Mientras haya Aliento, la Esperanza no se Extingue

febrero 18, 2025
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El tiempo se cruza y se aleja, al igual que yo, que me encuentro y me separo…
Fluyen múltiples tiempos simultáneamente; el tiempo no es único. Al igual que en universos paralelos, nuestros tiempos y los de los demás transcurren de manera independiente. No es estático, sino dinámico. A veces avanza rápido, otras lentamente; en ciertos momentos se congela, se insensibiliza, entra en un estado vegetativo. Experimentamos al mismo tiempo el presente, el pasado y el futuro. A veces nos encontramos con personas, otras veces nos sumimos en la separación. A veces es necesario salvar el día, y esta elección, en función de nuestra determinación, puede ser beneficiosa, un paso correcto. Sin un propósito o una razón, sin embargo, nos conduce a la pérdida: de nosotros mismos, de nuestro futuro, de todo lo que nos trasciende.

Los poderosos consideran que el día les pertenece y lo derrochan con desdén, mientras que los pueblos, los oprimidos y aquellos que esperan justicia aguardan con paciencia a que se desate la lengua y llegue su momento. Si sus vidas no bastan para saldar cuentas, legan a sus hijos su causa, sus derechos pendientes y sus sueños.

Cultivar la esperanza en el futuro es tener fe en el bien, en la belleza, en la eternidad.
Cada ser humano abre los ojos a la vida en soledad, pero encuentra a su alrededor brazos dispuestos a acogerlo. A medida que crece, establece lazos con más personas y con toda la humanidad desde Adán, uniendo su individualidad con la gran familia humana. En realidad, hay una diferencia entre la familia con la que se comparte la sangre y aquella con la que no.

En efecto, el verdadero ser humano no convierte una carencia, que es en sí misma una oportunidad para la humanización y la integración, en un instrumento de venganza colectiva. La confrontación con el pasado no debe convertirse en un vehículo de discordia o en una herramienta de división. Más bien, debería servir como un medio para descargar el veneno interior, liberarse del peso acumulado y emprender una lucha que purifique el alma. A través de ello, nos libramos de nuestras cadenas, aligeramos cuerpo y espíritu, pasado y futuro, y quedamos tan libres como un pájaro. Solo entonces podemos mirar hacia adelante. Nuestras opciones se multiplican hasta el infinito, como las formas del universo, y dejamos de ser finitos, limitados y sujetos a la obligación. Alcanzamos la verdadera libertad.

Aquellos que observan el cambio, la dignidad humana y la resistencia con una mezcla de temor y escepticismo, cuando ven que las causas que antes despreciaban ganan prestigio ante la opinión pública, se acercan con cautela, fingiendo actuar con rectitud. Sin embargo, en la primera prueba difícil, comienzan a alejarse poco a poco: son los primeros en abandonar el barco.

Tal es así que, diciendo «se los advertimos, les avisamos», se unen con rapidez al coro de la difamación y condenan con la mayor crueldad y ferocidad. Aquellos que adoran el poder ocultan su insaciable avidez bajo la apariencia de Dios, la ley, la democracia o la justicia. Practican la hipocresía. Su rasgo más distintivo es su superficialidad y su existencia vacía, pero revestida de brillo. Tanto su lucha como su fe son insustanciales, falsas. Disfrutan de los intercambios breves en espacios reducidos.

Si los colocáramos en un laboratorio y les arrancáramos las máscaras, revelaríamos una imagen fría y estremecedora, semejante a un insecto que acecha a su presa con paciencia. Son solo una cosa: o mujer o hombre, oprimidos o víctimas de injusticia, comerciantes o meros discípulos… Por ello, se transforman rápidamente en sus propios enemigos y establecen vínculos estrechos con aquellos a quienes ayer insultaban. Son mariposas desorientadas que, más que a Dios, temen a sus enemigos y terminan girando sin rumbo hasta precipitarse en el fuego.

Ninguna identidad basta por sí sola para definir al ser humano.
Ser negro, kurdo, turco, moderno o primitivo… todo ello es una ilusión. Estos términos describen a un ser humano débil, impotente e incompleto. Solo aquellos que no logran ser simplemente humanos se definen mediante una única identidad. Esta limitación transforma a la persona en un ser que, o bien es oprimido, o bien se siente con el derecho de ejercer un dominio absoluto sobre los demás, convirtiéndose en un depredador cegado por su propia ferocidad.

Un ser humano no puede ser únicamente una mujer. Mientras es mujer, también es hija, madre, vecina, amiga, ciudadana y, en última instancia, un ser humano que trasciende todas estas categorías. Por esta razón, el feminismo no ha logrado aportar un beneficio significativo a las mujeres. Del mismo modo, un hombre no puede ser únicamente esposo. Cada individuo está compuesto por múltiples roles, múltiples facetas y múltiples posibilidades. Nos remite a la divinidad. El ser humano es, en sí mismo, una existencia en formación, portador de una infinita gama de opciones.

Quien se reduce a una sola cosa es un ser desdichado, una víctima del destino que no es dueño de su vida. Cualquiera que no pueda conectar su «yo» con el «nosotros» es un humanoide incompleto. Vive bajo una amenaza constante, está hambriento, es cruel y temeroso. Por ello, es ajeno a todos los seres que lo rodean. Como no puede identificarse con los demás, sus sufrimientos, necesidades y destinos no le afectan. Esta es la mentalidad del «ese es tu problema» que ha permeado nuestro lenguaje a través de las traducciones de películas extranjeras.

Ese individualismo, que a primera vista promete una libertad e independencia infinitas, en realidad esconde una profunda humillación, una impotencia tan extrema que no siente ni compasión por sí mismo ni por los demás. En su raíz se encuentra una profunda falta de fe, indiferencia, desconfianza e inmoralidad. La traición a los valores humanos, la obsesión desmesurada por uno mismo, radican en este estado.

El ser humano puede perder en uno o en todos los ámbitos de la vida, pero no utiliza esto como una excusa para limitarse ni para evadir sus responsabilidades. No es solo blanco o negro. Evita los extremos. Aborrece la crueldad. Precisamente por ello, se define a sí mismo por lo que no es o no puede ser.

Podemos ser seres humanos incompletos y falibles, pero mientras no neguemos nuestras emociones y no perdamos la fe en la humanidad, nos mantendremos en el camino de lo humano. Amar no es, después de todo, amar el potencial de esa persona. En cada individuo encontramos a toda la humanidad y, al mismo tiempo, a nosotros mismos. Al amarlo, nos amamos a nosotros mismos. Al enojarnos con él, nos enojamos con nosotros mismos. Al juzgarlo, juzgamos nuestras propias faltas. Al dudar de él, dudamos de nuestras propias creencias. El otro se convierte en un espejo. Cuanto más nos conocemos, más conocemos, comprendemos y amamos al otro; lo protegemos, lo resguardamos y lo perdonamos.

El ser humano experimenta muchas emociones y estas cambian constantemente. Así como el día sigue su ciclo, también lo hacen nuestras emociones. Incluso un cambio en el clima puede afectarnos. Una historia triste nos conmueve, una injusticia nos llena de indignación. Una canción hermosa o un paisaje impresionante nos colman de alegría.

Las emociones son señales de vida. Son la prueba de que seguimos siendo humanos, de que no hemos roto nuestro vínculo con lo divino. Si no hay dolor, remordimiento, tristeza, alegría, una mirada esperanzada hacia el futuro, una espera paciente y optimista, una fe en lo que vendrá, entonces nosotros tampoco existimos realmente: hemos muerto. Es por eso que las canciones desesperadas y fatalistas hablan constantemente de la muerte.

Siempre sentimos más de lo que somos. Siempre experimentamos algo más allá de nuestro estado presente. Este mundo nos parece insuficiente, y por eso anhelamos otros tiempos, otros espacios, otros universos.

El mayor crimen contra la humanidad es la enemistad contra el ser humano: no creer ni confiar en la humanidad. La familia humana es tanto un ente vivo como un proceso en constante formación.

Mientras haya aliento, la esperanza no se extingue.

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