A medida que la modernidad desmantelaba las estructuras tradicionales, el individuo, desconcertado ante la pérdida de referentes, emprendió la búsqueda de una identidad valiéndose de o viéndose forzado por las posibilidades que le ofrecía la creciente proliferación de mercancías en el mercado. De esta manera, se estableció una relación ineludible entre la vida misma, la condición de ser uno mismo y las prácticas de intercambio.
El cuerpo, la indumentaria, el modo de hablar, la manera de emplear el tiempo libre, las preferencias alimenticias y de bebida, la elección de la vivienda o del automóvil, comenzaron a ser percibidos como signos de gusto, estilo y sensibilidad, y, por ende, como emblemas de la individualidad y de la identidad. Así, la construcción de esta última pasó a edificarse sobre tales elementos.
El consumo se erigió en factor determinante en la conformación de la subjetividad, hasta el punto de orientar la psicología individual y de modelar la forma misma de vida.
Los tiempos modernos que habitamos se distinguen de otros períodos de la historia de la humanidad por múltiples características. Una de las más notables es su centralidad en el consumo. En las primeras fases de la modernidad y de su expresión económica, el capitalismo, no se comprendía del todo que el fenómeno del “consumo” llegaría a ocupar un lugar tan medular. Para que los productos de la industria moderna pudieran abarcar todos los ámbitos de la vida, y para que la tecnología sustituyera al trabajo humano, se requería inicialmente un funcionamiento centrado en la “producción”. Por ello, todas las economías nacionales otorgaron gran importancia a las fábricas modernas y a la producción, convocando a sus ciudadanos en cada ocasión posible a trabajar y producir más.
Tal fue la fuerza de este llamado que algunos llegaron a creer que la esencia del capitalismo residía en la producción industrial, y elaboraron sus análisis en función de esta premisa. No supieron prever que los avances tecnológicos acabarían, tarde o temprano, por tornar innecesaria una gran parte del trabajo humano y que, en consecuencia, las atenciones principales se desplazarían hacia el consumo, hacia un consumo cada vez mayor. Para quienes aún piensan con la mentalidad del siglo pasado y son incapaces de reconocer que el capitalismo se ha transformado en una forma tecnomediática, no queda sino lamentarse. En cambio, nosotros tenemos la responsabilidad de comprender y de explicar adecuadamente el mundo en que vivimos; tenemos tareas por cumplir, y debemos concentrarnos en ellas.
El fenómeno del consumo resulta mucho más complejo y difícil de comprender que los procesos de producción. El consumo es prácticamente inagotable, un proceso interminable en el cual se reconfiguran constantemente el ser humano, las generaciones, las cosmovisiones, las percepciones de la vida y la ideología de lo cotidiano. El proceso de consumo arrasa con las tradiciones, con los grandes relatos, con las ideologías, y, sin que casi nadie lo advierta, termina incluso por incorporarlos y asimilarlos.
Debemos prestar suma atención a qué consumimos, cuánto consumimos y cómo lo hacemos. Pues, entre tantos otros problemas, existe uno que no siempre se percibe a primera vista y que es, sin embargo, mucho más trascendental: el problema de la identidad. Lo que consumimos, en qué medida y de qué manera lo consumimos está directamente relacionado con lo que somos, con nuestras creencias y con nuestros valores.
El “consumo” constituye la seña de identidad del capitalismo contemporáneo y de la sociedad en la que hoy habitamos. Nos hallamos inmersos en un sistema que nos exige e incluso nos ordena consumir cada día más, adquirir el modelo más reciente, mantenernos en una incesante renovación de bienes y deseos. Si no logramos resistir las imposiciones de este engranaje y no conseguimos escapar de las fauces de esa rueda de consumo que gira sin cesar, pronto descubriremos que hemos dejado de reconocernos a nosotros mismos. Nuestros valores, aquellos que nos constituían y daban sentido a nuestra existencia, se habrán desvanecido.
Si reducimos nuestras acciones a buscar justificaciones forzadas para lo que hacemos, sin más horizonte que esa adaptación complaciente, entonces quizás durante un tiempo los automóviles que conducimos, los edificios que habitamos, las prendas de marca y las joyas que ostentamos hablen en nuestro lugar. Pero, en última instancia, nuestro nombre no resonará sino como el de un simple actor del sociedad de consumo. La identidad de “miembro del consumo” se impondrá con tal fuerza que acabará eclipsando todas nuestras demás identidades, relegándolas a la irrelevancia.
El consumo como problema identitario en la modernidad
A medida que la modernidad fue desintegrando las estructuras tradicionales, el individuo, desorientado ante la pérdida de referentes, emprendió la búsqueda de una identidad valiéndose de o quedando prisionero de las posibilidades que le ofrecía la creciente proliferación de mercancías en el mercado. De este modo, se estableció una relación ineludible entre la vida misma, la condición de ser uno mismo y las prácticas de intercambio.
El cuerpo, la indumentaria, el habla, la manera de emplear el tiempo libre, las preferencias alimenticias y de bebida, la elección de la vivienda o del automóvil, comenzaron a percibirse como signos de gusto, estilo y sensibilidad, y, en consecuencia, como emblemas de la individualidad y de la identidad. Así, la construcción de esta última pasó a edificarse sobre tales elementos. El consumo se convirtió en el factor determinante de la formación subjetiva, hasta el punto de orientar la psicología individual y de modelar la forma misma de vida.
En el mundo contemporáneo, regido por patrones de consumo global, incluso la vida religiosa se ve afectada: se entremezcla con otras formas de vida globalizadas, en ocasiones se diluye, y logra subsistir únicamente como una subcultura. A pesar de la diferencia de sus tejidos internos, los valores del consumo y los valores religiosos coexisten en el mismo cuerpo social, obligados a compartir un espacio común. En semejante contexto, mientras por un lado el consumo adquiere rasgos casi sagrados, por otro, lo sagrado mismo se convierte en objeto de consumo.
Con la expresión “sacralización del consumo” me refiero a la elevada importancia atribuida a las prácticas y a los instrumentos de consumo, los cuales se ofrecen a los individuos en una atmósfera cargada de encantamiento. En cuanto a la transformación de “lo sagrado en objeto de consumo”, esta describe la mercantilización de los elementos del ámbito espiritual, que deberían situarse a igual distancia de todos y permanecer libres de apropiación, pero que terminan integrados en la lógica del mercado.
El capitalismo parece erigirse como sustituto de la religión.
El fenómeno de la sacralización del consumo se manifiesta con mayor claridad en los que podríamos llamar los “días litúrgicos” de la sociedad de consumo, como el Black Friday no sin antes señalar, de paso, el trasfondo islamófobo en la elección de este nombre. Este día tiene lugar en Estados Unidos el viernes posterior al Thanksgiving Day, celebrado el cuarto jueves de noviembre, y se prolonga hasta las festividades navideñas. Nacido como una jornada de rebajas festivas, el Black Friday se ha expandido rápidamente desde los Estados Unidos al resto del mundo. Se habla de él como de una “locura colectiva” o un “carnaval de las compras”; sin embargo, la denominación más precisa sería “rito del consumo”.
Cuando el consumo mismo se vuelve indispensable y las compras devienen el camino más válido hacia la construcción identitaria y la satisfacción psicológica, el ser humano, en la medida en que acrecienta su devoción a esta nueva fe, se transforma en un simple consumidor. El capitalismo, al conformar la comunidad de sus fieles los consumidores, no tarda en instaurar un rito centrado en el “descuento”. Tanto vendedores como compradores experimentan después de este rito una especie de catarsis, un falso alivio que fortalece aún más su adhesión a la fe del consumo. No se debe tomar a la ligera esta idea de “satisfacción”, pues los especialistas discuten seriamente si el placer derivado de las compras constituye o no una forma de adicción. No en vano, uno de los Premios Nobel de Economía fue otorgado a un investigador de la conducta del consumidor. Los adeptos de la fe del consumo llegan a estar tan condicionados por esta falsa satisfacción que en ningún momento fuera de estos días rituales se preguntan por qué los productos se venden habitualmente a precios tan elevados. Gracias a la catarsis del Black Friday, la sociedad en su conjunto, el individuo y el comerciante, se deleitan en la ilusión de un “todos contentos”.
En el extremo opuesto de la sacralización del consumo se encuentra la consumización de lo sagrado, es decir, la vacuidad de los valores y símbolos religiosos, que son reintroducidos dentro de la lógica del mercado. Resulta doloroso y desgarrador comprobar cómo aquello que conforma la esencia de nuestra identidad los valores, los ideales, ese puerto seguro que es la dimensión espiritual del ser humano queda reducido a un mero objeto de consumo. El llamado “turismo religioso” constituye quizá el ejemplo más inocuo de lo que aquí describimos; el resto, como bien sabemos, acontece a plena vista ante nuestros ojos.
Ahora bien, ¿qué hacer, cómo actuar? He aquí la cuestión más ardua. Pues todos somos hijos de un tiempo que fluye más allá de nosotros, pero que a la vez nos arrastra en su corriente. Y, sin embargo, como seres humanos dotados de libre albedrío, disponemos también hoy de posibilidades que nos fueron dadas en todas las épocas: la crítica y la autocrítica. Portar con nosotros el látigo de la crítica y de la autocrítica, espolear o refrenar con él al caballo del tiempo, constituye una necesidad. Hacer justicia a nuestra condición de criaturas con voluntad, comprender la forma actual de la prueba existencial y actuar en consecuencia, es la tarea que la época nos impone.