El ser humano libra una constante lucha por la vida y aspira a alcanzar el éxito. Ganar dinero y convertirse en un medio para que otras personas encuentren sustento gracias a su trabajo constituye, sin duda, una de las formas de logro. Sin embargo, no debemos, bajo ningún concepto, entregarnos por completo a la economía del dinero; hemos de perseverar en la elevación de nuestra sensibilidad espiritual como finalidad última de nuestra existencia.
La economía monetaria tiene como prolongación natural las estampas humanas de las grandes ciudades del mundo… Georg Simmel, a comienzos del siglo XX, intentó describir al habitante de la metrópoli; y sus observaciones, hoy en día, conservan plena vigencia. Es más, como intentamos relatar muchos de nosotros incluyéndome a mí mismo, no carecen de matices adicionales: el estrecho vínculo entre el afán de lucro, la cultura del consumo y la sociedad del espectáculo en la que vivimos ha llevado al mundo “tecnomediático” al borde del colapso. Sigamos, no obstante, la senda trazada por el maestro Simmel hace más de un siglo. Él señala lo siguiente:
El habitante de la metrópoli moderna es nervioso e irritable. Sometido a un bombardeo constante de estímulos en la vida urbana, procura establecer una distancia con su entorno social y físico, adoptando una personalidad neurasténica. El hombre que vive en un pueblo conoce prácticamente a todos y mantiene con ellos una relación cordial. Un panorama semejante es imposible de reproducir en la ciudad, donde uno se cruza diariamente con centenares de personas; intentarlo equivaldría a destrozar por completo la vida interior. Ante el intercambio fugaz y superficial que impone la vida metropolitana, las personas, con razón, se vuelven desconfiadas y se ven obligadas a erigir barreras frente a los demás. En las grandes urbes, muchas veces ni siquiera sabemos quiénes son en realidad aquellos que llevan años siendo nuestros vecinos. Por ello, los habitantes de los pueblos consideran al hombre de la metrópoli como un ser frío y carente de alma.
Según Simmel, “la cultura del dinero implica que la vida misma se convierta en prisionera de su propio medio”. Vivir en un estado de constante estimulación, pasar una y otra vez por el tamiz de la economía monetaria, acaba por arrastrar al habitante de la ciudad hacia la indiferencia, el cinismo, la falta de seriedad, el hastío y el desaliento. Se hastía; “los nervios estimulados han sido forzados, durante tanto tiempo, a reaccionar con todas sus fuerzas, que finalmente ya no responden a nada… A sus ojos, todo tiene la misma opacidad, el mismo gris. Nada merece la pena suscitar entusiasmo.” Este estado de ánimo solo puede ser alterado, de vez en cuando, por emociones extremas y deseos intensos. La satisfacción de esos deseos brinda un alivio momentáneo, pero pronto se retorna al estado anterior.
Si al menos todo se limitara a la distancia y al hastío… En la selva de la vida urbana, frente a las multitudes, el individuo intenta protegerse devaluando el mundo y a los demás, ignorando incluso a sus propios parientes o vecinos. Termina siendo alguien que ve con los ojos pero no oye con los oídos. En tales circunstancias, “sea cual fuere la causa, surge una leve insatisfacción que, en situaciones de contacto cercano, puede transformarse en cualquier momento en odio o en disputa; aparece un sentimiento mutuo de extrañeza y de repulsión”. Y, haga lo que haga, el individuo acaba por asemejarse a los demás; en la metrópoli todos terminan pareciéndose, la vida se uniformiza.
La única vía de escape frente a la uniformidad es replegarse en uno mismo, comenzar a creer únicamente en sí mismo y, al mismo tiempo, intentar mostrar su diferencia del modo más rápido, llamativo y exagerado posible, ya sea mediante la vestimenta o la actitud. ¡Qué importa si se ha vuelto excéntrico, si sus maneras son afectadas o sus rasgos se han agudizado!… Lo esencial es lograr destacar por su singularidad. En la metrópoli, donde los cuerpos se acercan a medida que los espacios se reducen, las almas, para poder respirar, se distancian unas de otras y se sumen en la soledad, cada una viviendo en su propio laberinto.
Aun así, si las personas permanecen juntas dentro de un mismo sistema, sin decir “aquí no queda nada que nos defina” y dispersarse, es siempre gracias al “dinero”. La araña que teje la tupida red social de la metrópoli es, precisamente, el dinero.
Ahora bien, ¿puede acaso el habitante de la ciudad descrito por Simmel hace un siglo ese ser cuyos sufrimientos se han multiplicado con creces en el mundo tecnomediático contemporáneo, ese hombre que vive bajo la economía monetaria alcanzar la felicidad?
Dinero y Felicidad
Según Simmel, la economía monetaria también posee aspectos positivos. Ante todo, el dinero constituye la prueba más evidente de que el ser humano es un ente capaz de fabricar instrumentos para alcanzar sus fines. El instrumento simboliza el ingenio humano, encarna o contiene tanto la grandeza de su voluntad como sus límites. Gracias al dinero, podemos establecer relaciones con un gran número de personas; podemos restringir nuestras obligaciones mutuas a servicios y bienes específicos, y experimentar satisfacciones inexistentes en otros sistemas económicos.
Asimismo, cabe mencionar entre sus beneficios la posibilidad de realizar las individualidades en un entorno libre, preservar y mantener los intereses y las inclinaciones personales; liberar al trabajador de los medios de producción, así como de las presiones del absolutismo y de las limitaciones impuestas por los grupos sociales a los que pertenece.
Nuestro pensador, Georg Simmel, enumera estos aspectos positivos de la economía monetaria, pero no le concede una aprobación plena debido a la tragedia cultural que engendra. En la economía del dinero, no se puede vivir sin él; pero con él, tampoco se alcanza la felicidad.
Según algunos liberales ¡Dios les guarde!, y en particular según mi muy estimado profesor Atilla Yayla, todo lo bueno que nos ha sucedido, en gran medida, ha sido gracias al dinero. Leamos, en versión abreviada, su artículo titulado “Las expectativas de las personas en la vida”:
“Se dice que los seres humanos están colmados del deseo de ser ricos y de poder comprar con facilidad todo aquello que anhelan. Quien puede adquirir lo que le agrada y tiene los medios para gastar sin preocupación es, se afirma, una persona feliz… Un estudio realizado en los Estados Unidos reveló que lo que más contribuye a la felicidad no es el dinero en sí, sino el estatus dentro de la sociedad. La investigación demostró que las personas ‘apreciadas’ y ‘respetadas’ son más felices que aquellas que simplemente poseen altos ingresos… Asimismo, el estudio señala que la felicidad que proporciona la riqueza o el dinero disminuye con el tiempo, mientras que la estima y el respeto social se mantienen de manera duradera.
En otras investigaciones previas también se constató la existencia de varias tendencias en la relación entre felicidad y dinero. Así, para quienes parten de un nivel de ingresos nulo o muy bajo y, gracias a su trabajo y a la obtención de beneficios, logran ascender en la escala de ingresos, esta mejora produce una gran felicidad. Sin embargo, este mismo estado de felicidad no se observa en quienes adquieren dinero de forma repentina a través de herencias o grandes donaciones, especialmente en el caso de los jóvenes. En no pocas ocasiones, sucede incluso lo contrario…
Estos mismos principios ya fueron subrayados mucho antes por profetas y filósofos. Por ejemplo, en las obras de David Hume y Adam Smith se destaca que las personas poseen un fuerte deseo de aprobación y que este resulta sumamente influyente en la orientación y el control de la conducta humana. Sin embargo, para percibir esta verdad no es necesario ser profeta ni filósofo… Estoy convencido de que el dinero, el afán y el esfuerzo por obtenerlo, y la aspiración a ser rico y próspero, son sumamente beneficiosos tanto para el individuo como para la sociedad. Y la historia así lo atestigua.”
Con todo, el dinero no es en sí mismo un fin. En última instancia, se convierte en un medio para obtener respeto y reconocimiento, del mismo modo que lo es el éxito en el deporte, la ciencia o el arte. Sin embargo, lo que sí es indudable es que la contribución del dinero y de los esfuerzos por ganarlo a la humanidad es mucho mayor incluso incomparablemente mayor que la del deporte, la ciencia o el arte.
Sobre estas observaciones del profesor Yayla cabría hacer muchos comentarios. Aprovechemos la ocasión para remitir a nuestros lectores a un artículo anterior en el que abordamos la figura de Adam Smith (https://kritikbakis.com/sermaye-devlet-ve-adam-smith/) y, sin alargar más la introducción, continuemos.
El dinero es, sin duda, uno de los frutos más brillantes del ingenio humano… En la estructura del Estado moderno y en el funcionamiento de las relaciones interestatales, se puede criticar al dinero y a su economía, pero es imposible rechazarlos por completo. Salvo que uno sea un anarquista en estado puro, estos son asuntos indiscutibles… Siguiendo la conceptualización de Simmel, avanzamos también bajo los epígrafes de “economía monetaria” y “filosofía y psicología del dinero”. Lo que aquí deseamos subrayar de forma especial es que, en las discusiones y evaluaciones que realizamos sobre las relaciones entre capitalismo, liberalismo y modernidad, resulta imprescindible añadir el tema del “papel moneda”. Todo ello está íntimamente interconectado: uno no existe sin el otro.
Ahora bien, ¿qué debemos hacer mientras giramos sin cesar en el interior de esta paradoja?
Simmel sostiene que la tragedia y la alienación propias de la vida urbana regida por la economía monetaria solo pueden ser superadas mediante el arte. Como intelectual que vivió en las penurias de la primera modernidad, busca en el arte la solución. Piensa como Nietzsche, quien afirmaba: “Si hay algo que pueda impedirnos morir a manos de la realidad, es el arte, y solo el arte.” Para Simmel, asimismo, solo el arte es algo más que la vida misma; vida y forma solo pueden unirse en el arte.
“No ha existido jamás dice Simmel una época en la que los individuos carecieran de afán por el dinero; sin embargo, puede afirmarse que los tiempos en los que este deseo ha sido más intenso y desmedido coinciden con aquellos en los que la satisfacción individual ha sido más modesta; por ejemplo, cuando los sentimientos religiosos han perdido la fuerza de ser exaltados como el fin último de la existencia.”
Detengámonos aquí por un momento y retrocedamos desde Simmel hasta los tiempos en que vivió Kierkegaard.
Como uno de aquellos que abordaron el tren de la modernidad en el último instante es decir, como uno de los primeros en verla y reflexionar sobre ella, Søren Kierkegaard comprendió que la modernidad no producía únicamente bienes de fabricación en serie, sino también seres humanos fabricados en serie, todos semejantes entre sí. Kierkegaard llamó a esta masa de producción en serie “la multitud” y, desde sus primeros escritos, reaccionó frente al medio que la engendraba: los medios de comunicación, las tendencias políticas y culturales, el racionalismo en la filosofía. Su respuesta fue el existencialismo, con el que convocó a los hombres a la verdadera religión para combatir la enfermedad mortal que es la desesperación. Sin embargo, ni Simmel ni Nietzsche quien le sucedió escucharon esta llamada; ambos buscaron la salvación en el arte. A mi juicio, el llamamiento de Kierkegaard, que recurría a la espiritualidad como auxilio para afrontar las penurias de la modernidad, era de suma importancia. Esa sigue siendo la voz a la que debemos atender, pues, de otro modo, jamás podremos establecer un paralelismo entre la antigua búsqueda de la felicidad y nuestro propio mundo.
Cuando hablo de la “antigua búsqueda de la felicidad”, me refiero a una concepción de la dicha que no había roto sus lazos con las virtudes; a un recorrido en el que la ética y las filosofías de vida avanzaban unidas. En el mundo tradicional, la razón de la presencia del ser humano en la tierra no era ser feliz, sino, por el contrario, convertirse en alguien digno de la felicidad; esta se concebía siempre junto a las virtudes. Especialmente los filósofos musulmanes utilizaban la palabra as-saʿāda para referirse a la felicidad y, cuando comenzaban a hablar de ella, lo primero que hacían era diferenciar su propia concepción de la dicha de aquellas cosas que el vulgo “creía” que eran felicidad. Para ello preferían expresiones como as-saʿādat al-quṣwā, al-ʿuẓmā, al-ʿulyā, es decir, “la felicidad suprema”. Con la modernidad y con ella el capitalismo y la economía monetaria, el mundo se quedó sin filosofía; lo que la gente creía que era felicidad ocupó el primer plano, y esta situación jamás fue cuestionada, pues resultaba inevitable actuar conforme a los placeres efímeros de la multitud para estimular un mayor consumo.
Sí; en el punto al que hemos llegado, lo verdaderamente importante y sobre lo que debemos insistir más es determinar, dentro de un marco de espiritualidad y en el contexto de una filosofía de vida ética, el lugar que asignaremos al dinero y la postura que adoptaremos frente a la economía monetaria. El ser humano libra una lucha constante por la vida y aspira a alcanzar el éxito. Ganar dinero y convertirse en medio para que otras personas obtengan sustento mediante su trabajo es, sin duda, una de las formas de logro. Sin embargo, de ningún modo debemos entregarnos por completo a la economía del dinero; hemos de seguir elevando nuestra sensibilidad espiritual como finalidad última de nuestra existencia.
Nuestro estimado profesor Yayla afirma que “el dinero no es un fin en sí mismo”, pero cuando lo colocamos por encima de las virtudes, inevitablemente acaba por convertirse en un fin. ¿Acaso no es la función social y psicológica más evidente del dinero reducir los demás fines al rango de meros medios? Aunque existan ejemplos contrarios, ¿no es eso lo que muestran nuestras experiencias? Ganemos o no ganemos dinero, trabajemos para sostener nuestra lucha por la vida y esforcémonos por alcanzar “la felicidad suprema”.