Desde 1948 hasta hoy, los distintos gobiernos israelíes han mostrado una sorprendente continuidad en sus reflejos políticos del mismo modo que en Estados Unidos, sin importar si gobiernan demócratas o republicanos, existe una alianza inquebrantable en torno a la ocupación y la masacre.
La narrativa construida por Israel y aceptada por Estados Unidos y gran parte de Europa que presenta al pueblo palestino como asesino, ladrón y bárbaro, no solo distorsiona la realidad, sino que también aleja cualquier propuesta de una solución de dos Estados de un terreno racional.
El pueblo palestino, ya sea musulmán o cristiano, representa un símbolo de dignidad frente a los sistemas que, bajo discursos de soberanía y orden, dividen al mundo entre “obediencia” y “rebeldía”.
Vivimos sometidos a una ilusión moral: en ella, los que se adaptan y prestan su voz a los engranajes del dominio son llamados héroes, mientras que quienes se alzan en nombre de la justicia y la verdad son marcados como rebeldes o bárbaros.
Esa es, quizás, la prueba más profunda de nuestro tiempo.
En 1944, los enfrentamientos entre las fuerzas nazis alemanas y los ejércitos aliados alcanzaron su punto culminante. En este período, que podría describirse como la fase más trágica y despiadada de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aliadas atacaban con toda su potencia al ejército alemán, mientras que para los alemanes la guerra se había convertido ya en una cuestión de vida o muerte. Especialmente en el norte, la colaboración del pueblo neerlandés con los soldados británicos y estadounidenses había llevado el deseo de venganza alemán a su punto más alto. Cientos de miles de hombres de Róterdam fueron llevados a Alemania para trabajar forzosamente, dejando tras de sí ciudades muertas. El gobierno neerlandés en el exilio pidió ayuda a los británicos, pero, con una respuesta que hoy resulta tristemente familiar, el gobierno británico se mostró reacio, alegando que una intervención podría “poner en duda la seriedad de las declaraciones internacionales”. Las ciudades de La Haya, Ámsterdam y Róterdam se habían rendido por completo al hambre, y Arnhem se había convertido en una auténtica ciudad de la muerte.
La población emprendía largas caminatas hacia el campo, intercambiando sus objetos de valor por alimentos. Sin embargo, cuando ya no quedaba nada por intercambiar, el hambre dio paso al tifus y la difteria, transformando las ciudades en cementerios vivientes. Decenas de miles de personas murieron a causa del hambre y las enfermedades derivadas de ella, mientras millones resultaban afectadas directa o indirectamente. Hace ochenta años, en uno de los países que hoy se consideran entre los más desarrollados de Europa, el pueblo neerlandés enfrentó, durante lo que se conocería como “el invierno del hambre”, una de las tragedias más devastadoras de la historia reciente. Antony Beevor relata en su obra que muchos neerlandeses no lograban entender por qué los aliados tardaron tanto en acudir en su ayuda, y expresaban una profunda perplejidad ante ello.
“El asombro” y “la incomprensión” podrían considerarse expresiones comunes a todas las víctimas de guerra. Años después de la masacre de Srebrenica, una mujer que había perdido a sus hijos confesaba en un documental que aún no comprendía por qué quisieron exterminarlos. Resultaba imposible explicar, fuera de la noción de asombro, cómo las personas con las que habían compartido años de vecindad pudieron transformarse de la noche a la mañana en cazadores despiadados. La actitud de los soldados neerlandeses, que se suponía debían proteger a la población civil y que, ignorando la presencia de los serbios, de un día para otro los dejaron a solas con sus verdugos, se inscribe también en esa misma lógica de absurdo y desconcierto.
En el otoño de 1982, las milicias falangistas libanesas, bajo el control de oficiales israelíes, esperaban ansiosamente la autorización del entonces ministro de Defensa de Israel, Ariel Sharon, para entrar en los campos de refugiados de Sabra y Shatila y masacrar a los palestinos. Algunos oficiales israelíes se opusieron, pues los falangistas les habían manifestado abiertamente su intención de cometer una matanza. El periodista Amnon Kapeliouk, en su libro sobre la masacre de Sabra y Shatila, relata que tras la autorización de Sharon, un oficial israelí protestó diciendo: “Las Fuerzas Libanesas se parecen a las milicias de Saad Haddad. Después de tanto tiempo en el Cuartel General del Frente Norte, cada uno de ellos se cree un héroe frente a civiles desarmados”. Según los soldados israelíes apostados en la entrada del campo, bajo cuya vigilancia tuvo lugar una de las mayores matanzas del siglo XX, los habitantes del interior “eran animales de dos patas”. Uno de los sobrevivientes, cuya familia fue exterminada incluido su bebé de cuatro meses, formularía la misma pregunta, con el mismo tono de asombro: ¿por qué?
Iryna Zarutska huyó de Ucrania tras la invasión rusa y se refugió en Estados Unidos; fue asesinada brutalmente en el metro por un desconocido. Elsa Niyego, judía de Estambul, fue asesinada simplemente por rechazar una propuesta de matrimonio de un hombre al que ni siquiera conocía. La historia del mundo está plagada de masacres, desde los ejemplos individuales hasta los colectivos. El asombro y el terror que experimentan las víctimas de todas ellas deberían impulsar a los sobrevivientes a formular una pregunta que da sentido a la vida: ¿por qué? La pregunta “¿por qué?” no solo busca una respuesta, sino que constituye también una frase de motivación, un impulso para avanzar hacia una nueva etapa.
El pensamiento de la sociedad moderna, que avanza recurriendo constantemente a las referencias del pasado, se muestra hoy insensible, silencioso e incluso cómplice ante una nueva página de vergüenza que se desarrolla ante sus propios ojos desde el 7 de octubre. Los países que, en cierto modo, han sido anfitriones del discurso de los derechos humanos y la democracia y aquellos que actúan bajo su tutela desempeñan hoy un papel activo en el genocidio. Aunque las tensiones políticas globales y la creciente conciencia de los pueblos han generado ciertos cambios parciales, los textos que se presentan como propuestas de paz siguen mostrando una tendencia a absolver al genocida y a considerar la ocupación como un punto de partida legítimo. Quienes apoyan este genocidio no formulan la pregunta esencial ¿por qué? sino que se preguntan cómo intensificar la ocupación y el exterminio de un pueblo que consideran enemigo: el pueblo palestino.
El llamado “Plan de Paz”, presentado por Donald Trump ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a los líderes de la región, es un ejemplo paradigmático de este lenguaje: una propuesta dotada del potencial y la retórica necesarios para legitimar tanto la ocupación de Gaza como el genocidio en curso. En consecuencia, tanto el pueblo de Gaza, víctima de este horror contemporáneo, como las personas de todo el mundo que se oponen a este proceso desde la conciencia y la ética, han adquirido el derecho de preguntar: ¿por qué? Además, este texto, que se autodenomina “acuerdo de paz”, dista mucho de contener en su esencia los conceptos de “paz” y “acuerdo”, y más bien constituye una maniobra calculada dentro de los límites de una astucia política.
Todo acuerdo debe basarse en el consenso entre dos partes. Sin embargo, la voluntad del pueblo de Gaza ha sido anulada, tratada de acuerdo con la retórica que, años atrás, los definía como “animales salvajes” cuando se levantaron las alambradas fronterizas. Este discurso los presenta como causa del terrorismo y del caos, con el objetivo de otorgar a Israel un supuesto derecho de legítima defensa y, de ese modo, eliminar las bases jurídicas para juzgar a los responsables del genocidio.
Tras la Segunda Guerra Mundial, aunque de manera incompleta, se llevaron a cabo miles de juicios y decenas de ejecuciones. Sin embargo, los propagandistas políticos de Israel en la arena internacional insistieron en la insuficiencia de dichos procesos. Adolf Eichmann, hallado en Argentina tras la guerra y trasladado a Israel por una operación del Mossad, fue finalmente ejecutado. Este episodio podría considerarse el primer y más significativo gesto de desafío de Israel hacia el mundo, pues el Estado israelí no se conformaba con la mera ocupación de Palestina: poseía un trasfondo sociopolítico y teológico más amplio. Había tejido una poderosa red financiera, especialmente en Estados Unidos, Reino Unido, Italia y España.
El control del Mediterráneo garantizaba tanto la seguridad de Israel como su reflejo defensivo frente a los “bárbaros” pueblos de Oriente Medio. En esta lógica, Israel ha combatido constantemente cualquier intento de Turquía por incrementar su influencia en el Mediterráneo, o el ascenso de gobiernos contrarios al bloque occidental en países como Egipto, Túnez, Libia o la propia Turquía. Asimismo, el desplazamiento de los flujos de capital hacia el bloque oriental representa para Israel un riesgo considerable, pues el fortalecimiento de potencias asiáticas como China, Rusia o Pakistán reduce la influencia de los lobbies judíos en la esfera política centrada en el capital.
De hecho, la política de acercamiento emprendida por primera vez en la historia entre el príncipe saudí Mohammed bin Salman e Irán, que poseía el potencial de ampliar el radio de influencia saudí en el mundo islámico tras la era Erdoğan, sufrió un severo retroceso después del 7 de octubre. El eventual traslado del capital del Golfo hacia Asia fue neutralizado por Donald Trump mediante su intervención y persuasión en Turquía, por diversas razones. En este complejo entramado, el desafío israelí, revestido con el discurso de la victimización, ha consolidado un mecanismo de legitimidad que le permitirá evitar durante largo tiempo que los responsables del genocidio en Gaza sean juzgados por tribunales internacionales.
Por el contrario, podría afirmarse que Israel ha logrado construir una estructura de legitimación que retendrá durante años. Además, la historia política que moldea nuestra memoria colectiva demuestra que ningún genocida que haya actuado en favor de los intereses de las potencias dominantes ha sido realmente juzgado. Ningún presidente de Estados Unidos ha enfrentado juicio por las masacres que causaron la muerte de millones de personas en Afganistán e Irak. Más aún, muchos de ellos fueron presentados como líderes respetables por sus supuestas contribuciones a la implantación de regímenes democráticos.
Cuando las fuerzas neerlandesas bajo mandato de la ONU, encargadas de proteger al pueblo bosnio, abrieron el paso a las milicias serbias, cerca de diez mil bosnios fueron masacrados. Slobodan Milošević fue juzgado como autor intelectual del genocidio, pero nadie consideró culpables a quienes observaron el crimen o lo ignoraron deliberadamente. Si Ratko Mladić o Radovan Karadžić hubiesen adoptado el discurso de la hegemonía cultural europea en su cruzada contra los “bárbaros” bosnios, quizá hoy serían recordados como héroes.
Si bien el enjuiciamiento del poder político o de las fuerzas militares de Israel tendría un valor simbólico indudable, atribuir toda la culpa únicamente al mecanismo hegemónico actual entraña el riesgo de exonerar de responsabilidad un proceso de ocupación y genocidio que se prolonga desde hace casi un siglo, así como la cólera impregnada de soberbia que los gobernantes israelíes han dirigido incluso contra su propio pueblo. Desde 1948 hasta hoy, los distintos gobiernos israelíes han reproducido los mismos reflejos políticos de manera análoga a la cooperación constante entre demócratas y republicanos en Estados Unidos en materia de ocupación y masacres, manteniendo una línea de continuidad ideológica y estratégica.
La narrativa construida por Israel, aceptada por Estados Unidos y buena parte de los países europeos, que presenta al pueblo palestino como asesino, ladrón y bárbaro, priva de toda racionalidad a las propuestas de una solución basada en dos Estados. El pueblo palestino, ya sea musulmán o cristiano, representa un símbolo de dignidad frente a los sistemas que, bajo los discursos de soberanía de los regímenes, dividen el mundo entre “obediencia” y “rebelión”.
Estamos condenados a vivir dentro de una ilusión moral y política: en ella, quienes se adaptan y se convierten en la voz de los mecanismos de dominación son considerados héroes, mientras que aquellos que protestan en nombre del derecho y la justicia son señalados como insurgentes. Esa paradoja constituye la prueba más profunda de nuestro tiempo.
Referencias
[1] Beevor, A. (2023). Arnhem: La última victoria alemana en la Segunda Guerra Mundial. Trad. Arif Kaplan. Kronik.
[2] Ibíd.
[3] https://www.perspektif.online/iki-cinayet-iki-cumhuriyet/