Desde París hasta Gaza; de Napoleón a Trump

Trump no solo pretende rediseñar la ciudad de Gaza para destruir la identidad cultural de su pueblo y la conciencia política que la sustenta, sino también reconfigurar el imaginario colectivo de otros pueblos con el fin de presentar a los palestinos como fuente de terrorismo y caos.
abril 17, 2025
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Trump no solo pretende rediseñar la ciudad de Gaza para destruir la identidad cultural de su pueblo y la conciencia política que la sustenta, sino también reconfigurar el imaginario colectivo de otros pueblos con el fin de presentar a los palestinos como fuente de terrorismo y caos. El énfasis de Netanyahú en el “radicalismo” durante su intervención ante el Congreso de los Estados Unidos puede leerse como una pieza de este plan. Está por verse hasta qué punto prosperará el esfuerzo de situar a Palestina, desde hace décadas, como el elemento disonante terrorista de un “Oriente Próximo pacífico”. Con todo, el silencio y la apatía que suscita el proyecto de Trump revelan que se ha puesto en marcha un proceso de producción de consentimiento.

El 7 de octubre, la operación militar del brazo armado de Hamás representante elegido del pueblo gazatí produjo un impacto profundo no solo en Oriente Próximo, sino en todo el mundo. Israel, invocando la “Tormenta de al‑Aqsa”, transformó las masacres que lleva perpetrando desde hace casi ochenta años en una política sistemática de genocidio. Reducir este crimen al simple recuento de víctimas palestinas constituye un error mayúsculo: el proceso ha puesto en evidencia que nociones y conquistas consideradas universales derechos humanos, democracia, primacía del derecho se aplican solo a “ciertos” seres humanos, desnudando la incoherencia política y moral de los Estados más desarrollados. Por otra parte, la tímida reacción de los países ligados a Gaza por la religión, por vínculos de sangre o por vecindad geográfica permite que el genocidio continúe a la vista del mundo.

Al poco de asumir la Presidencia, Trump presentó un proyecto para Gaza que desplazó el debate hacia otro terreno: la evacuación del enclave y la construcción de una nueva ciudad. Según la Casa Blanca, la iniciativa también resolvería los problemas del propio pueblo palestino. Al publicar un gráfico que mostraba la transformación de Gaza en una urbe moderna al estilo Dubái, quedó claro que no se trataba de un simple plan de reurbanización. El esquema contemplaba trasladar a la población principalmente a Egipto y a otros países. No hace falta mucho esfuerzo para comprender que un pueblo sometido al exilio durante decenios no aceptará una nueva expulsión. Bajo la aparente “reconstrucción” de Gaza se esconde una limpieza cultural y social: la desaparición de su tejido urbano equivale a borrar la memoria histórica. Desde hace años, la experiencia cultural y política árabe forjada durante milenios en el Levante se ha ido desplazando hacia un Golfo Pérsico centrado en el consumo. Allí se gesta una identidad árabe eminentemente consumista que no ha perdido del todo su primigenia rusticidad, pero que abraza los valores de la modernidad mercantil. Frente a esta identidad artificial, la resistencia palestina y la lucha emancipadora del pueblo sirio encarnan un potencial de resistencia tanto espacial como cultural. Ciudades como Gaza, Damasco, Alepo, Ammán, Bagdad, Jerusalén, Diyarbakır o Estambul custodian la memoria crítica de la identidad y la lucha anticolonial. Por el contrario, las urbes artificiales del Golfo, concebidas como escaparates de consumo, se erigen en epicentro de la nueva identidad árabe consumista y, en términos simbólicos, construyen los polos libertad/esclavitud u hogar/cárcel.

Las sucesivas guerras y devastaciones que han asolado las viejas ciudades de Oriente Próximo durante casi un siglo han transferido su centralidad cultural y simbólica a ciertos enclaves del Golfo sin raíces históricas profundas, devenidos residencias de élites adineradas. Aunque esto resulta novedoso para la región, el mundo ha conocido procesos similares. Napoleón, decidido a afianzar su poder en París y reordenar los equilibrios sociales, encargó a Haussmann la conducción de obras colosales (1853‑1870) para resolver los problemas urbanos y conferir a la ciudad un rostro moderno: se abrieron grandes bulevares, suburbios, plazas y parques, recreando la ciudad [1]. París dejó de ser hogar de sus habitantes para convertirse en escenario de una modernidad destructora y conflictiva. La relación infinita entre hogar y espacio evoca la ecuación libertad‑resistencia. Berman [2] concibe la modernidad como un “paradigma de la casa”: un intento humano de sentirse en el mundo que, paradójicamente, trae al hogar un nuevo problema una suerte de pesadilla carcelaria. París, hogar de pobres y burgueses, devino pronto una prisión donde chocaban las clases. Para Berman, los espacios que configuran el tejido cultural son “hogares”, mientras que aquellos que anulan la identidad devienen “prisiones”. Él defiende la continuidad frente a la fragmentación. Esa continuidad se manifiesta en el espacio: cuanto más moderna la ciudad, más moderniza las almas que la habitan. Sus moradores están dentro de la urbe, pero la urbe también habita en ellos. Las libertades públicas solo se ejercen en los espacios públicos de la ciudad. Cuando Haussmann “destruyó” París, a la vez quizá sin pretenderlo la hizo más transparente a la circulación de todos sus habitantes. Berman ve en los bulevares de Haussmann las contradicciones de la modernidad: los nuevos pobres, alejados de sus barrios seculares, no abandonaron París, sino que se hicieron visibles.

El pueblo de Gaza simboliza la resistencia de un espacio amenazado de demolición. La identidad cultural y urbana que se pretende aniquilar puede reaparecer en la diáspora: la memoria de Gaza podrá habitar otras calles y reconstruir allí a Palestina. Por ello se busca despojar a los gazatíes de su identidad antes de expulsarlos. El propósito de desprender a Palestina de su pertenencia al mundo musulmán y al antiguo Oriente se articula en torno al concepto de “terror”. Gaza es presentada como uno de los epicentros del caos salafista de los últimos treinta años, y lucha contra ese estigma.

Lo que Napoleón y Haussmann hicieron en París es lo que Estados Unidos intenta hoy en las ciudades que forjaron la cultura que Occidente denomina Oriente Próximo. Cuanto más se invisibiliza a los gazatíes, más se extiende, a escala global, el espíritu de protesta y la desconfianza hacia el sistema. Haussmann no pavimentó las nuevas vías de París por humanismo: la faz política de Napoleón debía contentar al pueblo, pero también disuadir a los pobres de sentarse a la mesa de los ricos. Los amplios bulevares, diseñados para contener a los insurrectos de 1845, configuraban asimismo una red de comunicación rápida para el Estado. Hoy, las políticas de encierro impuestas por Israel y Estados Unidos estrangulan el espacio vital y social de los palestinos [3]. Al igual que Haussmann, Trump intenta integrar Gaza en la red de seguridad y supervivencia de Israel, extendiendo hacia el norte la nueva identidad consumista del Golfo.

Antes de la “reconstrucción”, sin embargo, se impone someter a Gaza a un genocidio devastador, sumirla en la pobreza y forzar la emigración, lo que supone desterrar una cultura política dinámica. Los pobres cuyas casas se derribaban en los callejones de París, descritos por Berman, pueden compararse con los judíos de Venecia que vivían en guetos según Sennett [4], para ilustrar la relación entre espacio e identidad en Gaza. A lo largo de la historia, la asociación entre pobreza y epidemias ha sido en gran medida espacial: las enfermedades asientan en los arrabales. En la Venecia de entonces, la desigualdad sumía a la ciudad en el caos; aunque las enfermedades se propagaban por todos los barrios, la atención se centraba en los judíos recluidos en el gueto. Se creía que la sífilis, además de transmitirse sexualmente, se contagiaba al tocar a un judío. Allí donde el cuerpo urbano empezaba a pudrirse surgía el miedo a romper el contacto. Hoy se pretende construir una imagen del pueblo palestino semejante: un colectivo al que incluso sus correligionarios y vecinos temen ayudar o tocar.

Trump no solo quiere rediseñar Gaza para exterminar la identidad cultural y la conciencia política de su pueblo; también pretende moldear la mente de otros pueblos para retratar a los palestinos como foco de terrorismo y caos. El énfasis de Netanyahú en el “radicalismo”, ya citado, forma parte de este plan. Está por verse cuán fructíferos serán los intentos de situar a Palestina como elemento inarmónico de un Oriente Próximo “pacífico”. No obstante, el silencio y la ausencia de reacción que rodean el proyecto de Trump confirman la puesta en marcha de un proceso de fabricación de consentimiento. Convertir a los gazatíes en una “sociedad apestada” y a Gaza en una “ciudad que huele a muerte” sitúa a Trump en el papel de predicador que ofrece una solución tanto a quienes temen “la peste” al estilo de la Venecia que achacaba la sífilis a los judíos como a los Estados intoxicados por el “interés nacional”. Sin embargo, el espíritu de resistencia de Gaza se perfila como un dinamismo transformador capaz de alumbrar un nuevo mundo para los pueblos.

[1] Altundağ, Nusret. La relación entre poder y espacio en las ideologías. Tesis de maestría inédita.

[2] Berman, Marshall (2024). Todo lo sólido se desvanece en el aire. Trad. Ümit Altuğ y Bülent Peker. Estambul: Editorial İletişim.

[3] Taraki, Lisa. «Micrópolis de enclave: el paradójico caso de Ramala/Al‑Bireh». Journal of Palestine Studies, vol. 37, n.º 4 (verano de 2008), pp. 6‑20.

[4] Sennett, Richard (2008). Piel y piedra: cuerpo y ciudad en la civilización occidental. Trad. Tuncay Birkan. Estambul: Editorial Metis.

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