Defiendo al Estado desde una perspectiva ontológica, pero esto no significa que respalde incondicionalmente todo tipo de funcionamiento estatal. Mi comprensión del Estado permite, precisamente por reconocerlo como tal y hacerlo propio, que en los momentos necesarios se dé cabida a una lucha restauradora impulsada por un alzamiento revolucionario del pueblo. Sin embargo, si creamos una dicotomía artificial entre “Estado” y “sociedad civil”, santificando esta última y pretendiendo declarar la guerra al Estado en su nombre, lo único que lograremos será favorecer los intereses de las élites económicas dominantes, que jamás renuncian a maximizar sus beneficios. En el proceso, estaríamos atacando también todos los valores que la humanidad ha producido mediante un espíritu solidario.
Según la conclusión a la que llegó Max Weber al resumir las transformaciones decisivas de los siglos XVIII y XIX, el nacimiento del capitalismo moderno se sitúa en el momento en que la empresa se separa del hogar familiar. Así comenzó la gran ruptura que definiría a la sociedad moderna. El siglo XIX fue una época en la que, tras arduas luchas, se extendieron los sindicatos y se emprendieron esfuerzos por poner límites a las prácticas deshumanizantes del capitalismo, caracterizadas por una avidez implacable de lucro que convertía la vida de los trabajadores en un calvario. A través del Estado y el derecho, se prohibió el trabajo infantil, se redujeron las jornadas laborales y se implementaron normas sobre seguridad e higiene. Se intentó proteger a los débiles frente a los poderosos. Estos fueron los acontecimientos de la primera escena de aquella gran ruptura.
El Segundo Acto de la Gran Ruptura y las Élites Globales
El proceso que vivimos hoy constituye “el segundo acto de la Gran Ruptura”. El capital ha logrado escapar del marco jurídico y moral, más restrictivo, opresivo e incómodo, al que recurría el Estado-nación, y ha migrado hacia una nueva “zona neutral”: un espacio donde, si existen, son muy pocas las reglas que limitan, restringen o impiden la libertad de las iniciativas comerciales. El nuevo territorio al que han emigrado las empresas (globales) modernas es, a la luz de los estándares de los últimos doscientos años, un espacio verdaderamente transfronterizo. La historia se repite, pero esta vez en una escala mucho más amplia. La miseria y el sufrimiento que probablemente emerjan del hecho de que el mundo empresarial haya escapado al control político y moral, también se repiten. Una vez más, el mundo empresarial se ha emancipado de los vínculos locales (esta vez no de los hogares, sino de los Estados-nación). Una vez más, ha creado para sí una “zona transfronteriza” donde puede establecer sus propias reglas casi con total libertad. Al parecer, el antiguo régimen representado por los Estados-nación soberanos se muestra incapaz, no ya de detener, sino incluso de ralentizar al mundo empresarial que escapa del control democrático.
(Sociedad Sitiada, trad. A. E. Pilgir, Ed. Ayrıntı, 2018).
En 2002, cuando Zygmunt Bauman escribió Sociedad Sitiada, consideraba que el Estado-nación se encontraba en una posición muy comprometida frente al mundo empresarial, presionado desde arriba y desde abajo. Decía lo siguiente:
“Como ha señalado Masao Miyoshi tras examinar los desarrollos globales recientes, los Estados-nación ‘ya no funcionan; han pasado completamente a manos de corporaciones transnacionales’. A su vez, estas corporaciones se han ‘liberado de las cargas nacionalistas… Viajan, se comunican y transfieren personas, plantas, información, tecnología, dinero y recursos a escala global. Sus actividades trascienden las distancias. Continúan siendo, en todas partes, extranjeras y externas, y solo se identifican con los clubes a los que pertenecen’.
El poder de crear, destruir, transformar y dar forma a las condiciones que afectan la vida humana ha abandonado las cenizas del control estatal y se ha trasladado más allá de los límites de la soberanía estatal. Ahora está encerrado en los maletines seguros de una nueva élite transnacional, o como gusta autodenominarse, ‘multicultural’”.
Las observaciones que hace Bauman sobre estas nuevas élites globales son también profundamente reveladoras:
“Las nuevas élites globales, generalmente en movimiento físico y siempre en tránsito espiritual, están siempre esquiando o surfeando… Al igual que sus propietarios, ellas también están más allá de las fronteras. Se encuentran entre sí con frecuencia, y principalmente se comunican entre ellas… Palabras brillantes como multiculturalismo, polifonía, mestizaje o cosmopolitismo son utilizadas por estas élites para describir esta experiencia extraña de diversidad como si fueran simples rasguños sobre una superficie uniforme de estilo de vida compartido o como variaciones de acento y estilo que cualquier lengua común puede asumir sin dificultad…
La imaginación de estas élites globales, al igual que sus vidas y comportamientos, es desconectada y fragmentada. No solo carecen de vínculos con los límites locales, sino que ni siquiera se relacionan con una parcela específica de tierra. Estabilidad, resistencia, magnitud, firmeza y permanencia todas esas supuestas virtudes del pensamiento arraigado han perdido por completo su valor y adquieren un significado claramente negativo…
La pérdida de importancia de las relaciones espaciales y la ira contra toda forma de certeza se manifiestan en una nueva desconfianza hacia la idea de ‘sociedad’ y en la hostilidad hacia cualquier solución que, desde una perspectiva común o individual, proponga a la sociedad como protagonista o mediadora.
Las esperanzas y los sueños han emigrado a otro lugar; se les ha dicho que se mantengan alejados de los puertos sociales y que jamás echen anclas en ellos”.
Estas frases tan penetrantes de Bauman explican con suma claridad por qué ciertos intelectuales de medio pelo reaccionan con incomodidad casi eléctrica ante palabras como “patria”, “nación”, “la Gran Türkiye”, o llamados como “estemos unidos, fuertes y grandes”. Estas observaciones sabias, además, ofrecen pistas sobre el riesgo y las causas de que nuestras nuevas generaciones, que tienden a identificarse más con una marca, una celebridad, un culto o un estilo de vida de moda, se alejen de los sentimientos y responsabilidades nacionales y autóctonos que poseen carácter colectivo y vinculante.
El Retorno a los Viejos Tiempos Oscuros y al Útero Materno
En 2002, Bauman se mostraba profundamente pesimista sobre la capacidad del Estado frente al poder corporativo. En su última obra antes de fallecer en 2017, Retrotopía, concluye que el Estado, al que denomina “Leviatán”, ha fracasado. Según él, nos encontramos ante una situación semejante a aquella que llevó a Thomas Hobbes a escribir El Leviatán: un tiempo en que el ser humano era un lobo para el ser humano, en que el Estado aún no se había constituido, pero era buscado con desesperación. Para Bauman, uno de los rasgos comunes de esta etapa pre-Leviatán es el resurgimiento del tribalismo. Los otros dos elementos fundamentales son: el retorno a las antiguas épocas de desigualdad y el deseo de volver al útero materno… Lo explica así:
Tanto en los países capitalistas como a nivel global, la desigualdad crece constantemente, sin importar qué indicadores se utilicen. La brecha entre el 1 % más rico (algunos ya hablan del 0,5 % o incluso del 0,1 ‰) y el resto de la sociedad se amplía cada día más. En Estados Unidos, las 160.000 familias más adineradas controlan una riqueza igual a la de 145 millones de hogares más pobres. A escala mundial, el 1 % de la población posee lo mismo que los 3.500 millones más pobres. La “capital social”, tan en boga alguna vez en la política de la vida cotidiana, ha perdido toda utilidad; ahora se premian el narcisismo, el individualismo y la antisociabilidad.
En este mundo donde la esperanza se ha privatizado y las expectativas personales se han desconectado de la realidad social, las personas han comenzado a añorar tiempos pasados. Atrapados por la soledad y el miedo a estar solos, aspiran a convertirse en narcisistas exitosos, al tiempo que intentan neutralizar a los narcisistas que tienen enfrente. Viven entre la ilusión de poder alcanzarlo todo y el miedo paralizante de perderlo todo en un instante. Están cansados, exhaustos; solo los sostiene el sueño de un nirvana intrauterino…
El Trauma Invisible: El Colapso de la Utopía Socialista
En un mundo así, aquellos que aún creen en la justicia y en la sociedad adoptan una postura favorable al Estado como representante de la razón colectiva siempre que mantengan una actitud crítica. Sin embargo, algunos marxistas, con el pretexto de oponerse al despotismo, han terminado alineándose con la postura de clase de la burguesía monopolista. La causa de esta deriva se encuentra, en parte, en el proceso que Bauman intenta describir. Pero también habría que añadir el colapso del bloque socialista y la dislocación ideológica que este produjo en la izquierda marxista.
El socialismo, que fue lo suficientemente poderoso como para convertir el mundo en un sistema bipolar, desapareció de repente. Desgraciadamente, nadie analiza ni discute la naturaleza traumática de este evento colosal simbolizado por la caída del Muro de Berlín. Como si una fuerza invisible impidiera reflexionar sobre la caída de una utopía en la que al menos un tercio de la humanidad había depositado sus esperanzas durante setenta años. Todo se ha despachado con un simple “ya pasó”.
Personalmente, he observado cómo muchos de los que creían hasta el último día en la pervivencia de las utopías socialistas quedaron devastados y desorientados. Me atrevo a pensar que, en el hecho de que algunos marxistas se hayan puesto al servicio de la oligarquía financiera y se hayan precipitado hacia el absurdo aceptando con sorprendente facilidad la tecnología y el nuevo mundo surgido con ella, tiene un peso considerable la decepción provocada por la súbita disolución de la utopía socialista.
¡El Mundo Espera a sus Nuevos Revolucionarios!
¡Qué tiempos tan emocionantes vivimos! Nuestro mundo, nuestro país, se asemejan casi por completo al de hace un siglo. La Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre de 1917, la lucha por la independencia de 1919… Cualquier cosa que pensemos nos remite a ellas. El mundo necesita renovarse, dar paso a una nueva palabra; nuestro Estado requiere una restauración integral mediante un nuevo contrato fundacional.
Los conceptos del viejo mundo han perdido todo su contenido: están vacíos, desgastados, marchitos. El nuevo mundo exige nuevos conceptos. Toshihiko Izutsu relata cómo la revelación del Corán invirtió completamente los significados fundamentales del árabe de su época. Del mismo modo que los pioneros revolucionarios de hace un siglo dotaron de nuevos significados a conceptos como “imperialismo”, “Estado”, “revolución”, “república” y “democracia”, ahora los intelectuales del nuevo mundo deben remangarse y ponerse manos a la obra.
El nuevo mundo no puede construirse con los conceptos del viejo; nociones fundamentales como “Estado”, “sociedad civil” o “revolución” ya no encuentran correspondencias exactas en nuestra realidad. Por ejemplo, si hoy definimos la “revolución” como “la guerra civil entre la clase oprimida y la clase dominante por el poder”, habremos fracasado desde el principio. La revolución, en todo caso, podría ser la transformación de las demandas de una mayoría harta de injusticia en razón de Estado, a través de una política pacífica. De igual modo, si seguimos entendiendo “Estado”, “política”, “lo público” y “lo social” como sinónimos, no podremos avanzar, pues cada uno de estos términos hoy encierra campos semánticos distintos.
Marx, al abordar las sociedades orientales, incurrió en un evidente etnocentrismo y fue incapaz de advertir los problemas medioambientales; al igual que se equivocó al juzgar la religión, también erró en su evaluación del Estado. Lenin, en El Estado y la Revolución, llevó al extremo la visión errada de Marx, reduciendo al Estado a un “instrumento de opresión de la clase dominante” y cayó en el economicismo al abordar el imperialismo. La propia historia de las revoluciones es un espejo donde pueden observarse con claridad estos errores. Si aún quedan socialistas que deseen transformar el mundo en nombre de la justicia, les corresponde analizar críticamente estas concepciones fundacionales erradas.
Sabemos por los debates contemporáneos en teoría política que hoy es perfectamente posible sostener visiones como “socialismo liberal” o “democracia religiosa”, antes consideradas incompatibles. Esto se debe a que el eje de una cosmovisión ya no reside en la ideología política, sino en una decisión más profunda: ¿se está del lado de la razón colectiva nacida de la búsqueda de justicia o se prefiere dejar a la sociedad en manos de las “benevolentes” élites económicas que actúan según sus intereses? Como hemos intentado mostrar con el apoyo de Zygmunt Bauman, las élites económicas han comenzado a imponerse seriamente sobre el Estado. Sea cual sea nuestra cosmovisión, los intelectuales deben tomar posición en esta cuestión fundamental.
Tal como he expresado en mis artículos para Kritik Bakış, considero que el Estado no es un aparato de opresión de las clases dominantes, sino la concreción de la capacidad organizativa de la espiritualidad colectiva de la sociedad. Estado y sociedad civil no pueden separarse con líneas tajantes; así como el individuo posee alma y razón, también la sociedad tiene un espíritu que preserva su existencia y le otorga un estilo de vida. El Estado emerge cuando las capacidades organizativas nacidas del intelecto colectivo de la sociedad, conforme a una concepción de justicia y derecho, logran estructurar el “uso legítimo de la fuerza”. Mientras no se ataque el funcionamiento del Estado al servicio del interés público y social, no debería haber enfrentamiento alguno con las élites económicas ni con el libre mercado.
Sin embargo, cuando la relación entre Estado y sociedad se debilita y lamentablemente esa es la tendencia mundial, las clases enriquecidas económicamente tienden a evadir lo público y lo social, la injusticia se extiende, y los sentimientos de caridad individual intentan suplantar la justicia pública. Cualquiera que sea nuestra perspectiva política, hoy una de las decisiones que debemos tomar para desarrollar una visión de sociedad consiste en elegir entre la “justicia” que representa el servidor público justo y trabajador, que se conforma con poco, o la “caridad” ejercida por las élites económicas. Este es hoy el verdadero punto de inflexión de todas las cosmovisiones.
Mi postura ante este dilema es clara: estoy del lado del Estado, de lo público y de lo social. Apoyo la restauración del Estado según la estructura y las demandas de la sociedad que lo ha moldeado, y será nuevamente la propia sociedad quien determine cómo debe ser ese proceso de restauración. Por supuesto, valoro la caridad como muchas otras virtudes morales; es una fuerza esencial de la solidaridad que permite sanar nuestras propias heridas. Pero pertenece al ámbito individual y social. El Estado no puede concebirse a sí mismo bajo la categoría de “caridad”; su eje debe ser la justicia. La justicia es anterior a todas las demás virtudes y pertenece al ámbito público; garantizarla es una responsabilidad directa del Estado. Sin justicia, no solo no pueden florecer otras virtudes, sino que incluso la caridad como tantas otras puede, en manos injustas, transformarse en su contrario.
Defiendo al Estado desde una perspectiva ontológica, lo cual no implica una defensa ciega de todo su funcionamiento. Esta visión del Estado, al ser asumido y comprendido como propio, abre siempre un espacio para una lucha de restauración impulsada por un alzamiento revolucionario del pueblo, cuando las circunstancias lo exijan. Pero si creamos una separación artificial entre “Estado” y “Sociedad Civil”, sacralizando a esta última y lanzando una guerra contra el Estado en su nombre, no estaremos haciendo otra cosa que servir los intereses de las élites económicas, que jamás renuncian a maximizar sus beneficios. Y, en el camino, estaríamos atacando todos los valores que la humanidad ha construido con espíritu de solidaridad.