Roma Musulmana: Sublime Estado Otomano Y La Nación Sinfónica

Los Estados-nación actuales pueden permanecer o pueden surgir nuevos, pero estos son solo los cimientos necesarios para la construcción del futuro. Lo que realmente dará forma al porvenir será la gran estructura que la nación sinfónica resucitará como una civilización humana: el objetivo del Sublime Estado Otomano (Devlet-i Âliyye), la Roma Musulmana. La esencia y el corazón de esta civilización es la República de Türkiye. Su geografía se extiende por la cuenca Mesopotámica-Mediterránea, pero no tiene fronteras. Posee muchas banderas, pero su símbolo común es la media luna y estrella roja. Su religión es la Justicia, su nación es la nación de Abraham, su centro espiritual es Anatolia, su capital es Ankara y su sede imperial es Dar es-Salam, es decir, Estambul. En su entrada se lee: "Protector de los oprimidos, bienvenido al Sublime Estado Otomano ".
marzo 9, 2025
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Los Estados-nación actuales pueden permanecer o pueden surgir nuevos, pero estos son solo los cimientos necesarios para la construcción del futuro. Lo que realmente dará forma al porvenir será la gran estructura que la nación sinfónica resucitará como una civilización humana: el objetivo del Sublime Estado Otomano (Devlet-i Âliyye), la Roma Musulmana. La esencia y el corazón de esta civilización es la República de Türkiye. Su geografía se extiende por la cuenca Mesopotámica-Mediterránea, pero no tiene fronteras. Posee muchas banderas, pero su símbolo común es la media luna y estrella roja. Su religión es la Justicia, su nación es la nación de Abraham, su centro espiritual es Anatolia, su capital es Ankara y su sede imperial es Dar es-Salam, es decir, Estambul. En su entrada se lee: «Protector de los oprimidos, bienvenido al Sublime Estado Otomano «.

«No se puede llegar a ningún lado con los coches del pasado.» Maksim Gorki

Cemal Süreya dijo de Ziya Gökalp: «Cuanto más mira hacia atrás, más integrador es, pero cuando mira hacia adelante, su visión está vacía». Türkiye, en su proceso democrático de transformación del viejo orden institucional, se enfrenta a una realidad: muchas figuras políticas e intelectuales del país carecen de una visión clara y estructurada del futuro, como si estuvieran atrapadas en esta elegante definición.

El antiguo orden se definía por la negación del pasado y la incertidumbre sobre el futuro, sumido en la urgencia de salvar el presente. Y las mentes que aún no han logrado escapar de este pasado tampoco saben cómo hablar del mañana. Sin embargo, el «día» ya ha sido salvado: un siglo ha pasado desde el gran colapso, y es momento de mirar hacia adelante.

La esencia del proceso: Normalización

El proceso de democratización, que también incluye la resolución de la cuestión kurda, permitirá restablecer una confianza colectiva que permita a la nación proyectarse nuevamente hacia el futuro. Este proceso es, en el sentido más pleno del término, una normalización. Lo anormal era la antigua Türkiye, con una política interior y exterior basada en el miedo y en privilegios. El objetivo final debe ser la institucionalización de un orden democrático e igualitario que transforme esta estructura y fortalezca a la nación en todos sus aspectos.

Es fundamental recordar que el proceso de transformación no dará frutos plenos y completos hasta al menos una generación más adelante. En este contexto, el período actual debe atravesarse con el menor costo, el menor conflicto, la menor tensión y, sobre todo, con el menor margen de error posible. Porque las verdaderas y más grandes tareas vendrán después. La fase actual representa la limpieza del terreno, la consolidación de la apropiación del Estado por parte de la nación; pero, al mismo tiempo, exige que todos los elementos del pueblo sean fortalecidos, que su energía acumulada se canalice correctamente y que las lecciones de las experiencias vividas, tanto buenas como malas, sean aprovechadas para consolidar la voluntad fundacional de un orden más justo y libre.

La ‘Energía’ Social De Oriente Medio

Si categorizamos a las antiguas comunidades del mundo islámico en términos étnicos, los turcos, árabes e iraníes se encuentran luchando bajo un asedio imperialista en un esfuerzo constante por preservar su existencia. Mientras tanto, comunidades jóvenes y dinámicas como los kurdos, albaneses, palestinos y pastunes, que buscan emerger con mayor protagonismo en la escena histórica dentro de la umma, pueden compararse con nuevas fuentes de energía. Sin embargo, debido a la ausencia de las condiciones adecuadas para organizarse bajo una estructura superior, estos pueblos han recurrido a la primera forma de expresión y organización que encontraron: el nacionalismo. Estas comunidades no experimentaron directamente la caída del Imperio Otomano, sino que vivieron su colapso de manera indirecta. Como resultado, aunque conservan una energía latente que podría movilizarse en favor de la umma, han pasado todo el siglo XX percibiéndose bajo una amenaza existencial, lo que los ha llevado a un esfuerzo adicional de supervivencia.

Desde esta perspectiva, en lugar de embarcarse en una gran confrontación con Occidente en nombre de la umma, estas comunidades han optado por acciones localizadas, muchas veces autodestructivas, priorizando su propia lucha por la existencia sobre cualquier otra consideración. Sin embargo, a lo largo de la historia, ningún pueblo ha entrado en la escena política simplemente por su propia voluntad. En el siglo XX, por ejemplo, el destino de muchas naciones y Estados fue determinado por la voluntad de figuras como Stalin, Churchill y Wilson.

Para superar el trauma posotomano que ha marcado al mundo islámico en general y a la cuenca Mesopotámica-Mediterránea en particular, es indispensable una gran estructura que permita a todos los pueblos históricos de la región caminar nuevamente hacia un destino común. Para evitar que el futuro de nuestra región quede a merced de las estrategias de las grandes potencias, la construcción de un gran poder regional es inevitable. En este sentido, la reorganización de Türkiye, el mundo árabe, el Cáucaso, los Balcanes, África y Asia Central bajo una voluntad histórica común representa la mayor garantía para nuestro futuro. Solo una voluntad de esta magnitud puede unir las energías sociales de todos los pueblos en un proyecto superior, canalizando sus aspiraciones de existencia en una dirección constructiva en lugar de reprimirlas.

Quien aspire a llevar a cabo esta misión debe volver la vista a la historia para encontrar su propio fundamento.

El período conocido como la era selyúcida simboliza la organización, en favor de la umma, de la energía turca descubierta por la inteligencia islámica profunda a través de la élite abasí. La lucha de las tribus turcas por emerger en la historia a través de conflictos internos generó una dinámica de existencia y conquista que, gracias a los cauces abiertos por la inteligencia árabe, sentó las bases de un gran imperio.

Cuando los turcos llegaron por primera vez a la región, su identidad nómada los hizo objeto de desprecio por parte de aristocracias locales decadentes, que los veían como bárbaros y esclavos. Tanto los dirigentes iraníes como los árabes y bizantinos los consideraban una amenaza. Sin embargo, el califato abasí, con gran sensatez y visión, optó por integrarlos en lugar de marginarlos, brindándoles un papel honorable acorde con sus capacidades. Gracias a esta estrategia, la voluntad común de árabes, iraníes, turcos y kurdos se cristalizó en el Estado selyúcida, salvando al mundo islámico de una desaparición inminente.

De manera similar, la tribu turca de los Kayı, fundadora del Imperio Otomano, se fortaleció rápidamente gracias al respaldo de la clase media musulmana y cristiana de Anatolia, que sufría la inestabilidad del período de anarquía, así como de la nobleza ortodoxa bizantina, que tras la invasión latina de 1204-1270 había quedado a merced de una oligarquía católica corrupta. Así, los otomanos emergieron, por un lado, como nobles guerreros que liberaban a los ortodoxos griegos de la opresión de los señores feudales latinizados de Anatolia occidental y, por otro, como la fuerza islámica que blandía su espada contra los infieles en lugar de desperdiciarla en conflictos internos entre principados musulmanes.

El rápido ascenso de los otomanos, al igual que el de los selyúcidas, fue posible gracias a la existencia de una inteligencia social y política previa que les allanó el camino y creó las condiciones para canalizar positivamente su energía. Así, el Imperio Romano de Oriente se transformó en la Roma Musulmana.

La élite imperial del Imperio Otomano, conocido posteriormente como Sublime Estado Otomano, integró en su estructura de poder a kurdos, armenios, circasianos, albaneses y árabes con misiones fundamentales, convirtiéndolos en parte legítima del Estado y su proyecto de civilización durante las épocas de Mehmet II, Selim I y Solimán el Magnífico. Del mismo modo, los tártaros de Crimea, griegos, serbios y búlgaros vivieron bajo el Imperio Otomano los períodos de mayor libertad y desarrollo de su historia.

En este contexto, la actual crisis del siglo XX, que aún perdura y que puede considerarse un nuevo período de anarquía, debe afrontarse con la misma perspectiva que en los siglos XI, XV y XVII. Las comunidades que aún conservan la energía viva del mundo islámico y de la Roma oriental deben ser evaluadas con una visión de largo plazo, independientemente de su identidad étnica o ideológica, para encontrar formas de canalizar esta energía en un papel histórico positivo para todo el mundo romano-musulmán.

En este sentido, el fenómeno kurdo debe abordarse con una perspectiva más amplia que la de la estructura estatal tradicionalista, marcada por la miopía y la exclusión. Es necesario un enfoque integrador, basado en el acervo histórico y en una voluntad de unidad, que vaya más allá de un simple discurso de hermandad vacía y se convierta en un verdadero proyecto de civilización.

La Esencia Del Problema: Los Estados Falsos

Como es bien sabido, el sistema del Imperio Romano de Oriente-Bizancio se basaba en el equilibrio entre los pueblos armenios y griegos en Anatolia, y entre los búlgaros y serbios en los Balcanes. Tras la conquista de Constantinopla, el Imperio Otomano mantuvo este equilibrio mientras, en paralelo, creaba una nueva estabilidad con los pueblos musulmanes. En Anatolia, posicionó a las tribus turcomanas y kurdas como un contrapeso a armenios y griegos, mientras que en los Balcanes, utilizó a los turcos de Karaman, a los albaneses y a los bosnios para equilibrar a griegos, búlgaros y serbios. En conjunto, esta política de equilibrio no solo fortalecía la estructura interna del Imperio, sino que también representaba una barrera contra Irán en el Este y contra el mundo católico liderado por el Vaticano en el Oeste.

Bizancio perdió su dominio en Anatolia debido a la división y el conflicto entre armenios y griegos. En sus últimos días, el Imperio Otomano, por su parte, perdió a los armenios y griegos a manos de las potencias occidentales y trató de mantener el equilibrio en Anatolia utilizando a tribus kurdas y circasianas, especialmente contra los armenios. En Occidente, griegos, búlgaros, serbios y albaneses, arrastrados por la ola del nacionalismo, se fragmentaron en pequeños principados creyendo que estaban construyendo sus propios Estados.

A pesar de la proliferación de estos Estados artificiales establecidos por las potencias victoriosas de la Primera Guerra Mundial, Türkiye se erigió sobre una nueva demografía y equilibrio en Anatolia. La República, en su esencia, se apoyaba en la demografía kurdo-turcomana para asegurar la existencia del último territorio patrio. Sin embargo, la imposición de identidades étnicas de inspiración europea y la perspectiva estrecha del Estado-nación destruyeron la tradición milenaria de la nación y envenenaron a los pueblos con el nacionalismo. Como lo expresó Eric Hobsbawm: «El nacionalismo requiere creer fervientemente en algo que claramente no es cierto». Así, las identidades turca, kurda, árabe, albanesa y circasiana fueron reinventadas sobre bases nacionalistas y enfrentadas entre sí. No solo su contenido, sino incluso sus definiciones mismas fueron un invento occidental.

El resultado fue la fragmentación de nuestra propia geografía, historia, creencias y tradiciones mediante la imposición de Estados, ideologías, identidades étnicas y políticas que nos eran ajenas. Comenzó así la era de los principados modernos, debilitados y enfrentados entre sí en beneficio de Occidente. Tal como la latinización y la fragmentación del Imperio Romano de Oriente tras la invasión cruzada de 1204, la latinización regresó con el nombre de occidentalización tras la década de 1920.

Los vencedores de la Primera Guerra Mundial se apoderaron de Mosul y Kirkuk, al tiempo que dividieron a los kurdos en cuatro partes, utilizándolos como herramienta de chantaje contra la nueva Türkiye. Alimentaron los temores de división y colapso de las élites republicanas, inculcando en ellas una reacción reflejo que convirtió a los kurdos en el centro de sus preocupaciones. Con esta estrategia, las potencias occidentales lograron gobernar tanto a los kurdos como al propio Estado turco, presentándose como agitadores del nacionalismo kurdo mientras incitaban al Estado contra los kurdos.

La República nunca pudo establecer una relación sana y positiva con los kurdos. Sus políticas en torno a la religión y el alevismo reflejaban una visión que veía a los kurdos como una amenaza, una continuación del temor al separatismo armenio. En el trasfondo de esta postura se encontraba el miedo a que la reubicación de los armenios fuera vengada a través de los kurdos, junto con la sospecha de que Irán podría utilizar a los kurdos contra Türkiye.

Por esta razón, el régimen republicano pasó gran parte de su existencia en un esfuerzo por reconquistar y controlar Anatolia. Su poder militar, político y cultural se concentró en la supresión del Este, en cuyo centro se encontraban los kurdos, buscando erradicar su lengua y cultura al tiempo que enfrentaba la religiosidad rural con una perspectiva orientalista heredada de Occidente. De esta manera, la República creó su propia «cuestión oriental», imitando el enfoque colonialista europeo hacia el mundo islámico.

El proceso de nacionalización iniciado en la República como un intento de adaptarse al nuevo régimen fue, paradójicamente, el mayor obstáculo para la creación de una nación real. Al redefinir a la nación, no solo intentó occidentalizarla para garantizar su seguridad o modernización, sino que también homogeneizó su estructura étnica en términos culturales. Para ello, reformó la identidad turca, transformándola en una versión «ladina-turquizada», al tiempo que secularizaba su carácter religioso para que no representara una amenaza para Occidente ni para el proyecto de occidentalización.

El resultado final fue un orden basado en un nacionalismo que no confiaba en su propia nación, una república que no confiaba en su propio pueblo, un partido popular sin respaldo popular y un sistema que vivía en un estado de miedo perpetuo hacia el futuro.

La Esencia De La Solución: La Gran Estructura De Roma Musulmana- Sublime Estado Otomano

No se debe olvidar que ningún nuevo paso podrá darse sin transformar la raíz del problema: los falsos Estados impuestos a nuestros pueblos tras la caída del Imperio Otomano, convertidos en estructuras de autocolonización dependientes de Occidente.

El verdadero dinamismo que une a la nación no es una identidad étnica, religiosa o sectaria, sino un Estado justo y común: el Sublime Estado Otomano. Es fundamental recuperar la conciencia de un Estado integral, equitativo y soberano, que devuelva la autoridad a la nación, en lugar de permanecer como una entidad separada de su esencia y entregada como rehén a Occidente. Este será el primer paso para la resolución de todos los problemas.

La cuestión kurda también encontrará su solución con la eliminación de las potencias occidentales que la han instigado, así como de los colonizadores internos que han colaborado con ellas, en el proceso de restauración de este Estado histórico.

En este sentido, en lugar de seguir enfrascados en debates sobre turquismo, kurdismo, nación o nacionalidad, es imperativo plantear una discusión sobre la verdadera esencia del Estado. Pues la religión, raza, secta o ideología del Estado histórico y legítimo de esta geografía no es otra que la libertad, el derecho y la justicia. La Roma Musulmana es el vientre materno de toda la región y el nombre del Estado que representa la libertad y la justicia.

Por tanto, discutir la justicia, la supremacía del derecho, las libertades y la ética de la humanidad es un enfoque infinitamente más productivo que enredarse en conflictos identitarios basados en categorías sociales como turquismo, kurdismo, arabismo, alevismo o sunnismo. Porque un verdadero Estado que vele por la justicia será, al mismo tiempo, una gran Türkiye, un Kurdistán, un Irak, una Siria, una Palestina, una Arabia, un Azerbaiyán, una Georgia, una Circasia, una Albania, una Bulgaria, una Grecia, una Armenia, una Bosnia… Así podremos devolver a Wilson, Stalin y Churchill todos sus Estados falsos.

El colapso que comenzó con la derrota de Navarino, continuó con la tragedia de los Balcanes, fue decidido en la Conferencia de Reval y culminó con la fragmentación de nuestras fronteras bajo los acuerdos de Sykes-Picot, solo podrá revertirse con una visión amplia que abarque la totalidad del problema y comprenda la necesidad de cerrar definitivamente el paréntesis de la «cuestión oriental».

Nacionalización Sinfónica

La raíz social de la concepción de un Estado justo es la conciencia de una nación sinfónica. Una comprensión de la nación con múltiples voces, adecuada a la diversidad de nuestras sociedades, y una estructura estatal superior que la administre, constituyen la base de todas las soluciones. La creencia de que se puede garantizar la unidad y la cohesión añadiendo etiquetas étnicas al concepto de nación, y homogeneizando así a la sociedad, condujo a que el siglo XX transcurriera en medio de guerras civiles de baja intensidad, provocando decenas de miles de muertes y miles de tragedias, injusticias, masacres y traumas.

Resulta desgastante que, como si nada hubiera sucedido, algunos todavía propongan el mismo argumento como solución, intentando mantener unida a una sociedad multiétnica a través de nociones de carácter étnico. Tal miopía, que se presenta a sí misma como nacionalismo o amor a la patria, ya no merece ni siquiera ser debatida. Dado que el concepto de nación y el proceso de nacionalización fórmula de la burguesía de los siglos XIX y XX para derrocar a los imperios agrario-militares han perdido gran parte de su vigencia, y mientras en Oriente y Occidente ya se discuten la integración regional, la conformación de bloques supranacionales o incluso la teoría de la ciudadanía global, carece de sentido seguir subidos a los carros del pasado para hablar del futuro.

Este reflejo de considerar cada nueva propuesta o idea como un ataque destinado a eliminar la turquidad (o la kurdidad) asume que tales identidades son valores fijos, inmutables y atrapados en un círculo vicioso. Sin embargo, nada es eterno si no se renueva, lo cual se aplica tanto a las sociedades como a los Estados.

La nación, sea como sea, permanece durante un tiempo como realidad política del siglo XX. Nadie puede anularla voluntariamente. Las entidades políticas se configuran, se transforman, evolucionan o desaparecen en el curso de los procesos histórico-eco-políticos. Incluso discutir su desaparición es absurdo. No obstante, existen otras realidades: la convivencia, el reconocimiento de las diferencias, la unidad en la diversidad, la convivencia de lenguas y culturas, la protección y el desarrollo mutuos, la etnogénesis y su transformación en parte de un conjunto común. A esto se le llama “nación”. Si la nacionalización entra en contradicción con esta realidad, surge un problema. Türkiye, de hecho, ha completado con éxito su proceso de conformación nacional, pero no ha culminado su proceso de nacionalización. El conflicto se origina en la intención del Estado-nación de homogenizar a la nación.

Cualquier debate que no distinga entre nación y Estado-nación es incompleto y da lugar a malentendidos. La “nación turca” es una formulación oficial que encaja en el sistema internacional, y puede adoptar un modelo unificado y homogéneo o, como en muchos otros países, uno más flexible y plural. La República de Türkiye, debido a temores históricos, ha identificado la unidad y la estabilidad con la homogeneización, reprimiendo la identidad kurda y promoviendo la turquización. Por definición, la nación en el sentido de Estado-nación es un proceso administrativo centrado en el poder estatal, mientras que “nación” es un concepto histórico, cultural y religioso, una matriz que puede sobrevivir incluso sin el respaldo del Estado.

El intento de asimilar a kurdos y otras identidades étnicas bajo la etiqueta “turca” tal vez haya logrado forjar un tipo de unidad forzosa (al menos parcialmente), pero no ha garantizado la armonía y el orden. El concepto de “nación” no se define a partir del Estado y su etnia oficial, sino a través del Islam, que se ubica por encima de la etnia, el sectarismo o cualquier ideología. La raza, la etnicidad y la secta de la “nación islámica” son, en esencia, el propio Islam. Por eso, todo radicalismo turco, kurdo, nacionalista, laicista o sectario, se torna islamófobo. Aquellos sectores que arrastran los residuos de la colonización occidental detestan el Islam porque les ha impedido consumar plenamente la autocolonización que anhelan. La mayoría ni siquiera reconoce su rol, habiéndose alienado no solo del Islam, sino también de la historia y la identidad de estas tierras.

Türkiye es la sede natural de la nación islámica homogénea. La nación turca, el Estado turco y el ejército turco representan, en último término, la estructura oficial que acoge a kurdos, árabes, circasianos, georgianos, albaneses y el resto de los componentes de la “nación islámica” en Anatolia. Incluso el nacionalismo turco institucionalizado le debe su existencia y supervivencia al legado histórico de la nación islámica. El proyecto de crear una nación moderna pierde legitimidad y desestabiliza la convivencia cada vez que olvida este hecho o entra en conflicto con él.

La tragedia asociada a la “cuestión kurda”, lejos de ser un mero enfrentamiento entre separatistas y defensores de la integridad territorial, es la consecuencia de un empeño por forzar a la nación a encajar en el “lecho de Prosruktes”*, obedeciendo a un nacionalismo que choca con la esencia misma de la comunidad. Aun así, la razón de que el país no se haya fracturado y de que sea posible mantener un cierto orden en el marco democrático radica en la vitalidad de la conciencia de la nación islámica. Este hecho no puede ser dictado ni borrado por potencias como Inglaterra, Francia, Rusia o la OTAN. A pesar de tantos esfuerzos, Türkiye, como nación islámica, sigue unida en su diversidad. Para la mayoría que se considera parte de la nación islámica, no existe un “problema étnico”. En cambio, el nacionalismo turco se encuentra estancado ante la identidad nacionalista kurda, y el nacionalismo kurdo no halla salida frente al Estado-nación turco. Ambos tratan de forzar la existencia natural de la nación a amoldarse a una identidad nacional artificial que lleve a la fusión o a la secesión.

La propuesta de defender la estructura unitaria mediante una política estatal de nacionalismo turco ha alentado y exacerbado un error similar en el lado opuesto. El nacionalismo kurdo, al abogar por un Estado-nación kurdo, se ha rebajado de la nación islámica al nivel de la “tribu kurda”, pretendiendo un “hogar kurdo” gobernado por terratenientes y cabecillas kurdos. Es cierto que, a comienzos del siglo XX, los imperialistas que inventaron Estados nacionales para cada pueblo podrían haber creado también un Estado kurdo, dejando como herencia al presente otro foco de conflicto. Tal vez no vieron tan valiosa la región o consideraron que los kurdos eran demasiado religiosos y mantenían disputas con armenios y asirios, o quisieron asegurar problemas permanentes a cuatro Estados a la vez. Ahora, cuando el siglo XX toca a su fin y el nuevo milenio se define por dinámicas totalmente distintas, es razonable cuestionar cómo se satisfará la ambición extemporánea de ciertos nacionalistas kurdos.

Cuando un grupo humano no puede vivir de forma natural su condición étnica, surge un anhelo irrefrenable de retrotraerse a un “vientre materno” étnico. Si los kurdos no encuentran dicho refugio en otro lugar, es lógico que busquen cobijarse en su propia matriz, tal como sucedió con los turcos a inicios del siglo XX. Quien no se siente en casa, procura un nuevo hogar. Así es la realidad, y esto es lo que muchos que no son kurdos no quieren comprender.

El “hogar común”, el techo compartido, el vientre materno colectivo, solo pueden edificarse ampliando lo que ya existe y recuperando las dimensiones históricas. Quienes, desde una óptica nacionalista occidental, confunden esta expansión con un imperialismo territorial, acusan a este planteamiento de “osmanismo” y, sin embargo, no muestran la misma reacción ante las grandes estrategias de Estados Unidos, Israel, la Unión Europea, Rusia o Irán. Parecen sacralizar como definitivas e inviolables las fronteras trazadas por Sykes-Picot. Quizá sea parte de su trabajo, pero es evidente que estos sectores se oponen a todo lo que se sustente en la identidad turca, kurda, árabe o islámica, sembrando fronteras y minas de enemistad entre estos pueblos. Aquellos que, arrogándose el derecho de hablar en nombre del país, del Estado, de la República, del “ser turco” o del “ser kurdo”, se oponen a cualquier perspectiva política o propuesta de unión, no tienen legitimidad para opinar sobre el futuro de nuestro pueblo o de nuestra nación.

La “nacionalización sinfónica” consiste en limpiar con meticulosidad estas minas, preservando el acervo histórico de un milenio, nuestras experiencias compartidas y nuestro destino común, bajo el espíritu de la “nación islámica”. Dicho de otro modo, la nación islámica es el gran vientre materno, y quienes deciden apartarse del Islam no tienen lugar en ella. Sean creyentes o no, pertenezcan a otra secta o confiesen una fe distinta, todos aquellos que se identifiquen con la nación islámica son sus hijos. Quien, pese a ser musulmán, turco, kurdo, árabe, etc., no se reconozca en la nación islámica, queda fuera de ella.

Por ello, quienes desean un Estado-nación kurdo —que tienen derecho a ello siempre que no recurran a la violencia ni sirvan como agentes de potencias extranjeras— deben convencer a la nación islámica, no a las potencias imperialistas. Sin la aprobación de turcos, árabes, albaneses, circasianos o georgianos, no es factible la formación de una nueva entidad nacional basada en la etnia. Esto es precisamente lo que los nacionalistas kurdos no comprenden.

En esta región, las cosas no se resuelven a partir del “derecho de autodeterminación” de Wilson o Stalin, manipulando con carnadas divisorias. Los resultados se definen por la conciencia de supervivencia y el sentido de la existencia que la nación islámica ha forjado a lo largo de mil años de invasiones cruzadas y mongolas, guerras entre principados, conflictos sectarios, levantamientos fomentados por Irán y, por último, la devastación de la Primera Guerra Mundial. Quienes se separan de esta conciencia y utilizan como excusa los crímenes cometidos en nombre de un nacionalismo turco laicista no comprenden que la nación islámica, lejos de percibir estas injusticias como un motivo de separación, las ve como una razón para corregir errores y estrechar la unidad.

Desde esta visión, sin alterar la integridad de los Estados-nación actuales ni su validez en el sistema internacional, incorporando a los kurdos —excluidos tras la caída del Imperio Otomano— y reconociéndoles sus derechos políticos, culturales y administrativos, y extendiendo esta integración a los pueblos minoritarios cuyo destino se vincula con los de la región, sería más fructífero y creativo comenzar a debatir una estructura de integración supranacional que enfrascarnos en discusiones de raza, secta o religión. Ya no se trata de “o esto o aquello”, sino de “esto y aquello a la vez”.

La adaptación de los grupos y partidos que viven a costa de los kurdos a este proceso posibilitará la superación de la enemistad y la distancia entre kurdos, turcos y árabes, en memoria de nuestros hijos, víctimas de guerras sucias en las que nadie gana ni pierde, y abrirá espacios de debate libre en busca de fórmulas genuinas de convivencia en paz.

Solo en un ambiente así podrán afrontarse con mayor serenidad y realismo las ansias de derechos de los kurdos, así como el temor turco a la fragmentación. Llegado el momento, la animadversión hacia los términos “kurdo”, “kurdistan”, “turco” y “Türkiye” se reducirá a un recuerdo colectivo, fruto de errores que deben servir como lección.

El nacionalismo, en su vertiente de apego cultural e impulso comunitario, puede transformarse en una fuerza integradora y complementaria, en vez de fomentar la división. El siglo XX ha demostrado que los proyectos secesionistas de corte étnico o sectario, alentados por Occidente, perjudican a los pueblos a quienes dicen representar.

Es propio de Türkiye, heredera natural de la “Roma Musulmana”, reagruparse en torno a lo más antiguo y consolidar la unidad más firme para hacer frente a las nuevas invasiones globales que amenazan a la humanidad destruyendo todos los valores ancestrales.

En consecuencia, tanto el nacionalismo turco como el kurdo deben liberarse de la visión anacrónica en la que han sido encajonados y mirar al futuro con lucidez, distinguiendo entre lo posible y lo inviable.

Los actuales Estados-nación pueden subsistir, y es factible que surjan otros nuevos, pero no son sino los cimientos necesarios para construir el porvenir. Quien dará forma al futuro será la “gran estructura” el Sublime Estado Otomano, la Roma Musulmana que la nación sinfónica reconstituirá como civilización universal de la humanidad. Su esencia y su fortaleza interior es la República de Türkiye. Su ámbito se extiende por la cuenca Mesopotámica y Mediterránea, pero sin fronteras. Su bandera es múltiple, aunque comparte el mismo emblema de la medialuna y la estrella rojas. Su fe se llama justicia; su nación es la Nación de Abraham; su núcleo es Anatolia; su capital es Ankara y su sede imperial, Dar es-Salam, es decir, Estambul. A la entrada se lee: “Protector de los oprimidos: bienvenidos al Sublime Estado Otomano”.

Lo ya experimentado es lo más auténtico. “La historia no se repite, pero a veces rima”.

Solo en un país así, donde turcos, kurdos, árabes y otros pueblos convivan, será posible preservar las identidades étnicas, desarrollar y universalizar las lenguas y culturas, practicar la fe y los valores, y portar la identidad con orgullo y dignidad. De lo contrario, en caso de una conflagración global, la derrota y la aniquilación serían inevitables.

“El hombre puede consolarse de la desaparición del pasado; lo que no soporta es la pérdida del futuro.” (Amin Maalouf, Desorientados)

*El lecho de Prosruktes: Según la mitología griega, un monstruo llamado Prosruktes capturaba a sus víctimas y las colocaba en una cama. Si sobrepasaban el largo del lecho, las mutilaba; si eran más cortas, las estiraba. Es decir, obligaba a cada víctima a amoldarse a su medida.

Ahmet Özcan

Ahmet Özcan, cuyo nombre de registro es Seyfettin Mut, se graduó de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Estambul (1984-1993). Ha trabajado en publicación, edición, producción y como escritor. Fundó las editoriales Yarın y el sitio de noticias haber10.com. Ahmet Özcan es el seudónimo del autor.
Sitio web personal: www.ahmetozcan.net - www.ahmetozcan.net/en
Correo electrónico: [email protected]

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