Una Perversión Extraordinaria: El Sacrificio Infantil

Así como el pueblo del antiguo reino de Judá ofrecía sacrificios humanos, el pueblo del Judá contemporáneo ha aprobado ya sea con desenfreno o con silencio cómplice el sacrificio de veinte mil niños. Desde plataformas instaladas en la frontera, observan con binoculares y se deleitan colectivamente mientras escuchan los gritos de los niños sacrificados en Gaza, burlándose de su dolor. La semejanza entre esta aberración y los antiguos devotos de Moloc hiela la sangre: ambos encarnan una misma idolatría de la crueldad, un culto sacrílego que convierte la muerte inocente en espectáculo.

מולך (Mólek)

“No hallarás descanso ni refugio entre las naciones. Allí sólo tendrás un corazón tembloroso, desesperanza y ojos cansados de mirar en vano.”
Deuteronomio 28:65

Se cuenta que Dios envió numerosos profetas al pueblo de Israel para mostrarles el camino recto. Sin embargo, tal como lo relata la propia Torá, los reyes, los ricos y los sacerdotes hebreos se desviaron una y otra vez hacia la perversión, desoyendo los mensajes divinos e incluso asesinando a varios de esos profetas.

Entre esas abominaciones, la más conocida fue el sacrificio de niños a los ídolos.

En el Libro de Jeremías, Dios declara:
“Han erigido altares en el Tófet, en el valle de Hinom, para quemar en el fuego a sus hijos e hijas… algo que yo no les mandé, ni me pasó por la mente.” (Jeremías 7:31)

La ira de Dios ante semejante práctica fue tan grande que rechazó sus súplicas:
“Hasta hoy se contaminan al ofrecer sus hijos en el fuego y presentar sacrificios a sus ídolos… Por eso no les responderé.” (Ezequiel 20:31)

No obstante, la inclinación de los israelitas hacia la idolatría y su obstinación nunca cesaron.

El Reino de Judá, dentro de los muros de Jerusalén, se hallaba preso de una maldición que lo devoraba desde adentro. En el monte Sión, junto al sagrado Heikhal dedicado a Yahvé, los mismos reyes y sacerdotes levantaban otro templo: el Tófet, consagrado a Mólek, donde se ofrecían niños en sacrificio. Los templos malditos que el rey Manasés erigió para Mólek, Baal e incluso Astarté, en busca de prosperidad infinita, ganancias perpetuas y victoria absoluta, se alzaban en el valle de Ge-Hinom (actualmente un parque en Jerusalén). Este lugar cuyo nombre dio origen a la palabra “Gehena”, utilizada posteriormente por el cristianismo y el islam para designar el infierno simboliza la degeneración espiritual de un reino que, habiendo conocido la verdad, decidió adorar el fuego en lugar de la justicia.

El rey Manasés, único hijo del rey Ezequías, ascendió al trono de Judá a la edad de doce años y reinó durante cincuenta y cinco años. A lo largo de su gobierno, movido por la ambición de poder, prosperidad y riquezas de oro y plata, se dice que ofreció miles de niños en sacrificio a los ídolos Mólek y Baal. De modo semejante, el rey Ajaz de Judá también sacrificó a sus hijos a los ídolos. Los reyes, en su afán de complacer a las divinidades paganas y obtener más bienes, más dinero y más victorias, llegaron incluso a ofrecer a sus propios descendientes. Algunas fuentes sostienen que en aquellas ceremonias aberrantes el número total de niños sacrificados alcanzó los veinte mil.

Mólek ocupaba un lugar central entre los reyes y el pueblo del antiguo reino de Judá. Según diversas tradiciones, las víctimas ofrecidas a esta deidad eran niños de entre siete y diez años, preferentemente el primogénito varón y sin defecto alguno; otras versiones mencionan que también se ofrecían jóvenes doncellas.

El sacrificio se realizaba en el Tófet del valle de Ge-Hinom, en el interior de una gigantesca estatua de bronce que representaba a Mólek. Aquella figura constituía una de las obras más monumentales de la metalurgia de la época. Visible desde todos los puntos del valle, la brillante superficie de bronce del ídolo inspiraba tanto terror como fascinación.

Aunque no se conservan datos precisos sobre sus dimensiones, se estima que la estatua de varios metros de altura poseía una cabeza de becerro descomunal, los brazos extendidos hacia el cielo y un complejo sistema interno de compartimentos y mecanismos. En la zona abdominal se hallaba una gran cámara de combustión, y en los niveles inferiores se disponían distintas estancias de oración y ofrenda, jerarquizadas según la importancia del sacrificio. Dado que el sacrificio infantil era raro y excepcional, los sacerdotes aceptaban también otros tributos: monedas de oro o plata, animales menores y mayores, granos o productos artesanales. Así, el culto a Mólek llegó a constituir una economía autosuficiente en sí misma. Sin embargo, difícilmente habría perdurado sin el apoyo y la connivencia de los reyes de Judá.

Las cámaras exteriores estaban destinadas a quienes ofrecían dones menores, mientras que el santuario central el más sagrado acogía a los que entregaban a un niño, considerados los devotos más dignos de ser escuchados por la divinidad.

Antes de cada sacrificio, en la cámara ígnea del ídolo se encendía un fuego colosal que ardía durante siete días, hasta que el bronce entero se tornaba incandescente. Entonces, un acre olor metálico y a carne quemada se extendía por el valle y por toda la ciudad. Durante el rito, era esencial que de las fosas nasales del ídolo saliera humo y de su boca brotaran lenguas de fuego. Para alimentar aquellas llamas se empleaban maderas aromáticas traídas de los bosques del Líbano, junto con troncos y carbones especiales tratados con betún y agua para prolongar su combustión. Existían trabajadores especializados en esta tarea, y una parte significativa de las ofrendas se destinaba a su manutención y salario.

Los sacerdotes del templo de Mólek organizaban, en los días de sacrificio, fastuosas ceremonias acompañadas de vino de miel traído del valle del Jordán, banquetes de carne ofrecida en holocausto y danzas rituales. Aquellos sacrificios infantiles no eran únicamente actos religiosos del clero de Mólek y su panteón, sino celebraciones nacionales patrocinadas y financiadas por la propia monarquía de Judá; por ello, ningún gasto se consideraba excesivo.

Para los habitantes de Jerusalén y sus alrededores, las ceremonias del sacrificio infantil se convertían en un banquete de opulencia y en una ocasión para el desenfreno ritual, a menudo en compañía de las sacerdotisas consagradas a Astarté. Miles de aristócratas y mercaderes de Judá se congregaban junto al pueblo llano, bebían costosos vinos fenicios, entonaban himnos en honor a Mólek y participaban en aquel espectáculo de devoción y placer, convencidos de que, mediante el sacrificio, compraban a la divinidad la prosperidad y el bienestar que anhelaban.

Los sacerdotes del culto a Mólek, situados sobre plataformas ceremoniales, revestían al infante destinado al sacrificio con túnicas blancas, signo de pureza y consagración. Acompañaban el rito con himnos y plegarias que marcaban la transición del niño desde el ámbito humano hacia la esfera de lo sagrado. El momento del sacrificio constituía el clímax litúrgico de la ceremonia. En él, los sumos sacerdotes, investidos de autoridad ritual, depositaban la ofrenda sobre el símbolo material de la divinidad la estatua ardiente de bronce en un gesto que pretendía reproducir la unión entre el fuego divino y la carne mortal, metáfora de la purificación absoluta.

El acto, revestido de solemnidad y teatralidad, era prolongado deliberadamente mediante cantos, danzas y fórmulas litúrgicas, con el propósito de intensificar la experiencia colectiva de lo sagrado. Se creía que la validez del sacrificio dependía de la disposición emocional de quienes ofrecían la ofrenda, especialmente de la madre, cuya aceptación debía expresarse sin llanto ni resistencia, en señal de fe plena en la divinidad.

Para garantizar el orden ritual y acallar cualquier expresión de duelo, coros sacerdotales hacían resonar los cuernos (shofarim) y los tambores (tofím), generando un estruendo sagrado que simbolizaba la comunión entre el dolor humano y la trascendencia divina. A través de este sonido ritual, la comunidad participaba del sacrificio, transformando el sufrimiento en un acto de devoción colectiva.

La obtención de las víctimas destinadas al sacrificio representaba uno de los aspectos más problemáticos del culto a Mólek. Los sacerdotes aspiraban a ofrecer a la divinidad hijos de familias influyentes, considerados los más dignos por su pureza y linaje; sin embargo, conseguir tales ofrendas resultaba cada vez más difícil. Como respuesta, las élites sacerdotales y económicas desarrollaron un sistema de sustitución que implicaba la adquisición de niños de extracción humilde.

Con el tiempo, las capas más pobres de la sociedad viudas, campesinos y habitantes de los márgenes urbanos se vieron involucradas en un circuito ritual-económico donde los hijos eran entregados a cambio de dinero o víveres. La administración del templo y los funcionarios reales supervisaban el proceso, que combinaba coacción, necesidad y creencias religiosas profundamente arraigadas.

A lo largo de los siglos, la persistencia de aquel culto aberrante quedó sellada en las cenizas y los ecos del valle de Hinom, donde los sonidos de los cuernos y los tambores intentaron acallar los gritos de los inocentes. En la memoria del mito, aquel horror se convirtió en una maldición que perseguiría no a un pueblo, sino a toda humanidad que ofreciera vidas puras en el altar del poder y la prosperidad.

Esa maldición simbólica representa la herencia de un antiguo Tófet: un lugar donde la ambición y la idolatría del dominio erigieron templos sobre la inocencia sacrificada. En su trasfondo arde una advertencia eterna: cuando el ser humano confunde la fuerza con la divinidad y el éxito con la justicia, reconstruye una y otra vez el mismo altar donde la vida pierde su sentido sagrado.

Los siglos pasaron, y con ellos la historia humana siguió repitiendo sus antiguos extravíos. El tiempo cambió los nombres de los reinos y de los dioses, pero no la inclinación del hombre a ofrecer vidas inocentes en los altares del poder y de la seguridad.

Desde el valle simbólico de Ge-Hinom aún resuena un clamor de vergüenza que atraviesa las edades: la voz de los niños sacrificados, convertida en una advertencia universal no toquéis a los niños.

El mito de los antiguos sacrificios, reinterpretado en la modernidad, nos recuerda que cada vez que la razón de Estado, la ambición o la guerra reclaman víctimas indefensas, se reconstruye un nuevo Tófet. Así, la historia humana parece condenada a repetir, bajo formas distintas, el mismo acto de ofrenda: entregar la inocencia al fuego de sus propios ídolos.

Del mismo modo que los antiguos adoradores de Mólek intentaban acallar los gritos de sus víctimas con el estrépito de los tambores, las estructuras de poder modernas buscan silenciar las voces del sufrimiento mediante el ruido mediático y la retórica del derecho internacional. En ambos casos, la muerte colectiva se reviste de justificación moral y se presenta como una necesidad estratégica o una exigencia de seguridad.

El principio ético que subyace en esta lógica la ofrenda de vidas inocentes en aras del interés material y de la preservación del orden constituye una constante trágica de la historia política y religiosa. La misma fórmula moral que guiaba a los reyes de la antigüedad y a los sacerdotes de Mólek parece reproducirse en la modernidad: la subordinación de la inocencia al culto del poder.

Resulta inquietante comprobar cómo, a través de los siglos, las multitudes pueden aceptar, con júbilo o con silencio, la repetición de los mismos sacrificios simbólicos. Las imágenes de quienes observan desde la distancia el dolor ajeno, transformando la tragedia en espectáculo, evocan la frialdad ritual de los antiguos mitos del fuego y del ídolo. Esa semejanza, más allá de toda religión o nación, constituye una advertencia universal: cada vez que la humanidad contempla sin compasión el sufrimiento de los niños, revive los ecos más oscuros de su propia historia.

La historia, a través de los milenios, continúa clamando a la humanidad por medio de la Torá, del Evangelio, del Corán, y de todas las lenguas y culturas, sagradas o profanas, que el ser humano ha creado una misma verdad: el valle de Ge-Hinom no es un lugar geográfico, sino el punto de colapso de la conciencia humana.
Y ese punto, hoy, se llama Gaza.

Engraving of «Molech» published in «The Story of the Bible from Genesis to Revelation» Published by Charles Foster in 1883. The engraving is now in the public domain.

Conclusión

Resulta improbable pensar que los dirigentes modernos rindan culto directo a Mólek o que se inspiren conscientemente en él. Sin embargo, el camino psicológico seguido por los antiguos reyes que traicionaron a YHWH la tendencia a sacrificar los preceptos sagrados, las normas morales y, finalmente, las vidas inocentes en nombre de la seguridad absoluta o del interés material podría persistir como una sombra cultural e histórica.

Esta sombra no pertenece a la religión, sino a la degradación ética del poder: a la peligrosa herencia de justificar lo inhumano mediante la razón de Estado. En este sentido, su crítica pone de relieve con claridad la posibilidad de que una antigua fragilidad moral resuene trágicamente en los conflictos contemporáneos, revelando cómo la historia transforma los mitos del sacrificio en dramas políticos de nuestro tiempo.