En el ámbito académico, se ha planteado la idea de que la “justicia” predomina sobre todo en Occidente, mientras que en nuestro país y en las sociedades orientales solo funcionaría como una suerte de “ensalzamiento” retórico vacío. Existe una amplia bibliografía que analiza el funcionamiento del derecho y las desigualdades sociales tanto en Occidente como en Oriente, frecuentemente tomando partido en favor del primero y denostando al segundo. A menudo, esta postura tiene parte de razón. No obstante, si abordamos el tema en la línea de lo que hemos venido hablando, desde la perspectiva de lo “ideal”, también tenemos palabras que decir. En especial, debemos alzar la voz contra los políticos occidentales que consideran legítimas las masacres en Gaza.
Todo el mundo habla de justicia, pero también hay que admitir la dificultad de conocerla plenamente y de definir qué significa actuar con justicia. Nuestro lector recordará que, cuando comenzaron las masacres en Gaza, en el primer artículo que escribimos mencionamos cómo el célebre jurista de origen judío Hans Kelsen como si deseara justificar con un siglo de antelación el genocidio en Gaza defendía que la justicia no era un rasgo esencial en el orden social, sino tan solo una virtud humana de segundo orden. Según Kelsen, la justicia era un ideal inalcanzable y nunca podría definirse de modo absoluto. Uno de sus argumentos principales era la imposibilidad de conciliar el “derecho supremo a la vida del individuo” con “los intereses de la nación, el derecho a matar en la guerra y la pena de muerte”.
Nosotros, sin embargo, rechazamos con firmeza esta perspectiva de Kelsen, que desvía al ser humano de sus ideales y, de alguna manera, legitima la opresión. Coincidimos con Kant cuando afirma: “¡Si no hay justicia, la presencia misma de la humanidad en la Tierra pierde todo su valor!”. Tal vez la justicia, como sostiene Kelsen, sea un sueño que nunca llegue a realizarse del todo, pero la exigencia y la búsqueda de justicia no cesarán jamás. Así como buscamos constantemente la verdad, la bondad y la belleza, también buscaremos la justicia y lucharemos por instaurarla, pues somos humanos. ¡Humanos!
En las democracias liberales actuales, al hablar de “justicia” nos referimos principalmente al cumplimiento de la ley. Ser una “persona justa” implica poseer la madurez suficiente para rehusar situarse por encima de las leyes y de los derechos legítimos de los demás. Asimismo, se asocia siempre la justicia con la igualdad. Pero no se trata de uniformar las diferencias ni de anular la singularidad de la realidad, sino de asegurar la igualdad ante la ley y en el ejercicio de los derechos.
El concepto de justicia no se limita al ámbito legal; ocupa un lugar esencial también en la filosofía y en la práctica políticas. Términos como “justicia”, “gobernar con justicia” o “gobernante justo” constituyen en sí mismos un campo de debate.
La justicia es asimismo clave en la vida social. Sin el concepto de derecho y justicia, las relaciones humanas y la vida en sociedad son impensables. Algunos pensadores afirman que, en todo grupo, ha de haber justicia en mayor o menor grado; de lo contrario, sería imposible realizar cualquier función colectiva. No se equivocan. Todo valor exige justicia; toda sociedad la reclama. Sin justicia, no puede hablarse de legitimidad ni de ilegitimidad; allí donde falta, la tiranía se impone de inmediato. Y a largo plazo, un régimen basado en la opresión es incompatible con la dignidad y el honor humano.
Para comprender a fondo la justicia y lo que denominamos su culminación la equidad, es preciso analizar sus dimensiones morales y psicológicas. Sin ello, no podríamos captar en toda su profundidad la frase de Aristóteles: “La equidad no es lo que dicta la ley, sino lo que regula la justicia legal”. Ni nos resonarían en toda su fuerza afirmaciones como “Cuando el que tiene la razón no puede fortalecerse, el fuerte se autodeclara justificado” o “El interés debe someterse a la justicia y no la justicia al interés”. Si no vamos a la raíz, si reducimos la justicia a la legalidad y a la igualdad ante la ley, sin cuestionarnos qué sucede cuando las leyes no son justas, nos será imposible analizar la reacción de nuestra psicología en tales circunstancias. Esto nos exige reflexionar en la tensa frontera que separa la ética de la psicología. Debemos concebir la justicia no solo como una exigencia legal o social, sino también como una virtud arraigada en nuestra psique.
Una norma, una conducta, puede ser políticamente acertada y jurídicamente legítima, pero no por ello resultar moralmente aceptable; quizás no supere la balanza de la justicia que anida en nuestro interior. Para que lo político sea realmente justo y lo jurídico sea verdaderamente legítimo, la ética también tiene que dar su visto bueno. Si no queremos reducir la política y el derecho a un simple formalismo, debemos asumir una visión que satisfaga asimismo los dictados del corazón. Términos como “la balanza de la justicia interior” y “la paz del corazón” resultan ajenos al ser humano moderno. O bien prescindimos de ellos por completo, o bien planteamos una crítica a la modernidad. Evidentemente, yo me inclino por lo segundo.
Placer y Justicia
La modernidad ha aportado grandes beneficios a la humanidad, pero también ha conllevado enormes pérdidas. Con el fin de señalar aquello de lo que la modernidad nos ha alejado, en los últimos tiempos se ha propuesto la fórmula “placer y velocidad”. Creo que estos dos conceptos son muy relevantes a la hora de elaborar una crítica a la modernidad. Por supuesto, en lo referente a la justicia, no podríamos hablar de velocidad en un sentido negativo, ya que la máxima “la justicia tardía no es justicia” es incuestionablemente válida. Aun así, una reflexión sobre el “placer” y su incidencia en la justicia es posible y sumamente importante. En el mundo moderno, la idea de felicidad y de persona satisfecha o afortunada se ha reducido al goce inmediato. Al otorgar tal relevancia al momento presente, se desata una cadena de desastres. Esto resulta incomprensible para el pensador o el habitante del mundo tradicional, donde una concepción de la felicidad basada en el placer instantáneo se consideraba absurda y contraria a la naturaleza humana. Para el pensamiento tradicional, lo que de verdad corresponde al ser humano, aquello que se idealiza y por lo que se lucha, no es el placer efímero, sino la conexión con la virtud.
En la Antigua Grecia, al preguntarse por la finalidad última de la conducta moral, la respuesta acostumbraba a ser: “la felicidad como bien supremo en sí mismo”. Sin embargo, esta felicidad no guarda relación con el placer ni con el disfrute efímero, como muchos creen hoy en día, sino que se vincula a las virtudes. Platón, por ejemplo, sostenía que en el ser humano se hallan tres facultades la razón, la ira y el deseo, a cada una de las cuales corresponde una virtud: la razón se relaciona con el conocimiento, la ira con la valentía y el deseo con la templanza. De la armonía y coherencia de estas tres virtudes surge otra virtud fundamental: la justicia. “La justicia no es una virtud entre otras tantas, sino el horizonte de todas ellas, la ley que permite su coexistencia”. Para Platón, la felicidad nace de la conducta basada en la justicia y la rectitud, mientras que la infelicidad brota de la desmesura y la injusticia. Las riquezas, la fama o el poder por sí solos no pueden procurarnos la felicidad. En otras palabras: “La justicia no sustituye la felicidad, pero no hay felicidad que pueda prescindir de la justicia”.
Los filósofos de la Antigua Grecia y los textos sagrados ofrecían una visión de la felicidad cimentada en la virtud que proseguirían también pensadores musulmanes como al-Farabí, Ibn Miskawayh, Avicena, Ibn Hazm, Râghib al-Isfahânî o el Imam al-Ghazâlî. Estos pensadores sostenían, a diferencia de sus predecesores y algunos continuadores occidentales, que la auténtica felicidad no es de este mundo, sino del otro; que la mayor felicidad (seadetü’lgusva) reside en la vida sublime del más allá.
El Sentimiento de Justicia Reside en la Conciencia y en el Corazón
Una vez trazado este marco general, volvamos ahora al tema de la justicia. Nos percatamos de que la justicia es tanto un principio esencial como una virtud extremadamente compleja de definir por sí sola. Más bien, emerge en sintonía con las demás virtudes y en conjunción con ellas. Si consideramos estas cuatro virtudes cardinales como los coreógrafos fundamentales de la conciencia humana, y tenemos presente que, gracias a la conciencia, pasamos de ser simples seres biológicos a convertirnos en seres verdaderamente humanos, concluiremos, de un modo u otro, que el sentido de la justicia está anclado en nuestro propio ser. Este sentido de la justicia no solo está arraigado en nuestra existencia, sino que regula asimismo todos nuestros actos.
Aunque las virtudes se estudien en el marco de la filosofía moral, convendremos en que es la persona misma quien las encarna. Cuando hablamos de un individuo virtuoso, nos adentramos en los terrenos irregulares de la personalidad y la psicología, y corresponde extremar la cautela para no extraviarnos. Por muy beneficiosas que resulten para nuestros intereses económicos, por mucho apoyo electoral que atraigan o aunque se ajusten perfectamente a la ley, si nuestras resoluciones y conductas no son moralmente correctas, o si una rigidez moral rompe nuestra coherencia con otros ámbitos vitales, enseguida se activará en nosotros ese sentido de la justicia. Y es que las virtudes, en última instancia, habitan sobre el eje mismo de ese sentido de la justicia interior. La balanza que simboliza la justicia radica, ante todo, en nuestra esfera interna. Cuando el fiel de esa balanza se desequilibra cuando no actuamos con justicia, el sismógrafo de nuestra conciencia se pone en marcha. Sentimos una punzada en el corazón. Tras juicios injustos, la idea de que “no puede acabar aquí” nos recuerda la presencia de una justicia superior, una “justicia divina”. Y precisamente esa confianza, junto con la congoja que experimentamos en el corazón, nacen de los registros que conserva nuestra conciencia.
Todo lo anterior permite arrojar algo de luz sobre la conocida afirmación de Mevlânâ:
“¿Qué es la justicia? Colocar cada cosa en el lugar que le corresponde. ¿Qué es la opresión? Ponerla donde no debe estar…”
Asimismo, nos ayuda a comprender de un modo más cercano y veraz expresiones como:
“No es la justicia la que hace justas a las personas, sino las personas justas quienes hacen la justicia; la justicia conserva su valor mientras haya personas dispuestas a defenderla.”
Al final, entendemos que la justicia es obra de individuos virtuosos. Y, por supuesto, comprendemos que nuestra misión esencial para forjar la justicia verdadera consiste en formar personas dotadas de virtud.
“La Única Virtud Absolutamente Buena”
Hay otra característica de la justicia en la que debemos insistir. Cuando las demás virtudes se llevan al extremo, corren el riesgo de extraviarse y devenir motivo de aflicción. La generosidad, por ejemplo, es positiva, pero en exceso puede acabar derivando en desperdicio e irresponsabilidad. El agradecimiento es bueno, salvo que se convierta en un apego tan desmedido que anule nuestro propio ser. El trabajo duro es loable, pero solo mientras sea una lucha responsable por el sustento, tanto a nivel personal como familiar y social, y no se convierta en una obsesión enfermiza. De igual modo, es fundamental entender correctamente la compasión. En nuestro libro Kalpten tratamos este tema con más detalle. Desde nuestro punto de vista, la compasión sirve de base a todas las virtudes, incluida la justicia. No puede existir justicia sin situarse del lado del agraviado, del débil y del oprimido, sin esa pulsión de amparar al otro. Bien entendida, la compasión jamás causa perjuicio alguno. Pero, lamentablemente, en la actualidad se malinterpreta con frecuencia; se considera erróneamente como una laxitud infinita que, en nombre de la misericordia, ampara incluso al delincuente. La justicia, en cambio, opera de manera diferente.
La justicia abarca a todas las demás virtudes; por ello no admite ni carencia ni exceso. “La única virtud que es buena en absoluto”, la llama André Comte-Sponville. Aristóteles la califica como “la más perfecta de las virtudes; ni la estrella vespertina ni la matutina pueden compararse con lo admirable que es.” De ahí que debamos repetir incesantemente “justicia” y perseverar en la lucha por ella. Elevar la justicia a la categoría de ideal irrenunciable de la humanidad, afirmar que no hay punto final en la búsqueda de la justicia y actuar como si estuviéramos siempre sedientos de ella son requisitos indispensables para la vida en sociedad.
La Justicia en Occidente y Oriente
Para terminar, reiteremos la cuestión inicial. En el ámbito académico, se defiende que la justicia está más presente en Occidente, mientras que en nuestro país y en las sociedades orientales se trataría de un mero reclamo retórico. De nuevo, hay abundantes estudios que analizan el funcionamiento del derecho y las injusticias sociales en ambos contextos, muchos de los cuales, por lo general, abogan por Occidente y censuran con dureza a Oriente. Y, aunque en gran medida aciertan, si nos remitimos a lo que hemos expuesto aquí, a la dimensión “ideal” de la justicia, tenemos todavía reflexiones que aportar. Especialmente cuando se trata de oponernos a los políticos occidentales que legitiman la masacre en Gaza. Considero que uno de los comentarios más certeros y bellos sobre este asunto lo expresó mi difunto amigo
Aydın Menderes:
“Si quisiéramos resumir en una sola palabra conceptos como los derechos humanos, las libertades, el Estado de derecho o la democracia, esa palabra sería ‘justicia’… La justicia de Occidente y la del Oriente influido por el Islam difieren profundamente… En Oriente, la justicia es un concepto a priori, mientras que en Occidente es a posteriori. En Oriente, la justicia representa el sentido de la vida, la llave de este mundo y del otro, la única bandera de la paz. Por ello, se ponga en práctica o no, ha permanecido siempre en la mente y en la conciencia.
En Occidente, la situación es diametralmente opuesta… Roma no se basaba en la justicia sino en el orden, y actuaba con crueldad. Lo mismo vale para todas las autoridades feudales y para la propia Iglesia. Con la industrialización, el imperialismo occidental también se hizo despiadado. La permanencia de un sistema en el que se ignora la justicia y todos se atropellan unos a otros, arrebatando los derechos ajenos, depende de la persistencia del desequilibrio de poder entre los diferentes estratos sociales. Los conceptos de derechos humanos, democracia y derecho (todos ellos conectados con la justicia) se aplican de manera hipócrita o con un doble rasero. Para los occidentales, la justicia solo es imprescindible entre ellos mismos, mientras que con otros pueblos y sociedades sucede lo contrario. En cambio, el Islam ordena la justicia para toda la humanidad. Reclamar y practicar la justicia es algo intrínseco en la naturaleza humana, y el Islam concuerda con esa naturaleza. Aquellos que no creen en un creador que iguale a todos los hombres ante sí, tienden más a la injusticia… Cuando se acumula el poder, surge la idolatría, y el Islam rechaza esa idolatría.”