En el asiento del conductor de un Mercedes negro había un hombre de barba oscura, y a su lado se encontraba el director del MIT, İbrahim Kalın. No podía creer lo que veía, pero en esta historia distópica ya no existía ninguna escena que pudiera calificarse de “inverosímil”. Todo podía cambiar en cualquier instante, y un nuevo relato podía escribirse de un momento a otro. Ambos estaban frente a mí, e İbrahim Kalın me presentó al líder de la revolución, Ahmed al-Shara. Aquel día, el líder por quien la prensa mundial entera corría desesperadamentepor quien se sacrificaría no ya una entrevista, sino incluso una sola fotografía me abrazó y me dijo: «Bienvenido».
Las escenas que presencié en Siria se asemejaban a secuencias de una película distópica. En esta cinta dominada por los tonos amarillentos de la tierra, aquello a lo que fui testigo durante la paz, la guerra civil y la revolución parecía la obra singular de un guionista y un director imprevisibles. Muchas escenas contenían elementos de incredulidad, temor, sorpresa y tragedia. Pero, al mismo tiempo, estaban llenas de sorpresas, en consonancia con el destino propio de esta geografía. En estas tierras, todo puede cambiar en cualquier momento; el guion que uno espera puede transformarse súbitamente en una historia distinta.
PRIMEROS ENCUENTROS CON ASAD
La primera vez que vi a Bashar al-Asad me llamaron la atención su elevada estatura, sus ojos claros, su porte distante y su temperamento frío. Lo había visto por primera vez durante un acto oficial, en la época en que las relaciones entre Turquía y Siria atravesaban un buen momento y yo trabajaba como asesor de prensa del primer ministro Erdoğan. Entre 2008 y 2010, nos encontramos en varias ocasiones, a veces en Ankara, otras en Damasco o Alepo. Mientras lo observaba desde la distancia, me venían a la mente los relatos que había oído acerca de su padre, Hafez al-Asad, durante los años de dictadura implacable; el hijo del principal responsable de las masacres de Hama y Homs estaba ahora a pocos metros de mí, impecablemente vestido, como si intentara demostrar que era alguien distinto.
Hay una escena que permanece vívida en mi memoria. Mientras el primer ministro Erdoğan se encontraba sentado a la mesa, Bashar dirigió repentinamente su atención hacia una mujer situada en la entrada de la sala y, como si fuera a cederle el lugar, hizo un gesto que despertó la curiosidad de todos los presentes respecto a quién podría ser. Aquella mujer de mediana edad era Bouthaina Shaaban, una burócrata y consejera proveniente de la época de Hafez al-Asad. Se le hizo un sitio en la mesa del primer ministro Erdoğan y allí fue acomodada. No sé por qué, pero aquella escena nunca se borró de mi memoria. Más tarde, durante la guerra civil, escuché con frecuencia su nombre como una de las principales figuras del ala alauita y arquitecta de políticas severas y despiadadas.
Durante todos los encuentros oficiales de Bashar al-Asad, no se observó en él ninguna conducta que evocara los días crueles y despiadados de su padre. Junto a su esposa, educado en Europa, proyectaba constantemente la imagen de un estadista moderno y civilizado. Ocultaba con gran habilidad al monstruo que llevaba dentro, y nadie había comprendido que era un criminal frío y calculador. Después de presenciar lo ocurrido durante la guerra civil, el propio primer ministro Erdoğan dijo: «Llamaban tirano a su padre, pero este resultó ser aún peor».

EN MEDIO DE LAS ESCENAS DE GUERRA
Cuando comenzó la guerra civil, en 2013 volví a Siria. Desde el momento en que crucé la frontera desde Turquía, tuve la sensación de haber entrado en otro mundo. Ese tono amarillento de la tierra que guardaba en mi memoria dominaba cada rincayı.
Debía llegar a Alepo, a tan solo 40 kilómetros, pero lo vivido en el trayecto prolongó durante horas un recorrido que en circunstancias normales habría tomado apenas una. A intervalos quizá menores de diez kilómetros, éramos detenidos en puestos de control. Eran grupos opositores al régimen de Asad quienes nos paraban. Cada grupo había declarado una zona como propia, instalando barreras que se levantaban y bajaban manualmente, interrogando a quienes pasaban, permitiendo el tránsito de algunos, impidiéndolo a otros o exigiendo dinero. La mayoría de quienes custodiaban estos puntos eran jóvenes que no llegaban a los veinte años. En realidad, no sabían bien a quién ni qué estaban controlando. Cuando un líder algo mayor les hacía una seña para subir la barrera, obedecían sin reaccionar y volvían a mirar alrededor con ojos medio dormidos.
En uno de esos puestos de control, percibí cierta inquietud entre mis acompañantes. Al mirar por la ventana, vi guardias vestidos de negro, con el rostro cubierto y portando armas distintas a las de los demás grupos. Nuestros guías no hablaron con ellos; simplemente cambiaron de rumbo para seguir por otra ruta. Al preguntarles quiénes eran, respondieron: «Se llaman a sí mismos “el Estado”, combaten constantemente contra los opositores y nunca se comunican. Son extremadamente peligrosos». Aquella fue la primera y última vez que vi a quienes más tarde serían conocidos en todo el mundo como el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), e hicimos las primeras noticias sobre ellos.
Comprendí entonces que la oposición estaba fragmentada, que en las zonas liberadas algunos jugaban a construir pequeños “Estados” armados. Lo peor lo vería más adelante, al acercarnos a Alepo: los opositores se disparaban entre sí ante nuestros ojos. Un hombre ensangrentado pasó murmurando algo, mientras los disparos de ametralladora resonaban a nuestro alrededor. Para guiarnos a través del fuego cruzado, otro grupo de escoltas armados avanzaba delante de nosotros. Al pasar un control, un joven, exaltado por el combate, apuntó su arma hacia ellos. Sin darnos cuenta, comenzamos a gritar desde el coche para que se detuviera, pues nuestros escoltas no habían visto que les apuntaban. Por suerte, el joven no disparó y comprendió, gracias a los gritos de nuestro conductor, que no formábamos parte del enfrentamiento.
Fue entonces cuando entendí que los rumores de enfrentamientos internos entre la oposición eran ciertos.
EL ENFRENTAMIENTO ARMADO DEL TENDERO
En una zona rural de Alepo, donde ya se veían soldados de Asad, viví una escena digna de una película distópica. Al llegar a la casa donde pasaríamos la noche, nos advirtieron que en la entrada de la calle había posiciones de soldados de Asad y que debíamos cruzarla rápidamente. El vehículo atravesaría la calle de lado para entrar en la calle opuesta. Apenas tardaríamos unos segundos, pero de pronto comenzaron intensos disparos de ametralladora. Nos estaban disparando, aunque ninguna bala nos alcanzó.
Bajé del vehículo y me acerqué a la esquina para observar. A unos cuatro metros vi varias tiendas: una especie de abarrotes, una sastrería y un quiosco. Las puertas daban directamente a la calle y desde el extremo opuesto continuaban los disparos. Veía el polvo levantarse cuando las balas pasaban frente a mí. Extrañamente, no sentí miedo ni un cambio emocional extraordinario, porque en esas tiendas la gente seguía trabajando y me sonreían al verme. Yo, naturalmente, les respondía la sonrisa, mientras las balas cruzaban la calle como si formaran parte del aire.
De pronto, el hombre del abarrotes dejó lo que tenía entre manos, tomó un fusil Kalashnikov, montó el arma y, sin salir de la tienda, comenzó a disparar hacia la posición de los soldados de Asad. Seguía sonriendo. Cuando el cargador se vació, dijo un par de palabras a los dueños de las tiendas vecinas y volvió a su asiento. Todos reían. Supongo que se reían de mi sorpresa ante lo que estaba contemplando.
Aquí, las armas, los disparos y las balas surcando el aire eran parte natural de la vida. Y la muerte, inevitablemente, se había vuelto algo cotidiano.
“CUIDADO, FRANCOTIRADOR”
En Sarajevo, durante la guerra de Bosnia, las calles que daban hacia la montaña llevaban un aviso: «Pazite, Snajper» (Cuidado, francotirador). Desde las trincheras, los serbios disparaban contra civiles en las calles, y esas señales advertían del peligro. Hoy sabemos que incluso turistas procedentes de Italia y otros países europeos eran llevados allí para matar bosnios a cambio de dinero.
Vi el mismo aviso esta vez en árabe en las zonas de Alepo controladas por los opositores. Allí también la gente moría en medio de la calle por balas cuyo origen era imposible determinar. Las señales se colocaban para alertar, pero pocos prestaban atención. En esta región, la muerte parece percibirse como parte de la vida.
Las calles destruidas por bombas de barril superaban en impacto visual a las escenas de Saving Private Ryan. Los suburbios de Alepo estaban en peor estado que las ciudades francesas devastadas por los bombardeos alemanes. El característico amarillo de mis recuerdos se había transformado en un gris de cemento, y los rostros y ropas de la gente parecían teñidos de la misma gama de grises.
Así comprendí de cerca la magnitud devastadora de la guerra civil.
LA ESCENA DE LA VERGÜENZA PARA LOS MUSULMANES
Cuando recorrí el famoso bazar de Alepo en 2009, antes de la guerra, pensé que era casi idéntico al de Gaziantep en Turquía. Ambos distaban apenas 50 kilómetros y databan del período otomano.
Regresé en 2013, en plena guerra, y verlo abandonado y perforado por miles de disparos quedó grabado en mi memoria como una escena cinematográfica. La luz del sol se filtraba por los agujeros producidos por proyectiles en los techos de madera y metal. Los comercios estaban cerrados, muchos con impactos de bala. En las zonas alcanzadas por bombas de barril, la destrucción era total. Las señales de la muerte estaban por todas partes.
Muy cerca del bazar estaba la Gran Mezquita Omeya, donde sin duda se representaba una de las escenas más vergonzosas de la historia reciente. La cúpula había sido perforada por un obús; el minarete, destruido, había caído sobre el patio rectangular. En cada rincón había rastros de metralla.
Entramos por un gran boquete en la pared de la qibla. Allí, un combatiente opositor se había construido una trinchera improvisada con escombros, estantes, alfombras y libros. Sacaba el cañón de su arma por un pequeño hueco y apuntaba hacia el otro extremo de la mezquita, donde otro parapeto similar albergaba a un soldado de Asad.
Me movía agachado intentando comprender la escena: un rayo de luz entraba por la abertura en la cúpula e iluminaba a dos grupos musulmanes combatiendo dentro de una mezquita, separados apenas por 15 o 20 metros. Los disparos resonaban contra las paredes donde se leía «Alá – Muhammad», y el eco ascendía por la cúpula.
Era, quizá, la escena más impactante de aquella distopía. Nunca antes en la historia se había visto a dos grupos musulmanes enfrentarse dentro de una mezquita, parapetados tras montones de escombros, alfombras y ejemplares del Corán.
Para mí, esta imagen representaba una de las páginas más vergonzosas para el mundo musulmán.
LAS FOTOGRAFÍAS DE UNA PELÍCULA DE TERROR
Creía que lo visto en Alepo durante el Ramadán bastaba para comprender la guerra. Tras romper el ayuno en una mezquita rural y rezar tarawih, emprendimos el regreso a Türkiye. A la mañana siguiente supe que esa mezquita había sido alcanzada por una bomba de barril: muchos habían muerto. Me afectó profundamente, pero algo aún más perturbador me esperaba.
De vuelta en Türkiye, recibí una llamada del despacho del primer ministro. Había que viajar urgentemente a Doha para cubrir una noticia extremadamente delicada. Acepté sin dudar.
En un hotel, me reunieron con abogados británicos, expertos forenses estadounidenses y otras personas cuyo papel no conocía. Un oficial sirio, con nombre en clave “César”, encargado de fotografiar a prisioneros torturados hasta la muerte en las cárceles del régimen, había logrado sacar clandestinamente las imágenes del país. Parte del material se entregaría a CNN, The Guardian, la Agencia Anadolu que yo dirigía y la TRT.
Un experto forense nos advirtió que las imágenes podían causar un colapso psicológico. Él mismo había sufrido depresión al analizarlas. Firmamos un compromiso de publicación simultánea y comenzaron a mostrarnos, en un ordenador, algunas de las más de diez mil fotografías.
Los cuerpos de prisioneros muertos por inanición, reducidos a esqueletos, estaban alineados en los patios de las cárceles. Sus frentes y pechos llevaban números que certificaban la ejecución y eran reportados, al parecer, a Bashar al-Asad. Algunos cadáveres aún tenían el alambre con el que habían sido estrangulados; otros mostraban marcas de cables dentados. Había cuerpos mutilados, envueltos en bolsas. Decenas y cientos estaban amontonados. Años más tarde vería una de esas cárceles: Sednaya, una auténtica fábrica de muerte.
Observaba las fotos con una serenidad que después entendería era parte del shock. Me entregaron un pendrive con todo el material y regresé a Türkiye. Preparamos los textos y traducciones, y publicamos las imágenes junto a otros medios internacionales a la hora acordada. El impacto fue enorme. Más tarde, Estados Unidos impuso sanciones al régimen bajo el nombre de “Ley César”.
Tras salir del shock, tanto yo como el equipo entramos en profunda depresión. Pasamos una semana sin poder comer ni dormir. Sentíamos vergüenza de la humanidad. Era inconcebible que un ser humano pudiera torturar a otro de esa manera. Pensé en la reacción de Bashar al-Asad al ver esas imágenes. El mismo hombre de traje impecable que conocí calificó las fotos de “falsas”.
Aquellas imágenes fueron la escena más aterradora de todas las que guardo en mi memoria de Siria. No me recuperé durante mucho tiempo. Y años después, al visitar Sednaya, la depresión regresó.

LOS DÍAS EN QUE SE DECÍA QUE ERA IMPOSIBLE DERROCAR A ASAD
Lo que viví durante la guerra civil siria fue, en mi carrera profesional, profundamente perturbador. Fuimos testigos de escenas, sucesos, masacres, torturas y exilios difíciles de concebir. Asad había tomado por completo Alepo y había expulsado a cientos de miles de personas de la ciudad. Mientras las multitudes huían descalzas por caminos embarrados hacia la frontera turca para salvar la vida, yo fotografiaba aquella escena desde una colina en Idlib.
Tras la caída de Alepo, todos estaban convencidos de que derrocar a Asad quien contaba con el apoyo pleno de Rusia e Irán era ya imposible. Por ello, diversos actores buscaban una vía intermedia. Incluso había quienes trabajaban para reconciliar a Erdoğan y Asad, y Erdoğan había dado señales de apertura a esa posibilidad.
Sin embargo, Asad confiaba tanto en sí mismo que jamás pronunciaba una sola frase a favor de la paz. Bouthaina Shaaban, a quien había visto años atrás, desafiaba abiertamente a la oposición al declarar que el ejército sirio recuperaría cada palmo del país.
La guerra se había estancado, los opositores se sentían derrotados y la atención del mundo se había desplazado de Siria. Pero, del mismo modo que el ataque de Israel contra Gaza cambió la región y el mundo entero, también transformó el destino de Siria.
NADIE CREYÓ QUE DAMASCO CAERÍA
Todos estábamos concentrados en el genocidio de Gaza cuando comenzaron a llegar noticias de un movimiento interno en Siria, con epicentro en Idlib. Al principio se pensó que se trataba de un enfrentamiento local, sin mayor relevancia. Más tarde se comprobó que aquella ofensiva opositora se extendía y avanzaba desde Idlib hacia Alepo. Aunque la idea de recuperar Alepo parecía inverosímil, comenzaron a circular informaciones de que las zonas rurales podrían quedar bajo control opositor.
Así comenzaron los días revolucionarios que nos dejarían en estado de shock.
Türkiye apoyaba a este grupo opositor y yo intentaba obtener información de mis fuentes. Ni siquiera discutíamos la posibilidad de que cayera Damasco; apenas preguntaba insistentemente: «¿Podría caer Alepo?». Me respondían que era muy difícil, pero los acontecimientos en el terreno avanzaban a una velocidad que sorprendía incluso en Ankara.
El día que cayó Alepo fue también el día en que renacieron las esperanzas sobre Damasco. Sin embargo, abundaban las voces en los medios que aseguraban lo imposible: que un Asad respaldado por Rusia, Irán y Hezbolá, y que jamás había mostrado intención alguna de buscar la paz, no podría ser derrocado; que Damasco nunca caería. Pero esta geografía, fiel a su destino, nos demostraría que todo podía cambiar de un momento a otro, que la historia podía volverse irreconocible en cuestión de horas.
Alepo había caído con tanta facilidad que los opositores empezaron a preguntarse, con naturalidad: «¿Por qué no podría caer también Damasco?». Muchos hablaban de un comandante de Idlib conocido como “Colani”. Yo oía su nombre por primera vez, y más tarde supe que mantenía estrechos vínculos con Türkiye.
Dos días después de ordenar la marcha hacia Hama y Homs, Colani anunció: «Dejad todo y marchaos hacia Damasco».
Los días en que Asad parecía más fuerte resultaron ser, en realidad, los días en que más se estaba desmoronando por dentro. La revolución avanzó tan rápidamente que nadie podía creer que aquello fuera real. En las películas distópicas, las escenas cambian con brusquedad, dejando aturdidos a los espectadores; así ocurrió también en esta ocasión.
Cuando los soldados de Colani aparecieron en las calles de Damasco, nuestra mente se resistía a aceptar aquella nueva realidad. Solo cuando se confirmó que Asad había huido a Moscú en un avión ruso pudimos asumir lo ocurrido. La caída de aquel asesino frío y calculador devolvió algo de ánimo a quienes, abatidos por la tragedia de Gaza, vivían sumidos en la desolación.


LO QUE VI EN LOS CAMINOS DE LA REVOLUCIÓN
Era difícil de creer, pero Damasco estaba ya en manos de la oposición. De inmediato emprendí el viaje hacia allí. Al igual que en 2013, durante la guerra civil, viajaría por tierra: primero a Alepo y luego a Damasco. Al cruzar la frontera, advertí que no quedaba ningún puesto de control perteneciente a los grupos opositores que antes dominaban las carreteras. Muchas zonas estaban ahora bajo control de Türkiye. Llegué a Idlib, gobernada por Ahmed al-Shara conocido anteriormente como “Colani”, y encontré un ambiente de absoluta calma; todos seguían con su vida cotidiana. Durante casi seis años, Idlib había logrado mantener la seguridad y se había convertido en un territorio bajo el dominio absoluto de al-Shara. La revolución había fermentado precisamente en esta ciudad.
Desde allí reanudé el viaje hacia Alepo. Utilicé todo tipo de transporte que encontraba: motocicletas, minibuses, taxis. Y cuando entré en Alepo una ciudad que tanto me había impresionado en mi primera visita percibí un clima de cauteloso optimismo. Tras la caída de la ciudad, se habían dado garantías de que no se tocaría a ningún grupo étnico, religioso o sectario, y los habitantes, confiando en ello, no habían huido. Con la retirada de los soldados leales a Asad e Irán, se había restablecido el orden y las calles vibraban con celebraciones. Esto había influido enormemente en la posterior caída de Damasco.
Me dirigí al Bazar de Alepo, que había visitado en mi viaje anterior. Aunque se habían llevado a cabo algunas reparaciones, las huellas de la guerra no habían desaparecido del todo. La histórica Gran Mezquita, escenario de intensos combates, había sido incluida en la lista de protección de la UNESCO y las labores de restauración habían comenzado. Sin embargo, la mezquita estaba cerrada y no permitían el acceso al interior.
Después de Alepo, emprendí rumbo a Damasco junto a un grupo de sirios que, habiendo huido a Türkiye, habían regresado inmediatamente tras la revolución. Durante el trayecto, eran visibles las marcas de los enfrentamientos entre las fuerzas de Asad y los opositores: vehículos militares y tanques calcinados, edificios derruidos, barricadas y antiguos puntos de control. La devastación resultaba aún más palpable en Hama y Homs, donde el régimen de Asad había establecido su primera línea de defensa para proteger Damasco. Sin embargo, no habían resistido ni siquiera dos días antes de huir precipitadamente.

LOS PRIMEROS DÍAS EN DAMASCO
Damasco había caído con escasos daños y prácticamente sin enfrentamientos. Después de que “Colani” entrara en la Mezquita de los Omeyas y garantizara a la población la seguridad de sus vidas y bienes, la toma de la ciudad se volvió aún más sencilla. El hecho de que en Alepo no se hubiera registrado ningún incidente constituía, para muchos, la confirmación de que la transición sería pacífica.
En las puertas del palacio al que años atrás había llegado por invitación de Asad, ahora montaban guardia opositores con ropas desgastadas, que no dejaban entrar a nadie. Al saber que venía de Türkiye, me pedían hacerse fotos conmigo.
Tras visitar el palacio, me dirigí a la prisión de Sednaya. Algunas de las fotografías de ejecuciones que me habían sumido en una profunda depresión habían sido tomadas allí. El aspecto de la prisión era aterrador. Inmediatamente después del triunfo de la revolución, se había organizado un asalto para liberar a los reclusos, y lo que apareció ante los ojos del mundo parecía sacado de una película distópica: personas que no habían visto la luz del día en cuarenta años, presos que aún creían que Hafez al-Asad seguía vivo, paralíticos, y otros cuya cordura había sido quebrada por la tortura. Los habitantes que participaron en el asalto grabaron estas escenas y las difundieron globalmente. El olor a cuerpos quemados y en descomposición impregnaba todo el ambiente. Entonces se comprendió que el aparato represivo de Asad había infligido a la población siria atrocidades aún más terribles de lo que se sabía. Quise abandonar el lugar de inmediato, pues sentí que la depresión que había sufrido años antes estaba regresando.
A poca distancia de la prisión, en un terreno baldío, algunas personas realizaban excavaciones de aspecto inquietante. Al acercarnos, se reveló que se trataba de una fosa común donde habían enterrado en secreto a los presos fallecidos en la cárcel. Los cuerpos envueltos en plástico, con números escritos en la frente y en el pecho tal como los había visto en las fotografías habían sido sepultados allí. Comenzaron a descubrirse fosas comunes en distintos puntos del país. Pero la imagen devastadora de la prisión quedó grabada en nuestra memoria durante mucho tiempo. Incluso después del inicio de la revolución, las ejecuciones habían continuado en este lugar. Todo ello se había perpetrado por orden del frío y despiadado Asad.

LA PRIMERA ENTREVISTA CON AHMAD AL-SHARA
En todos los rincones de Damasco se celebraban actos de júbilo, pero la mayor concentración tenía lugar en la histórica Mezquita de los Omeyas. Me dirigí allí para participar en el primer rezo del viernes y me uní a la multitud impresionante que llenaba el recinto. La gente coreaba consignas sin cesar; todos se abrazaban y expresaban su alegría. Los hombres de Ahmad al-Shara se encargaban de la seguridad, y numerosos ciudadanos se acercaban para fotografiarse con ellos. Entre los presentes había muchos civiles armados con rifles Kaláshnikov que, por costumbre, no se desprendían de sus armas.


La atmósfera se había transformado en una auténtica fiesta: quienes repartían dulces, quienes ofrecían dátiles y los vendedores ambulantes contribuían a que el ambiente adquiriera un tono celebratorio. Lo que más se veía a la venta eran las banderas sirias de tres estrellas. Jóvenes y ancianos las compraban y las agitaban con entusiasmo. Era testigo de la alegría popular en los primeros días de una revolución.
Unas horas después de salir de allí, empezó a circular una noticia: se decía que el director del Servicio de Inteligencia Nacional de Türkiye (MIT), İbrahim Kalın, había llegado a Damasco. Al principio nos resistimos a creerlo, pero tras indagar confirmamos que era cierto.
Se difundieron fotografías de İbrahim Kalın y Ahmad al-Shara juntos dentro de la Mezquita de los Omeyas, lo que produjo un impacto inmediato en todo el mundo. En ese momento quedó claro qué país estaba detrás de la revolución.
Mi travesía por Siria continuaba siguiendo, fielmente, el guion de una película distópica. Supe cuál sería la próxima parada de İbrahim Kalın y Ahmad al-Shara y fui allí para esperarles durante tres horas. Nos dijeron que no podrían llegar, y cuando estaba a punto de marcharme, observé de pronto a los escoltas moverse con agitación. Esperé una hora más, hasta que de manera repentina apareció un gran convoy. En el asiento del conductor de un Mercedes negro había un hombre de barba oscura, y a su lado se encontraba el director del MIT, İbrahim Kalın. No podía creer lo que veía, pero en esta historia distópica ya no existía escena alguna que pudiera calificarse de “inverosímil”. Allí, todo podía cambiar en cualquier instante y un nuevo relato podía escribirse de un momento a otro.


Ambos estaban frente a mí, e İbrahim Kalın me presentó al líder de la revolución, Ahmad al-Shara. Aquel día, el hombre a quien perseguía toda la prensa internacional por quien, más que una entrevista, se habría sacrificado incluso una sola fotografía me abrazó y me dijo: «Bienvenido».
Luego me permitieron formular algunas preguntas y tomar dos fotografías. Me convertí así en el segundo periodista del mundo, después de CNN, en conseguir una entrevista y una imagen suya; y tuve el orgullo de ser el primero en Turquía.
Era joven, sereno y poseía una presencia que imponía. La sorpresa de haberse convertido de pronto en el único gobernante de Damasco y en el líder de la revolución no parecía reflejarse en su rostro. Sin embargo, a medida que hablábamos, comprendí que ni él mismo había esperado tomar Damasco con tal facilidad.
Tan solo cuatro días después de la revolución, haberme fotografiado en Damasco con Ahmad al-Shara y con el director del MIT completaba, por así decirlo, las escenas de aquella película distópica. Regresé a Türkiye, pero un año después sigo viendo que esta historia increíble continúa desarrollándose.


