Debido a la conexión directa entre la imagen general de la autoridad y las prácticas de crianza infantil y “maternidad” en la sociedad, nos parece más adecuado llamar “madre” al Estado. Atribuir al Estado la condición de “madre” posee, a nuestro juicio, un carácter sumamente esclarecedor en relación con los sentimientos y actitudes ambivalentes que casi todos los estudios psicológicos individuales y sociales señalan ante la autoridad.
Con la esperanza de aclarar un poco más la relación entre el Estado y la psicología individual, emprendamos un nuevo camino para considerar qué son la autoridad y la anti-autoridad, y así profundizar en la comprensión de su naturaleza
¿Qué es la autoridad?
El discípulo de Heidegger, Hans Georg Gadamer, no solo se ocupa de los problemas ocasionados por el predominio de la razón práctica de la modernidad y con ella la relegación de la moralidad y la política , sino que lleva las tesis del círculo hermenéutico de Heidegger y la determinación de la tradición a tal extremo que, bajo lo que se denomina “hermenéutica de la tradición”, legitima los prejuicios y la autoridad, adoptando una postura que lo llevaría a ser calificado de “enemigo de la Ilustración y la ciencia” y tildado de “reaccionario”. No obstante, quien lea detenidamente a Gadamer comprenderá con facilidad la injusticia de tales etiquetas. Sin embargo, Gadamer autor de la célebre afirmación “La historia no nos pertenece; por el contrario, nosotros le pertenecemos a ella. Mucho antes de examinarnos a nosotros mismos y comprendernos a través de un proceso introspectivo, nos comprendemos, de manera perfectamente evidente, en el seno de la familia, la sociedad y el Estado en el que vivimos. La autoconciencia del individuo vibra incesantemente en el círculo vicioso de la vida histórica” no ocultará que toma sus materiales lingüístico-conceptuales del contexto sistemático de Hegel.
Gadamer, de ese modo, legitima la autoridad y el Estado en conjunción con la conciencia histórica y la tradición. Si bien no reniega de su conexión con la herencia hegeliana, el hecho de no haberse adentrado con profundidad en la filosofía política hace que no se detenga demasiado en la coincidencia que lo acerca a la perspectiva de Hegel sobre el Estado; por ello, desde nuestro punto de vista, no podemos aprovecharlo demasiado en lo concerniente a la relación entre la razón práctica y el Estado. Con todo, la conexión que subyace entre el énfasis gadameriano en Aristóteles quien considera que el origen de la moralidad se encuentra en la razón práctica y define al ser humano como “animal político” y la visión de Hegel, que arraiga el Estado en la “moralidad objetiva” (Sittlichkeit) y defiende un “republicanismo civilizado”, no pasa inadvertida para quien la busque. Si atendemos con cuidado a estas posibles confluencias, Gadamer puede arrojarnos algo más de luz sobre la relación entre el Estado y la psicología individual.
La razón por la cual Gadamer defiende la autoridad y el Estado dentro de su hermenéutica de la tradición radica en su distinción entre “autoridad” y “autoritarismo”, así como entre la autoridad y la obediencia ciega. Para Gadamer, la esencia de la autoridad no consiste, a diferencia de lo que se suele creer, en la opresión, la agresividad ni la sumisión absoluta. Antes bien, la autoridad se basa en el reconocimiento y la aceptación de que el otro es superior a nosotros en la facultad de juzgar y en que nos precede. La autoridad no se puede regalar ni imponer a nadie; se adquiere y debe adquirirse en el diálogo. Se fundamenta no en la obediencia, sino en la aprobación; no puede ejercerse de manera irracional ni arbitraria. Desde la hermenéutica de la tradición, Gadamer que confiere importancia primordial a la estructura de la comprensión y a la prioridad de la praxis transita desde la ineludible realidad de los prejuicios hasta la legitimación de la autoridad, relacionándola con la tradición. Las tradiciones y costumbres de las que somos partícipes, aun sin nombrarlas, poseen cierta autoridad: no solo constituyen las bases de nuestras actitudes y comportamientos, sino que se transmiten a las generaciones venideras. En gran medida, son ellas más allá de criterios puramente racionales las que determinan nuestras acciones y actitudes. La conservación de la tradición, al igual que la revolución y la innovación, obedece a la elección libre de la persona; al ser parte de la historia y de la libertad, la tradición se vincula con la razón.
Además de la premisa según la cual la conducta política y moral (la razón práctica) constituye un terreno común entre el Estado y la psicología individual, la conclusión que podemos extraer es que toda autoridad, incluida la del Estado, se basa en la aprobación y en la elección racional de cada persona. Ninguna autoridad puede perpetuarse de manera indefinida sobre la base de la opresión, el dominio o la manipulación. Es más, las autoridades que, como forma de existir, optan por el autoritarismo no hacen sino acortar su propia vida. Y es que la dignidad humana, en toda época, posee la fuerza suficiente para vencer a la tortura; con coacción física y dominación no se puede otorgar una forma nueva y duradera al problema de la “buena vida”. Quienes afirman haberlo conseguido deberían reflexionar profundamente acerca del tipo de “materia humana” con la que pretenden construir su mundo. Desde luego, todo ser humano tiene un límite de resistencia física, pero su rendición ante el dolor no equivale a entregar su mente al servicio del tirano.
A veces, en contextos de violencia abierta, puede optarse por un mecanismo de defensa psicológica que conduzca a la identificación con el agresor para protegerse; sin embargo, en el caso de un adulto, se trata de un fenómeno transitorio y parcial; el sí-mismo (self; nefs) tiende a restaurarse a la primera oportunidad que se presente. En quienes han sufrido entornos de violencia desde la primera infancia, es más probable que surjan patologías del sí-mismo más profundas incluidas algunas de personalidad autoritaria; y los nuevos tiranos surgen en muchos casos de estos contextos brutales. Sin embargo, no podemos generalizar estas situaciones excepcionales a la relación entre la autoridad y la humanidad como fenómeno universal.
La autoridad está directamente ligada a la competencia, al conocimiento y a la experiencia de la vida, de ahí que en muchas lenguas, desde el punto de vista etimológico, “autoridad” coincida con la idea de “autor” o “creador” de algo. En todo diálogo existe, de manera explícita o latente, una cierta autoridad. La autoridad no es un rasgo que se impone por la fuerza, sino que se muestra y se manifiesta. La “voluntad de poder” que Nietzsche creyó descubrir es, en realidad, una forma desviada de la autoridad, dado que allí todavía no se ha establecido un diálogo ni se ha consolidado la autoridad, y las partes vierten sus potencialidades las unas sobre las otras sin temor a recurrir a la fuerza… hasta que surge el diálogo y se afianza la autoridad. El “entorno de comunicación ideal” de Habermas tampoco implica la supresión de la autoridad, sino que puede interpretarse como una propuesta sobre cómo debería constituirse la autoridad.
El Estado es la autoridad general que la sociedad produce de sí misma incluyendo el monopolio legítimo del uso de la fuerza y, al mismo tiempo, la prueba de que la comunidad dispone de un diálogo de naturaleza general; es la razón práctica aprobada por la sociedad. De ahí las expresiones “Son gobernados de la forma que merecen” o “Este es su Estado”. La política y la moral, en ese sentido, deben verse como los mecanismos que hacen posible el diálogo y la autoridad en el espacio público.
A modo de resumen:
- El terreno común que conecta al Estado con la psicología individual es la política y la moral. Tanto el Estado como el individuo fundamentan sus acciones en la razón práctica, teniendo en cuenta al “otro” y la “relación” en sí misma.
- La autoridad surge directamente del diálogo; todo diálogo encierra cierta autoridad, pero esta se conquista a través de la aprobación, no mediante la fuerza o la coacción, y no puede ejercerse irracional o arbitrariamente.
- La legitimidad de la actividad política del Estado, en su condición de autoridad, se sustenta en la moral objetiva de la comunidad, en su forma de diálogo general. Esta legitimación no es una maniobra ideológica impuesta por el Estado, sino, muy al contrario, una exigencia que lo obliga a regirse según la aprobación que recibe de la comunidad.
¿Qué es la anti-autoridad?
Evidentemente, esta visión de la autoridad y del Estado deja varios puntos en el aire. Entre los más importantes figuran los “aparatos represivos e ideológicos” del Estado y las iniciativas de oposición al mismo. “Si el Estado posee un fundamento tan ontológico y racional, si incluso las formas más represivas de gobierno son consideradas legítimas por la moral objetiva de la comunidad, ¿por qué entonces recurre a la represión y la producción de ideología para mantener su existencia? Y, pese a esa base tan clara, ¿por qué algunas personas se oponen al Estado?” Las respuestas que se basan en “intervenciones extranjeras” suelen inclinar a la gente hacia la “derecha”, mientras que aquellas que se fundamentan en la “negación de las estructuras sociales y estatales” suelen inclinar a la gente hacia la “izquierda”. Nosotros, aunque tomamos en cuenta las respuestas de derecha e izquierda, consideramos que ambas son insuficientes. Pensamos que estos problemas provienen de no tener en cuenta debidamente las dimensiones irracionales de la existencia y de la relación humanas dentro de la visión que hemos expuesto antes. Creemos que, si se complementa con la crítica ideológica y los recursos que ofrecen la psicología individual y social, esas lagunas podrían subsanarse sin mayor dificultad.
La existencia humana alberga potencialidades positivas como la razón y la moral, pero también es irracional en su origen, y en todo caso todo rastro de racionalidad germina en el seno de lo irracional. El ser humano es inicialmente irracional porque el desarrollo de la racionalidad exige cierto proceso neuropsicológico y social. Asimismo, el ser humano es, además de racional, un ser irracional porque posee impulsos o instintos en definitiva, es un “ser deseante”.
La autoridad, que arriba relacionamos con la razón práctica (política y moral), en realidad hunde sus raíces sobre todo en los rasgos irracionales de la persona. La diferencia más notable entre el ser humano y otros seres vivos es su prolongada infancia. Un periodo tan largo de dependencia implica una necesidad inevitable de que alguien cuide de nosotros mejor de lo que podríamos hacerlo por nuestra cuenta. Las raíces de nuestra primera sumisión a la autoridad se encuentran en esa larga etapa infantil. El hecho de que no podríamos sobrevivir si no hubiera otros que atendieran nuestras necesidades se graba de manera indeleble en nuestra psique. Desde nuestro primer diálogo con el entorno, experimentamos cuán valiosa es la autoridad. En este sentido, resulta más acertado relacionar el nacimiento de la autoridad con la madre antes que con el “padre” que, según la psicología clásica, interviene como el “tercero” que rompe la fusión. Diversas investigaciones sobre el surgimiento temprano del superyó (más tempranas de lo que Freud planteaba) también señalan este hecho. La “madre suficientemente buena”, en cuyos brazos nos sentimos seguros nos guste o no, se erige en la fuente de la autoridad positiva y, a la larga, de la imagen positiva del Estado en nuestro fuero interno, mientras que las frustraciones inevitables que surgen de la relación con la madre a lo largo de la vida alimentan la imagen negativa de la autoridad y la del Estado.
Esta dicotomía nos acompaña toda la vida: aquello que nos deslumbra, nos hace sentirnos en comunión con el otro y satisface nuestras necesidades nutre la imagen de la “autoridad buena”; en cambio, lo que nos frustra, nos deja desamparados y solos, fortalece la imagen de la “autoridad mala”. La experiencia que tenemos de la autoridad, lo que consideramos “autoridad” y cómo reaccionamos ante ella, está condicionado por la combinación de estas imágenes de “bueno” y “malo” que convergen en una imagen general de la autoridad. Los aspectos “malos” y “buenos” de esta imagen general son el motor de la anti-autoridad que late en nuestro interior; cuando nos topamos con comportamientos de la autoridad o del Estado que desaprobamos, estos aspectos se activan y la aprobación puede convertirse en crítica o rebelión. Los individuos que participan en movimientos de oposición, por tanto, eligen adoptar una postura de rechazo porque aquello que hace la autoridad no concuerda con los aspectos “buenos” de su imagen general de la autoridad o bien porque evoca los “malos”.
Dado que la imagen general de la autoridad está directamente ligada a las prácticas de crianza infantil y “maternidad” que se dan en la sociedad, nos parece más apropiado hablar de un “Estado-madre”. Denominar al Estado como “madre” clarifica de forma muy elocuente las emociones y actitudes ambivalentes que, según la mayoría de los estudios psicológicos, tanto individuales como sociales, experimentamos frente a la autoridad.
Si examinamos la circulación del deseo, más que su contenido especialmente a la luz de la experiencia empírica brindada por la psicoterapia de grupo, podemos extraer las siguientes observaciones sobre la autoridad y la anti-autoridad. El deseo humano oscila entre la necesidad de una cultura compartida y el anhelo de autonomía individual, es decir, entre libertad y solidaridad, por temor a disolverse en el seno del grupo. Esta oscilación también explica en parte nuestra actitud ambivalente hacia la autoridad: a veces apelamos a la autoridad para proteger la cultura compartida y a veces para salvaguardar la autonomía individual; del mismo modo, a veces adoptamos una postura contraria a la autoridad para defender la cultura común o la libertad individual.
En conclusión, es cierto que el Estado tiene raíces profundas en la moral social y en la naturaleza dialógica de las relaciones humanas, pero no deja de ser verdad que existen igualmente raíces profundas, tanto a nivel individual como colectivo, que cuestionan esa autoridad. Esta doble faceta de la psicología humana precipita la reacción defensiva y la lucha “ideológica” por la “supervivencia” del Estado. Dado que el Estado es la única autoridad que puede ejercer legítimamente la fuerza, hasta cierto punto es comprensible que trate de defenderse. No obstante, cuando la reacción defensiva y la lucha ideológica por su “supervivencia” se convierten en la actividad primordial del Estado, se colma ese umbral que habíamos tolerado “hasta cierto punto” y la autoridad deriva en autoritarismo. Aunque la razón de ser del Estado no sea esa, tarde o temprano, para quienes combaten la “anti-autoridad”, el Estado acaba convertido en el “bando contrario” en una guerra. Sin embargo, si la sociedad aún merece ser gobernada por un Estado y posee la base política y moral para ello, independientemente del desenlace de esa contienda, tarde o temprano el autoritarismo se extinguirá y el Estado reaparecerá en el horizonte como el legítimo titular de la autoridad.