¿Es el Momento de un Cambio en el Actor Predominante de Oriente Medio?

noviembre 16, 2025
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La transformación del poder en Oriente Medio no responde ya a la clásica competencia militar, sino a una nueva realidad geopolítica configurada por la fuerza de la influencia: el poder blando. La región ha sido, a lo largo de la historia, un escenario donde los actores globales ponen a prueba su legitimidad y su capacidad de atracción.

Durante la segunda mitad del siglo XX, Estados Unidos ascendió a la posición de actor predominante gracias al marco de poder blando que construyó en torno a los valores democráticos y a la promesa de desarrollo. Sin embargo, en los últimos años y especialmente tras el genocidio en Gaza las políticas que ha adoptado han erosionado de forma significativa esta legitimidad. Hoy, Washington ya no es percibido como garante de seguridad, sino como un actor que profundiza las crisis en lugar de resolverlas.

Frente a este desgaste, China emerge como un polo de atracción cada vez más visible para los países de la región, sustentado en un discurso basado en la “convivencia pacífica”, la “no injerencia” y el “beneficio mutuo”. Estos principios, reiterados en su diplomacia hacia Oriente Medio, han comenzado a generar una resonancia que contrasta con el desgaste de la influencia estadounidense.

En los dos últimos siglos, Oriente Medio ha experimentado dos transformaciones significativas en cuanto al actor predominante que estructura su orden político. La primera de estas mutaciones comenzó hacia finales del siglo XIX, cuando el Imperio otomano empezó a perder capacidad de proyección y cohesión. En ese contexto, el Reino Unido y Francia ascendieron a posiciones determinantes en la política regional. La segunda transformación se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la disminución de la influencia global británica y francesa generó un vacío de poder que fue rápidamente ocupado por Estados Unidos. De este modo, Washington se convirtió en el nuevo actor hegemónico de Oriente Medio y comenzó a reconfigurar los equilibrios políticos de la región.

Los estudios que analizan estos cambios de hegemonía enfatizan con frecuencia la fuerte relación entre tales transformaciones y la capacidad militar. Según este enfoque, los actores capaces de incrementar sustancialmente su poder militar adquieren una ventaja decisiva para elevarse al liderazgo regional. De hecho, los estados que alcanzan la posición de actor predominante suelen ampliar su acceso a los recursos estratégicos de la región. Oriente Medio es, en efecto, una geografía que reúne los atributos geopolíticos, teopolíticos y geoeconómicos capaces de impulsar a un actor hacia el estatus de superpotencia. Con todo, aunque la dimensión militar tiene un peso indiscutible en la consecución de la primacía regional, reducir el fenómeno únicamente a este eje resulta insuficiente. La dimensión del poder blando aunque no tan determinante como la militar completa el análisis y aporta un marco que no puede ser pasado por alto.

La Dimensión Psicológico-Política del Cambio de Actor Predominante

El concepto de poder blando puede definirse como la capacidad de un actor (un Estado, una entidad supranacional o una corporación) para modelar las preferencias de otros sin recurrir a instrumentos coercitivos, sino mediante la atracción y la persuasión. Conceptualizado por Joseph S. Nye, este tipo de poder se alimenta de tres fuentes principales: la cultura (valores y prácticas capaces de generar atractivo interno y externo), los valores e instituciones políticas (el imperio de la ley, la democracia, los derechos humanos), y el estilo de política exterior (legitimidad, coherencia, multilateralismo). A diferencia del poder duro, el poder blando no se funda en la capacidad coercitiva militar o económica, sino en la construcción de legitimidad, confianza e imagen. En última instancia, el poder blando proporciona influencia sostenible gracias a su capacidad de producir consentimiento y de fijar la agenda.

Durante casi cuatro siglos bajo dominio otomano, la entrada de potencias coloniales como el Reino Unido y Francia en Oriente Medio no se produjo exclusivamente mediante la proyección militar. Las inestabilidades políticas y económicas surgidas con el declive otomano, así como las tensiones sociales acumuladas, abrieron espacio para que estas potencias adquirieran influencia ofreciendo promesas de desarrollo económico, estabilidad política y prosperidad social. En los últimos años del periodo otomano, los movimientos nacionalistas contrarios a Estambul se inclinaron hacia Londres y París con la creencia de que los valores que representaban aportarían “contribuciones únicas” al futuro de la región.

Sin embargo, los mandatos británico y francés institucionalizados en las conferencias de San Remo y París de 1920 demostraron rápidamente que tales aspiraciones eran inviables bajo esos regímenes. El estilo colonial aplicado por el Reino Unido en Egipto, Irak, Jordania y Palestina, y por Francia en Siria y Líbano, generó un profundo malestar y una creciente animadversión en el mundo árabe. Las revueltas contra los mandatos, especialmente en Siria e Irak durante la década de 1920, fueron expresiones directas de este descontento.

En el mismo periodo, los principios socialistas difundidos tras la Revolución Bolchevique despertaron el interés de las élites intelectuales y políticas de la región. Una vez alcanzada la independencia, muchos países de Oriente Medio se orientaron hacia la esfera de influencia soviética. El discurso anti-imperialista del socialismo encontró además un eco considerable entre las masas, reflejando la profunda frustración acumulada frente a las administraciones coloniales. A ello se sumaba el hecho de que la Unión Soviética, al no haber sido un poder colonial en la región, gozaba de un “expediente limpio” que reforzaba su atractivo. Sin embargo, pese a la expansión de la ideología socialista y al acercamiento de numerosos regímenes a Moscú, la URSS no logró establecer una influencia duradera y sólida en Oriente Medio.

Tras la Primera Guerra Mundial, el debilitamiento del Reino Unido y Francia, junto con la incapacidad de la Unión Soviética para establecer una influencia duradera, generó un vacío de poder que fue ocupado por Estados Unidos. Este ascenso se hallaba estrechamente relacionado con la percepción de un “expediente limpio”. Frente al pasado colonial británico y francés, Washington destacó inicialmente por su retórica de no injerencia en los asuntos internos de los Estados de la región y por una aproximación más “equitativa” respecto al reparto de los ingresos petroleros. Esta postura funcionó como un fundamento esencial para reforzar la legitimidad y la influencia política de Estados Unidos en Oriente Medio. Así, tras la Segunda Guerra Mundial, los mandatos británico y francés fueron reemplazados por relaciones “igualitarias” entre los nuevos Estados independientes y Washington.

En el periodo posterior a la guerra, el proceso de construcción de influencia estadounidense se apoyó menos en instrumentos coercitivos que en la proyección de su poder blando. Durante estas décadas, Estados Unidos penetró de manera profunda en el imaginario social de Oriente Medio mediante elementos culturales como el cine, el deporte, el discurso de política exterior y un estilo de vida que irradiaba modernidad. La expansión de esta influencia contribuyó a articular un bloque anticomunista en la región y generó un clima político que prácticamente dejó a Washington sin rivales en su esfera de influencia.

La invasión soviética de Afganistán en 1979 reforzó aún más las disposiciones antisoviéticas en los países musulmanes. Estas tendencias ya estaban siendo estimuladas por Estados Unidos, que supo proyectarse como un “aliado fiable” dispuesto a proteger a las naciones musulmanas frente a la agresión soviética. En este contexto, Washington fortaleció su atractivo y legitimidad, integrando su poder blando con estrategias de comunicación y gestión de alianzas que profundizaron su influencia regional.

No obstante, la erosión del poder blando estadounidense no tardó en manifestarse y se hizo especialmente visible a comienzos de los años 2000. Las invasiones de Afganistán e Irak después del 11 de septiembre desencadenaron profundas crisis políticas y económicas en la región. Ello impulsó a las élites y a las sociedades locales a buscar nuevos equilibrios y asociaciones alternativas. En este marco, los acercamientos a China y Rusia surgieron como una consecuencia natural de tales búsquedas.

Sin embargo, las revueltas populares que se extendieron por la región durante la década de 2010 y las iniciativas de Irán para ampliar su influencia ideológica y política revalorizaron, desde la perspectiva de la estabilidad regional, la importancia de las relaciones con Estados Unidos. Ante la ola de protestas internas y las políticas maximalistas y revisionistas de Teherán, los Estados de la región volvieron a situar a Washington como un equilibrador fiable y un socio estratégico. Esta reorientación también tuvo una resonancia social. Las divisiones étnicas y sectarias presentes en la región contribuyeron a reforzar el apoyo social a la idea de Estados Unidos como garante de seguridad. A pesar de las invasiones de Irak y Afganistán, la percepción del atractivo cultural estadounidense y de su capacidad para proporcionar seguridad se mantuvo por encima de un umbral significativo.

En definitiva, aunque el poder blando de Estados Unidos sufrió una erosión considerable a comienzos de los años 2000, las turbulencias internas de la década de 2010 y las dinámicas competitivas impulsadas por Irán convirtieron la cooperación con Washington tanto para las élites como para las sociedades en una opción nuevamente racional y atractiva.

La Influencia de Estados Unidos a la Sombra del Genocidio Israelí

A finales de la década de 2010, la erosión del poder blando estadounidense volvió a hacerse visible. Uno de los factores decisivos de este desgaste fue el apoyo que Washington ofreció a los actores defensores del statu quo frente a las movilizaciones sociales y las demandas de cambio que caracterizaron la llamada Primavera Árabe. La postura adoptada por Estados Unidos tras los acontecimientos del 7 de octubre aceleró de manera significativa este proceso. Durante este periodo, Washington proporcionó a Israel un apoyo político y militar casi incondicional, avalando sus exigencias maximalistas y la campaña genocida llevada a cabo en Gaza. A ello se añadió la aprobación y en ocasiones participación directa en ataques considerados contrarios al derecho internacional contra Irak, Siria, Líbano, Irán y Yemen.

Esta orientación erosionó de forma profunda la legitimidad normativa y el poder blando de Estados Unidos en la región. Las experiencias negativas acumuladas en el último cuarto de siglo tornaron aún más controvertido el “expediente” estadounidense, alimentando el ascenso de tendencias abiertamente antiestadounidenses. La incapacidad para avanzar en iniciativas de alto el fuego y la continuación de los ataques israelíes contra Gaza pese al anuncio de un cese de hostilidades el 9 de octubre minaron gravemente la confianza en Washington. En consecuencia, esta línea política no solo aceleró el deterioro del poder blando estadounidense, sino que también contribuyó a su consolidación como un fenómeno duradero.

Mientras el genocidio en Gaza y la expansión de ataques israelíes por la región, amparados por el apoyo político, económico, diplomático y militar de Estados Unidos, debilitaban visiblemente la legitimidad normativa de Washington, el discurso pragmático de China centrado en la “coexistencia pacífica” y la no confrontación generó un nuevo momento geopolítico y desplazó el equilibrio del poder blando regional.

Si se analiza conjuntamente la acelerada pérdida de legitimidad de Estados Unidos tras la crisis de Gaza y el pragmatismo no intervencionista de China, se observa la emergencia de una arquitectura de preferencias que prioriza la “estabilidad y el desarrollo” por encima de la “seguridad dura”. Esta tendencia amplía la capacidad de los Estados de la región para equilibrar poderes y sugiere un desplazamiento gradual del poder blando a favor de China. Sin embargo, sigue siendo incierto si esta evolución desembocará en una sustitución completa de Estados Unidos por parte de China en un marco de competencia de suma cero.

Los acontecimientos más recientes evidencian la coexistencia de dos aproximaciones contrastantes. Mientras Estados Unidos refuerza una postura securitista y abiertamente partidista al apoyar los ataques directos de Israel contra Irán y actores vinculados a Teherán, China fortaleció en marzo de 2024 su perfil de “mediador no intervencionista y orientado al beneficio mutuo” al contribuir desde Pekín a la distensión entre Irán y Arabia Saudí.

La transformación del poder en Oriente Medio remite así a una nueva realidad geopolítica configurada menos por la competencia militar clásica y más por las dinámicas del poder blando. A lo largo de la historia, la región ha funcionado como un espacio donde los actores globales ponen a prueba su legitimidad y su capacidad de atracción. En la segunda mitad del siglo XX, Estados Unidos alcanzó la posición de actor predominante gracias al poder blando articulado en torno a los valores democráticos y la promesa de desarrollo. Sin embargo, las políticas adoptadas en los últimos años especialmente durante y después del genocidio en Gaza han generado un profundo desgaste de esa legitimidad. Hoy, Estados Unidos ya no es percibido como un proveedor de seguridad, sino como un actor que profundiza las crisis.

China, por el contrario, se presenta ante los países de la región como un polo de atracción creciente mediante su discurso de “coexistencia pacífica”, “no injerencia” y “beneficio mutuo”. Su papel en la reconciliación entre Arabia Saudí e Irán constituye un ejemplo concreto de este enfoque de poder blando. Aunque en el futuro inmediato no parece probable que China sustituya completamente a Estados Unidos, sí es previsible que incremente su función como poder equilibrador en la política regional.

En este sentido, Oriente Medio ya no constituye un espacio unipolar, sino un escenario de competencia multinodal. En esta nueva etapa, el actor que logre utilizar el poder blando de manera más eficaz será quien tenga la capacidad de moldear el futuro político de la región.

[*] Docente titular (Doç. Dr.) y director del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Artuklu de Mardin; [email protected].

Doç. Dr. Necmettin Acar

Dr. Necmettin Acar es presidente del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en la Universidad Artuklu de Mardin. Realizó su licenciatura en la Facultad de Economía de la Universidad de Estambul en Administración Pública, su maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad de Sakarya y su doctorado en el Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Yıldız Técnica. Actualmente, trabaja como profesor en la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Artuklu. Sus principales áreas de investigación incluyen la política del Medio Oriente, la seguridad energética, la seguridad del Golfo Pérsico y la política exterior de Türkiye en el Medio Oriente. Acar ha publicado numerosos trabajos en estas áreas.
Correo electrónico: [email protected]

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