Diarios del Golpe – Chile: El Palacio Bombardeado, la Memoria que Resiste

octubre 23, 2025
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El “paraíso neoliberal” soñado por Pinochet ya no es más que una nota al pie en los libros de historia.
Pero en la memoria del pueblo, la sombra que él erigió aún persiste, porque la sombra de la justicia es la luz que más perdura.
Y esa luz resuena, desde las montañas de Chile hasta las calles de Valparaíso, en una misma frase:
“No se puede bombardear la historia de un pueblo.”
Porque la historia, al final, habla con el lenguaje de la justicia.

I. Chile: El Palacio Bombardeado, la Memoria que Resiste

La mañana del 11 de septiembre de 1973, el rugido de los aviones que rasgaban el cielo de Santiago no solo anunciaba las bombas dirigidas al corazón de una capital, sino también el golpe asestado a la memoria de un pueblo.
El ataque contra el Palacio de La Moneda no fue únicamente una operación militar; fue la demolición simbólica de un imaginario político tejido con ideales de igualdad, dignidad e independencia.
Lo ocurrido aquel día en Chile fue mucho más que un cambio de poder: representó la aniquilación sistemática del sentido de justicia, de la esperanza en la libertad y del respeto histórico que una sociedad tenía por sí misma.

En la mañana del golpe, las emisoras de radio difundían proclamas que declaraban “liberado” al país. Pero lo liberado no era la soberanía del pueblo, sino un nuevo orden económico moldeado para la injerencia extranjera y el capital colonial.
Entre los escombros humeantes de La Moneda ardía el derecho de Chile a decidir su propio destino.
Mientras los tanques avanzaban por las calles, las fábricas eran silenciadas, los líderes sindicales encarcelados, los estudiantes desaparecían.
Santiago, en cuestión de horas, dejó de ser una “capital liberada” para convertirse en un cementerio mudo.

En su último discurso, Salvador Allende afirmó:
“En esta etapa de la historia, los procesos de los pueblos no pueden ser detenidos.”
Aquella frase no fue una simple despedida ni un consuelo, sino una metafísica política inscrita en la larga lucha por la emancipación latinoamericana.
Porque aunque la voz de Allende se perdiera entre el estruendo de las bombas, su eco atravesó el continente:
“La idea de la igualdad no puede ser asesinada.”
Esa sentencia se transformó en un principio ontológico de resistencia; una certeza colectiva de que, incluso entre las cenizas de la violencia histórica, la dignidad humana puede volver a erguirse.

II. El Último Discurso de un Presidente: La Anatomía del Honor en La Moneda

El último discurso de Allende no es, en el sentido clásico, una alocución política; es el manifiesto ético de un hombre que, al borde de la muerte, redefine el sentido mismo de la existencia.
Sus palabras resuenan no en la oscuridad de la derrota, sino en la claridad de la conciencia.
Quien habla no es ya un político, sino un representante de la humanidad: no un líder vencido, sino una conciencia que, aun frente al abismo, se niega a traicionarse.

La muerte de Allende, aunque en apariencia un suicidio, fue en esencia un acto deliberado de resistencia.
Constituyó una defensa trágica del honor frente al nihilismo de la modernidad.
Como los héroes de la tragedia antigua, Allende subió al escenario con plena conciencia de su destino; sabía que la tragedia no es solo el dominio del azar o del poder, sino el lugar donde la voluntad humana se funde con el sentido.
Cuando dijo “Me quedaré aquí”, no defendía un espacio físico, sino un principio:
“El mandato del pueblo que me fue confiado se destruye aquí; por tanto, aquí debo permanecer.”

Mientras el Palacio de La Moneda se desmoronaba bajo las bombas, lo que se derrumbaba con él no era solo una edificación, sino la pretensión más elemental del Estado moderno: “El Estado protege a su pueblo.”
Allende, en ese instante, quedó inscrito en la historia como el último presidente que quiso devolver el Estado a su verdadero propietario: el pueblo.

Hoy, La Moneda ha sido reconstruida, sus fachadas blanqueadas con cal; pero en sus muros aún persiste un olor a quemado: el olor de la historia.
Ese olor no pertenece al pasado; es el corazón intacto de la dignidad humana, de la lealtad política y de la fe en la justicia.

III. La Larga Sombra de Washington: La CIA, las Corporaciones y el Golpe Económico de la Guerra Fría

El estruendo de los aviones que surcaron el cielo de Santiago aquella mañana del 11 de septiembre de 1973 no fue solo el ruido del ejército chileno, sino el eco de una burocracia oscura instalada en Washington.
Las bombas que cayeron sobre La Moneda habían sido escritas, mucho antes, en las máquinas de escribir de la CIA, en las salas de reuniones secretas y en las notas al pie de informes anónimos.
El nombre en clave de esa trama ya es un símbolo histórico: Project FUBELT, conocido operacionalmente como Track II.

Los documentos desclasificados demostraron que el golpe chileno no fue una insurrección espontánea, sino un proyecto de ingeniería política meticulosamente planificado.
La División de Asuntos Latinoamericanos de la CIA elaboró una estrategia tripartita para derrocar al gobierno de Allende:
sabotaje económico, aislamiento político y coordinación militar.
La orden “Hagan gritar a la economía” (Make the economy scream) fue emitida personalmente por Richard Nixon y registrada en las actas de la Casa Blanca.
Esa frase marcó el inicio de un laboratorio neoliberal que alteraría el destino no solo de Chile, sino de toda Sudamérica.

Las palabras de Henry Kissinger revelan con claridad la contradicción moral de la Guerra Fría:

    “Si el pueblo de un país, por su propia irresponsabilidad, elige hacerse comunista, eso es un problema que no podemos aceptar.”

Esa frase se convirtió en el manifiesto ideológico de una época en la que la democracia solo era legítima mientras coincidiera con los intereses de Washington.
El golpe de Chile fue, en este sentido, no solo una intervención militar, sino la primera invasión financiera del siglo moderno.
Pronto, los tanques serían reemplazados por los Chicago Boys, y las ruinas dejadas por las bombas serían reconstruidas por las manos invisibles de las reformas neoliberales.

Formados bajo la tutela de Milton Friedman en la Universidad de Chicago, estos tecnócratas convirtieron a Chile en el primer campo de experimentación del dogma del libre mercado.
Las políticas impuestas tras el golpe privatizaciones masivas, disolución sindical, fragmentación de la seguridad social inauguraron el periodo de la “modernización experimental” en América Latina y dieron cuerpo al neoliberalismo global.

La muerte de Allende fue, así, no solo la de un hombre, sino la del sueño de otro mundo posible.
Pero de esa muerte surgió también una pregunta que sigue abierta:
Si la libertad se entrega al mercado, ¿a quién pertenece el pueblo?

La Trastienda de un Golpe: Project FUBELT

Los documentos desclasificados de los archivos estadounidenses en la década de 1990 demostraron que el golpe en Chile no fue una “reacción militar espontánea”, sino una operación planificada con meticulosidad y frialdad.
Nombre en clave: Project FUBELT.
Bajo este programa, la mesa chilena de la CIA diseñó una estrategia de tres ejes destinada a derrocar al gobierno de Salvador Allende:

Sabotaje Económico: suspensión de las inversiones de las empresas estadounidenses, corte de las líneas de crédito internacionales y bloqueo de las exportaciones de cobre.
Aislamiento Político: estigmatización de Chile como una “amenaza comunista” en los foros internacionales.
Coordinación Militar: contacto directo y apoyo logístico a oficiales de alto rango dentro del ejército chileno.

La célebre frase de Henry Kissinger en aquel entonces sintetizaba el fundamento ético o más bien, la ausencia de él de este plan:

“Si el pueblo de un país, por su propia irresponsabilidad, elige hacerse comunista, eso es un problema que no podemos aceptar.”

Esa sentencia revela con precisión la hipocresía de la Guerra Fría:
la democracia solo era legítima mientras coincidiera con los intereses de Washington.

Empresas, Capital y la Economía del Golpe

Chile poseía por entonces una de las mayores reservas de cobre del planeta.
Este recurso estratégico estaba bajo el control de gigantes mineros estadounidenses como Anaconda Copper y Kennecott.
Cuando Allende decidió nacionalizar estas empresas en 1971, las alarmas resonaron en Washington.
El cobre era no solo la arteria vital de la economía chilena, sino también un insumo esencial para la industria norteamericana.

En paralelo, International Telephone and Telegraph (ITT) controlaba la infraestructura de telecomunicaciones de Santiago.
Los directivos de ITT mantuvieron reuniones secretas con agentes de la CIA y canalizaron millones de dólares para financiar la desestabilización del gobierno.
En un memorando interno, un ejecutivo de la compañía escribió una frase que condensaba toda la lógica del intervencionismo económico:

             “Allende ganó las elecciones, pero eso no significa que tengamos que perder este país.”

Era la nueva forma de colonización económica: ya no con tanques, sino con bolsas de valores; ya no con generales, sino con lobbies empresariales.
El golpe chileno fue, en esencia, no solo una intervención militar, sino una invasión financiera cuidadosamente orquestada.

“Derrumba la Economía y Convence al Pueblo del Golpe” La Doctrina

La estrategia que la CIA diseñó para Chile a comienzos de los años setenta sería replicada, en las décadas siguientes, en numerosos países de América Latina.
La esencia de esta doctrina puede resumirse en una sola frase:

“Derrumba la economía y entrega al pueblo, agotado, en manos de los generales.”

Durante el gobierno de Allende, la inflación fue deliberadamente exacerbada, se cortaron las líneas de crédito y se fomentaron huelgas empresariales con el fin de crear una sensación de caos.
Las huelgas de camioneros en Santiago constituyeron el ejemplo más visible de este sabotaje económico organizado por la CIA.
Según documentos publicados años más tarde por The Washington Post, la agencia destinó ocho millones de dólares directamente para financiar dichas huelgas.

Los Chicago Boys: La Nueva Economía Colonial

Tras el golpe de Pinochet, un grupo de economistas chilenos formados en la Universidad de Chicago bajo la tutela de Milton Friedman fue convocado para rediseñar el país.
Se autodenominaban los Chicago Boys.
Presentaron la economía de libre mercado como una forma de “liberación científica” y emprendieron una transformación estructural sin precedentes:
las empresas públicas fueron privatizadas, la educación y la salud convertidas en mercancías, los sindicatos prohibidos.

Hacia finales de la década de 1970, Chile se había convertido en el primer “país experimental” del neoliberalismo.
Para el capital global, aquello no fue solo una historia de éxito, sino un prototipo.
Bajo la sombra de la dictadura, se celebraba el nacimiento del nuevo orden económico.

IV. Paraíso Neoliberal, Infierno Social: El Laboratorio de Pinochet

El régimen de Pinochet silenció a una nación por la fuerza militar mientras la remodelaba por la fuerza económica.
Mientras los tanques garantizaban el orden en las calles, los titulares bursátiles proclamaban “estabilidad”.
En las cárceles se oían gritos, pero los indicadores financieros hablaban de “recuperación”.
De esta paradoja nació una de las metáforas más crueles de la modernidad: el paraíso neoliberal.

El instrumento de esta transformación no fue el fusil, sino el mercado.
El retiro del Estado de la economía equivalió al retiro de la vida de los ciudadanos.
Los salarios fueron congelados, la educación y la salud privatizadas, los sindicatos disueltos.
Bajo el nombre de “libertad económica”, se institucionalizó una nueva forma de esclavitud social.
La comunidad se fragmentó en individuos; el individuo se transformó en consumidor; el consumidor olvidó que alguna vez fue ciudadano.
El “Nuevo Chile” de Pinochet fue una utopía de mercado construida sobre la ingeniería de la obediencia.

En este laboratorio, el cuerpo humano se convirtió en el sujeto silencioso del experimento económico.
Entre 1973 y 1990, alrededor de 3.200 personas fueron asesinadas o desaparecidas, más de 28.000 torturadas y decenas de miles enviadas al exilio.
Estas cifras no son estadísticas: son canciones truncadas, libros inconclusos, infancias interrumpidas.

Los obreros fueron declarados “amenazas”, los sindicalistas “comunistas”, los estudiantes “anarquistas”.
Las mujeres, en especial las madres las Madres de los Desaparecidos se convirtieron en las portadoras de la memoria.
Con las fotografías de sus hijos colgadas al pecho, ocuparon el espacio público que los hombres ya no podían habitar; se transformaron en la conciencia viva de una nación silenciada.
Esa resistencia muda fue el eco humano detrás del frío vocabulario de la “modernización”.

Cultura y Memoria: El Subsuelo de la Resistencia

Mientras la represión intentaba clausurar el pensamiento, la cultura siguió latiendo en los subterráneos de la conciencia chilena.
La voz de Víctor Jara, con su Te Recuerdo Amanda, se susurraba entre las paredes de los centros de tortura.
Isabel Allende, con La Casa de los Espíritus, llevó a la literatura los espectros de los silenciados.
Ariel Dorfman, en La Muerte y la Doncella, enfrentó sobre el escenario el rostro aplazado de la justicia.
Estas obras no fueron simples creaciones artísticas: fueron testimonios ontológicos del trauma, arterias de una memoria colectiva que se negó a morir.

Mientras las reformas neoliberales convertían a Chile en una “historia de éxito” en los informes del FMI, el tejido social se descomponía como el sistema nervioso de un animal de laboratorio.
Las redes de solidaridad entre los pobres se fracturaron, la memoria del espacio público fue privatizada, y el lenguaje ético fue reemplazado por la jerga financiera.
La “productividad” se erigió en nueva religión; el mercado ocupó el lugar de Dios; los mataderos fueron sustituidos por los salones de la bolsa.

Hoy, al mirar atrás, el período de Pinochet no aparece solo como una dictadura, sino como uno de los primeros triunfos globales del neoliberalismo.
Pero ese triunfo significó, al mismo tiempo, la aceleración de la desaparición del ser humano como sujeto social.
Aquel “paraíso”, en verdad, fue un infierno colectivo: un lugar donde miles de vidas fueron sacrificadas en silencio ante el altar del dios mercado.

VI. En el Espejo de América Latina: Memoria Colectiva, Violencia Económica y la Cultura de la Justicia

El golpe de Estado en Chile en 1973 no solo fracturó la memoria democrática de un país, sino que sacudió el imaginario civilizatorio de todo un continente.
Aquel golpe no fue la oscuridad repentina de una mañana cualquiera ni se redujo a las órdenes frías de Pinochet.
Detrás de él operaba una maquinaria transnacional: una red de inteligencia conocida como Operación Cóndor, que convirtió a las dictaduras sudamericanas en piezas de un mismo engranaje mortal, en una máquina invisible de represión continental.

Operación Cóndor: La Red del Silencio Intercontinental

Creada en secreto en Santiago en 1975, la Operación Cóndor articuló la cooperación represiva entre los regímenes de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia en torno a un objetivo común:

           “Eliminar la oposición más allá de las fronteras.”

Los golpes militares no fueron hechos aislados, sino partes interdependientes de un ecosistema regional de violencia.
La CIA y la DIA norteamericanas suministraban los flujos de información, mientras las agencias de inteligencia latinoamericanas elaboraban listas negras compartidas de opositores políticos.
Quienes figuraban en esas listas desaparecían, sin importar el país donde se encontraran —Buenos Aires, Montevideo o incluso Washington D.C.—.
Algunos fueron ejecutados en automóviles en la capital argentina; otros, arrojados vivos al mar durante los llamados “vuelos de la muerte”.

Este sistema de asesinatos coordinados marcó una nueva etapa en la historia del crimen de Estado: la internacionalización del terror.
Los historiadores estiman que Cóndor fue responsable de más de 60.000 detenciones ilegales y alrededor de 20.000 asesinatos.
Esas cifras no representan solo un balance de violencia, sino las huellas estadísticas del colapso ético del Estado-nación.

Nunca Más: La Conciencia Institucional de la Memoria

Cuando el velo de la Guerra Fría comenzó a disiparse, por primera vez la verdad habló frente al Estado en América Latina.
En 1984, la publicación en Argentina del informe Nunca Más representó el golpe más contundente contra el silencio oficial.
El documento, elaborado por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), recogió más de 9.000 testimonios de desapariciones, los mapas de los centros de tortura y la documentación de las cadenas de mando militar.
Pero, sobre todo, estableció un principio moral que resonó en toda la región:

                “El Estado no tiene derecho al olvido.”

Nunca Más no fue solo un informe: fue un manifiesto ético.
Su ejemplo inspiró un movimiento continental de memoria: de Argentina a Chile, de Uruguay a Guatemala, el continente comenzó a reconocerse no como el territorio de los golpes, sino como la geografía de la memoria.
En Chile, la Comisión Rettig (1991) y la Comisión Valech (2004) heredaron este impulso.
La primera documentó 2.279 casos de muerte, la segunda 28.000 casos de tortura.
Eran memorias rescatadas de entre los escombros del silencio: frágiles, pero persistentes.

La Economía Nacida de la Violencia

La “Nueva Chile” de Pinochet fue escrita bajo la sombra de las armas.
En 1974, el Programa de Recuperación Económica se presentó como una doctrina militar: el Estado debía reducirse, el mercado expandirse y el pueblo callar.
El plan, diseñado por los Chicago Boys, fue consagrado con la breve pero histórica visita de Milton Friedman, quien definió a Chile como “el milagroso laboratorio de la economía de libre mercado”.
Mientras tanto, en las calles y en los centros de detención, miles de personas desaparecían.

Las gráficas de crecimiento económico ascendían, pero lo hacían manchadas de sangre.
El neoliberalismo pinochetista no fue un simple modelo económico: fue una ingeniería de la obediencia.
La sociedad se fragmentó en individuos; el individuo se transformó en consumidor; el consumidor olvidó su condición de ciudadano.

El Paraíso Artificial: El Mito del Milagro Económico

A comienzos de la década de 1980, la economía chilena se precipitó hacia una crisis de deuda externa.
El modelo presentado como “milagro neoliberal” comenzó a resquebrajarse bajo el peso de sus propias contradicciones.
La política de tipo de cambio fijo y la liberalización financiera de 1979 crearon una economía frágil, dependiente de los flujos especulativos de capital.
En 1982, la crisis latinoamericana de la deuda golpeó con fuerza: cientos de bancos quebraron, el desempleo alcanzó casi el 30% y los salarios reales cayeron a la mitad de los niveles de mediados de los setenta.
La “mano invisible del mercado” se había convertido en un dolor visible en el estómago de los desempleados.

Ante el colapso, el régimen acudió a las recetas de las instituciones financieras internacionales.
El FMI y el Banco Mundial ofrecieron nuevos créditos a cambio de los llamados programas de ajuste estructural.
Fue el inicio de la segunda ola del neoliberalismo: privatización, desregulación, desmantelamiento de los servicios públicos y debilitamiento irreversible del Estado social.
Chile ya no administraba su economía, sino la disciplina fiscal del capital global.
La idea de independencia nacional se perdió entre las notas al pie de los documentos de deuda externa.

La prensa occidental narró esta historia en otro idioma:
The Economist y Financial Times proclamaban a Chile como “el milagro económico de América Latina”.
Pero aquel “milagro” se erigía sobre la ausencia de dignidad, justicia e igualdad: un templo construido con las ruinas morales de una sociedad herida.
Mientras los indicadores ascendían, el tejido social se descomponía en silencio.

La brecha de desigualdad se profundizó: el 10% más rico concentraba casi la mitad del ingreso nacional, mientras que el 50% más pobre recibía menos del 15%.
La educación se privatizó; el conocimiento dejó de ser un derecho público y se convirtió en mercancía.
El sistema de salud fue entregado a la lógica del beneficio empresarial: una consulta médica equivalía al salario semanal de un obrero.
El derecho a la vivienda se transformó en “valor de suelo” y la justicia, en “acceso económico”.
El encogimiento del Estado significó la soledad del ciudadano.

Así, la retórica de la “libertad” se tradujo en la disolución de los lazos sociales.
En una época que adoró al mercado como nuevo dios, las relaciones humanas se convirtieron en mercancías medibles.
El discurso de la “libre elección” resonaba desde las entrañas del hambre, la deuda y la desesperanza.
La sociedad chilena, cada vez más individualizada, vio erosionarse su conciencia colectiva, como un suelo que pierde su fertilidad tras una larga sequía.

Si Chile fue un laboratorio, su pueblo fue el sujeto de experimentación.
Los sociólogos lo han llamado crecimiento sin humanidad: la economía crece mientras el ser humano se reduce; las estadísticas brillan mientras la memoria se oscurece.
El “milagro neoliberal” no fue otra cosa que el nombre técnico de una catástrofe ética.

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