El Miedo Andalusí, El sueño Selyúcida

julio 19, 2025
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Normalización, participación y transformación conjunta… La superación de los miedos heredados del siglo XX y la posibilidad de que Türkiye experimente un cambio saludable y active dinámicas sostenibles de desarrollo se encuentran contenidas en estas tres palabras. ¿Sobre qué base podríamos lograrlo? ¿En qué contexto podríamos debatirlo? ¿Y sobre qué fundamentos construir el futuro? Tal vez podamos encontrar respuestas observando nuestra experiencia histórica. En este sentido, la experiencia selyúcida, anterior al Imperio Otomano, podría abrirnos nuevos horizontes.

Primera publicación: haber10.com-2014

«Un país donde el pensamiento esté liberado de todo temor,
un país donde su gente camine erguida,
un país donde el mundo no esté dividido por muros,
donde las palabras broten de lo más profundo del alma,
donde el trabajo tienda sus brazos hacia la perfección,
donde el río de la razón no se haya secado en el oscuro desierto de los hábitos…
¡Qué no daría, Dios mío!

¡Si mi patria fuera también un país así!»

Tagore

En 1911, los italianos ocuparon Trípoli. El Imperio Otomano, tras la Revolución Constitucional, había emprendido una importante ofensiva reformista; sin embargo, el Reino Unido, temeroso de que aquel cambio constitucional y el lema de “Unión-Libertad-Justicia” sirvieran de “mal ejemplo” para los pueblos de Egipto e India, y Rusia, que no deseaba que el Imperio recuperara su fuerza especialmente en los Balcanes, recurrían a toda clase de medios para sofocar aquella revolución. A los cuadros inexpertos del Comité de Unión y Progreso se les imponían problemas de todo tipo: étnicos, religiosos, económicos y políticos. El Estado no se hallaba en condiciones de hacer frente a Italia. Los viejos mariscales ya habían renunciado a África del Norte bajo la psicología de “¡Entrégala y libérate!”.

En ese contexto, se celebró una reunión en la casa de Enver Bey en Beşiktaş, Estambul. Aquellos jóvenes cuadros que más tarde dirigirían la última línea de resistencia del Imperio, llegaron a un consenso sobre la necesidad de resistir contra Italia. Enver, Talat, Mustafa Kemal, Ali Fuat, Rauf, Ömer Naci, Ömer Fevzi, Kuşçubaşı Eşref… y muchos otros viajarían clandestinamente a Trípoli para organizar las fuerzas locales e iniciar la resistencia. El plan fue comunicado al Estado Mayor Otomano y, para no comprometer la postura oficial del Imperio, estos jóvenes oficiales serían presentados como desertores. De este modo, el Estado no provocaría en mayor medida a las Grandes Potencias y, al mismo tiempo, podría apoyar discretamente la resistencia. Se llevaron a cabo los preparativos y un puñado de jóvenes idealistas partieron hacia Trípoli por distintas vías y disfrazados de diferentes maneras. Mustafa Kemal, bajo la identidad falsa de Mustafa Şerif, redactor del periódico Tanin, escribió a su amigo de la infancia Salih Bozok desde Egipto en estos términos:

«Querido hermano:
Como bien sabes, desde que surgió la cuestión de Trípoli, nunca se ha abandonado el intento de ir allí. En una ocasión, después de permanecer tres días a bordo del vapor de Damasco, nos hicieron regresar. Después, intentamos partir a través de Túnez o Egipto…

Esta vez, junto a Ömer Naci y otros dos compañeros, salimos de Estambul con el propósito de avanzar hacia el objetivo por vía de Egipto. Incluso el Ministro de Guerra nos acompañó, aunque a regañadientes. Si lo considero necesario y útil, solicitaré la incorporación de algunos amigos. Por el momento, hay puntos que deben asegurarse. No reveles dónde me encuentro. Ni siquiera informes a mi madre por un tiempo más. De vez en cuando, envía cartas desde Estambul en mi nombre…

¿Cómo están los amigos? Ahora es más imprescindible que nunca el esfuerzo y el sacrificio para salvar la patria. Lee las últimas páginas de la historia de al-Ándalus… Que Dios te guarde.»

Şerif (Mustafa Kemal), Alejandría, 4 de octubre de 1911

La frase final de su carta resume de manera magistral la razón de la insistencia de estos jóvenes oficiales en viajar a Trípoli. Más aún, constituye la esencia de la psicología en la que se sumió el Imperio Otomano tras la Guerra de 93 (1877-78, Guerra Otomano-Rusa): “¡Que nuestro final no sea como el de al-Ándalus!”

Como es bien sabido, en España, bajo dominio islámico durante 781 años (711-1492), la población musulmana fue exterminada o expulsada como consecuencia de matanzas y deportaciones emprendidas por los cristianos. Para 1614, casi todos los musulmanes habían sido expulsados de España. Este odio religioso sangriento dejó una profunda marca en la memoria musulmana, simbolizando el culmen de la barbarie europea que no había logrado imponerse mediante experiencias de ocupación como las Cruzadas.

El sultán Abdulhamid II y los cuadros del Comité de Unión y Progreso que se le opusieron definieron esa psicología de decadencia con el temor de “nos convertiremos en al-Ándalus”, y dedicaron todos sus esfuerzos a evitar aquella catástrofe. Aunque esta mentalidad aceptó en cierta medida las pérdidas territoriales en los Balcanes como un proceso de reducción inevitable, con el aumento de los disturbios armenios y la extensión de la violencia hasta la capital con el asalto al Banco Otomano, llegaron a la conclusión de que el peligro no era sólo la derrota y el achicamiento, sino la aniquilación total: es decir, la amenaza de que los musulmanes fueran arrancados para siempre de Anatolia. Tras la Guerra de 93, se publicaron decenas de libros sobre al-Ándalus, y al-Muqaddima de Ibn Jaldún, que explicaba que los Estados nacen, crecen y mueren como seres vivos, se convirtió en una de las obras más leídas. Los últimos cuadros intelectuales del Imperio crecieron marcados por ese miedo y la sensación de un final inevitable, y resistieron con todas sus fuerzas para derrotar aquel destino.

El deseo de entrar en la Primera Guerra Mundial, la Campaña del Canal de Suez en medio de la contienda y posteriormente las políticas de deportación aplicadas por Cemal Paşa en Siria, Líbano y Jerusalén contra judíos, cristianos y nacionalistas árabes, constituían también una preparación encubierta bajo la lógica de “si somos expulsados de Anatolia, haremos patria en estas tierras”. Los esfuerzos de Enver Paşa y sus camaradas por escapar a Berlín y luego intentar iniciar un nuevo movimiento en el Cáucaso y finalmente en Turkestán respondían, en última instancia, a la misma lógica: preparar un refugio libre para los musulmanes en Turkestán como último bastión. Además, la convicción de que los armenios se convertirían en aliados de Occidente en la región y que los elementos musulmanes serían progresivamente deportados y purgados de la zona, allanó el camino para la contralimpieza que significaron la deportación y luego la “mübadele” o intercambio de poblaciones.

Ese “miedo andalusí” impregnó también las políticas fundamentales de la República. En Lausana, los cuadros que se sentaron a la mesa como representantes de los musulmanes lograron que se reconociera a los kurdos como turcos en el sentido de musulmanes y buscaron reducir la población no musulmana a un nivel que no representara amenaza mediante la política de intercambio de poblaciones. Los cuadros kemalistas, con una perspectiva acorde al nuevo equilibrio entre Reino Unido y Rusia, al mismo tiempo que eliminaron a los unionistas y comunistas a petición británica, llevaron a cabo las campañas represivas de 1925, 1929 y 1937 para impedir eventuales intervenciones regionales de Rusia y Francia. Pues la Rusia bolchevique, bajo Stalin, había dominado Asia Central y el Cáucaso, y en colaboración con Irán buscaba realizar su sueño de descender hacia Oriente Medio a través de los kurdos de la región. (De hecho, durante la Segunda Guerra Mundial, con apoyo soviético, se establecería en Irán la efímera República Kurda de Mahabad, que fue brutalmente eliminada poco después por el sah, como parte de su chantaje para acercarse al Reino Unido. Barzani sigue aún persiguiendo aquel sueño heredado de su padre).

Francia, en cambio, salió prácticamente derrotada de Oriente Medio, una región que había compartido con el Reino Unido mediante el Acuerdo Sykes-Picot durante la Primera Guerra Mundial. Los británicos, mediante mil artimañas, se apoderaron de Irak, que correspondía a la zona francesa, y dejaron a Francia con regiones problemáticas como Siria y Líbano en lugar de las áreas petroleras. Por ello, durante largo tiempo, detrás de todo acontecimiento que pudiera incomodar a los cuadros kemalistas que colaboraban estrechamente con el Reino Unido, estaría Francia. En este contexto, jugaban un papel importante la tradicional política francesa hacia los armenios, los persistentes esfuerzos de los armenios en Siria y Líbano, así como el criptoarmenismo en Anatolia. Las reacciones severas y las políticas de deportación aplicadas por los cuadros kemalistas frente a las rebeliones de Ağrı y Dersim tenían en su trasfondo preocupaciones que se remontaban al “miedo andalusí” y que, actualizadas en ese contexto, se manifestaban como el temor de que Francia fomentara la creación de Armenia y Kurdistán en la región. Al acercarse la Segunda Guerra Mundial, las alianzas regionales se configuraban de la siguiente manera: Francia, Rusia, Siria e Irán por un lado; Reino Unido, Turquía, Irak y Afganistán por el otro. Como respuesta a la Rebelión de Dersim, ocurrida antes de la guerra, vendría la anexión de Hatay. La política de los países mencionados en ambos episodios revela, con suficiente claridad, las relaciones entre esos bloques.

Sin comprender estas ecuaciones externas, resulta imposible entender la política de la República que, aunque exhibía en la superficie una imagen laicista y contraria a la religión, en las profundidades y a largo plazo, incluso promovió las interpretaciones más rigurosas y ortodoxas del sunismo con el fin de forjar una población religiosa.

De manera similar, la política de los cuadros republicanos que en los primeros años de la década de 1920 reconocían la existencia de los kurdos hasta el punto de debatir su autonomía de disolver a partir de 1925 la identidad kurda dentro de la identidad turca (entendida en Lausana como sinónimo de musulmán), responde a las mismas preocupaciones estratégicas. Durante las negociaciones de Lausana, la insistencia en que los kurdos fueran considerados turcos (es decir, musulmanes) perseguía un doble objetivo: por un lado, definir Anatolia como un territorio homogéneamente musulmán y, así, bloquear toda posible reivindicación occidental de crear un Estado independiente para los cristianos que permanecieran en la región; por otro, teniendo en cuenta la experiencia de la Primera Guerra Mundial, cuando algunas tribus kurdas fueron instrumentalizadas por Irán, Rusia y el Reino Unido, integrar a largo plazo a la población kurda de la zona fronteriza con Irán en la unidad anatolia. Porque, en definitiva, la cuestión no era de etnia, religión ni secta, sino de existencia y supervivencia…

Por ello, es preciso debatir por separado tanto lo que se intentó hacer en las políticas de la República como los métodos empleados para lograrlo. La preocupación de “que nuestro final no sea como el de al-Ándalus”, vista en el contexto de la época e incluso retrocediendo cien años en la historia, constituye, para aquellos cuadros dirigentes, la expresión comprensible y razonable de un instinto de supervivencia. Sin embargo, dicho en términos coloquiales, para ello se intentó realizar una operación ocular con un hacha.

El miedo andalusí continuó gobernando, como reflejo, el inconsciente profundo del Estado también en la posguerra tras la Segunda Guerra Mundial. El Impuesto sobre Bienes, los acontecimientos del 6 y 7 de septiembre, la depuración explícita e implícita de la población griega al hilo de la cuestión de Chipre, pueden considerarse la prolongación de esta política. Cabe decir que los mismos temores siguieron gobernando los reflejos del Estado tanto durante la “guerra contra el comunismo” antes de 1980 como durante el proceso de lucha contra el PKK a partir de 1980. Incluso los rumores populares según los cuales el PKK era una organización de criptoarmenios y que su único objetivo no era la creación de un Kurdistán, sino la venganza de 1915 como en las noticias sobre “terroristas no circuncidados” no pueden entenderse meramente como propaganda acusatoria, sino como una constatación que en ocasiones se expresaba abiertamente. El hecho de que la organización comenzara su actividad atacando aldeas kurdas, que a lo largo de su historia de insurgencia derramara abundantemente sangre kurda incluida la de sus propios miembros, que insistiera en apartar a los kurdos de la identidad otomana y musulmana que los había definido históricamente en otras palabras, que los había hecho kurdos, y que persistiera en erigirse como el único referente legítimo en nombre de la kurdidad, constituyen las razones que alimentaron tales sospechas.

Un ejemplo interesante que refleja la perspectiva del “razonamiento estatal otomano” respecto a las comunidades religiosas, étnicas y sectarias de Anatolia son los estudios de Baha Said Bey, quien en 1910 fue encargado por el Comité de Unión y Progreso de realizar un inventario de los grupos religiosos de Anatolia. Tras la proclamación de la República, Baha Said Bey continuó sus investigaciones de campo sobre temas como el alevismo, el bektashismo, el nusayrismo y el ahismo. En su libro titulado “Las comunidades aleví-bektashí, ahí y nusairíes en Türkiye”, publicado posteriormente, destacan las siguientes líneas:

«Dentro de las fronteras de la Türkiye republicana existen comunidades nuestras que las agrupaciones cristianas no dudaban en registrar como sus propios conversos.

Por ejemplo, aunque los alevíes de Kargın, Avşar, Tahtacı y Çepni conformaban una sociedad densa en términos demográficos, solían ser aceptados en general como grupos ‘turquificados’ de los griegos ortodoxos. Asimismo, los alevíes de Dersim, Kiğı, Tercan, Bayburt, Iğdır, entre otros, aparecían registrados en los censos de población armenios como simples añadidos.

En particular, después del Armisticio, las estadísticas de los misioneros protestantes publicaron estos datos.

El hecho de que las minorías cristianas lograran ‘inflar la cabeza de Europa’ presentando a estas comunidades alevíes como ‘mestizos cristianos’, constituye un fenómeno digno de estudio y lleno de lecciones; así lo demuestran también los documentos secretos del Pontus conservados en el Colegio Americano de Merzifon…”* (Kitabevi Yay., Estambul, 2000)

Otro ejemplo ilustrativo para comprender la mirada europea es el testimonio de Rafael De Nogales Méndez, un católico ferviente de Venezuela que se alistó como voluntario para luchar en la Primera Guerra Mundial del lado de Alemania. En su obra, traducida al turco bajo el título “Cuatro años en el Ejército Otomano” (Yaba Yay., Estambul, 2008), Nogales relata sus memorias desde el Frente Oriental, donde participó con uniforme otomano y grado de coronel a petición de los alemanes, hasta sus experiencias en los frentes de Mosul, Bagdad, Palestina y el Sinaí. En particular, combatió en el Este contra las guerrillas rusas y armenias, y fue testigo de las masacres de armenios en Van, Bitlis, Muş y Diyarbakır. En su libro, publicado tras la guerra en inglés, alemán y francés, Nogales, aunque responsabiliza a los notables armenios de haber provocado las masacres, también documenta los hechos a los que asistió directamente, ofreciendo información relevante para la opinión pública europea. No señala como responsables directos de los sucesos al ejército ni al pueblo turco, pero sí acusa a ciertos comandantes, gobernadores y a las tribus kurdas y circasianas de la región que actuaron bajo sus órdenes. Nogales sostiene que los armenios, al haberse sublevado confiando en Rusia, perdieron su oportunidad de ser los fieles aliados de Occidente en la región y merecieron su destrucción. Sobre los kurdos afirma: “Encontré a los kurdos, o karduchos, tal como los describe Jenofonte en la Anábasis… En mi opinión, los kurdos son la raza del futuro en Oriente Próximo. No han sido degenerados por los males de las antiguas civilizaciones. Son un pueblo joven y valiente.” (op. cit., p. 51)

Observaciones como las de Nogales, publicadas en 1921 y procedentes de un testigo directo que detalló ante la opinión pública occidental qué tribus cometieron masacres de cristianos y dónde, parecen haber transmitido la idea de que los kurdos podrían convertirse en los nuevos aliados de Occidente en la región, pero que antes debían expiar sus culpas.

Con el aporte de estas y otras ideas similares, el reflejo estatal se mantuvo siempre receloso ante las identidades y demandas diferentes, adoptando como solución definitiva y expedita la homogeneización o la eliminación.

El “miedo andalusí” también moldeó la política religiosa del Estado. El cierre de las tekkes y zawiyas en los primeros años de la República constituyó la continuación de la purga de los unionistas, ya que estas órdenes estaban organizadas en tales instituciones. Tras la rebelión de Sheij Said, la preocupación de que el cuadrilátero Irán-Rusia-Siria-Francia pudiera manipular a los kurdos a través de las órdenes sufíes era particularmente intensa. El adhan en turco fue, por su parte, un experimento inspirado en las modas del fascismo europeo de los años treinta. Sin embargo, las principales órdenes y comunidades religiosas fueron siempre preservadas y toleradas de forma extraoficial, controladas cuidadosamente y, en ocasiones, empleadas como instrumentos de las políticas internas y externas.

Asimismo, la política anticomunista tras la Guerra Fría fue, en esencia, una especie de ingeniería social encubierta bajo el pretexto de la lucha contra el comunismo. El Estado, de la misma manera que nunca reconoció otra identidad que la turca a pesar de saber perfectamente de la existencia kurda, movilizó a grandes masas bajo un paraguas suní-conservador, pese a que nunca existió una verdadera amenaza comunista ni mucho menos una invasión rusa que la trajera consigo. Porque, también en este caso, el asunto no era el comunismo sino, como siempre, la cuestión de la existencia y la supervivencia.

El verdadero banco de pruebas de la política religiosa del Estado no fue, como comúnmente se cree, la peculiar aplicación de la laicidad (la cláusula de laicidad es, en realidad, una fórmula concebida tras la represión de Dersim para mantener a los alevíes vinculados al Estado, sin mayor significado ni trascendencia) ni tampoco las políticas hacia grandes movimientos político-sociales como el Selametçilik (Islamismo político turco vinculado al Partido del Bienestar) o el Nurculuk (movimiento religioso turco basado en las enseñanzas de Said Nursî). Estos son fenómenos que pueden evaluarse en el contexto de los acontecimientos políticos cotidianos. El verdadero punto de atención es el ámbito educativo, y en particular, los cursos de Corán.

Según relata el general Ali İhsan Sabis en sus memorias sobre la Primera Guerra Mundial, en el congreso del Comité de Unión y Progreso celebrado en 1916, un delegado presentó un informe sobre cuestiones religiosas. En el informe se señalaba que, según una encuesta realizada entre soldados otomanos, “muchos de ellos no sabían responder a preguntas tales como: ¿Quién es tu Señor?, ¿Quién es tu Profeta?, ¿Cuál es tu madhab?, ¿Cuáles son los pilares del Islam?, ¿Cuáles son las 32 obligaciones religiosas?”. Se exponía que el desconocimiento religioso de estos jóvenes enviados al frente en nombre de la yihad constituía un problema serio y, tras los debates en torno a este diagnóstico, se decidió fundar una institución precursora de la actual Presidencia de Asuntos Religiosos (Diyanet İşleri Başkanlığı). La supresión del Ministerio de Asuntos Religiosos y Fundaciones Pías (Şer’iye ve Evkaf Vekaleti) y la creación de la Presidencia de Asuntos Religiosos tras la proclamación de la República fueron, como muchas otras “revoluciones”, en realidad una continuidad de programas o decisiones del período constitucional y del Comité de Unión y Progreso.

Se sabe que en los primeros años de la República todo lo relacionado oficialmente con la religión fue relegado a un segundo plano y que incluso a la institución del Diyanet sólo se le permitió operar de manera limitada y con fines de apoyo ideológico al proyecto republicano. Sin embargo, esta situación impulsó a la sociedad a buscar sus propias soluciones y enseñar el Corán y las nociones básicas del islam a los niños en los hogares, mezquitas de barrio y otros lugares seguros se convirtió en una lucha central. Como resultado de estos esfuerzos, comenzó una iniciativa educativa religiosa más amplia y decidida que en época otomana; casi toda la población satisfizo sus necesidades básicas de formación islámica mediante canales civiles.

La característica más importante de este esfuerzo es el hecho de que la unidad y cohesión de la población heredada del Imperio Otomano no se logró mediante una identidad turca artificial y secular, inventada e impuesta por los cuadros republicanos como una forma de disimulo ante Occidente, sino a través de una identidad otomana estrechamente ligada a la fe islámica, que constituye la columna vertebral de la tradición selyúcida-otomana. Es decir, la persistencia de la nación como un único pueblo tras el gran colapso no fue gracias a la cosmopolita y secular identidad oficial turca, que en realidad expresaba el estilo de vida occidentalizante tanzimatista, como creían las élites republicanas, sino a pesar de ella, resistiéndola con orgullo y dignidad. La razón por la cual, en estas tierras, a pesar de todo, las intrigas racistas o sectarias y los fanatismos ideológicos positivistas han permanecido marginales, es que la mayoría del pueblo, con sentido común y perspicacia, se ha resistido a esas falsas identidades y se ha aferrado con los lazos más sencillos, pero sólidos, de fe y cultura al Islam, que durante mil años ha sido la garantía de su identidad nacional en esta tierra. Incluso todas las corrientes heréticas, marginales, esotéricas y efímeras deben su propia seguridad a la fortaleza de esta cultura popular, pues una comprensión no fanática del Islam incluye tanto la libertad de pensamiento como la tolerancia hacia distintas creencias y estilos de vida. Que, con el tiempo, esta concepción sencilla de la fe islámica se haya convertido en la esencia de la política religiosa de la República se debe a la insistencia de la mayoría del pueblo en preservar este camino. La esencia de esta fe radica en conocer los pilares del Islam y de la fe y en mantenerse alejado de los pecados capitales (kebair). Esta creencia, que funciona como un código cultural común presente en la vida cotidiana, en los detalles más íntimos de la existencia y en la manera de percibir los acontecimientos, ha sido mucho más que una forma de creencia: ha cumplido la función de ofrecer una cosmovisión y un clima espiritual. En este sentido, que la existencia colectiva y los códigos de conducta comunes de todos los elementos de la sociedad turcos, kurdos, árabes, alevíes, suníes, balcánicos, caucásicos, etc. hayan sido más determinantes y predominantes que sus diferencias constituye una dinámica esperanzadora para el futuro.

Precisamente este sencillo «antídoto» que, desde el inicio de la República, ha sido transmitido a los niños principalmente a través de cursos de Corán y métodos similares, ha permitido que la nación siga existiendo como un pueblo con los mismos reflejos, la misma coherencia en el pensamiento y la percepción, desde Edirne hasta Kars, desde Diyarbakır hasta Trabzon, y desde Antalya hasta Erzurum. La nueva identidad creada por la ideología oficial fue entendida por la mayoría como una negación de la misión histórica, social, política e ideal de la identidad basada en estos códigos culturales comunes, y como un intento de arrancar las raíces espirituales de la nación para entregarlas a Occidente. Los verdaderos habitantes de Anatolia fueron tratados como masas indefensas y desvalidas, forzadas a vestir ese disfraz falso y artificial. Y que, pese a esa opresión multidimensional, la mayoría del pueblo siga residiendo en los mismos barrios y edificios, rezando en las mismas mezquitas, es gracias a que esta creencia fundamental se ha transmitido con tenacidad e insistencia durante cien años en decenas de miles de mezquitas, cursos de Corán y hogares de toda la patria. La fe islámica es la única fuente que ha hecho posible que estas tierras se conviertan en patria, que este Estado subsista y que este pueblo adquiera una memoria común, un ideal compartido y una identidad colectiva. Si en estas tierras se va a garantizar una paz duradera, cohesión social y seguridad; si van a protegerse los estilos de vida de todos los grupos sectarios e ideológicos; y si el Estado va a asumir el papel de árbitro de esas sensibilidades compartidas, el camino pasa por profundizar y perpetuar esta dinámica de existencia y supervivencia que emana de la fe de la mayoría del pueblo. Precisamente por ese propósito de mantener vivo ese esfuerzo es que la vena conservadora y religiosa del pueblo ha continuado existiendo.

En definitiva, mientras el Estado, como orden institucional oficial, intentó resolver el problema de la existencia y la supervivencia mediante políticas totalitarias y autoritarias nacidas del miedo andalusí, el pueblo resolvió de facto este problema, y en muchos casos a pesar del propio Estado, refugiándose en la identidad y los valores otomano-islámicos.

A pesar de todos los esfuerzos en contrario, la mayoría social nunca tuvo conflicto con estos valores. El pegamento que mantuvo unido al aleví y al suní, al turcomano y al kurdo, al bosnio y al árabe, al circasiano y al albanés no fue otro que estos valores. Las diferencias o demandas de base étnica o sectaria solo resurgen cuando estos valores se ignoran, se abandonan o se deterioran. Esta comprensión compartida que considera a cada ser humano como digno, a cada diferencia como un signo divino, que ve a todos como hermanos en Adán, compañeros en Abraham, Moisés e Isa, correligionarios en Mahoma, que concibe como esencia de la moral custodiar la mano, la cintura y la lengua, que entiende la lucha contra el opresor como yihad, la protección del huérfano y el pobre como culto, que considera la dignidad como negarse a ser esclavo de otro hombre, que percibe toda forma de discriminación como discordia y toda opresión y terror como corrupción, que contempla al Estado como justicia, a la nación como solidaridad y a la patria como honor constituye un seguro común tan delicado que, si se abandona, inevitablemente generará corrupción, descomposición, contradicciones y conflictos. Por tanto, la construcción del futuro social solo será posible si turcos, kurdos, alevíes, suníes, etc., vuelven a reunirse en esta comprensión compartida, y si logran convertirla en el fundamento del contrato social, de la constitución y del propio Estado.

El miedo andalusí debe salir de la agenda, no porque hayan desaparecido las causas y condiciones que lo originaron, sino porque ha llegado el momento de enfrentarlo y superarlo. Türkiye no puede ya determinar su futuro en función de sus miedos. Es cierto que el trauma de la Primera Guerra Mundial pareció ser superado a lo largo del siglo XX mediante políticas de seguridad exageradas basadas en ese miedo. Pero la idea de crear una nueva nación y, además, llevarla a cabo mediante represión y depuración no solo ha generado nuevos problemas, sino que también ha enfrentado a Türkiye a nuevos desafíos y ha traído costes materiales y espirituales. Ahora, tomando en cuenta también esta experiencia, resulta más sensato y constructivo volver a mirar las raíces espirituales del pueblo, redescubrir aquellos valores sencillos pero sólidos que ahí se encuentran y convertirlos nuevamente en componentes comunes de identidad. Es decir, sea cual sea el objetivo de la empresa de crear una nueva nación y mantenerla dentro de la forma-Estado nación, es necesario concentrarse en ese objetivo y, especialmente, revisar los métodos y centrarse en reforzar de nuevo la unidad y el orden del Estado y la nación como una responsabilidad común de todos. Ha de entenderse que las decisiones sobre la existencia y la supervivencia de Türkiye no pueden presentarse como órdenes inapelables e inmutables dictadas desde arriba y que esta práctica no solo resulta molesta, sino que además produce resultados contrarios al propósito buscado. Para ello, es esencial abandonar la actitud de tratar ciertos conceptos y fenómenos como leyes divinas inalterables o fetiches incuestionables. No se puede hablar ni de independencia, ni de unidad estatal y nacional, ni de un futuro común y libre mientras persista ese lenguaje altivo del Estado que trata al pueblo como a un niño al que hay que reprender constantemente. El crecimiento de este país requiere primero un crecimiento en el plano socio-psicológico, es decir, alcanzar la madurez. Una sociedad madura es aquella compuesta por individuos que poseen pertenencia y dignidad, que son dueños de su propio destino. La era de gobernar el país mediante órdenes, prohibiciones, reprimendas, castigos y premios ha terminado. Para que cada uno de nuestros ciudadanos, y en particular nuestros niños, pueda convertirse en individuos selectos que discuten más, debaten más, cuestionan más, que puedan tomar decisiones, elegir, rechazar, que confíen en sí mismos, en su nación y en su país, es necesario utilizar todas las herramientas sociales como verdaderos iniciadores. Un futuro confiable y esperanzador solo puede construirse si todos compartimos esa confianza y esperanza. La ideología, las ideas, los caminos y métodos para lograrlo deben ser considerados como detalles que pueden determinarse mediante procedimientos democráticos. Cuando no existe un ambiente de confianza social, cada idea o paso metodológico incomoda al otro, se convierte en un gran problema social y genera ansiedad y preocupación. Por ello, es indispensable que todos asuman como principio compartir la libertad, la justicia, la equidad y la compasión.

Hoy Türkiye atraviesa un umbral crítico. En este umbral, se vivirá quizá un proceso que podría definirse como una «reconstitución de la nación». Pero ello no será posible mediante identidades impuestas desde arriba o imitaciones artificiosas de multiculturalismos inyectados desde el exterior, sino mediante un retorno a lo esencial, a lo normal, a lo natural. Türkiye necesita hoy, más que nada, normalizarse. El Estado debe comportarse como Estado; el poder judicial, como poder judicial; la política, como política; la economía, como economía. Los debates sobre turquidad, kurdidad, alevismo, laicidad, etc., deben poder darse en un ámbito donde todo pueda ser discutido hasta el final y mostrarse con total naturalidad. Es indispensable que todos crean que lo que las prohibiciones dividen, las libertades unen. Nadie puede comportarse como el propietario, amo o árbitro de este Estado, esta patria, este país; pero la instancia común donde todos puedan coincidir, hasta que se proponga algo mejor y más justo, es la voluntad de la mayoría del pueblo. El árbitro, el juez, el sujeto y el dueño es el propio pueblo. Para ello, es necesario, ante todo, generar un ambiente de democratización orgánica y saludable que incluya a todos los elementos, voces y colores del pueblo, y que, al mismo tiempo, neutralice con la reacción popular cualquier intervención autoritaria. La política tiene la tarea de preparar ese ambiente en el que incluso la persona más humilde pueda expresar sus palabras sin temor ni acusaciones. En este contexto, el proceso de normalización deberá realizarse con mecanismos democráticos profundizados y con una participación activa. Es decir, es preciso abandonar las discusiones tautológicas entre las partes del conflicto o el esquema en el que una parte demanda algo y la otra adopta una postura autoritaria y selectiva para decidir. Debe establecerse un espacio dinámico de diálogo en el que ciudadanos libres e iguales debatan su futuro común. Por supuesto que habrá quienes intenten aprovecharse de ese ambiente. Pero todos los discursos y actores unilaterales, estrechos, estériles, excluyentes, divisivos o promotores del odio y la enemistad quedarán eliminados y marginalizados de manera natural por el propio pueblo en ese ambiente.

Así como el régimen, la turquidad, la laicidad y la república no tienen dueño, tampoco lo tienen la religión, la kurdidad, el alevismo o la democracia. El único dueño es el propio pueblo. La verdadera propiedad reside únicamente en la libertad, y el promedio más razonable solo puede alcanzarse mediante vías democráticas. En este sentido, cuanto mayor sea el número de elementos, grupos, comunidades, corrientes, organizaciones y, sobre todo, individuos que participen voluntariamente en el proceso, más saludables serán los resultados. El único papel del Estado, con todas sus instituciones y organismos, debe ser garantizar una supervisión objetiva y la seguridad del ambiente. Además, ese ambiente permitiría que los entornos cerrados, construidos sobre bases étnicas, religiosas o sectarias y que se sostienen a partir de miedos mediante los reflejos profundos del Estado, se abran, se alivien y se normalicen. De hecho, en la última década, cuando se ha podido hablar sin miedo, muchos temas que antes habían causado la desgracia de cientos de miles de personas bajo presiones legales e ilegales han podido ser expresados libremente, y, sin embargo, no se ha producido ningún acontecimiento que pudiera confirmar las políticas represivas que los poderosos de antaño llevaron a cabo bajo el temor de que «la laicidad, la turquidad, la república, la patria están en peligro». Por el contrario, se ha evidenciado la existencia real de numerosos grupos, organizaciones y comunidades que, al fortalecerse en posición de oposición y victimización, acabaron convirtiéndose en imitaciones del aparato estatal, cerradas y ensimismadas. Resistir a las opresiones es virtud, pero también debe considerarse virtud proteger a las personas de las refinadas formas de opresión generadas con el tiempo por quienes resistieron. Incluso esta situación ha sido una experiencia valiosa para comprender que una mayor libertad no es un lujo o una opción, sino un medio indispensable para establecer un orden.

Türkiye avanza en un proceso de transformación y cambio integral. El rumbo que tomará este proceso se definirá con una marcha colectiva en la que todos participen. Por supuesto, se presentarán ante la sociedad diferentes vías de solución, propuestas de objetivos e ideales comunes, y la sociedad elegirá entre ellas. Pero lo esencial es asegurar la participación de todos en esta transformación, completando este camino sin excluir a nadie y sin permitir que nadie excluya a los demás. Por eso es importante integrar al proceso las diferencias y voces diversas, por más disonantes que parezcan, en lugar de intentar eliminarlas. Incluso la idea más marginal o extrema siempre que no esté orientada a la discordia o la provocación, lo cual puede ser filtrado por la propia sociedad debe poder expresarse libremente para que pueda emerger un consenso general.

Normalización, participación y transformación conjunta… La posibilidad de que Türkiye supere los miedos heredados del siglo XX, experimente un cambio saludable y active dinámicas de desarrollo sostenibles está contenida en estas tres palabras. Tal vez podamos encontrar respuestas sobre en qué terreno podemos lograrlo, en qué contexto podemos debatirlo y sobre qué fundamentos podemos construir el futuro si miramos nuestra experiencia histórica. En este sentido, la experiencia selyúcida, anterior al Imperio Otomano, podría abrirnos nuevos horizontes…

Primera publicación: haber10.com-2014

Ahmet Özcan

Ahmet Özcan, cuyo nombre de registro es Seyfettin Mut, se graduó de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Estambul (1984-1993). Ha trabajado en publicación, edición, producción y como escritor. Fundó las editoriales Yarın y el sitio de noticias haber10.com. Ahmet Özcan es el seudónimo del autor.
Sitio web personal: www.ahmetozcan.net - www.ahmetozcan.net/en
Correo electrónico: [email protected]

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