¿Quién se resiste al abandono de las armas y por qué?

Las objeciones al abandono de las armas provenientes de círculos nacionalistas, de extrema derecha o cercanos a las propias organizaciones armadas no son racionales. Estas objeciones están profundamente vinculadas con la identidad, la memoria y los intereses políticos. Por lo tanto, las resistencias existentes o posibles deben abordarse con la misma seriedad que los esfuerzos de paz o desarme.

Es posible clasificar las resistencias que emergen durante los procesos de desarme en dos categorías. La primera incluye las reacciones de los sectores nacionalistas y de extrema derecha que se oponen tanto al inicio de negociaciones con grupos armados como al propio proceso de desarme. La segunda está compuesta por los grupos liderados por figuras vinculadas a las propias organizaciones que utilizan las armas como herramienta. Ambos sectores están formados por actores que han interiorizado características ideológicas y psicológicas propias del entorno del conflicto. Los procesos de confrontación, además de los costos que conllevan dolor, muerte, heridas permiten también la asimilación de una cultura basada en la enemistad, la venganza, la revancha y el deseo de aniquilación, que se perpetúa incluso después del cese de la violencia. La normalización es un escenario que esta cultura no puede digerir.

Como lo describe Pierre Clastres en La tristeza del guerrero salvaje, cuando la guerra termina, los héroes esperan recompensas por parte de la sociedad. Sin embargo, la sociedad solo reconoce al guerrero en tiempos de guerra; en tiempos de paz, prefiere que no interfiera. Esta tutela no realizada genera una profunda infelicidad en los combatientes.

Las reacciones hostiles observadas en Türkiye durante el proceso hacia una nación libre de terrorismo comparten una base psicológica similar. Los actores implicados tanto quienes dejan las armas como quienes promueven su abandono no presentan propuestas políticas concretas, proyectos alternativos ni visiones constructivas para sus respectivos sectores, más allá de reacciones emocionales al proceso. Parecen incomodados ante la perspectiva del fin de los hábitos adquiridos durante el prolongado conflicto del que han sido cautivos.

El primer grupo que reacciona con mayor vehemencia ante el abandono de las armas son los sectores nacionalistas y de extrema derecha. Aunque distintos en origen, estos dos términos representan reflejos en gran medida coincidentes. El nacionalismo parte de una perspectiva más secular y centrada en el Estado, mientras que la extrema derecha se define por su carácter etnoculturalmente excluyente. No obstante, en los procesos de solución y desarme, ambas posturas convergen en un mismo eje de resistencia.

Paradójicamente, las actividades terroristas de las organizaciones armadas refuerzan el discurso nacionalista y movilizan sentimientos de corte ultranacionalista en la sociedad. Cuando se inicia una búsqueda de solución o un proceso de abandono de las armas, la oposición de estos sectores se intensifica.

Para garantizar el éxito de los procesos de solución y desarme, es fundamental analizar las razones psicológicas, políticas e identitarias que subyacen a esta resistencia. También es necesario evaluar los riesgos que implican para la paz social y debatir las estrategias para su gestión adecuada.

Las raíces de la oposición nacionalista al abandono de las armas

En este marco, conviene detenerse en cuatro ejes fundamentales.

En primer lugar, la percepción de “traición” respecto a la unidad nacional. Los grupos nacionalistas y de extrema derecha suelen construir su identidad política sobre la santificación de la unidad nacional, la integridad territorial y una identidad nacional homogénea. Desde esta perspectiva, cualquier tipo de diálogo con organizaciones armadas se interpreta como una “legitimación de la traición” o una “cesión de soberanía del Estado”. La mera idea de negociar con un grupo que consideran terrorista o traidor no sólo criminaliza a dichos actores, sino también a los funcionarios públicos que los convocan al diálogo. Sin embargo, para el Estado y quienes lo gobiernan, la verdadera cuestión no es perpetuar los problemas, sino resolverlos. Y entre las prioridades más básicas de cualquier administración se encuentra también resolverlos con el menor “costo” posible. Ampliar las oportunidades para el diálogo y la política civil constituye uno de los caminos más eficaces para ello.

En segundo lugar, destaca el problema de la política identitaria de suma cero. El nacionalismo opera frecuentemente bajo una lógica de suma cero, según la cual la ganancia de un grupo se percibe automáticamente como una pérdida para otro. En este enfoque, el reconocimiento de derechos identitarios, el fortalecimiento de las libertades o el aumento de la visibilidad de ciertos grupos se interpreta como una amenaza para la mayoría dominante, debilitando su estatus y poder. En consecuencia, temas como el reconocimiento de derechos fundamentales en la constitución, la promoción de una ciudadanía igualitaria o la participación en la política civil son vistos como una pérdida, aunque esta percepción no siempre se exprese abiertamente, sino que opera a nivel subconsciente. Esta lógica se vuelve especialmente influyente en contextos donde las actividades terroristas han dejado profundas heridas y los relatos de víctimas tienen gran resonancia social. Por ello, los sectores nacionalistas y de extrema derecha no ven los procesos de desarme y reconciliación como caminos hacia la paz social, sino como una pendiente resbaladiza hacia la división o la secesión.

En tercer lugar, interviene el temor a la justicia y a la rendición de cuentas. Los procesos de solución y abandono de las armas inevitablemente traen consigo otros debates. La posibilidad de que se activen mecanismos judiciales inquieta a ciertos actores involucrados en procesos pasados. Estos individuos proyectan sus temores a través de las reacciones de los grupos nacionalistas y de extrema derecha, alimentando así la resistencia a los procesos de desarme. Aunque raramente se articulen de forma explícita, estos temores deben ser gestionados con prudencia para no hipotecar el futuro del país.

Por último, cabe mencionar la cuestión del capital político y la movilización. Los líderes nacionalistas y de extrema derecha tienden a instrumentalizar los procesos de diálogo para activar sus bases, consolidar su poder y desprestigiar a actores moderados. Incluso la decisión de una organización armada de abandonar las armas puede ser presentada por estos sectores como una concesión peligrosa, mientras ellos mismos se autoproclaman como “auténticos defensores de la patria”. En este sentido, la oposición al desarme no es únicamente ideológica, sino también instrumental: sirve para incrementar la visibilidad política y mantener la influencia. Su autoimagen como guardianes del Estado, de la seguridad nacional y de la unidad patria representa uno de los principales obstáculos para la normalización democrática. De hecho, acontecimientos como las visitas del HDP a Imralı durante el proceso de paz de 2013-2015, la filtración de las negociaciones de Oslo o la bienvenida a los grupos provenientes de Habur generaron una fuerte reacción pública, evidenciando cuán fácilmente pueden activarse los reflejos nacionalistas.

Sin embargo, estos reflejos no son distintos a las consecuencias negativas de los eventos que critican. Al final, las pérdidas materiales y espirituales, los costos y el sufrimiento derivados de la prolongación del conflicto se han sumado como una nueva herida tanto para el país como para su sociedad, su política y su Estado.

¿Es correcto ignorar las reacciones nacionalistas?

 Aunque surjan por motivos diversos, no es correcto ignorar las reacciones de los sectores nacionalistas y de extrema derecha. Minimizar esta resistencia puede debilitar la estabilidad a largo plazo. Especialmente preocupantes son los reflejos burocráticos que se alimentan de posiciones institucionales. Este tipo de oposición puede generar problemas en al menos cuatro ámbitos.

En primer lugar, se encuentra la resistencia activa o pasiva de aquellos actores dentro de la burocracia estatal que no desean el éxito del proceso o que aún actúan guiados por reflejos securitarios heredados del pasado. Este fenómeno no puede considerarse una simple objeción: representa tanto un problema político como estructural. El nacionalismo burocrático puede desempeñar un papel crítico en el sabotaje interno del proceso. Por ello, es fundamental que el gobierno actúe con sensibilidad frente a este desafío.

En segundo lugar, está la posibilidad de que el acuerdo alcanzado y el proceso de desarme sean saboteados. Las facciones nacionalistas y de extrema derecha pueden intentar obstaculizar la implementación de estos procesos o bloquear las reformas legales necesarias para su avance. Para ello, podrían influir en funcionarios públicos clave, como ya se indicó en el primer punto. Además, podrían recurrir a protestas e incluso a actos de violencia para perturbar el proceso.

En tercer lugar, existe el riesgo de un aumento en la polarización social y en la radicalización política. En este contexto, la prioridad debe ser transmitir la verdad a estos sectores. Sin embargo, es posible que continúen con sus actividades. En tal caso, será necesario compartir con la opinión pública los verdaderos objetivos de dichas acciones y tomar las medidas adecuadas. Si no se abordan estas dinámicas y se actúa como si no existieran, incluso los sectores moderados de la sociedad podrían inclinarse hacia posiciones más radicales, profundizando así la polarización social.

En cuarto lugar, una gestión inadecuada del proceso puede provocar un desgaste democrático. Si no se confrontan ni se contienen las reacciones nacionalistas y de extrema derecha, podrían generarse turbulencias políticas que justifiquen la suspensión de normas democráticas bajo el pretexto de proteger la unidad nacional. Es fundamental no perder de vista esta posibilidad y tomar medidas firmes para limitar la influencia de estos sectores.

Gestionar la resistencia nacionalista y de extrema derecha

Los procesos de solución y abandono de las armas requieren necesariamente una adecuada gestión de las resistencias provenientes de los sectores nacionalistas y de extrema derecha. Para ello, es posible identificar tres dinámicas fundamentales.

La primera es la construcción de una arquitectura de paz/solución inclusiva. Es beneficioso diseñar estos procesos de forma que incluyan a todos los actores sociales y políticos de la sociedad. Involucrar a estos grupos desde las primeras etapas permite expresar temores, corregir malentendidos y transformar los cimientos simbólicos de la unidad nacional en un terreno propicio para su reinterpretación, más que en una amenaza. Además, el proceso debe presentarse no como una “rendición ante el terrorismo”, sino como un intento de resolver un conflicto mediante la fuerza de la democracia.

La segunda dimensión es la comunicación estratégica y el liderazgo político. Es esencial que los líderes políticos desplieguen una comunicación valiente y estratégica. Esto requiere un lenguaje inclusivo, procesos transparentes y un contacto directo con aquellas comunidades que se sienten amenazadas, especialmente con los sectores mayoritarios, a fin de prepararlos para una solución. Las élites políticas no deben ceder el lenguaje del patriotismo a los extremos ideológicos. El coraje de buscar soluciones debe reivindicarse como una nueva forma de patriotismo.

La tercera dinámica apunta a la dimensión emocional del proceso. La oposición a la solución no es solo ideológica, sino profundamente emocional. Sentimientos como la desvalorización, la derrota o la desconfianza deben abordarse con seriedad. Gestos simbólicos, posturas públicas y actos de conmemoración compartida tienen un gran valor. Una parte importante de las reacciones nacionalistas se alimenta de una lectura unilateral de las victimizaciones del pasado. Además, una identidad política basada en lo “nacional y autóctono” puede llevar a ciertos sectores a sentirse marginados durante los procesos de solución. Por ello, conceptos como el honor nacional, la pertenencia y el duelo histórico deben ser tratados como componentes emocionales que incluyan a todos los sectores sociales por igual.

La renuncia (incompleta) a las armas y la dilación estratégica

La segunda forma de resistencia frente al proceso proviene de la propia organización armada. La fase del abandono de las armas es una de las etapas más críticas de las transiciones políticas posteriores al conflicto. Este proceso no constituye únicamente una disolución técnica del aparato militar, sino también una renuncia simbólica, organizativa y social. En este sentido, que el PKK deponga las armas no solo representaría una transformación organizativa, sino que también tendría el potencial de convertirse en un hito histórico dentro del proceso de democratización de Türkiye. No obstante, los desarrollos recientes generan inquietud respecto a una posible dilación deliberada de esta oportunidad histórica.

Existen tres puntos clave que permiten concretar este análisis. El primero es que, en los regímenes democráticos, los procesos de paz y normalización comienzan con la renuncia efectiva, y no meramente declarativa, de las organizaciones armadas a la violencia. Invertir este orden es decir, exigir primero acciones estatales antes de una renuncia efectiva produce una distorsión que desprestigia tanto el proceso como la idea misma de la solución.

El segundo punto es la búsqueda de nuevas alianzas por parte de ciertos sectores de la organización, aprovechando el actual contexto internacional. En particular, el revisionismo israelí en la región y los crímenes cometidos por dicho Estado parecen estimular el apetito estratégico del grupo. Esta tendencia podría conducir a la organización hacia un error histórico, generando enemistades irreparables entre los pueblos de la región. Una eventual cooperación de este tipo obligaría a los actores decisores a reevaluar el proceso, lo cual tendría consecuencias previsibles. Por tanto, la cuestión central radica en la disyuntiva: “¿Solución política o búsqueda de nuevos actores proxy?”

El tercer punto es el discurso predominante que tiende a glorificar al líder, a la organización y al conflicto desde una perspectiva mitológica. La glorificación pertenece al ámbito de la teología. Cuando este acto se traslada al terreno político, se desliga el debate de su base racional, convirtiéndose en una adhesión dogmática que bloquea el desarrollo de una política democrática. La sacralización de figuras y la atribución de una representación absoluta conducen a una construcción hegemónica que suprime el pluralismo. Esto no solo anula el derecho de otros sectores a participar políticamente, sino que también obstaculiza el avance del pensamiento político en un marco racional.

En conclusión, el gran paradigma de la paz es que, muchas veces, genera más resistencias que el propio conflicto. Las objeciones al desarme provenientes de sectores nacionalistas, de extrema derecha o cercanos a la organización no son racionales: están profundamente vinculadas con la identidad, la memoria y los intereses políticos. Por ello, las resistencias actuales y futuras deben abordarse con la misma seriedad que los esfuerzos por la paz y el desarme.

Uno de los primeros pasos hacia una solución es construir una conciencia de patria compartida, una ciudadanía igualitaria y un nuevo terreno de convivencia cívica. Es indispensable adoptar una perspectiva que no interprete la convivencia y la diversidad como fragmentación, ni que considere la búsqueda de soluciones como una señal de debilidad. Por el contrario, debe prevalecer una concepción que reconozca en estos pasos una expresión auténtica de política y coraje.

La pluralidad de posiciones políticas en nuestro país representa una gran oportunidad. Esta oportunidad no debe sacrificarse por cálculos partidistas, reflejos nacionalistas estrechos, ideologías de extrema derecha ni por las fantasías inmaduras de ciertos actores dentro de la organización. Lo que se necesita es el coraje para demostrar una voluntad común. La paz, la reconciliación, el sanar heridas, la construcción de un futuro compartido, el aprendizaje del pasado y la resolución de los problemas comunes del país requieren una mente racional y una sabiduría profunda, sin necesidad de pagar nuevos costos ni generar nuevos sufrimientos.

Asegurar la existencia y la continuidad de nuestro país dentro de un orden democrático, de paz y legalidad, pese a las amenazas y temores globales y regionales, no solo es responsabilidad de los verdaderos estadistas comprometidos con este ideal, sino también de aquellos actores nacionalistas o vinculados a la organización que creen defender los intereses de la nación por encima de todo. Si no pueden ser parte, socios o contribuyentes de este gran objetivo, deberán entonces guardar silencio con la melancolía del guerrero salvaje o resignarse a ser recordados por la historia y por la sociedad como bárbaros que ofrecieron muerte en lugar de vida.

En última instancia, todo conflicto es una herramienta de la política. Y si la política ha logrado construir un entorno que ya no requiere de dicha herramienta, el sentido común exige contribuir a ese entorno. Quienes gobiernan deben mantener su determinación sin dejarse arrastrar por estas resistencias. La pregunta que deben plantearse es: “Si no logramos una solución política, ¿qué ganará el país? ¿Y qué perderá?” La respuesta a esta pregunta arroja luz sobre muchas otras cuestiones.