Cuadro suspendido en el aire: “Impresión: El Alba”

En la década de 1870, cuando Monet, Renoir y Pissarro abandonaron sus talleres para llevar sus lienzos al entorno natural, no buscaban distanciarse de la realidad. Muy al contrario, en esas obras presenciamos una reelaboración de lo real. En la pintura de Monet titulada “Impresión: El Alba”, el artista representa el puerto de Le Havre, los barcos de vapor, las barcas y la superficie ondulante del agua; sin embargo, lo que se plasma en el lienzo son las impresiones visuales instantáneas de todos esos elementos. La línea ontológica que se vislumbra detrás de esta obra puede vincularse con la “diversidad de las presentaciones sensoriales”.
marzo 22, 2025
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En la década de 1870, cuando Monet, Renoir y Pissarro abandonaron sus talleres para llevar sus lienzos al entorno natural, no buscaban distanciarse de la realidad. Muy al contrario, en esas obras presenciamos una reelaboración de lo real. En la pintura de Monet titulada “Impresión: El Alba”, el artista representa el puerto de Le Havre, los barcos de vapor, las barcas y la superficie ondulante del agua; sin embargo, lo que se plasma en el lienzo son las impresiones visuales instantáneas de todos esos elementos. La línea ontológica que se vislumbra detrás de esta obra puede vincularse con la “diversidad de las presentaciones sensoriales”.

‘‘no hay pasado
mañana, viento que se dispersa
en los cuervos y en las aves de higuera del campo,
transportado en sus plumas
permanece un instante suspendido en el aire
y luego, de nuevo, caerás’’

Claude Monet regresó en 1872 a la costa de Normandía, donde había pasado su juventud. El hotel en el que se hospedó daba al puerto de Le Havre. El pintor francés observó el puerto al alba, al atardecer, en la oscuridad de la noche y bajo la niebla matinal. En ese puerto había un elemento que, pese a no pertenecerle, lo revelaba, le daba sentido, lo liberaba y a la vez lo mantenía cautivo. Monet persiguió ese elemento: cuando el sol anaranjado se alzaba sobre los barcos de pesca, los barcos de vapor y de vela, iluminaba el puerto; la niebla se había asentado y de la vista solo quedaban vagos rastros de chimeneas y mástiles. La batalla entre el sol y la niebla era una batalla entre el naranja y el gris; encontraba sosiego en el azul, y así el puerto retornaba a sí mismo. La Revolución Industrial exhibía un gris brumoso; el día sereno que amanecía era azul, la vida era naranja, y el ser humano un negro degradado. Aquello que hace que algo sea lo que es no es su forma, sino su color; y lo que hace que el color sea color es la luz. Todo cuanto vemos parecería haber sido tallado de una inmensa masa de luz antes de derramarse sobre la tierra. Y así como la luz nunca se detiene, sino que fluye con un movimiento continuo, el ser humano y las cosas también cambian sin cesar. De este modo, habría que detener el tiempo en el instante y el pensamiento humano en la impresión. No captamos la realidad, sino tan solo las apariencias de la realidad, y únicamente podemos expresarlas por un momento. Por eso el pintor debe trabajar, no en el taller, sino en el lugar mismo donde halla su motivo.

Cuando Monet y los impresionistas abandonaron los oscuros estudios y convirtieron cualquier lugar en su taller, esto supuso antes que nada un cambio en la paleta: primero quedaron fuera los colores oscuros. Con el predominio del instante en la pintura, en segundo lugar, se disolvió la estructura monocromática de los objetos. El campo se volvió azul, verde y amarillo; las sombras pasaron a ser pinceladas azules, moradas y verdes. Los contornos se desvanecieron y dieron paso a las vibraciones de la luz. En tercer lugar, se sustituyó la perspectiva lineal por la perspectiva atmosférica. La lejanía se expresaba con colores fríos y la proximidad con colores cálidos. Porque lo importante no era lo que sabíamos, sino lo que veíamos. Todo ello con el fin de capturar el instante; y en ese instante no había conocimiento, sino solo impresión.

La aventura del impresionismo, que comenzó con “Impresión: Amanecer” (1872) contemplado desde la ventana del Hôtel de l’Amirauté, frente al puerto de Le Havre prosiguió con “Kırılan Dalgalar” (1881), en la que Monet volvía a observar el agua, y con “Nervia Vadisi” (1884), en la que contemplaba las montañas de la Riviera italiana. Sin embargo, el impresionismo no se quedó únicamente en la naturaleza. Monet también pintó la Catedral de Rouen (1892-1894), y junto con Renoir y Pissarro describió, con pinceladas quebradas, las luces que titilaban sobre multitudes humanas. Puesto que estos artistas rechazaban las normas compositivas tradicionales y las leyes de perspectiva aceptadas, se vieron obligados a organizar y financiar por sí mismos sus exhibiciones. La primera organización de los impresionistas fue la muestra que tuvo lugar en 1874 en el estudio del fotógrafo Nadar, con obras de Monet, Renoir, Cézanne, Sisley y Pissarro. A esta exhibición también se la denominó “el Salón de los Rechazados” (Salon des Refusés). El crítico de arte Louis Leroy, al analizar dicha muestra, empleó con ironía el título “La Exposición de los Impresionistas”. Con todo, la contienda acabó favoreciendo a los impresionistas, y la crítica de arte perdió prestigio.

Así puede describirse una obra. Del mismo modo, una obra de arte relata sin duda múltiples aspectos acerca de la época y la región en que vivió su creador, de la corriente que adoptó e incluso de su propia biografía. Por otra parte, detrás de todas estas capas, y al mismo tiempo dominándolas, se filtra una ontología. ¿Por qué y de qué manera el artista se aproxima a su objeto de tal forma? El modo en que el pintor compone el tema y lo traslada al lienzo, los métodos o materiales que utiliza, la paleta o la perspectiva que escoge, todo ello son prolongaciones de esa aproximación específica. Así, las obras encierran una respuesta singular al problema de la relación entre el yo y el otro. Por ejemplo, ¿es la relación entre el sujeto y el objeto de tipo epistémico o semántico? ¿Abarcamos nosotros a las cosas o son ellas las que nos abarcan a nosotros? De otro modo: ¿la relación establecida es resultado de la influencia de las cosas sobre nosotros, o de la manera en que nosotros estructuramos las cosas? ¿Lo que emerge es realmente conocimiento, ficción o representación? ¿Cuál es el camino correcto para aproximarse a las cosas: el sentido o la razón? En el trasfondo de todas las respuestas que podamos dar, habla el espíritu de la época (Zeitgeist). Porque tanto el artista como el pensador actúan en un corte específico de tiempo y lugar, y por tanto dentro de una determinada concepción del ser. El Zeitgeist habla de forma inmediata, en tanto la acción del artista o del pensador no es forzosa no existe, por lo tanto, un determinismo absoluto y, si bien se trata de una producción original, contemplamos con asombro que la historia del arte se transforma junto con la historia del pensamiento. ¿A qué se debe este paralelismo entre la forma de aproximarse del filósofo a su objeto y la manera en que el artista aborda su tema? Cuando formulamos esta pregunta, se abre la dimensión ontológica de la obra.

Si, aun arriesgándonos a generalizar, separamos la trayectoria de la filosofía desde la Antigua Grecia hasta la Europa contemporánea en grandes apartados, encontramos tres distintas concepciones de la “cosa”. La primera gran respuesta a “¿qué es la cosa?” es la de “una sustancia que porta atributos”. Una casa concreta porta su amplitud, su material de adobe y su color blanco. Si me describo a mí misma como persona que escribe poesía, mencionando mi profesión, mi origen étnico, mi género o mis rasgos físicos, más allá de esas definiciones existe una esencia de Zeynep o una esencia humana. Aristóteles llamaría “sustancia de primer grado” a la primera y “sustancia de segundo grado” a la segunda. Para Platón, solo esta última sería la verdadera sustancia. Si la cosa es sustancia, para conocerla habría que separar los atributos que se le adhieren. Dado que es imposible hacerlo con los objetos, esa tarea recae en la mente. Las escuelas filosóficas que definen la cosa como algo determinado por el pensamiento tienen su correlato histórico-artístico en las corrientes Clásica o Neoclásica. Y aunque durante el periodo helenístico la pintura pasó del ámbito intelectual al ámbito de lo sensible, seguía permaneciendo relativamente al margen de la realidad sensorial.

Podemos señalar dos hitos en la orientación del intelecto humano desde su objeto mental hacia los objetos del mundo externo: Caravaggio y Gustave Courbet. El objetivo de esa orientación, acompañada de una dura crítica a Rafael, era “lo real”. El rechazo de la idealización que observamos en el clasicismo y el romanticismo por parte de estos pintores no es sino la negación de la idea de la cosa como “soporte de atributos”. En la cosa, los atributos y la sustancia que los porta coexisten de forma compuesta y se reproducen en el lienzo sin idealización ni abstracción. De ahí que no se excluya ningún atributo a la hora de representarla. Si se pinta un retrato, no se dejan fuera expresiones concretas, emociones intensas o desproporciones. Su equivalente en la historia de la filosofía podría ser la concepción de la cosa como “materia con forma” (hilemorfismo) propuesta por Aristóteles. Si la cosa es materia configurada, no es posible separar la existencia de la esencia, el pensamiento de la sensación, ni aislar los defectos de la idea de perfección, ni la materia de la forma. En las obras de los realistas que se corresponden con el modelo hilemórfico, conviven la inclinación a alcanzar la verdad puramente racional, más allá de lo sensible, y el deseo de describir el objeto tal como es. La encrucijada que separa el naturalismo del realismo podría hallarse precisamente en ese matiz. Los impresionistas acompañaron a los realistas en su alejamiento de lo “ideal” para adentrarse en lo “real” y, en particular, recibieron la influencia de la Escuela de Barbizon. Por otra parte, también vemos con asombro cómo los impresionistas persistieron en permanecer en la superficie es decir, en lo estético/sensible respecto a la relación entre el artista y el objeto de su pintura.

En la década de 1870, cuando Monet, Renoir y Pissarro abandonaron el estudio y llevaron sus lienzos al aire libre, no pretendían distanciarse de la realidad. Antes bien, sus obras atestiguaban la reconstrucción de lo real. Lo que Monet hizo en “Impresión: El Alba” fue plasmar el puerto de Le Havre, los barcos de vapor, las barcas y la superficie ondulante, captando de todos estos elementos solo las impresiones visuales del instante. La línea ontológica que se percibe tras esta obra podría vincularse con la “diversidad de lo dado sensorialmente”. Dicha diversidad podría entenderse como suma (Summe), totalidad (Ganzheit) o forma (Gestalt). Pero, en cualquier caso, la cosa sigue siendo sensible y se halla expuesta a la captación sensorial. La cosa o el puerto de Le Havre no es más que una síntesis generada por las impresiones del sujeto; nada más.

Si Monet parpadea y ve que el puerto permanece en su lugar, que la disposición del agua ondulante no ha variado, que mástiles, chimeneas y barcos industriales no se han desvanecido aún en la atmósfera borrosa y que, en ese brevísimo lapso, no advierte cambios más allá de lo que acostumbra percibir, tal inmutabilidad podría llevarlo a la siguiente idea: “Todo el escenario existe con independencia de mí”. Pero esto no es una prueba, sino una creencia, y no tiene correlato en la impresión. Podemos observar la actitud escéptica de David Hume ante cualquier razonamiento que exceda lo meramente sensorial reflejada en la insistencia de esta pintura por mantenerse en el instante, en la sensación/impresión y en la prioridad de la luz y el color frente a la superficie o la forma externa. Por consiguiente, que los impresionistas retirasen los tonos oscuros de la paleta no debería verse meramente como un efecto de pintar al aire libre; estamos ante una concepción del ser que disuelve las formas, es decir, las esencias.

Cuando las sombras, que hasta entonces se pintaban en negro o marrón oscuro, se transformaron en tonos azules, verdes y morados, se borró la oposición cromática y, con ello, los contornos que se definían gracias a esa contraposición. Así, lo noético (cognitivo) cedió su lugar a lo estético (sensorial), y la razón dio paso a la mirada. Pero ¿es factible liberarse por completo de los elementos formales o sacrificar lo noético en favor de lo estético? Al representar no la realidad, sino la apariencia de la realidad, o al limitar nuestra construcción de lo real a los fenómenos, ¿estamos hablando de límites absolutos? Hume sostenía que no existe la idea de un yo, pues no disponemos de una impresión que se fusione con dicha idea. En efecto, uno no puede observarse a sí mismo al margen de sus percepciones. Entonces, ¿de dónde emana la sensación de identidad? Hume encuentra esa posibilidad en la memoria. La mente se asemeja a un escenario teatral donde incontables actores aparecen uno tras otro con distintas disposiciones temáticas. Resulta interesante que ese escenario no sea un objeto concreto ni sea accesible a la percepción: aquí hallamos lo que Hartmann denominó “metafísica de abajo hacia arriba”. Es decir, la suposición del límite queda en mera suposición. Desde este enfoque, el proyecto de los empiristas, que aspira a derivar su concepción de la cosa exclusivamente del ámbito sensorial y a mantenerla en él, parece quedar inconcluso. Al percatarse de esta insuficiencia, Kant volvería a introducir el principio de causalidad rechazado por Hume por traspasar el ámbito de la impresión en cuanto categoría de la mente. Del mismo modo, la última generación de impresionistas que salió del estudio para pintar sus impresiones regresaría después a él para investigar sobre el color, los fenómenos ópticos y las leyes que rigen dichos fenómenos. Quizás estos pasos atrás revelen que las cosas están más cerca de nosotros que nuestros propios sentidos, y que incluso cuando creemos quedarnos solo con su dimensión sensorial, “las cosas en sí mismas” (ding an sich / نفس الامر) siguen infiltrándose y haciéndose oír dentro de esa esfera.

Zeynep Münteha Kot

La Dra. Zeynep Münteha Kot se graduó en Relaciones Internacionales de las Universidades de Estambul Bilgi y Portsmouth. Obtuvo una maestría en la Universidad George Washington en el Departamento de Hinduismo e Islam, con su tesis titulada Islamic-Christian Relations from the Perennialist Perspective (Relaciones Islam-Cristianismo desde la Perspectiva Perennialista). Completó su doctorado en el Departamento de Historia de la Filosofía de la Universidad de Estambul con una tesis sobre El Problema de la Metáfora en Heidegger. Sus poemas, ensayos y artículos han sido publicados en diversas revistas. Tiene dos libros propios y dos traducidos. Actualmente trabaja como profesora en la Facultad de Teología de la Universidad de Estambul.

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