El “paraíso neoliberal” soñado por Pinochet ya no es más que una nota al pie en los libros de historia.
Pero en la memoria del pueblo, la sombra que él erigió aún persiste, porque la sombra de la justicia es la luz que más perdura.
Y esa luz resuena, desde las montañas de Chile hasta las calles de Valparaíso, en una misma frase:
“No se puede bombardear la historia de un pueblo.”
Porque la historia, al final, habla con el lenguaje de la justicia.
I. Chile: El Palacio Bombardeado, la Memoria que Resiste
La mañana del 11 de septiembre de 1973, el rugido de los aviones que rasgaban el cielo de Santiago no solo anunciaba las bombas dirigidas al corazón de una capital, sino también el golpe asestado a la memoria de un pueblo.
El ataque contra el Palacio de La Moneda no fue únicamente una operación militar; fue la demolición simbólica de un imaginario político tejido con ideales de igualdad, dignidad e independencia.
Lo ocurrido aquel día en Chile fue mucho más que un cambio de poder: representó la aniquilación sistemática del sentido de justicia, de la esperanza en la libertad y del respeto histórico que una sociedad tenía por sí misma.
En la mañana del golpe, las emisoras de radio difundían proclamas que declaraban “liberado” al país. Pero lo liberado no era la soberanía del pueblo, sino un nuevo orden económico moldeado para la injerencia extranjera y el capital colonial.
Entre los escombros humeantes de La Moneda ardía el derecho de Chile a decidir su propio destino.
Mientras los tanques avanzaban por las calles, las fábricas eran silenciadas, los líderes sindicales encarcelados, los estudiantes desaparecían.
Santiago, en cuestión de horas, dejó de ser una “capital liberada” para convertirse en un cementerio mudo.
En su último discurso, Salvador Allende afirmó:
“En esta etapa de la historia, los procesos de los pueblos no pueden ser detenidos.”
Aquella frase no fue una simple despedida ni un consuelo, sino una metafísica política inscrita en la larga lucha por la emancipación latinoamericana.
Porque aunque la voz de Allende se perdiera entre el estruendo de las bombas, su eco atravesó el continente:
“La idea de la igualdad no puede ser asesinada.”
Esa sentencia se transformó en un principio ontológico de resistencia; una certeza colectiva de que, incluso entre las cenizas de la violencia histórica, la dignidad humana puede volver a erguirse.
II. El Último Discurso de un Presidente: La Anatomía del Honor en La Moneda
El último discurso de Allende no es, en el sentido clásico, una alocución política; es el manifiesto ético de un hombre que, al borde de la muerte, redefine el sentido mismo de la existencia.
Sus palabras resuenan no en la oscuridad de la derrota, sino en la claridad de la conciencia.
Quien habla no es ya un político, sino un representante de la humanidad: no un líder vencido, sino una conciencia que, aun frente al abismo, se niega a traicionarse.
La muerte de Allende, aunque en apariencia un suicidio, fue en esencia un acto deliberado de resistencia.
Constituyó una defensa trágica del honor frente al nihilismo de la modernidad.
Como los héroes de la tragedia antigua, Allende subió al escenario con plena conciencia de su destino; sabía que la tragedia no es solo el dominio del azar o del poder, sino el lugar donde la voluntad humana se funde con el sentido.
Cuando dijo “Me quedaré aquí”, no defendía un espacio físico, sino un principio:
“El mandato del pueblo que me fue confiado se destruye aquí; por tanto, aquí debo permanecer.”
Mientras el Palacio de La Moneda se desmoronaba bajo las bombas, lo que se derrumbaba con él no era solo una edificación, sino la pretensión más elemental del Estado moderno: “El Estado protege a su pueblo.”
Allende, en ese instante, quedó inscrito en la historia como el último presidente que quiso devolver el Estado a su verdadero propietario: el pueblo.
Hoy, La Moneda ha sido reconstruida, sus fachadas blanqueadas con cal; pero en sus muros aún persiste un olor a quemado: el olor de la historia.
Ese olor no pertenece al pasado; es el corazón intacto de la dignidad humana, de la lealtad política y de la fe en la justicia.
III. La Larga Sombra de Washington: La CIA, las Corporaciones y el Golpe Económico de la Guerra Fría
El estruendo de los aviones que surcaron el cielo de Santiago aquella mañana del 11 de septiembre de 1973 no fue solo el ruido del ejército chileno, sino el eco de una burocracia oscura instalada en Washington.
Las bombas que cayeron sobre La Moneda habían sido escritas, mucho antes, en las máquinas de escribir de la CIA, en las salas de reuniones secretas y en las notas al pie de informes anónimos.
El nombre en clave de esa trama ya es un símbolo histórico: Project FUBELT, conocido operacionalmente como Track II.
Los documentos desclasificados demostraron que el golpe chileno no fue una insurrección espontánea, sino un proyecto de ingeniería política meticulosamente planificado.
La División de Asuntos Latinoamericanos de la CIA elaboró una estrategia tripartita para derrocar al gobierno de Allende:
sabotaje económico, aislamiento político y coordinación militar.
La orden “Hagan gritar a la economía” (Make the economy scream) fue emitida personalmente por Richard Nixon y registrada en las actas de la Casa Blanca.
Esa frase marcó el inicio de un laboratorio neoliberal que alteraría el destino no solo de Chile, sino de toda Sudamérica.
Las palabras de Henry Kissinger revelan con claridad la contradicción moral de la Guerra Fría:
“Si el pueblo de un país, por su propia irresponsabilidad, elige hacerse comunista, eso es un problema que no podemos aceptar.”
Esa frase se convirtió en el manifiesto ideológico de una época en la que la democracia solo era legítima mientras coincidiera con los intereses de Washington.
El golpe de Chile fue, en este sentido, no solo una intervención militar, sino la primera invasión financiera del siglo moderno.
Pronto, los tanques serían reemplazados por los Chicago Boys, y las ruinas dejadas por las bombas serían reconstruidas por las manos invisibles de las reformas neoliberales.
Formados bajo la tutela de Milton Friedman en la Universidad de Chicago, estos tecnócratas convirtieron a Chile en el primer campo de experimentación del dogma del libre mercado.
Las políticas impuestas tras el golpe privatizaciones masivas, disolución sindical, fragmentación de la seguridad social inauguraron el periodo de la “modernización experimental” en América Latina y dieron cuerpo al neoliberalismo global.
La muerte de Allende fue, así, no solo la de un hombre, sino la del sueño de otro mundo posible.
Pero de esa muerte surgió también una pregunta que sigue abierta:
Si la libertad se entrega al mercado, ¿a quién pertenece el pueblo?
La Trastienda de un Golpe: Project FUBELT
Los documentos desclasificados de los archivos estadounidenses en la década de 1990 demostraron que el golpe en Chile no fue una “reacción militar espontánea”, sino una operación planificada con meticulosidad y frialdad.
Nombre en clave: Project FUBELT.
Bajo este programa, la mesa chilena de la CIA diseñó una estrategia de tres ejes destinada a derrocar al gobierno de Salvador Allende:
Sabotaje Económico: suspensión de las inversiones de las empresas estadounidenses, corte de las líneas de crédito internacionales y bloqueo de las exportaciones de cobre.
Aislamiento Político: estigmatización de Chile como una “amenaza comunista” en los foros internacionales.
Coordinación Militar: contacto directo y apoyo logístico a oficiales de alto rango dentro del ejército chileno.
La célebre frase de Henry Kissinger en aquel entonces sintetizaba el fundamento ético o más bien, la ausencia de él de este plan:
“Si el pueblo de un país, por su propia irresponsabilidad, elige hacerse comunista, eso es un problema que no podemos aceptar.”
Esa sentencia revela con precisión la hipocresía de la Guerra Fría:
la democracia solo era legítima mientras coincidiera con los intereses de Washington.
Empresas, Capital y la Economía del Golpe