Proclamar a Jesucristo como la respuesta a la cuestión fundamental de toda vida humana y testimoniar, mediante los sacramentos y la caridad, que el Reino de Dios está ya entre nosotros, constituye la esencia misma del catolicismo ayer, hoy y siempre como una contracultura que transforma culturas. Se trata de un desafío que interpela a cada cultura en la que se inserta, invitándola, a través de la amistad con el Hijo de Dios hecho carne, a realizar sus más altos ideales. Este dinamismo conduce inevitablemente a fricciones y esas fricciones pueden, en ocasiones, llegar a ser de notable intensidad.
En un artículo publicado en junio en el sitio web Where Peter Is, el autor Steven Millies, tras condenar casi como un ritual la “insensata lucha de la guerra cultural (católica)” y lanzar, una vez más de manera fatigosa, un ataque lateral contra la crítica del obispo Robert Barron al “catolicismo beige”, sostuvo que debemos recuperar la visión del Concilio Vaticano II como “una Iglesia decidida a encontrarse con el mundo moderno”.
Sin embargo, como he procurado mostrar en mis dos libros (The Irony of Modern Catholic History y To Sanctify the World), el Concilio Vaticano II no se limitó a llamar a la Iglesia a “encontrarse con el mundo moderno”. El Concilio convocó a la Iglesia a transformar el mundo moderno.
¿De qué manera?
Presentando a Jesucristo como el símbolo de un verdadero humanismo, y a la Iglesia sacramental (fundada en los sagrados misterios) como el símbolo de una comunidad humana genuina.
Que ésta fue la intención de Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II resulta claramente perceptible en su alocución radiofónica del 11 de septiembre de 1962, un mes antes de la apertura del Concilio.
Los trabajos preparatorios para el Concilio Vaticano I habían comenzado años antes. Los obispos habían presentado puntos de agenda a ser discutidos. Se habían elaborado borradores de documentos para el examen de los padres conciliares. La basílica de San Pedro se había transformado en una vasta sala de conferencias, desde el disco de pórfido rojo sobre el cual León III coronó a Carlomagno como “Emperador del Sacro Imperio Romano” en el año 800, hasta el monumental baldaquino de bronce de Bernini que se erige sobre el altar papal, con quince hileras de tribunas dispuestas a lo largo de la nave central.
(Incluso se instalaron bares de café para que los sucesores de los apóstoles pudieran descansar un poco; pronto se conocieron con nombres pintorescos como “Bar-Jonás” y “Bar-Abbás”).
Juan XXIII había leído los borradores de documentos que debían debatirse en el Concilio y advirtió que estaban redactados, en gran medida, en un lenguaje abstracto, con escasas referencias a la Sagrada Escritura o a las enseñanzas de los Padres de la Iglesia. Hombre paciente, el Papa prefirió dejar que el Concilio encontrara su propia “voz”.
Y cuando el Concilio halló esa voz, el Papa quiso subrayar con claridad este punto: el Concilio Vaticano II no se había reunido para repetir meramente las verdades asentadas del catolicismo, sino para relacionarlas con una misión evangélica.
Para transmitir este mensaje con fuerza, y sabiendo que padecía un cáncer terminal, el anciano Pontífice dedicó un tiempo considerable a preparar cuidadosamente un discurso que esclareciera por qué 2.500 obispos se habían congregado en Roma. Probablemente esperaba ofrecer, además, un marco interpretativo crítico para la lectura de los documentos previamente elaborados.
La alocución radiofónica de Juan XXIII en septiembre de 1962 constituyó la expresión más nítida, evangélica y cristocéntrica de sus intenciones respecto al Concilio Vaticano II; además, sentó las bases de los grandes temas que desarrollaría en aquel extenso y épico discurso inaugural.
Sí, la Iglesia debía “encontrarse con el mundo moderno”, tal como en su momento lo había hecho con el mundo medieval y con el mundo clásico.
Pero, ¿por medio de qué habría de encontrarse la Iglesia con la modernidad?
La Iglesia se encontraría con el mundo moderno a través de esta proclamación misma de Cristo: “El Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17,21).
Y, según afirmó Juan XXIII en su alocución radiofónica, éste debía ser precisamente el mensaje del Concilio:
“La expresión ‘Reino de Dios’ manifiesta de manera plena y completa la misión del Concilio. ‘Reino de Dios’ significa la Iglesia de Cristo, y en realidad lo es: una, santa, católica y apostólica; fundada por Jesús, el Verbo de Dios hecho carne, custodiada por Él a lo largo de veinte siglos, y que hoy continúa recibiendo vida de su presencia y de su gracia.”
Promover este encuentro con el Verbo de Dios encarnado ha sido también la finalidad de todos los concilios ecuménicos del pasado:
“¿Qué ha sido en verdad un concilio ecuménico, sino la renovación de este encuentro con el rostro del Cristo resucitado el Rey supremo e inmortal que irradia luz sobre toda la Iglesia y que constituye la salvación, el gozo y la gloria de la humanidad?”
Juan XXIII definió con absoluta claridad la razón de ser del Concilio Vaticano II:
“Lo que se ha dicho acerca del motivo por el cual se reúne el Concilio es de importancia fundamental: aquí se trata de la respuesta que el mundo entero ha de dar al testamento que nos dejó el Señor; a saber, su mandato: ‘Id, enseñad a todas las naciones…’. Por tanto, la finalidad del Concilio es la evangelización.” (énfasis en el original)
Al proclamar a Jesucristo como la respuesta a la cuestión fundamental de toda existencia humana y al testimoniar, mediante los sacramentos y la caridad, que el Reino de Dios está en medio de nosotros, el catolicismo como en el pasado, hoy y siempre ha sido y seguirá siendo una contracultura que transforma las culturas. Se trata de un desafío que interpela a cada cultura en la que se inserta, invitándola, a través de la amistad con el Hijo de Dios hecho carne, a realizar sus más altos ideales.
Ello conduce inevitablemente a fricciones y esas fricciones pueden, en ocasiones, tornarse particularmente intensas. Vivir en medio de esta tensión no es, como insinúa Millies, algo “insensato”. Por el contrario, es algo inevitable. Y aceptarlo constituye precisamente lo que el pastor luterano y mártir Dietrich Bonhoeffer denominó “el costo del discipulado” (The Cost of Discipleship).
Fuente:https://firstthings.com/meeting-the-world-to-convert-the-world/