El General del Ejército de los Muertos

mayo 18, 2025
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Cada quien había erigido un ídolo a partir de las palabras con las que identificaba su existencia fragmentada, y le rendía culto con una lujuria desbordada, sin jamás cuestionarlo. Parecía como si, colectivamente, se hubiera derivado una angustia futura a partir de los miedos del pasado, y dicha angustia se hubiera distribuido entre cada individuo de la sociedad… Éramos los huesos dispersos de un ejército de muertos. Vivíamos en un país de necrofilia, entre cadáveres que jamás fueron enterrados en el cementerio. Buscábamos, como si de una esperanza compartida se tratase, a un general creyente que recogiera, sin alterar nada, nuestros ídolos, ambiciones, rencores y temores, y los llevara de vuelta, ordenadamente, a nuestra patria común… En su novela El general del ejército muerto, el escritor albanés Ismail Kadaré narra la historia de un general italiano que, veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, regresa a Albania para recuperar los restos de los soldados italianos que murieron durante la ocupación. Su misión consiste en recoger los huesos de aquellos soldados y repatriarlos. Recorre, uno por uno, los frentes de batalla y los lugares donde se desarrollaron los combates. En sus manos lleva una lista con los datos de todos los muertos: sus edades, estaturas, nombres, lugares de nacimiento, familias… Cada uno proviene de una región diferente, hijos de historias distintas. Todos habían llegado a aquellas tierras por una supuesta causa noble, y por ella habían muerto.

El general asume esta tarea en virtud de un acuerdo entre ambos países, y posee la autorización oficial correspondiente. Sin embargo, en muchas regiones se enfrenta a la hostilidad de la población o a la resistencia de las autoridades locales. No es fácil para ellos aceptar que los soldados que una vez ocuparon su país ahora vuelvan, sin siquiera pedir disculpas, a abrir tumbas por todas partes. A pesar de ello, el general lleva a cabo su misión con gran paciencia y entrega. Su deber es devolver los restos de los soldados a sus familias. Antes de partir, cientos de madres, padres y esposas se habían presentado en su puerta, suplicando: “Tráiganos a nuestro hijo, a nuestro esposo, a nuestro amado. Al menos déjenos construirle una tumba”. Sobre los hombros del general pesaba una enorme carga moral…

Junto a un sacerdote que lo acompaña, el general realiza una larga y agotadora labor de búsqueda. Pero en muchos lugares los cuerpos se han mezclado entre sí. Algunos restos están incompletos… Coloca un cráneo en el esqueleto de otro, une la mano de uno al brazo de otro, y, en la medida de lo posible, reúne lo que encuentra en bolsas de plástico para enviarlo de regreso a Italia… El general de un ejército muerto se enfurece muchas veces, a lo largo de su misión, con los comandantes de guerra de antaño. Señala que en tal frente se emplearon estrategias equivocadas, que en tal aldea un comandante actuó con premura, que en otro lugar se excavaron trincheras en posiciones inapropiadas, que allí se debía haber organizado una retirada más ordenada… El general es plenamente consciente de que su tarea consiste en subsanar la ineptitud de aquellos oficiales que no supieron conducir una guerra. Está allí para redimir el honor de su nación, y recuperar los restos de las víctimas de aquellos errores es, sin duda, más difícil que la propia guerra.

Durante su labor, enfrenta muchas otras dificultades, pero al final parte de Albania con la serenidad que otorga el deber cumplido.

Eran los días en que leía esta fascinante novela de Ismail Kadaré. Casualmente, yo mismo había vivido una jornada extraordinaria, colmada de encuentros fortuitos. A lo largo del día me topé, sin motivo aparente, con decenas de personas muy distintas entre sí, y me vi obligado a mantener conversaciones con todas ellas. En la calle, me crucé con un viejo amigo de ideales de izquierda; conversamos brevemente. Luego, en la oficina de un empresario que visité, fui testigo de una escena inesperada: un simpatizante del MHP coincidía con un visitante vinculado al PKK. Tuvimos un largo diálogo. Después, participé en otra reunión donde estaban presentes un viejo amigo que aún se consideraba islamista y otro que se había convertido en político. Más tarde, me hallé en una casa de duelo junto a mis familiares, inmerso en las conversaciones del pueblo llano. Luego, en otro sitio, conversé con personas de tendencias kemalistas y alevíes. Discutimos sobre la actualidad durante un buen rato. Más adelante, aparecieron algunos amigos provenientes de los círculos de Alperen, y tras ellos, conocidos de un nuevo movimiento político opositor. Más tarde, compartí reflexiones con unos jóvenes de inclinaciones liberales, y por último, me reuní con los habituales de un café que yo también frecuento.

Por la noche, en otra reunión, me encontré con alguien cercano al movimiento de Fethullah. Al regresar a casa, tras una charla en la puerta con mi vecino de origen balcánico, apenas si logré llegar a mi hogar. Quién sabe, quizá entre tanto, olvidé mencionar algunas llamadas telefónicas que también ocurrieron ese día.

Cansado por tan insólita jornada, recordé al general protagonista de la novela que estaba a punto de terminar. De pronto, me sentí profundamente identificado con él. Ese día, yo también era como el general de un ejército muerto… En mi mente desfilaban, en un torbellino caótico y fragmentado, los recuerdos del día: rostros de distintas identidades, edades, géneros, credos, convicciones, dolores, alegrías, ocupaciones, procedencias, lugares… Decenas de escenas, cientos de frases, múltiples gestos, tonos de voz, miradas entrecruzadas, todo giraba y se confundía en la pantalla de mi mente… Aquel día, era como si hubiera pasado la jornada recogiendo esqueletos. No podía recordar con claridad quién había dicho qué, qué gesto pertenecía a qué conversación, cuál fue la escena más significativa de cada encuentro. ¿Cuál de mis amigos tenía ya canas? ¿A cuál le había vuelto el color al rostro? ¿A quién le habían embargado la casa por deudas de tarjeta de crédito? ¿Quién iba a figurar en qué lista para el próximo congreso?… Había vuelto a casa con bolsas llenas de “esqueletos” simbólicos. Y los había mezclado todos, confundiéndolos unos con otros.

Sobre todo, confundía las palabras: “Esa idea de que los kurdos han renunciado a tener su propio Estado es falsa. Solo han escalonado sus demandas en el tiempo. Por ahora, insistirán en la educación en lengua materna, luego crearán una región autónoma kurda, y al final establecerán un Estado solo para kurdos…” “Gano setecientos cincuenta al mes, cuatrocientos se van en el alquiler, tengo dos hijos. Mi padre también nos crio así. No entiendo qué ha cambiado con este gobierno.” “Al musulmán que olvida el yihad se le llama hipócrita.” “La izquierda debe liberarse del subconsciente aleví que la condiciona. Nos subimos al metrobús como ovejas, además construyeron las estaciones lejos de las avenidas. No nos alcanza el salario, hermano, y tampoco le alcanzaba a mi padre. Desde el día en que dijeron ‘Todos somos armenios’, les tomé aversión. Antes los tomaba en serio a esos izquierdistas liberales. Ahora los veo como representantes de Europa y del lobby armenio. El ‘Hodjaefendi’ siempre se ha mantenido en la misma línea. Nunca creyó que se pudiera lograr algo enfrentando al poder. Este país terminó el 10 de noviembre de 1938 a las 9:05. Desde entonces fue presa del imperialismo. La contrarrevolución comenzó con İnönü. Ahora uno hasta siente vergüenza de decir ‘Soy turco’. Si esto sigue así, cualquiera que no sea pro-kurdo será considerado racista. ¿Y qué pasaría si los cemevis fueran considerados también lugares de culto? Los alevíes son el pueblo humilde de esta sociedad. Siempre se ha luchado en su nombre, pero los que han sufrido han sido ellos. Este ejército es una fuerza de ocupación de la OTAN. No habrá democracia ni nada si no se les quiebra la espalda. El plan de Estados Unidos para dividir Türkiye avanza paso a paso.El gobierno está vendiendo los puertos, las tierras, las empresas a los enemigos. Las condiciones para una segunda guerra de liberación nacional están madurando. La mentalidad Ergenekon aún resiste. Actúan como los mulás de Irán, bloqueando todo cambio. A través de la subcontratación nos están esclavizando. Se está estableciendo un sistema de trabajadores sin derechos ni opciones, sin organización. Este es un proceso para preparar al pueblo para el brutal orden del capitalismo global. Una facción de los británicos está en conflicto con el lobby israelí. Mira cómo el rescate de los mineros en Chile coincidió con la majestuosa visita del líder iraní al Líbano. Quieren eclipsar el eje de resistencia.Ya no se puede ganar como antes, hermano. Hay una camarilla cerrada que no permite entrar a nadie de fuera. En todas partes se ha montado el mismo teatro. No debes confiar en el pueblo pobre ni en los trabajadores, hermano. Mira, antes del 12 de septiembre, los izquierdistas hacían obras públicas, y fue ese mismo pueblo el que los denunció tras el golpe. Hoy el verdadero ataque es contra el sunnismo. El alevismo, el nacionalismo kurdo y el islamismo ummático son, según algunos, parte de un plan a largo plazo para desmantelar la corriente principal del islam sunní-turco. La lógica que sostiene este discurso es clara: si esa arteria central se rompe, el país colapsa.

«Me casé con ella por obligación. Nunca la amé. Cuando nació el niño, aguanté durante años. Pero hasta aquí llegué. Yo también quiero vivir un poco… Por primera vez siento que mi corazón late con fuerza, tiemblo al verla. El amor lo perdona todo.»

«¿Cuántos miles de millones de personas viven al borde del hambre? En Irak, Afganistán, Palestina, millones de musulmanes han sido masacrados. La causa de la justicia ha quedado huérfana. Un nuevo movimiento político debería surgir desde aquí. Que se vaya todo al demonio. El mundo no vale nada. No hay que tomarse nada en serio.»

«Todo el poder de este Estado parece aplicarse únicamente contra los kurdos. La ira que no muestra a Estados Unidos o a Israel, se la descarga sobre los kurdos. Los musulmanes son hipócritas. ¿No se supone que deberías desear para tu hermano lo que deseas para ti? Pides educación en lengua materna en Bulgaria o Alemania, pero cuando se trata de los kurdos, guardas silencio.»

«Yo no entiendo mucho, pero ya se separaron 25 Estados de nosotros, no podrán quitarnos ni un milímetro más de tierra. Que se vayan a vivir a Erbil, que dejen también Estambul. Esta es tierra turca. ¿Acaso nuestros hijos van a comunicarse a través de traductores?»

«Fui al hospital. El médico me miró por encima y me recetó un medicamento. ¡Al menos dime qué tengo! Explícame qué hacer, cómo cuidarme. Qué tipo tan apático. Todos los médicos se han vuelto comerciantes.»

«El lobby armenio, con el apoyo de Irán, está explotando el tema kurdo en Europa y Estados Unidos. En realidad, también están tomando venganza de 1915 con los kurdos. Mira al PKK: ha matado más kurdos que nadie, ha causado daño a los kurdos y los ha puesto como víctimas y objetivos frente a turcos, árabes e iraníes.»

«Con este presidente vivo, ningún líder de derecha tiene posibilidades. La corriente nacionalista dentro del Estado ha desafiado a Estados Unidos. Se ha iniciado el camino para convertir a Türkiye en una potencia global. Acostumbrémonos a vivir como ciudadanos de una superpotencia.»

«Recientemente arrestaron de nuevo a un viejo amigo de izquierda que había salido tras cumplir 22 años de prisión. Ayer se prendió fuego en la cárcel.»

Había ardido durante cuatro horas. Su cuerpo entero se había derretido…

En París visité la tumba de Ahmet Kaya y recité una Fatiḥa. Justo detrás, estaba la tumba de Yılmaz Güney. Curiosamente, no me sentí impulsado a acercarme. Era como si él no fuera uno de los nuestros.

Los antiguos partidos de derecha e izquierda no tendrán lugar en la nueva Turquía. La política se reconfigurará con nuevos actores y nuevas formaciones. Nosotros, los inmigrantes de los Balcanes, votamos en bloque por el «no» en el referéndum. Porque el gobierno está vendiendo la patria. Hace concesiones a los kurdos.

En el último episodio de El Valle de los Lobos, explicaron los entresijos del proyecto del escudo antimisiles. Realmente, esos tipos siguen de cerca la actualidad. Si no se pone freno a la comunidad, llegarán a hacer que los kemalistas parezcan moderados. La misma cerrazón mental se encuentra en ellos. No consideran a nadie valioso fuera de su círculo. Pero el pueblo les dará también su lección.

Los jóvenes ya no creen en la religión, ni en las ideologías, ni en la moral. Ninguna de esas cosas les ofrece un futuro. Pero están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de vivir la vida más cómoda posible. Ya no creo en nadie ni en nada. Me da igual si Dios existe o no…

Frases como esas revoloteaban en mi cabeza. Estaba completamente confundido. Involuntariamente, mi mente hacía una especie de collage. El cuerpo de mi amigo islamista tenía la cabeza de mi conocido aleví. El rostro de mi camarada de izquierda hablaba con la voz de aquel miembro de la cofradía de Fethullah. El modo en que bebía té el militante del PKK que encontré, era igual al de un amigo de la cafetería. Las palabras de mi primo las repetía, palabra por palabra, aquel vecino inmigrante con el que me crucé en la calle. El gesto de mi amigo idealista al mover las manos mientras hablaba, se confundía con el de un nuevo entusiasta de la política.

Todos parecían esqueletos. Y yo… yo había mezclado todos aquellos esqueletos entre sí. Era como si me hubieran arrojado encima los desechos de un país envenenado, degradado y absurdo…

Desde el otro lado, mi hija me gritó: Papá, ¿tenemos el libro La modernización en Türkiye de Niyazi Berkes? El profesor va a preguntar en el examen.
Sí, hija le respondí, en Türkiye existen todas las formas posibles de idolatría…

Entonces intervino mi esposa: Mañana no olvides que llevaremos a Fatma al hospital.

Fatma es la hermana de mi esposa. Creo que ya han pasado veinte años. Tiene esquizofrenia. Por recomendación médica, cada seis meses la internamos en Bakırköy; a veces por un mes, a veces más. En 1991 fue expulsada de la Facultad de Matemáticas de la Universidad Mimar Sinan por llevar velo. Era la única con pañuelo en su clase. Un día, el profesor la humilló frente a todos y la echó. A partir de ese momento perdió el equilibrio. Comenzó a decir que la policía la seguía, que la estaban vigilando… Así comenzó su enfermedad. Desde hace veinte años vive como una muerta en vida, mantenida apenas con té y cigarrillos. Llegó a pesar apenas 48 kilos.

Por primera vez este año hubo una señal de movimiento. Se presentó nuevamente al examen universitario y fue admitida en el sistema de educación abierta. Por primera vez en veinte años, sonrió. Fatma, tus dientes están completamente podridos le dije. Era la primera vez en veinte años que se los veía, porque nunca sonreía, apenas hablaba.
Como respuesta, dijo: El líder de la oposición será destruido por su propio partido.

Siempre tenía un enfoque extraño de la actualidad. Creía que los presentadores de los noticieros y las telenovelas hablaban directamente de ella. Su mirada seguía siendo vacía y fría. Aun así, nos alegró enormemente que empezara a hablar. Tal vez, solo tal vez, una esperanza… ¿Se reincorporaría a “nosotros”? Pero, ¿a cuál de nuestros “nosotros”?

Con Fatma me vinieron a la mente, en rápida sucesión, una joven de izquierda violada durante una sesión de tortura, un militante del PKK que, sin terminar la universidad, se fue a la montaña y fue asesinado con tortura tras ser acusado de espía, y un idealista (ülkücü) que perdió su virilidad por las torturas que sufrió en la prisión de Mamak durante el 12 de septiembre, y que tras no atreverse a confesar su amor a la chica que le gustaba, terminó abandonando la vida y sobreviviendo recogiendo basura en las calles…

¿Era la vida cruel? ¿Las personas? ¿Dios? ¿El sistema podrido?
No lo supe.

Sin darme cuenta, había terminado el paquete de cigarrillos. Con esa excusa, salí a la calle. Caía una lluvia torrencial. Mientras tanto, intentaba poner en orden mi mente. La lluvia parecía fluir hacia el pozo de mi cerebro, y en ese hueco que se llenaba de agua comencé a reorganizar los esqueletos. Coloqué la cabeza del izquierdista sobre su propio cuerpo. La voz del islamista en su propia boca. El militante del PKK comenzó a tomar su té como él mismo. El nacionalista del MHP recuperó sus propias manos. Los ojos del kemalista volvieron a colocarse en su rostro. Después, empecé a reacomodar las palabras… y luego las frases. Y en ese momento pensé que, en el fondo, cada uno de ellos también era general de su propio ejército de muertos.

Cada quien había librado, justa o injustamente, una guerra en el pasado, y pasaba el resto de su vida recogiendo los cadáveres de lo que había perdido en esa contienda. Observé que todos habían reunido esqueletos incompletos, rotos, dispersos. Y todos se sentían orgullosos de ello, como si fuera un honor ser general de un ejército de muertos.

Luego pensé en el verdadero ejército y sus verdaderos generales. Ellos sí que estaban muertos. Montaban guardia, incansablemente, con una fe obstinada pero desesperanzada, sobre el cuerpo de un muerto que jamás habían podido enterrar.

Después pensé en el Estado. En realidad, este Estado, o el orden institucional como se le quiera llamar también era un general de un ejército muerto. Exactamente eso. Había recogido los restos de un imperio muerto en la Primera Guerra Mundial y, con lo que pudo reunir, había construido un esqueleto de república. Tras abandonar su capital imperial, borró también su memoria; como un loco que cree que podrá volver a la vida haciendo que el pueblo se postre ante un panteón de muertos, asumió la labor eterna de custodio de cementerios. Pero al mismo tiempo, mataba a todos los vivos y dispersaba sus huesos por doquier.

Esos huesos también estaban incompletos, rotos, fragmentados. De todos esos restos no podía salir ni un solo ser humano entero. Ningún órgano estaba en su sitio. Ningún esqueleto podía ser devuelto a su dueño. Por eso el Estado, como general de ese ejército de muertos, o bien reprendía a los padres diciendo: “¡Conformaos con esto!”, o bien no entregaba a algunos sus muertos, o tal vez ocultaba los restos de los hijos a ciertas familias con la esperanza de encontrar más fragmentos óseos en el futuro.

“Todo lo que no es enterrado debidamente, regresa”, dijo alguien alguna vez.

Quizá por eso nuestros padres nunca hicieron duelo. Tal vez esperaron toda su vida los cuerpos que nunca pudieron recuperar. Y sus nietos vivieron sin saber nada de las guerras de sus abuelos.

Perseguían la causa incompleta, fragmentada y mutilada de una herencia perdida. Cada cual sostenía un fragmento del esqueleto de un majestuoso plátano derribado. Uno hablaba de justicia, otro de armenios y griegos; muchos pronunciaban palabras como religión, islam, moral; otros, modernización, independencia, honor, dignidad, una sola nación, un solo Estado… algunos incluso decían Kurdistán, pueblo kurdo… Pero solo al reunirlos a todos se formaba una figura única y significativa: ese gran árbol. Separados, cada uno no era más que una parte sin sentido ni belleza de un esqueleto inerte. Fragmentos que, además, albergaban entre sí odio y hostilidad. Nadie aceptaba el lugar que le había tocado; todos veían en el otro una amenaza para su propia existencia.

A cada quien le había caído encima un miedo distinto, incompleto, sesgado, derivado de la amenaza contra la existencia y la permanencia. El turquismo, el kurdismo, el islam, el laicismo, la república, el alevismo, la independencia, la patria… todos en peligro, todos al borde de ser consumidos, todos al borde de ser negados, asimilados, traicionados, vendidos. Las acusaciones eran interminables: negación, destrucción, claudicación, ignorancia, inconsciencia, traición, servidumbre…

Cada quien, con palabras que reflejaban su existencia fragmentaria, había fabricado un ídolo y lo adoraba con una lujuria desenfrenada, sin la menor crítica. Colectivamente, parecía que los temores del pasado se habían transformado en ansiedad por el futuro, y esa ansiedad se había repartido como herencia a cada individuo de la sociedad… Éramos los restos dispersos del ejército de los muertos. Vivíamos entre cadáveres que jamás fueron enterrados, en un país de necrofilia. Vivíamos como si no viviéramos.

Buscábamos, sin saberlo, a un general creyente que, sin alterar nada, recogiera cuidadosamente nuestros ídolos, ambiciones, odios y temores, y los llevara de regreso a nuestra patria común.

Me vinieron a la mente las viudas iraquíes vendidas a clubes de Ammán, Beirut o Dubái, donde árabes enriquecidos por el petróleo se divertían con ellas. Pensé en los niños chinos abandonados en las calles. En niñas latinoamericanas que se sometían a cirugías estéticas para ganar concursos de belleza. En la mirada profunda y oscura de un niño de Darfur, que contenía la mirada de toda África empobrecida… Recordé a una madre de Gaza que, para que su hijo no muriera de hambre, sacrificó en secreto a su querida gata y se la dio de comer. “Cuando lavaban el cuerpo del imán Alí, el mundo entero se arrugó”, había dicho alguien…

De pronto, comencé a sentir odio por todo y por todos. Deseé aniquilarlo todo. Nacionalistas, izquierdistas, islamistas, kemalistas, liberales, turquistas, kurdistas, alevistas, derechistas, izquierdistas, nacionalistas, gulenistas, burócratas, tecnócratas, empresarios, profesores, estudiantes, jóvenes, ancianos, mujeres, hombres, ricos, pobres… Quería reunirlos a todos en una plaza y prenderles fuego. A todos los Estados, todos los bancos, todas las empresas, todas las religiones, todos los profetas, todos los filósofos, todos los libros, todos los poemas, todas las palabras, todas las estaciones, todos los seres vivos, los árboles, los pájaros, los insectos, las estrellas, la luna y el sol… Ni siquiera me dignaría a recoger sus huesos.

Era como aquellos soldados sirios que, tras capturar al cruel e insaciable emperador romano Craso en su campaña oriental, lo mataron vertiendo oro fundido en su boca. Así me sentía.

Y por último, por un instante, también quise destruir a Dios.

Quería quemarlo todo, encender el fuego y luego, con un cigarrillo en la boca, lanzarme también a las llamas.
“Eli, Eli, lema ševaktani…”
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Me había quedado como un esqueleto hueco, apenas un hueso. Sentí un escalofrío inmenso. Luego, dejé de sentir absolutamente todo. Mis huesos empezaron a romperse y a desintegrarse uno a uno. Mis manos, mis rodillas, mis pies… luego mi columna vertebral se deshizo. Todo lo que me pertenecía yacía en el suelo. La lluvia, que caía como un diluvio, se llevó algunas de mis partes. Ya también yo era un resto de esqueleto incompleto, fragmentado y disperso. Todas las insignias que alguna vez consideré dignas se me habían arrancado, y me convertí en un soldado raso más del ejército de los muertos.

Mi alma se elevó entonces hacia el cielo. Yo miraba hacia abajo. El tiempo, la muerte y yo comenzamos a ascender juntos. En cada punto al que miraba, una llamarada de fuego iluminaba la oscuridad, y todo parecía visible como si fuera de día. Comencé a deslizarme rápidamente hacia un túnel del tiempo. La muerte mordía mi carne y mis huesos como los gusanos que roían el bastón de Salomón.

Después, todo comenzó a oscurecerse. No eran los ojos de Jacob los que se apagaban, sino las luces del mundo. De repente, me encontré en el sueño de Yusuf (José). En un pozo, Zuleyha me miraba. En sus ojos vi primero a Mehmet Akif; predicaba en una mezquita, junto al jeque libio Sanusi. Versículos del yihad resonaban en la cúpula. Más allá, Kuşçubaşı Eşref y el sargento Salih cargaban armas sobre una mula. Zenci Musa (apodo de un agente otomano de origen africano) descargaba algo de un viejo bote junto a cargadores kurdos en el puerto de Karaköy.

Luego vi a Enver Pasha, sentado bajo un árbol en las montañas del Pamir, leyendo el Corán. Süleyman Askerî trazaba planes en su tienda en Kut’ül Amare. Ömer Naci y Bahaddin Şakir suplicaban a los miembros del partido Dashnak en una sala de piedra en Erzurum: “¡Por favor, no rompáis vuestra promesa…!”

Un poco más allá, el sultán Abdülhamid contemplaba en silencio un tablero de ajedrez. Allí estaba Namık Kemal, en la prisión de Magosa, conversando con el jeque Ahmed de Süleymaniye, quien se rebelaba contra el Edicto de Reforma diciendo: “Desde que este Estado da concesiones a los infieles, he dejado de amarlo.”

Eso de allí debía de ser Sarayburnu. El mar era completamente rojo. Cientos de cuerpos de jenízaros flotaban destrozados a la orilla. A lo lejos oí el grito de Kuyucu Murat Pasha: “¡No dejéis a ninguno con vida, matadlos por Dios!”

Todo estaba lleno de cadáveres: niños, mujeres, ancianos… Algunos llevaban una capucha roja. A mi derecha, las murallas resistían. Los cañones golpeaban sin descanso las envejecidas paredes de Bizancio. El Sultán Mehmet daba órdenes sin cesar a sus tropas. Entre los soldados del ejército conquistador también noté a griegos, serbios, valacos, kurdos, árabes y armenios…

Me giré hacia la izquierda…

Vi a Yıldırım Bayezid en una jaula. La cabeza inclinada, como si llorara. Al pasar por los cielos de Sivas, me topé con una ciudad arrasada. Tamerlán lo había destruido todo. Al descender hacia Bagdad, encontré pirámides enormes hechas con cráneos humanos, vestigios de los mongoles. A lo lejos, el sultán Saladino esperaba pensativo a las puertas de Jerusalén, montado sobre su caballo.

De pronto, me vi en la llanura de Malazgirt. Dos ejércitos se enfrentaban. En uno estaban turcos, kurdos, armenios y griegos; en el otro, también bizantinos, turcos, kurdos, griegos… Una imagen extraña. El ejército dirigido por Alp Arslan no parecía una unión de razas ni religiones, sino una comunidad de pobres, desamparados y oprimidos, todos con miradas orgullosas y valientes, una sola nación de dignidad. Frente a ellos, un grupo mimado, rico, sobre caballos con arneses brillantes. Todos eran mercenarios.

Cuando Alp Arslan lanzó su caballo contra los nobles bizantinos, el viento volvió a arrastrarme hacia abajo. Esta vez estaba en Karbalá. Vi la cabeza decapitada de Husein. Cadáveres en el suelo. Busqué a Zeynep. Estaba encadenada, arrastrada. Su mirada me conmovió. La tomé en mis manos, me dirigí a La Meca. Entré sin permiso en una casa antigua de adobe. En el patio, Hatice contemplaba el horizonte. Su serenidad era como el resplandor de la pluma en la mejilla de María.

Dentro, el Profeta estaba sentado sobre un cojín, pensativo. A su lado estaban Abu Bakr y Ali. Abrí la palma de mi mano y, suavemente, soplé sobre su rostro la mirada de Zeynep. En ese instante, las lágrimas acumuladas en las cuencas de mis ojos oscurecidas estallaron junto con mis palabras: Oh amado Mensajero, he venido a ti, porque Él ya no nos habla. No sé qué pecado hemos cometido. Temo que nos haya olvidado, que nos esté castigando. Por eso vengo a ti. Sé tú nuestro mensajero. Dile:
“Oh Señor, Tú diste tiempo al diablo, a sus hijos y a sus seguidores. Han oprimido a la humanidad durante milenios. Nos han hecho enfrentarnos. Seducen a nuestros hermanos con oro, poder, lujuria, linaje y mentiras.
Y nosotros, en nombre de un solo Adán, resistimos, luchamos, nos desgastamos… Pero siempre volvemos al inicio. Siempre somos derrotados. Estamos atados de manos. Porque no podemos oprimir como ellos, no sabemos robar, no podemos matar, no podemos mentir.
No podemos luchar hasta el final ni vivir como humanos. Nuestra vida transcurre recogiendo esqueletos o esperando que alguien recoja los nuestros.”
“Nieve cae dentro de nuestras almas desde la noche en que nacimos.”

Dile:
“Oh Señor, en cuyo corazón crece un árbol llamado misericordia, estamos agotados de este juego. Nuestras almas no soportan más el mérito de este dolor noble.
O bien nómbranos ejecutores de tu venganza y concédenos el mismo plazo que diste al diablo,
o… expúlsanos también de tu presencia. No queremos ni paraíso ni infierno.
Aniquila nuestras almas. Haz como si jamás hubiésemos existido. ¡Bórranos del Libro del Destino!” “Debéis merecer tanto la existencia como la inexistencia” dijo en silencio el amado Profeta.
Luego se inclinó hacia mi oído y susurró:
“Vel ba‘sü ba‘de’l-mevt…”
(“Y la resurrección tras la muerte…”)

Entonces me vino a la mente un poema. El tiempo se había detenido:
“El agua que alivia el dolor, nadie sabe que también ella sufre.”

Ahmet Özcan

Ahmet Özcan, cuyo nombre de registro es Seyfettin Mut, se graduó de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Estambul (1984-1993). Ha trabajado en publicación, edición, producción y como escritor. Fundó las editoriales Yarın y el sitio de noticias haber10.com. Ahmet Özcan es el seudónimo del autor.
Sitio web personal: www.ahmetozcan.net - www.ahmetozcan.net/en
Correo electrónico: [email protected]

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