Política y Moral

Percibo con mayor claridad que la razón por la cual se ha roto el vínculo entre política y moral radica en la falta de madurez espiritual de las personas, ocasionada por la “enfermedad” existente en sus corazones. Antes, pensaba que, gracias a una política más amplia y profunda, podríamos resolver los problemas y alcanzar un mundo más justo. Ahora, en cambio, me inclino a pensar que, sin una maduración moral y espiritual sin una verdadera sanación del corazón atribuir a la política más importancia de la merecida la aleja de la moralidad y la lleva a su propia descomposición. Esta reflexión me causa honda preocupación.
marzo 5, 2025
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Percibo con mayor claridad que la razón por la cual se ha roto el vínculo entre política y moral radica en la falta de madurez espiritual de las personas, ocasionada por la “enfermedad” existente en sus corazones. Antes, pensaba que, gracias a una política más amplia y profunda, podríamos resolver los problemas y alcanzar un mundo más justo. Ahora, en cambio, me inclino a pensar que, sin una maduración moral y espiritual sin una verdadera sanación del corazón atribuir a la política más importancia de la merecida la aleja de la moralidad y la lleva a su propia descomposición. Esta reflexión me causa honda preocupación.

La idea de que la vida sea esencialmente política, y la continua lucha entre el bien y el mal que se libra en nuestro interior, constituye el fundamento de la filosofía política de Carl Schmitt. Por otra parte, Emmanuel Levinas sostiene que la moral precede a la propia existencia humana y que el “otro” es un elemento indispensable en el proceso de construcción de nuestro propio ser; el “otro” se presenta antes incluso que nosotros mismos y encarna, en esencia, la moral. Así, frente a la filosofía política de un pensador alemán, se halla la filosofía moral de un pensador judío. Desde nuestra perspectiva, ambos tienen parte de razón, pero también yerran al separar la moral y la política, que son piezas complementarias de un mismo todo. Intentemos explicarlo:

Cada relación humana implica moral y política

Ejercemos nuestra existencia en relación con el “otro” y dentro de un entramado de vínculos, donde la moral y la política se erigen en elementos esenciales. Tanto la una como la otra se ocupan, en última instancia, de cómo debemos comportarnos con los demás. Por consiguiente, siempre que haya “otro” y “relación”, independientemente de la forma histórica o social que adopten, surgen manifestaciones más o menos explícitas de moral y de política.

Las personas nacen, crecen y viven en colectivos diversos, difieren entre sí desde un punto de vista biológico y psicológico. Estas diferencias constituyen la fuente tanto de la autenticidad (otansite) como de la propia moral y política. A lo largo de nuestro camino vital, debemos cooperar con otros, compartir un destino común y, a veces, afrontar situaciones de conflicto. Durante el ejercicio de nuestra humanidad, cada acuerdo lleva en su seno la posibilidad de un nuevo conflicto, y todo conflicto siembra la semilla de futuras reconciliaciones. Esta dinámica puede observarse claramente en cualquier relación interpersonal conyugal, paternal-filial, amistosa y en los vínculos entre sociedades o, incluso, en las relaciones internacionales.

Toda persona y todo colectivo generan, de una u otra manera, acuerdos o desacuerdos. Según nuestra visión del mundo, identificamos similitudes y diferencias entre “nosotros” y “los otros”; allí donde prevalecen las semejanzas, solemos forjar consensos; donde dominan las diferencias, surgen conflictos.

Cuando una concepción del mundo explícita o implícita se propone como programa común para dar forma a nuestra experiencia vital, la denominamos “ideología”. Por su parte, el aspecto práctico que concierne a cómo seguir viviendo y transformar la realidad, incluyendo nuestro componente psicológico y nuestra personalidad, lo llamamos “política”. Así pues, en el escenario de las relaciones humanas, todos desempeñamos, de manera consciente o inconsciente, el papel de actores, ideólogos y políticos. Son papeles que la condición humana nos impone, y de los que no podemos escapar ni un solo instante. Hasta los ámbitos más íntimos la relación con la pareja, con los hijos constituyen, en cierto modo, ámbitos de micro-política.

En consecuencia, todos somos políticos, si bien algunos poseen mayores dotes o habilidades en este campo. No lo afirmo en sentido peyorativo. Nuestra capacidad para asumir con destreza dichos roles nos convierte en “mejores padres”, “mejores esposos”, “mejores vecinos”, “mejores ciudadanos” o “mejores amigos”.

En resumen, cualquier acción que seamos conscientes de realizar y que afecte a los demás constituye una actividad política, y de sus resultados somos responsables. En su acepción más amplia, la política consiste en conflicto y consenso. Alcanzar maestría política consiste en saber, en el menor tiempo posible y con un adecuado balance entre diferencias y similitudes, “dónde, cuándo, con quién, cómo y hasta qué punto” se debe entrar en conflicto o promover el entendimiento.

Moral y Política: parientes cercanos como el amor y la amistad

La estrecha relación entre la política y la moral resulta evidente. Podemos formular, a propósito de la moral, prácticamente los mismos argumentos planteados sobre la política. Ambas moral y política se asemejan al amor y la amistad: son imprescindibles en las relaciones humanas y no pueden desvincularse por completo. Su diferencia descansa en una cuestión de distancia o cercanía afectiva. De este modo, “en los procesos donde la intensidad emocional resulta mayor predomina la moral, mientras que donde la distancia emocional es más acusada predomina la política”.

No obstante, la psicología humana es sumamente dinámica. La intensidad de nuestras emociones se modifica continuamente. Podemos sentirnos distantes, en el ámbito afectivo, de personas de nuestra misma etnia, nación o incluso familia. Asimismo, podemos encontrar individuos o grupos que, sin conocernos en lo personal, comparten una sensibilidad humana similar a la nuestra y con los que nos sentimos más cercanos que con nuestros propios parientes. Por consiguiente, la moral y la política se entremezclan de tal forma en nuestra vida que delimitar sus fronteras con precisión resulta imposible. Una penetra en la otra o, en su defecto, se sitúa a su lado. Cuando hablamos de una, la otra se agazapa, dispuesta a aparecer. Así, la auténtica diferencia entre moral y política radica, en última instancia, en la naturaleza del juicio moral y el juicio político. En el primero, prima la intensidad emocional; en el segundo, se busca cierta objetividad.

El rasgo que otorga al ámbito moral esa “intensidad emocional” es la cercanía o lejanía en nuestras relaciones, aspecto que se halla determinado por el sentido de la justicia. Ubicamos a las personas en nuestra vida interior conforme a la “coreografía” que marca dicho sentido de la justicia. Así, sentimos gratitud y reconocimiento hacia quienes consideramos más próximos, como los progenitores o los hijos. Protegerlos y cuidarlos es natural, siempre que no vulnere la equidad. Sin embargo, nadie ostenta un lugar garantizado eternamente en nuestro fuero interno. Aquel que hoy está más cerca de nosotros podría desvanecerse mañana. Ni siquiera compartir el mismo linaje o pertenecer a la misma familia garantiza una unión inquebrantable.

El panorama que se vislumbra es, por tanto, frágil y cambiante. En consecuencia, como sucedió con algunos pensadores nazis y judíos, la política puede llegar a disociarse por completo de la moral; puede convertirse en un campo de acción completamente autónomo, en el que incluso se justifiquen atrocidades por el supuesto interés de un individuo o grupo, sin atender a juicio moral alguno. Sin embargo, a partir de la misma definición, también podría entenderse la política como una actividad humana intrínsecamente moral. Queda claro, pues, que no es factible encontrar solución sin establecer, en la delgada línea entre moral y política, una “balanza de la justicia” que las sopesase con igual escrutinio. De lo contrario, legitimaríamos nuestras acciones ora por su supuesta moralidad, ora por su pretendido carácter político, según convenga.

Al inicio señalamos que desvincular la moral y la política constituye un error. Ahora añadimos que, de no incorporar la balanza de la justicia entre ambas, la separación se torna inevitable. Durante mucho tiempo he pensado que la vía para salvar la brecha entre la moral y la política y solventar la desconexión que de ella se deriva pasaba por afianzar una conciencia de justicia. Pero más tarde advertí que los conceptos de “sentido de justicia” o “balanza de la justicia” no estaban tan cimentados como pensaba y decidí revisar mis planteamientos. Antes de profundizar en estos cambios, retomemos el hilo para examinar las consecuencias de la desconexión entre la moral y la política.

En el mundo que vivimos, la moral y la política se hallan desconectadas

Nos adherimos a un punto de vista que sostiene que separar por completo la moral de la política es un error y que, sin una moral plenamente interiorizada, la política no puede ser virtuosa ni resolver los problemas que afronta la sociedad. Sin embargo, también somos conscientes de que el mundo “tecnomediático” en que vivimos parece confirmar y no a nosotros sino a Carl Schmitt y a Levinas, quienes separan rotundamente la política y la moral. Basta recordar la célebre frase de Carl von Clausewitz, en su obra De la guerra, donde define la guerra como “la continuación de la política por otros medios (armados)”. De tomar esta sentencia como la más certera de la modernidad, describiríamos el mundo como “una jungla disfrazada con la cortesía de la diplomacia”. Ello corroboraría, además, a los pensadores que vinculan la crisis espiritual de la modernidad con la ruptura entre el “bien moral” y el “bien político”. La desconexión entre moral y política explica, asimismo, que el brillante Carl Schmitt desarrollase su filosofía política como jurista nazi y que Emmanuel Levinas, “el filósofo del otro”, terminase a la postre legitimando la política de opresión de ciertos sectores judíos.[1]

Para entender cómo se ha llegado a una separación tan marcada de política y moral en la actualidad, conviene revisar la historia del pensamiento occidental. El filósofo francés André Comte-Sponville identifica, en la tradición de Occidente, a Platón y Lenin como defensores de la íntima relación entre moral y política. Ambos, pese a los siglos y abismos ideológicos que los separan, coinciden en que “el bien moral” y “lo correcto en política” son la misma cosa. Sin embargo, difieren radicalmente al asignar prioridades: para Platón, prima la moral; todo lo que es moralmente bueno es políticamente correcto. Para Lenin, en cambio, prevalece la política; lo que es políticamente correcto es, por ende, moralmente bueno.

Comte-Sponville cita también, como representantes de la absoluta desvinculación entre la moral y la política, a los Cínicos y Maquiavelo. Para los Cínicos (con Diógenes a la cabeza), la más alta virtud es la moral. Estiman que la buena vida consiste en encaminarse hacia el bien moral, muy por encima del éxito político. Prefieren la virtud sin poder antes que el poder sin virtud. Maquiavelo, por su parte, coincidía con los Cínicos en negar un nexo necesario entre moral y política, pero le otorgaba prioridad al éxito y la eficacia política. En su opinión, “antes perder el alma que el poder”, porque desde una óptica puramente política lo primordial es mantener el mando.[2]

¿Cómo deben entender los musulmanes la relación entre moral y política?

“La palabra ‘ahlâk/Moral’ es el plural de ‘hulûk/Morales’ en árabe. El vocablo ‘hulûk/Morales’ comparte su raíz con ‘halk/Pueblo’, que significa ‘crear’ o ‘lo creado’. Esta coincidencia alude a que hay una relación directa entre el ser humano en su naturaleza y su conducta. Además, ‘Hâlık/Creador’ es quien crea, es decir, el Creador. En este sentido, la moral se funda en la belleza de las acciones que se perpetúan hasta formar parte de la propia naturaleza o ‘fıtrat/Esencia’. En el Islam, la moral no es independiente de la ley; al contrario, si bien la ley respalda a la moral, es la moral la que encamina a la ley…”. Estas palabras, expresadas por el profesor Faruk Beşer, resultan fundamentales. Añade: “Creo que aquí radica nuestra diferencia con Occidente: en Occidente, la ley precede a la moral. Tras cumplir la ley, ser moral o no queda a discreción de cada individuo. En nuestra tradición, en cambio, la esencia es la moral. La moral se vincula prioritariamente con Dios, y el cumplimiento de la ley no agota nuestras obligaciones. Lo primordial es la devoción a Dios, aun cuando uno esté a solas y se exprese únicamente a través de los actos del corazón. Y es que la verdadera esencia de la moral se ubica en las obras del corazón…”.[3]

Estas reflexiones ofrecen un panorama sumamente interesante, que merecería un análisis detenido sobre la relación entre moral y derecho, así como las diferencias entre el mundo musulmán y el occidental. Sin embargo, en el contexto de este texto, me limito a subrayar la relevancia de abordar la política en conjunción con la moral, que parte del corazón y se traduce en acción. La cita del profesor Beşer nos sirve para situar precisamente la conexión entre la moral y el corazón.

Tal como afirmé en mi artículo anterior, titulado “La moral es revolucionaria”, desde mi juventud he defendido que la política y la moral deben considerarse de forma conjunta. Por ejemplo, he proclamado que “la medida del éxito político para quien tiene un sentido de responsabilidad hacia el ser humano, la sociedad y los valores, no debe ser la victoria a toda costa, sino la fidelidad a la moral, sin importar el precio”. Al igual que cualquier musulmán, intuí desde el primer momento aunque de manera difusa la necesidad de regir la política por criterios morales. Pero mientras no se establezca un nexo directo entre la moral y el corazón, la complejidad de la condición humana no se capta plenamente y el problema no se delimita con nitidez.

Cuando comprendí que la fuente de la moral reside en el corazón y que la compasión constituye la virtud fundamental de éste, pude formular con más claridad lo que en su día sólo vislumbraba. Así, las tesis que sostuve durante años, incluidas las que expongo en estas líneas, adolecían de dos problemas. En primer lugar, no explicaban con suficiente precisión el origen de la moral, lo que hacía menos convincente la idea de que política y moral son inseparables y que debemos aspirar a una “política moral”. Además, se tendía a enfocar la moral por separado del desarrollo espiritual del individuo. En segundo lugar, concebíamos la justicia como el sentimiento interno que armonizaba moral y política, y no como una de las múltiples virtudes que conforman la moral. Esa visión resultó inadecuada.

La perspectiva que defiendo ahora entiende la justicia no tanto como un estado emocional que equilibra internamente, sino como una virtud diferente que surge cuando las demás virtudes morales se hacen presentes en la conducta. Asimismo, la compasión posee un cariz tanto moral como jurídico y social. Sostengo que la raíz de la moral se asienta en el corazón espiritual que nos vincula con lo Sagrado y que, en virtud de esta cualidad espiritual, los seres humanos somos ontológicamente morales. Cada persona y cada cultura exponen su propia “coreografía” moral, aunque con elementos comunes y universales. Vista así, la moral se revela como un factor revolucionario. Y comprendo, con nitidez creciente, que la ruptura entre política y moral procede de la lejanía espiritual de la carencia de madurez en el corazón de las personas. Años atrás, creía que con mayor y mejor política resolveríamos los problemas y construiríamos un mundo más justo. Pero ahora veo cuán peligroso resulta sobrevalorar la política sin una maduración moral y espiritual: conduce, inexorablemente, al distanciamiento de la moral y a la putrefacción del ámbito político. Este convencimiento me genera profunda inquietud.

[1] Para profundizar en cómo Levinas pudo terminar legitimando ciertas políticas opresoras, véase la obra Aşk Her Şeyi Affederse: Teknomedyatik Dünyada Aşk ve Ahlâk (pp. 198-200). Además, para un acercamiento más sistemático a nuestro interés intelectual por Levinas, consúltese: http://www.erolgoka.net/benim-levinasim/.

[2] Véase André Comte-Sponville, Büyük Erdemler Risalesi, trad. I. Ergüden, Editorial İletişim, 5.ª ed., 2019, p. 14 (Introducción de Tülin Bumin).

[3] Faruk Beşer, “Ahlâksız Adam” (El hombre sin moral), diario Yeni Şafak, octubre de 2015, https://www.yenisafak.com/yazarlar/farukbeser/ahlâksiz-adam-2022188.

Erol Göka

Prof. Dr. Erol Göka
Nació en 1959 en Denizli, Türkiye. Está casado y es padre de cinco hijos. En 1992 obtuvo el título de profesor asociado en psiquiatría y en 1998 fue nombrado jefe de la Clínica de Psiquiatría del Hospital de Formación e Investigación de Ankara Numune. Actualmente, es el responsable de formación y administración de la Clínica de Psiquiatría del Hospital de la Ciudad de Ankara, adscrito a la Facultad de Medicina de la Universidad de Ciencias de la Salud.

Es miembro del consejo editorial de la revista Türkiye Günlüğü y forma parte de los consejos consultivos de diversas revistas en los campos de la medicina y las ciencias humanas. Por su libro "Comportamiento de Grupo en los Turcos", recibió en 2006 el premio "Intelectual del Año" otorgado por la Unión de Escritores de Türkiye. En 2008, se le concedió el Premio de Ciencia y Estímulo Ziya Gökalp por parte de los Türk Ocakları (Hogares Turcos).
Web: erolgoka.net
Correo electrónico: [email protected]

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