en sus sectores industriales. Dado que Estados Unidos es una nación rica con altos salarios y estrictos estándares laborales y medioambientales, no puede ni debe competir con China o la India en mano de obra barata. Pero si realmente desea reconstruir su capacidad industrial, deberá comprometerse a hacer sus mercados más atractivos para los sectores de alta intensidad de capital. La eliminación de los aranceles destructivos de Trump que encarecen la manufactura estadounidense es tan esencial como garantizar energía abundante y barata. Igualmente crucial es permitir reformas que eliminen los excesivos costos regulatorios de la construcción, proporcionen una financiación pública suficiente para la investigación básica y el desarrollo, y mantengan políticas migratorias liberales que permitan a las empresas atraer a los mejores talentos del mundo. Este último aspecto, aunque no sea estrictamente un parámetro de costos, es indispensable para reconstruir el conocimiento de procesos que Estados Unidos ha perdido. Buena parte de ese saber hacer se encuentra hoy en el extranjero, y el país debe estar dispuesto a importarlo.

Por encima de todo, Washington no debe subestimar a su adversario. Pekín ha hecho de la superioridad tecnológica su máxima prioridad política. Las subvenciones que emplea para promover el progreso tecnológico han generado abundante despilfarro, sí, pero ese fue el precio de su liderazgo en las industrias del futuro. Para competir, Estados Unidos también debe comprometerse a liderar esos sectores y aceptar que el éxito implicará errores y cierto grado de ineficiencia.

El modelo chino ha funcionado porque sus dirigentes han tomado muchas decisiones correctas y han creado condiciones favorables para el éxito de los emprendedores. China enfrenta problemas, pero seguirá siendo eficaz. Y cuanto más tiempo mantenga su éxito, más se desindustrializarán Estados Unidos y sus aliados bajo la presión de las empresas chinas en los campos de la energía, los bienes industriales e incluso la inteligencia artificial. Para competir de manera efectiva, los políticos estadounidenses deben dedicar menos tiempo a preocuparse por cómo debilitar a sus rivales y más a descubrir cómo lograr que su país alcance la mejor y más fuerte versión de sí mismo.

Dan Wang es investigador en el Hoover Institution de la Universidad de Stanford y autor de Breakneck: China’s Quest to Engineer the Future.
Arthur Kroeber es fundador de Gavekal Dragonomics y autor de China’s Economy: What Everyone Needs to Know.

Fuente: https://www.foreignaffairs.com/china/real-china-model-wang-kroeber