Carta Abierta: Los Últimos Siglos de Bizancio

septiembre 1, 2025
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Somos de aquí, señor Nicol.
En realidad, estamos tan habituados a los “finales” como a los nuevos comienzos, a retomar desde donde lo dejamos y a renacer de nuestras propias cenizas. Enemigos tenemos muchos: necios, traidores, renegados locales, hombres mezquinos. Pero también abundan los amigos: compañeros de un mismo corazón, de una misma frecuencia, de una misma esencia.

Nuestros “aquí” son siempre lugares exóticos, cargados de misterio y de contradicciones. Señor Nicol, permítame entonces solicitarle que, desde este “aquí”, transmita a sus gobernantes en Inglaterra, a sus aliados y también a los señores de éstos, el siguiente mensaje:¡Lo que no pudieron lograr hace ocho siglos, tampoco lo conseguirán hoy!

Señor Donald M. Nicol*,

Nosotros, los de “aquí”, solemos decir que “la historia no es más que repetición”. La historia es la reiteración incesante de lo mismo, la representación una y otra vez de aquello que ya fue.
En “aquí” el tiempo no avanza, gira. El tiempo es materno, fértil. Pero nacimiento y muerte, comienzo y fin, ascenso y caída no son opuestos dialécticos, sino dos caras de una misma moneda.
¿Dónde queda ese “aquí”? Cuando vuestros antepasados ingleses invadieron, era el Imperio otomano. Antes, fue Roma de Oriente. Vosotros lo llamasteis Asia Menor y Oriente Próximo. Ese “aquí” es justamente “ese allí”.

Pues bien, nosotros, los de “aquí”, desde hace ya tiempo hemos perdido, junto con muchas de nuestras facultades, también la memoria. Y, aunque se dice que la memoria colectiva se mantiene viva a través de creencias, costumbres e instituciones, hemos caído en la enfermedad de abandonar imprudentemente esas dinámicas de “vitalidad”. El resultado es que apenas recordamos, no ya de hace ocho siglos, sino incluso de hace apenas ocho años.

Señor Nicol,

En primer lugar, debo reconocerlo: su obra, escrita con un estilo objetivo y fluido, ha reavivado nuestra memoria; confieso haberme beneficiado mucho de ella. Posee usted, además, una capacidad intuitiva que raras veces encuentro en investigadores occidentales.

Usted sitúa el inicio del proceso de decadencia bizantina en la Cuarta Cruzada de 1204, cuando los latinos ocuparon Constantinopla y la gobernaron durante 57 años, hasta 1261. El ejército cruzado, que había partido con la misión declarada de recuperar Jerusalén, llega a Constantinopla por invitación del emperador bizantino. Sin embargo, el esplendor, la arquitectura y la riqueza de la ciudad despiertan la codicia de aquellas tropas compuestas por desarraigados de toda Europa, y la expedición se transforma en una invasión contra Bizancio y la ortodoxia, a quienes ya desde el cisma religioso miraban con hostilidad.

Las iglesias que no aceptan el catolicismo son saqueadas; incluso en Santa Sofía se cometen violaciones contra monjas y torturas contra sacerdotes. Se impone la vestimenta latina, el latín como lengua oficial de la liturgia, el alfabeto latino, los cantos y la música latina, mientras la cultura ortodoxa griega su alfabeto, su lengua, su música, su indumentaria es objeto de humillación. Durante cinco o seis décadas, la latinización se convierte en ideología oficial del Imperio Romano de Oriente.

Lo más llamativo es que parte de la nobleza y la burocracia bizantinas, sobre todo en el ejército y entre las élites adineradas, adoptan este proceso con entusiasmo: alimentados por los intelectuales y artistas que patrocinan, practican una latinización aún más fervorosa que la de los propios cruzados. Bizancio acaba transformado en vasallo de Roma y del papado. Esta forma de auto-colonización perdura hasta que, hacia 1260, las luchas dinásticas y las disputas eclesiásticas en Europa obligan a los latinos a abandonar Constantinopla.

A partir de entonces, Bizancio vuelve su mirada hacia Oriente, hacia el mundo islámico en ascenso. La célebre frase atribuida a un sacerdote bizantino “Prefiero ver el turbante turco antes que la tiara latina” nace precisamente en ese contexto. Frente a los señores latinos que saqueaban los bienes eclesiásticos y las tierras campesinas, las campañas de los beylicatos turcos y en particular del emergente poder Otomano se perciben como liberación. Por ello, muchos griegos de Anatolia se islamizan voluntaria y masivamente.

El Imperio otomano no se alza en contra del Bizancio ortodoxo, sino que, incluso en alianza con la dinastía bizantina refugiada en Nicea, dirige sus ghazás contra los dominios de los señores latinos. Así explica su rápida expansión y su condición de heredero legítimo de los territorios romanos de Oriente. Sin embargo, los historiadores que buscan explicar el fulgurante crecimiento del beylicato otomano, ya sea con discursos épicos o con teorías simplistas, suelen pasar por alto este detalle fundamental.

Tras el schisma de 1054 la gran separación entre las Iglesias de Oriente y Occidente el Imperio Bizantino, reorganizado como Roma de Oriente, mantuvo tras aquella invasión una relación contradictoria y conflictiva con “Occidente”, relación que, sorprendentemente, sigue proyectándose hoy sobre nosotros.

En aquel entonces, Occidente, o los cruzados, o los latinos, se identificaban con los comerciantes-piratas imperialistas del Medievo venecianos y genoveses, además de franceses, flamencos, germanos, normandos, lombardos y catalanes. El núcleo de este “Occidente latino” era la Iglesia católica romana. La fractura entre este Occidente latino y el Bizancio ortodoxo iba mucho más allá de una mera diferencia confesional. Bastan las palabras del historiador bizantino Niketas Choniates en 1205 para ilustrarlo:

“Entre nosotros y los latinos hay un abismo insalvable. Somos polos opuestos. Nada tenemos en común. Ellos, arrogantes, se complacen en burlarse de la sencillez y humildad de nuestras costumbres. Pero nosotros percibimos su soberbia y altivez como una mucosidad que hace levantarles la nariz hacia el cielo.”

Aún más revelador resulta comprobar que las causas proclamadas por los occidentales “la Santa Cruzada, la reunificación de las Iglesias, la seguridad de la Cristiandad” no fueron sino pretextos. Como usted mismo señala, sirvieron para encubrir bajo un velo moral ambiciones mucho menos idealistas: avidez, codicia, comercio. La invasión latina lo demostró con claridad. Por ello concluye que, tras la ocupación latina, el Imperio bizantino reconstituido no pudo sostener su existencia frente a los “bárbaros” del norte o los “infieles” del este (¡los turcos!), sino contra los propios cristianos de Occidente. La percepción de “Occidente” como amenaza estratégica facilitó notablemente la expansión turca en Anatolia.

Durante la ocupación latina, el Imperio se fragmentó en dos centros: Nicea (İznik) y Tesalónica (Thessaloniki). Ambos se disputaban la legitimidad para resistir a los invasores. No obstante, fue Anatolia, como espacio natural y verdadero corazón del Imperio, la que sostuvo al centro de Nicea y permitió la restauración bizantina tras la retirada latina. Tesalónica, en cambio, permaneció hasta la extinción final del Imperio como un pretendiente rival que nunca logró imponerse.

Este episodio ofrece una clave para comprender el carácter fundamental de la herencia bizantina. Ni Grecia ni los reinos balcánicos de búlgaros, serbios o albaneses llegaron nunca a ser “bizantinos” ni herederos de Bizancio; su historia consistió, más bien, en aprovechar cada momento de debilidad imperial para intentar ocupar su lugar. En esencia, esta misma lógica “geopolítica” se mantuvo tanto en época otomana como en la actualidad.

Bizancio, celoso guardián de su legado frente a las potencias balcánicas, acabó transfiriéndolo a una nueva dinámica nacida en Anatolia: los turcos musulmanes. Paradójicamente, el Imperio Otomano considerado su continuación vivió una experiencia análoga a la de Bizancio tras la ocupación latina: replegarse hacia el interior, a Ankara, para reorganizar la resistencia. Finalmente, ni la Cristiandad latina ni las fuerzas heleno-eslavas de los Balcanes pudieron hacerse con Constantinopla. Lo curioso, sin embargo, es que estos poderes balcánicos, cada vez que se alzaron contra Bizancio, lo hicieron siempre con el respaldo de Occidente.

Señor Nicol,

Al leer su libro uno comprende mejor aquella célebre expresión de las “intrigas bizantinas”. Tanto en los períodos de esplendor como en los de decadencia, Bizancio estuvo siempre atravesado por un entramado de conspiraciones cortesanas, equilibrios precarios entre emperador y patriarca, entre religión y Estado, por juegos tácticos vertiginosos con comandantes locales, principados menores y reinos rivales. Todo ello acompañado de guerras civiles, luchas de poder entre nobles, militares y comerciantes, que constituyen verdaderas tramas dignas de admiración. Las relaciones pendulares de amor y odio con Occidente en particular con el Papado y los intentos de “unir las Iglesias” aparecen como maniobras de alta política: tácticas tanto para entretener a Occidente como para disuadir sus posibles ataques. Curiosa coincidencia: en nuestros días también nosotros buscamos “unirnos” a la Unión Europea.

Señor Nicol,

Debo hablar con franqueza. El hecho de que, durante su último siglo, el Imperio bizantino se viera obligado a pagar tributo al principado otomano y más aún, que fueran los beyes y sultanes otomanos quienes determinaran quién ascendía al trono, me resulta, como descendiente de otomanos, motivo de orgullo; pero, al mismo tiempo, como supuesto heredero de Roma de Oriente, es algo que invita a una seria reflexión. Significa que incluso un gran imperio, cuando se aproxima a la ruina, puede llegar a la humillante situación de pagar para sobrevivir. Observar los últimos años de Bizancio nos recuerda que el honor de un Estado puede ser tan frágil, y tan valioso, como el honor de una persona.

Señor Nicol,

En la década de 1340, tras la muerte del emperador a quien servía como consejero y amigo, un noble llamado Juan VI Cantacuzeno se autoproclamó emperador con el apoyo de parte de la aristocracia, lo que desencadenó una guerra civil sumamente interesante. Un obispo comentó entonces: “Ser emperador de los romanos es, sin duda, una designación de Dios; pero quien come higos aún verdes debe aceptar que se le hinchen los labios”.

Los rivales de Cantacuzeno movilizaron a los pobres, organizando una revuelta que la propia multitud denominó la Revolución de los Zelotes. En 1342, este levantamiento dio lugar en Constantinopla a un régimen casi republicano, que derivó en siete años de anarquía. Finalmente, con el apoyo de turcos y serbios, Cantacuzeno recuperó el trono. Para rescatar una economía exhausta, convocó a representantes de todos los sectores sociales y pidió apoyo. Todos contribuyeron con donaciones, salvo banqueros y usureros.

No sé si se trata de una ley histórica, pero tanto durante la ocupación latina como en los años finales de Bizancio, banqueros, prestamistas y quienes comerciaban con Occidente no dudaron en proteger los intereses latinos. Incluso competían por entregar las llaves de la ciudad durante la invasión. Además, se esforzaban por consolidar la presencia latina mediante colegios que impartían enseñanza en latín, la difusión de sus costumbres y la conversión al catolicismo.

Qué casualidad: algo muy semejante ocurrió también en los últimos años del Imperio otomano y durante el período de la ocupación y el armisticio. Y uno no puede dejar de preguntarse: ¿acaso no estamos viendo hoy patrones similares?

Existen también otras “leyes” de la historia. A medida que el Estado se fortalecía, la Iglesia (el Patriarcado) se robustecía con él; cuando el poder imperial declinaba, los emperadores buscaban acercarse al Papado romano, coqueteaban con el cambio de confesión e incluso, en el caso del último emperador, llegaban a besar las manos y los pies del papa para convertirse al catolicismo. Frente a ello, el Patriarcado bizantino pasaba a la oposición, organizando al pueblo, a los pobres y a los descontentos. En Bizancio, la política interior se expresaba casi siempre en lenguaje religioso. La religión se convertía en el idioma de la política, especialmente de la política de los humildes. El choque entre un Estado que mudaba de “fe” para obtener apoyo o protección de Occidente y la reacción de la Iglesia ante ese cambio parecía, en verdad, un destino inmutable de estos “lugares”.

Hay más… también estaba la corrompida concepción bizantina del Estado: una tradición política en la que el pueblo no tenía cabida y donde, en la cúspide, un linaje selecto de dinastías y nobles mantenía el “Templo Sagrado” del poder. El historiador inglés J. B. Bury describe así al gran emperador Justiniano:

“Fue él quien instauró la teoría de que la expansión, el prestigio, el honor y la exaltación del Estado constituían un fin en sí mismo, y que debía valorarse al Estado sin importar en absoluto la felicidad de los hombres y mujeres que lo componían.”

No deja de ser curioso lo familiar que este principio nos resulta a los de aquí.

Señor Nicol, en su obra hay otro detalle que llamó especialmente mi atención: cuando el beylicato otomano comenzaba a institucionalizarse y a avanzar hacia la forma imperial es decir, cuando aquellos “bárbaros” musulmanes, lejos de la barbarie, empezaban a representar para los pueblos europeos un nuevo horizonte de civilización y de estilo de vida atractivo, emerge de pronto la invasión de Tamerlán. Usted menciona con razón las gestiones papales, el envío de frailes dominicos a su corte, la correspondencia entre París y Timur… Y el hecho de que, sin necesidad alguna, Timur arrasara Anatolia, destruyera el poder otomano y, con la misma rapidez con la que había llegado, se retirara.

No sé si los historiadores lo consideran con la debida atención, pero la mano de Occidente en las invasiones mongola, timúrida y más tarde safávida de Şah Ismail es un asunto de gran interés. La dialéctica geopolítica histórica parece clara: Irán aliado constante de Occidente y enemigo secular de Roma empujaba, de una u otra forma, a cada invasor oriental hacia tierras romanas, debilitando así a Roma (hoy Türkiye y la cuenca Otomana adyacente) por el oeste y por el este al mismo tiempo.

Todavía hoy, los residuos de aquellos “bárbaros orientales” sobreviven como una suerte de herencia genética: ya sea en la potencialidad colaboracionista de Irán, ya sea en las fuerzas invasoras de Occidente. Las modas recientes que exaltan un turquismo chamánico y secular preislámico, o las hostilidades dirigidas contra los pueblos musulmanes autóctonos de Anatolia kurdos y árabes, junto con variantes de laicismo occidentalizante, pro-israelí o abiertamente islamofóbico, constituyen en realidad manifestaciones contemporáneas de aquella alianza histórica entre la cruz latina y la lógica aria.

Señor Nicol,

El espíritu de gaza del beylicato otomano, alimentado por el Islam y sostenido por el principio del derecho islámico que prohíbe dañar a los inocentes en la guerra, facilitó que los otomanos ganaran el favor de las poblaciones en los territorios conquistados y lograran asentarse con facilidad. A ello se sumaron su extraordinaria capacidad militar y la habilidad política derivada de su proximidad con Bizancio, que les permitió superar a los demás principados turcos y convertirse en la “continuación musulmana” de Roma de Oriente.

Sin embargo, usted recuerda también que, antes de consolidarse, los otomanos servían como mercenarios tanto para Bizancio como para otros rivales; incluso, en medio de la batalla, podían cambiar de bando si recibían una mejor oferta económica. Confieso que esta cuestión de la soldadesca mercenaria me dejó pensando.

Si esto es cierto, se revela entonces otra de las “leyes” de estas tierras: antes de ser Estado, se sirve como soldados en los ejércitos de otros Estados. Convertirse en Estado implica aprender a luchar y a vivir por sí mismo, pero también adquirir la capacidad de reclutar y subordinar a otros bajo su estandarte. Los otomanos alcanzaron la condición de Estado precisamente cuando lograron que serbios, otros principados turcos e incluso, por un tiempo, el propio Bizancio, se convirtieran en sus vasallos y combatieran en sus filas.

De este modo, podríamos extender a los Estados aquella máxima que dice: “cuando las personas envejecen, vuelven a su infancia”. Hoy debatimos, una vez más, sobre enviar a los nuestros a luchar a cambio de dinero. Uno no puede evitar preguntarse si, en realidad, hemos retornado a nuestra etapa de “beylicato”.

Señor Nicol,

Sus páginas refrescan nuestra memoria con síntesis breves pero sustanciosas. Lo más valioso es que, a través de Bizancio, usted describe tanto la ortodoxia como el Imperio otomano con un tono objetivo, incluso elogioso. Tal vez en ello se perciba la influencia indirecta de pertenecer al mundo inglés-protestante, cuya “política profunda” ha considerado siempre a los Estados ortodoxos y musulmanes sunitas como aliados naturales frente al catolicismo. Sabemos bien cómo, en ese marco, Inglaterra supo maniobrar con Rusia y con los Estados balcánicos contra el mundo católico. En nuestras “tierras de aquí”, sin embargo, esta política se disimula con maestría.

En los últimos cincuenta años, Estados Unidos, Rusia e Israel han desempeñado con éxito la función de actuar tanto en nombre propio como, veladamente, en nombre de Inglaterra, sirviéndole de pantalla.

Señor Nicol,

Los últimos siglos de Bizancio resultan ser casi un espejo de los últimos siglos del Imperio Otomano. A medida que el poder se desvincula de su pueblo, que entrega el Estado a manos de conversos o forasteros, que busca apoyarse en Occidente e incluso intenta “cambiar de confesión”, que se repliega asustado ante Occidente, en suma, a medida que pierde la dignidad y la capacidad de ser Estado, el final se vuelve inevitable.

La transformación traumática de sesenta años que Bizancio vivió tras la invasión cruzada guarda sorprendentes paralelismos con los sesenta años iniciales de la República fundada después de la “cruzada” del siglo XX, la Primera Guerra Mundial. La latinización de entonces se repitió como occidentalización; la ruptura con el islam evocó la ruptura con la ortodoxia; el esfuerzo por parecerse a Occidente para salvar al Estado se tradujo en una autocolonización; la hostilidad hacia el pasado, hacia el islam y el mundo árabe, junto con la imposición de un estilo de vida occidental de apariencia secular-laica, equivalieron a una catolización y a la conversión en vasallaje de la Roma occidental, casi ochocientos años después. La única diferencia es que esta cruzada contemporánea estuvo encabezada por protestantes, y que el catolicismo fue sustituido por un laicismo-secularismo que encubría la religión aria del estilo de vida protestante, erigida en reemplazo del islam.

Las semejanzas no terminan allí. Del mismo modo que en aquella época la dinastía imperial se replegó a Nicea y Trebisonda para resistir y, en cuanto tuvo ocasión, volvió al centro para reinstaurar su Estado, su religión y su cultura, también en la segunda mitad del siglo XX Anatolia reaccionó con el mismo reflejo. Frente a las élites “devşirme/devshirme”, a su traición entusiasta blandida con la espada del extranjero, y frente al intento de arrancar de raíz la religión y la tradición bajo el disfraz de redentores, el pueblo conservó su fe, su identidad, su memoria. Después devolvió todo ello al Estado usurpado y continúa todavía esa lucha.

El pueblo, golpeado sucesivamente por su propio Estado ya fuera por su lengua, su confesión, su religiosidad o su orientación política, fue humillado en su raíz espiritual y en su identidad colectiva bajo la máscara seductora del término “turco”, empleado por los dönme (del Turco dön-, «volverse») de Salónica para no declararse musulmanes. La tradición, la ontología y las dinámicas vitales del pueblo fueron envenenadas, y su cultura, degradada. Para sobrevivir, se refugió una vez más en el islam, esta vez en una religiosidad popular y provinciana. El régimen autocolonizador, mientras tanto, arrebataba a sus hijos para adoctrinarlos en academias militares y civiles con el paganismo necrofílico del culto a los ídolos, y mediante los instrumentos de la cultura popular inoculaba un paganismo disfrazado de modernidad. Sin embargo, la resistencia silenciosa y profunda del pueblo jamás se rindió, y seguirá hasta que todos los ídolos de estos nuevos “señores latinos” y sus costumbres disfrazadas de estilo de vida sean expulsados del Estado, del ejército y de las escuelas.

Somos de aquí, señor Nicol.
Estamos tan acostumbrados a los “finales” como a los nuevos comienzos, a retomar desde donde lo dejamos, a renacer de nuestras propias cenizas. Enemigos tenemos muchos: necios, traidores, colaboracionistas locales, hombres mezquinos. Pero también abundan los amigos: compañeros de un mismo corazón, de una misma frecuencia, de una misma esencia. Nuestros “aquí” son lugares siempre exóticos.

Por ejemplo: las amistades más duraderas nacen de las disputas más feroces; los amores más apasionados brotan de los odios más profundos; y nuestros versos más bellos los han escrito los iletrados. Si vuestra clase dirigente juega en nuestras tierras y en nuestra región a sembrar el caos, recuérdenles que aquí incluso el orden se establece después del caos.

Señor Nicol, permítame pedirle que, desde este “aquí”, transmita a vuestros gobernantes en Inglaterra, a sus aliados y también a los señores de éstos, el siguiente mensaje: ¡Lo que no lograron hace ocho siglos, tampoco lo conseguirán hoy!

Los últimos siglos de Bizancio (1261-1453), Donald M. Nicol, Tarih Vakfı Yurt Yayınları, Estambul, 1999.

Fuente: Cartas Abiertas / Ahmet Özcan, Yarın Yayınları.

Primera publicación: Revista Yarın, mayo de 2004.

Ahmet Özcan

Ahmet Özcan, cuyo nombre de registro es Seyfettin Mut, se graduó de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Estambul (1984-1993). Ha trabajado en publicación, edición, producción y como escritor. Fundó las editoriales Yarın y el sitio de noticias haber10.com. Ahmet Özcan es el seudónimo del autor.
Sitio web personal:
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Correo electrónico: [email protected]

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