Pensar el Ser frente a la Cabaña de Heidegger – 2

octubre 18, 2025
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Por supuesto, es necesario subrayar que Kalın se aproxima a la cabaña de Heidegger con una concepción del Ser que trasciende la de éste; pero, paradójicamente o quizás precisamente por ello, termina proyectando a Heidegger hacia un “océano sin orillas”, hacia un horizonte que desborda su propio pensamiento. Kalın, de hecho, mantiene ciertas reservas respecto a la concepción heideggeriana del Ser. Lo expresa con claridad al afirmar: “Valoro el viaje que emprendimos con Heidegger, pero tengo dudas sobre el lugar al que desea llevarnos.”

Aunque dicha afirmación parece un simple desacuerdo filosófico, Kalın la desarrolla con una observación reveladora: “Filosóficamente, el punto en el que nos deja se sitúa entre el Ser y lo que está más allá del Ser, pero no es posible decir con precisión qué significa eso.” Esta vacilación no implica, sin embargo, un rechazo, sino una interrogación crítica: Kalın no solo cuestiona a Heidegger en ese punto, sino también en otros temas donde su pensamiento roza los límites de lo indecible.

Pero hay un gesto que trasciende las palabras: en la fotografía frente a la cabaña de Heidegger, Kalın sostiene un rosario entre sus dedos. Ese pequeño detalle, casi inadvertido, abre una nueva ventana interpretativa. Allí donde Heidegger buscaba en la soledad del bosque la voz del Ser, Kalın introduce la presencia silenciosa de la plegaria, como si el acto de pensar y el de orar pudieran entrelazarse en un mismo movimiento de contemplación.

Si Heidegger hubiera emprendido uno de sus raros viajes y, digamos, hubiese ido a Egipto, ¿qué habría visto allí y en qué medida habría transformado su concepción del Ser? Sabemos que en 1935 realizó una visita de diez días a Roma, durante la cual pronunció su primera conferencia sobre Hölderlin, titulada “Hölderlin y la esencia de la poesía”. Asimismo, en su célebre ensayo El origen de la obra de arte, los análisis dedicados a los cuadros de Van Gogh provienen de lo que Heidegger contempló durante una visita a Ámsterdam.

Heidegger viajaba poco. En este sentido y solo en este sentido podría comparársele con Gustav von Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia de Thomas Mann: Aschenbach desea partir hacia lo lejano, hacia lo desconocido, pero su viaje nunca va más allá de Venecia. Heidegger, que situaba a esta ciudad “en segundo lugar, después de los griegos antiguos”, lamentaba que fuese para muchos “un tema atractivo para novelistas confundidos”, quizá pensando en el propio Mann. También él, cuando se trataba de viajar, raramente cruzaba las costas occidentales del Mediterráneo; salvo Ámsterdam, apenas visitó Roma y la Provenza, y uno de sus desplazamientos más largos fue a Grecia.

De hecho, animó a su discípulo Hans-Georg Gadamer, conocido por su espíritu viajero, a quedarse en casa y escribir su obra sobre Platón en lugar de acompañarlo a América. Así, en materia de viajes y, podría decirse, también en materia del Ser, Heidegger jamás llegó a imaginar Egipto ni ningún otro lugar no europeo como un horizonte de pensamiento posible. No obstante, esto no significa que Egipto o los mundos no europeos estuviesen ausentes de su pensamiento o de sus itinerarios simbólicos.

Tenemos hoy los cuadernos de notas que Heidegger escribió durante su viaje a Grecia. En alemán fueron publicados por primera vez en 1989 con el título Aufenthalte y, en inglés, en 2005 bajo el título Sojourns: The Journey to Greece (traducido por J. P. Manoussakis y editado por SUNY Press). Traducir tanto Aufenthalte como sojourn al turco o incluso al español resulta difícil. Ambos términos contienen la idea de una estancia, pero no permanente: es una presencia transitoria, casi un alto en el camino. Sin embargo, como veremos, esta palabra tiene para Heidegger una resonancia especial, una connotación filosófica que va más allá del mero desplazamiento físico.

El viaje a Grecia, un “regalo” de su esposa Elfride, fue para Heidegger motivo de vacilación. En su mente resonaban los versos de Hölderlin sobre las tierras griegas, donde hablaba de los dioses que se habían retirado y cuya esperada vuelta aún se anunciaba. “¿Encontraremos aquel lugar que buscamos?”, se preguntaba Heidegger. Pero cuando el viaje comenzó a concretarse, surgió en él una reticencia más profunda: el temor a la decepción. Le preocupaba que “la Grecia de hoy pudiera obstaculizar la revelación de la Grecia de la Antigüedad y de lo que le era propio”.

Esta aprensión expresa, con su propio lenguaje, una inquietud compartida por muchos especialistas occidentales en la Antigüedad. Los estudiosos de los clásicos como E. R. Dodds, por ejemplo se habían lamentado de no encontrar en la Grecia moderna a los herederos de aquellos antiguos griegos que, bajo el cielo diáfano del Egeo, habían formulado las preguntas más luminosas sobre el Ser. En lugar de aquellos espíritus abiertos y contemplativos, hallaban un pueblo rural, piadoso y provinciano.

Pero en Heidegger esta reticencia adquiría una dimensión más radical, casi metafísica. Se preguntaba si acaso “el pensamiento consagrado a la tierra llena de dioses no sería, después de todo, una invención”, y si, en consecuencia, “el camino del pensamiento (Denkweg) no podría revelarse como un camino errado (Irrweg)” (pp. 4–5).

Heidegger, pues, dudaba no solo del presente de Grecia, sino también de la validez de su propio itinerario de pensamiento. Y tal vez por eso nunca viajó a Egipto: porque intuía que en aquel suelo milenario, donde la eternidad no se piensa sino que se piedra, su concepto del Ser podría haberse resquebrajado. Allí, frente a las pirámides símbolos de una duración que desafía el tiempo histórico, quizá habría comprendido que el Ser, más que revelarse en el lenguaje, a veces permanece en silencio, inscrito en la materia, como una huella inalterable del habitar humano.

Las dudas de Heidegger aumentan cuando, tras abandonar Venecia, se aproxima a Corfú, la isla descrita en el Libro VI de la Odisea, y lamenta no poder ver aquello que “sentía y esperaba”. La misma impresión le provoca Ítaca, donde su escepticismo se concentra en una pregunta esencial: si es posible experimentar lo que es originariamente griego. Al desembarcar, confiesa su decepción ante la ausencia del elemento helénico, y observa, en su lugar, algo “oriental, bizantino” (p. 11). Ese elemento griego permanece para él como una expectativa, algo que, al igual que en los versos de Hölderlin, puede sentirse pero no poseerse (p. 19).

El “conflicto doloroso” comienza realmente cuando, tras cruzar el Golfo de Corinto, se dispone a visitar Micenas. Allí escribe: “Aunque fue mediante un intercambio decisivo como los griegos comenzaron a comprender su propio elemento, sentí una resistencia hacia un mundo prehelénico” (p. 19). Por eso no dice una sola palabra sobre Micenas; prefiere describir la región como un lugar dispuesto “para los juegos festivos, para un solo estadio”. Sin embargo, durante todo su viaje le acompaña la pregunta: ¿dónde debemos buscar el elemento griego? La misma inquietud se intensifica cuando se aproxima a Creta, a la que define como un “mundo extraño, prehelénico”.

Más reveladores aún son sus comentarios sobre su visita al palacio de Minos. No recorre todos los lugares de aquella civilización, pero en los que visita observa un Dasein no guerrero, rural y mercantil. Allí percibe una “divinidad femenina”, un modo de vida refinado y ornamentado, de carácter laberíntico. Al final concluye que en ese paisaje “se manifiesta algo perteneciente a la esencia oriental-egipcia” (p. 23).

Describe su viaje de Creta a Rodas como una aproximación “a las costas de Asia Menor”. Y se pregunta: “¿Estamos muy lejos de Grecia? ¿O estamos ya dentro del ámbito de su destino, configurado por su confrontación (Auseinandersetzung) con Asia, que transformó su pasión salvaje y conciliadora en algo más grande, en algo que, permaneciendo grande para los mortales, les otorgó reverencia y respeto?” Su respuesta es tajante: “El enfrentamiento con el elemento asiático fue una necesidad provechosa para el Dasein griego, porque hoy de un modo completamente distinto y en mayor grado este enfrentamiento constituye también el destino de Europa y del mundo occidental” (p. 25).

Aun así, al alejarse de Rodas, una nueva duda se impone: “Mientras el azul del cielo y el mar cambiaban a cada instante, pensé si Oriente podría ser para nosotros otro amanecer de luz y claridad, o si no serían sino luces engañosas, procedentes de una revelación aparente, una invención histórica artificiosa”. Y añade: “El elemento asiático había traído en otro tiempo a los griegos un fuego oscuro, una llama con la que reordenaron su poesía y su pensamiento según la medida y la luz”.

Así, Heráclito, dice Heidegger, “se vio obligado a pensar el conjunto de lo presente (Anwesenden) como kosmos, como ornamento común de todas las cosas, no creado ni por los dioses ni por los hombres, sino como algo que, en su disposición luminosa, muestra la presencia de lo que aparece” (p. 27). Ese kosmos es lo que distingue el elemento griego de las ornamentaciones laberínticas del “oriente egipcio” de Minos: no es un adorno añadido, sino un relámpago, algo que hace aparecer lo que es, que otorga presencia a lo presente, que, en cada instante, reúne en su límite propio una configuración única y, por tanto, irrepetible.

Así, el viaje de Heidegger iniciado entre dudas y reservas, y continuado entre preguntas e incertidumbres va revelando que el elemento griego no se le aparece de manera pura ni transparente. Lo descubre a través de su confrontación con lo no griego: primero con lo oriental-bizantino, luego con lo preheleno, después con lo egipcio-oriental y, finalmente, con lo asiático. En otras palabras, Heidegger encuentra lo griego por contraste, en su constante diálogo y tensión con aquello que lo rodea y lo desafía.

En la isla de Dalmos, a la que describe sin precisar su etimología, como “el lugar donde lo visible, en su apertura, reúne todo y lo protege mediante la aparición de lo que ofrece” (p. 30), alcanza una suerte de revelación: allí experimenta lo que él mismo llamará aletheia, el desocultamiento de lo oculto, la manifestación de la verdad. Después visita Atenas y otros lugares, pero Dalmos marca un punto decisivo: allí su viaje incierto se convierte en un Aufenthalt, una sojourn, una estancia transitoria. Heidegger encuentra su morada aunque efímera precisamente cuando logra discernir la diferencia entre lo griego y lo no griego, y descubre que lo griego solo se revela plenamente a través de lo otro, en la tensión entre la luz del ser y la sombra de su origen oriental.