¡Que la luna permanezca luminosa en tu interior!
En nuestro pueblo, cuando alguien recibe una buena noticia, al igual que en muchos otros lugares, se le dice: “¡Que se iluminen tus ojos!” (una expresión que denota alegría compartida). Y quien ha recibido una noticia tan buena como para iluminarle los ojos, responde deseando al interlocutor una dicha semejante: “¡Que la luna permanezca luminosa en tu interior!” Es una expresión magnífica.
En nuestra lengua turca, la palabra intelectual, que significa luz, claridad o luz de luna, empezó a utilizarse a partir de 1935 también como equivalente del término árabe münevver (persona ilustrada). Una elección bastante acertada. ¡Lástima que nuestros intelectuales nuestros intelectuales no hayan sido tan hermosos ni tan dignos de nuestro pueblo como esa palabra tan bella como intelectual misma!
Sobre el intelectual y nuestra intelectualidad
En nuestro pueblo, como en muchos otros lugares, cuando alguien recibe una buena noticia, se le dice: “¡Que se iluminen tus ojos!” Y quien ha recibido una noticia tan grata como para iluminarle el alma, responde compartiendo su alegría y deseando lo mismo al interlocutor: “¡Que la luna permanezca luminosa en tu interior!” Es una expresión magnífica. En nuestra lengua turca, la palabra intelectual, que significa luz, claridad o luz de luna, empezó a utilizarse, a partir de 1935, como equivalente del término letrado, es decir, “ilustrado”. Es una adaptación bastante adecuada. ¡Lástima que nuestros intelectuales nuestros intelectuales no hayan sido tan nobles y dignos del pueblo como esa bella palabra misma!
Desde hace tiempo, cuando me preguntan cuál es el problema más grave de este país, respondo sin titubear: “la situación de nuestros intelectuales.” Los problemas que discutimos constantemente, por graves que parezcan, palidecen ante la magnitud del problema intelectual. Ninguna de nuestras deficiencias morales, ni nuestro apego al lujo y la ostentación, ni nuestra inclinación hacia una cultura de la violencia, ni siquiera los rasgos que debilitan nuestra democracia pueden, en cuanto a profundidad y trascendencia, compararse con el problema de nuestros intelectuales.
Bajo cada piedra que levantamos, se esconde el mismo problema. En cualquier tema en el que encontremos dificultades, podríamos concluir con una frase como: “Si nuestros intelectuales hubieran cumplido su papel como era debido, no estaríamos en esta situación.” Observemos, por ejemplo, los temas que nuestros llamados intelectuales los que saben leer y escribir critican con sorna y ligereza. Si analizamos detenidamente los obstáculos en nuestra lucha por la democracia, la falta de una sociedad civil sólida, y nuestra psicología social centrada en la figura del líder, veremos que los principales responsables, si no los únicos, son precisamente aquellos que se autodenominan intelectuales.
Y sin embargo, en vez de asumir su parte de responsabilidad, prefieren adoptar actitudes desdeñosas hacia el pueblo, ridiculizar a quienes la sociedad ha elevado con esperanza para que representen sus aspiraciones, e incluso desacreditarlos con calificativos como “dictador”. Hablan sin cesar de que el conocimiento es poder, pero evitan referirse al sistema de tutela y no comprenden o no quieren comprender que parte de la ignorancia proviene de ellos mismos. Aunque se expresan largamente sobre la “élite intelectual civil-militar”, no se les ocurre pensar que ellos mismos son legitimadores de toda estructura oligárquica y de todo terreno dictatorial.
¡Ojalá no fueran así! ¡Ojalá hubieran tenido el valor de resistir las dificultades y convertirse en antorchas para el pueblo, incluso a costa del sufrimiento! En vez de adoptar una postura arrogante y desdeñosa, como quien desprecia la cáscara de la que acaba de nacer, podrían haber optado por caminar junto al pueblo.
El problema de nuestros intelectuales tiene múltiples causas; no hemos llegado aquí de un día para otro. Estas causas se encuentran en la incapacidad de nuestra nación para ofrecer una respuesta al desafío de Occidente, así como en nuestra psicología histórica. (Estas reflexiones las formulamos por primera vez bajo el seudónimo de Deniz Gürsel en los números 28 y 29 de la Revista Türkiye Günlüğü/ y más tarde tratamos de desarrollarlas bajo el título El intelectual orgánico del pueblo en diversos foros).
¿Quién es el intelectual?
¿Quién es ese “intelectual”? ¿Qué lo hace tan importante, valioso e indispensable? Si no logramos definir correctamente al “intelectual”, todas las valoraciones posteriores estarán condenadas al error. Podríamos definirlo, de forma concisa, como “la persona que encarna, de una u otra manera, el producto mental colectivo más elevado de una sociedad”.
En esta definición destacan dos elementos: la sociedad y el producto mental elevado. Examinémoslos brevemente. Como individuos, todos poseemos una memoria configurada por vínculos emocionales profundos con nuestro pasado, y desde este pasado y nuestro presente proyectamos expectativas hacia el futuro, hacia aquello que aparece en el horizonte de nuestra conciencia. Todo esto conforma lo que experimentamos como nuestra capacidad mental personal. Cada ser humano posee, en alguna medida, una capacidad intelectual innata, pero algunos tienen una ventaja particular en este ámbito. En la medida en que aumenta dicha capacidad, conforme al diseño mismo de la creación humana, estas características se intensifican, ganan visibilidad y tienden a destacarse.
El “intelectual” es precisamente aquella persona en quien estas cualidades se manifiestan con gran fuerza, pero que, además, es capaz de ponerlas en movimiento no solo en su propio nombre, sino también en nombre de la sociedad en la que vive y con la que se siente vinculado. Lo que convierte a un pensador en un verdadero intelectual es el lazo de destino que establece con su sociedad y su capacidad de pensar también por ella.
El intelectual es una figura distinta tanto del filósofo, que piensa para comprender el ser, como del científico, que investiga las determinaciones de las relaciones materiales. Se asemeja más bien al político: aunque no participe activamente en la vida política, ejerce desde el pensamiento teórico lo que el político realiza mediante la acción práctica.
En cuanto a su identidad personal, el intelectual recuerda en cierto modo a los líderes políticos. Es, al mismo tiempo, él mismo y algo más que sí mismo: alguien que, al tomar la palabra en nombre de la sociedad, y al poner al servicio de ella su capacidad mental e intuición, trasciende su individualidad y se convierte en una figura representativa.
El intelectual orgánico y el intelectual orgánico del pueblo
El intelectual es el producto mental colectivo más elevado de una sociedad. Sin embargo, dado que su posición está parcialmente adelantada respecto al conjunto social, su vínculo con la sociedad es, al mismo tiempo, indispensable y sumamente delicado. Tan frágil y sutil es este lazo que con frecuencia vemos cómo muchos intelectuales se desconectan con facilidad. Cuando pierde este carácter orgánico, el intelectual, cuya función esencial es guiar, se transforma en un cínico narcisista que no se interesa más que por sí mismo, o en un déspota que arremete contra la sociedad por no seguir sus dictados. De acuerdo con la existencia o no de este vínculo, podríamos clasificar a los intelectuales en orgánicos y no orgánicos.
Como se sabe, el concepto de “intelectual orgánico” fue introducido por el pensador marxista italiano Antonio Gramsci. Gramsci, reinterpretando y subvirtiendo ciertas ideas de Marx, se apartó del marxismo escolástico tradicional y propuso una nueva teoría con una enorme capacidad explicativa sobre las relaciones entre Estado, sociedad civil e intelectuales.
Gramsci, si bien mantiene su fe en una sociedad comunista sin clases sin distinción entre Estado y sociedad civil, se distancia radicalmente del esquema marxista tradicional respecto al camino para alcanzar dicha sociedad. Es precisamente esta divergencia teórica la que lo acerca a nuestra perspectiva.
Karl Marx, a su vez, deriva su concepto de sociedad civil de Hegel. Para Hegel, la sociedad civil es un espacio dominado por la miseria, la decadencia moral y la descomposición física; por ello requiere la intervención de una instancia trascendente como el Estado. Marx invierte esta relación: concede prioridad a la sociedad civil como base económica que condiciona al Estado, que pasa a ser una superestructura. De esta concepción deriva el marxismo ortodoxo y la idea leninista de que el Estado debe ser derrocado mediante una revolución violenta.
Sin embargo, las ideas de Gramsci sobre el Estado, la sociedad civil y la revolución difieren radicalmente. Partiendo de otra tesis hegeliana aquella que afirma que los fundamentos morales del Estado residen en la sociedad civil, Gramsci sostiene que esta última no es una base infraestructural, sino parte de la superestructura. Así, rompe con Marx al rechazar la tesis de que la infraestructura determina la superestructura. Para Gramsci, el paso del terreno económico, egoísta y compulsivo (infraestructura) al ético-político (superestructura) implica una transición de lo objetivo a lo subjetivo, de lo necesario a lo libre. La superestructura es una fuente de iniciativa que permite generar nuevas formas ético-políticas capaces de transformar las condiciones materiales.
En el pensamiento gramsciano, la superestructura contiene dos componentes: uno negativo el Estado, entendido como coerción y dominio, y otro positivo la sociedad civil, como espacio de relaciones hegemónicas basadas en el consenso. Mientras que en el plano económico y estatal la burguesía puede imponer su dominio, en la sociedad civil no siempre logra establecer una hegemonía moral e ideológica. El intento burgués por legitimar su poder exige construir, mediante la ideología, un bloque histórico que sume a otras clases sociales. Pero esta hegemonía no es nunca garantizada, ya que la sociedad civil ofrece también un espacio de libertad para las voces disidentes que, incluso bajo represión, pueden articular nuevas ideologías, nuevas visiones del mundo y nuevos bloques históricos.
Lo esencial, entonces, es romper la hegemonía burguesa vigente y desde la sociedad civil impulsar la formación de un nuevo bloque histórico y de una nueva comprensión del mundo que haga innecesaria la existencia del Estado, al lograr la fusión de lo político y lo civil. Para ello, es necesario que la lucha hegemónica se universalice a nivel global, debilitando y finalmente disolviendo el dominio estatal.
Según Gramsci, los principales motores de esta lucha cultural y política en la sociedad civil son los intelectuales orgánicos: creadores y difusores de una nueva visión del mundo. Frente a ellos están los intelectuales burgueses, defensores del orden establecido. A medida que la nueva forma de vida propuesta por los primeros se afianza, el Estado (sociedad política) va perdiendo terreno, siendo absorbido gradualmente por la sociedad civil. Esto también exige transformaciones económicas hacia la superación de las clases, impulsadas por el nuevo bloque histórico.
Nosotros, por nuestra parte, sostenemos una visión donde existe un vínculo orgánico basado en el consentimiento entre el Estado y el pueblo. Para trasladar las características propias del pueblo a las del Estado, se requiere, al igual que en la teoría gramsciana, de intelectuales orgánicos. Los llamamos intelectuales orgánicos del pueblo. Estos han existido allí donde ha existido el Estado, y han sido los garantes del vínculo entre pueblo y gobierno. Cuando las aperturas intelectuales que estos generan en el mundo mental del pueblo son asimiladas por las élites políticas, se desvanecen las barreras artificiales entre Estado y nación. De lo contrario, el Estado no logra legitimarse en la esfera civil, pierde su capacidad de recaudar impuestos y ejercer el monopolio de la fuerza, y termina desapareciendo por falta de base social.
Si pasamos al presente, dejando de lado la dimensión histórica y enfocándonos exclusivamente en nuestro pueblo, podemos decir lo siguiente: Los intelectuales orgánicos del pueblo son aquellos que, comprendiendo los modos de producción y función del conocimiento en el mundo moderno, y asumiendo la perspectiva de su pueblo, buscan generar y articular una cosmovisión intelectual y política de alto nivel, orientada a guiar el funcionamiento del Estado. Aunque el lenguaje utilizado parezca referirse a individuos concretos, debemos aclarar que por “intelectual orgánico del pueblo” no aludimos a personas en específico, sino a formas de pensamiento, estructuras mentales y a sus portadores.
Los intelectuales orgánicos del pueblo no constituyen simplemente un grupo de personas ilustradas; lo que los define como orgánicos es su correspondencia con una tradición viviente que se encarna en el propio pueblo.
La relación del intelectual con el poder y la política
En este punto, es necesario precisar aún más la definición del intelectual que hemos esbozado anteriormente, especialmente en lo que respecta a su relación con el Estado y el poder. El intelectual es aquel que desarrolla su actividad reflexiva en beneficio del interés común y de la libertad del individuo (incluyendo la suya propia). No es un cronista cortesano ni un ideólogo que obtiene su sustento como funcionario estatal. El intelectual debe mantener siempre una distancia crítica respecto al poder; de lo contrario, no se diferencia en absoluto ni del cronista que narra los acontecimientos desde la complacencia ni del burócrata que se afana por legitimar todo lo que el poder hace. Y si, además, se beneficia directamente del poder, si su sustento depende de esa relación, sus pensamientos pierden en gran medida su validez.
La relación del intelectual con el poder político, como decía Kant, debe ser la de un “saludo desde lejos”; sus caminos no deben coincidir por completo. El intelectual debe expresar libremente sus ideas en un ambiente de libertad, sin temor; y el poder, si desea actuar con legitimidad, debe poner en práctica aquellas ideas que el intelectual juzgue acertadas. De lo contrario, el poder corrompe la capacidad de juicio de la razón, y el intelectual que ha probado la embriaguez del poder puede llegar a despreciar su vida anterior y caer en niveles en los que estaría dispuesto a sacrificarlo todo con tal de seguir disfrutando del placer del poder.
Pero aquí debemos hacer una pausa: es cierto que debe existir una distancia crítica entre el poder y el intelectual; sin embargo, en los tiempos modernos esta cuestión se ha ampliado hasta convertirse en la del “intelectual y la política”. La política, en las democracias modernas, es una actividad humana a la que nadie y menos aún el intelectual puede permanecer ajeno; es la forma en que el ser humano defiende su comunidad, su mundo de valores y su propia existencia. En este sentido, todo intelectual está obligado a involucrarse en la política. De hecho, esta implicación forma parte de la propia definición de ser intelectual. La diferencia entre un intelectual y un simple letrado o un científico que evita comprometerse con la realidad, radica precisamente en esto. El intelectual se angustia con los problemas de la sociedad; incluso detecta y advierte sobre problemas que la sociedad aún no percibe como tales. En ese sentido, es un actor político sui generis, por encima de las ideologías y facciones.
Así, la pregunta que debemos hacernos es: “¿Qué postura debe adoptar el intelectual cuando el programa político que apoya alcanza el poder?” La respuesta adecuada sería: “Debe continuar esforzándose por el éxito práctico de sus ideas, pero manteniendo siempre una distancia crítica frente al poder, sin establecer relaciones de interés personal y sin convertirse en asalariado de quienes detentan el gobierno.”
Algunos podrían encontrar chocantes las funciones políticas que atribuimos al concepto de “intelectual orgánico del pueblo”. Esta reacción, a nuestro juicio, se debe a la familiaridad con una concepción de la intelectual ajena, desconectada del pueblo. Precisamente por ello, como dijimos anteriormente, consideramos que el problema del intelectual constituye el núcleo de nuestras dificultades actuales. No entraremos ahora en detalles, pero la desconexión del intelectual respecto al pueblo comenzó hace tres siglos como una de las consecuencias de haber sucumbido al desafío de Occidente. Desde entonces, parece haberse instalado la idea de que el intelectual debe perseguir una curiosidad ajena a las necesidades del pueblo. Igualmente, se cree que su misión es contribuir a la formación de una ideología oficial y que su relación con el pueblo debe estar mediada únicamente por el discurso dominante.
La agenda intelectual dominante ya le indica al intelectual lo que debe hacer: despreciar al pueblo, presentar como condición para ser considerado “intelectual” el rechazo de la mediocridad, y hablar de las virtudes de no contaminarse con la pobreza de pensamiento y de vida de la mayoría. Sin embargo, esta actitud es exactamente lo que nosotros calificamos como ruptura con el pueblo y pérdida de organicidad.
El auténtico “intelectual orgánico del pueblo” que describimos no tiene, más allá de su tarea de expresión intelectual, ninguna relación con estas actitudes. Consciente de ser hijo del pueblo y de formar parte de él, reconoce que su horizonte de pensamiento es fruto de un contexto histórico-cultural. Comprende que el conocimiento no es un medio para el poder, sino una luz que ilumina la existencia; que sin comprender la tradición en la que vive, no puede comprenderse a sí mismo. Por eso, con una preocupación existencial, dedica su esfuerzo a la revivificación de esa tradición, es decir, a su renovación creativa. La adhesión del intelectual orgánico del pueblo a la tradición no es de orden ideológico, sino ontológico: la tradición es el seno que da forma a su mirada sobre el ser.
Esta toma de partido no implica enemistad con otras tradiciones. Al contrario, es partidario del contacto dialógico con ellas, de aprender de ellas para enriquecer el horizonte de su propia tradición. Por ello, mantiene con ella una distancia relativa y un enfoque crítico. Con estas cualidades, el intelectual orgánico del pueblo está inmerso en una actividad eminentemente política: su esfuerzo por comprender mejor el mundo no lleva sino a la búsqueda de un mundo mejor.
El intelectual es la forma más elevada y singular del espíritu colectivo en el plano intelectual. En este sentido, puede ser el intelectual orgánico de una clase social determinada, pero esa es una posición transitoria. La verdadera posición esencial es la del “intelectual orgánico del pueblo”, quien se esfuerza por comprender y transformar las condiciones históricas y culturales que han dado lugar a su propia existencia y al mundo en que habita.
El intelectual y la espiritualidad
La vieja Türkiye, mediante el instrumento de la ideología oficial, reprimía todas las identidades que no coincidían con el modelo que deseaba construir, e inculcaba que cada quien debía limitarse únicamente a su profesión. Se sugería que los intelectuales, los científicos, no debían involucrarse ni en política ni en espiritualidad. Como ya mencionamos anteriormente, estábamos acostumbrados a una definición del intelectual desconectado del pueblo, desvinculado de la tradición, alienado. Nos formamos bajo esta presión, que en ocasiones adquiría tintes amenazantes. Podíamos manifestar nuestras preferencias políticas solamente en las urnas, como “voto”; y nuestra actitud espiritual, al igual que İsmet Pasha, debía permanecer oculta, en lugares donde nadie pudiera verla. Sin embargo, sostener que la política debe ser exclusivamente patrimonio de las élites o de los representantes profesionales que supuestamente priorizan sus intereses por encima de todo, es desconocer el sentido mismo de la democracia. De igual forma, afirmar que la espiritualidad es un “secreto privado entre Dios y el creyente” es no haber comprendido nada sobre la existencia humana ni sobre la religión. Por ello, al cerrar esta reflexión, me veo obligado a abordar la relación entre el intelectual y la espiritualidad como una necesidad singular de nuestro país.
La comprensión de la religión reducida a un secreto entre el creyente y Dios, retirada de todas las esferas de la vida, es una de las señas de identidad de la antigua Türkiye. Aunque se diga que algo similar ocurrió en algún momento en Francia, ni ese caso ni las concepciones positivistas de la religión surgidas de la Ilustración pueden compararse con la situación en nuestro país, donde la religión fue transformada en algo que más bien se asemeja a una “debilidad psicológica”. En todas las grandes tradiciones, la religión, por su propia naturaleza, abarca la totalidad de la vida, e incluso la muerte y el más allá. Todo ser humano nace dentro de una lengua materna y de una tradición. Pretender liberarse de ellas es una lucha inútil. El intelectual, lejos de rechazar esta realidad, debe comprender con la mayor profundidad posible la herencia humana y espiritual de la tradición en la que ha nacido, pues es precisamente esa comprensión la que le permitirá hacer una contribución genuina a los demás y a la humanidad.
El intelectual orgánico del pueblo está comprometido con su tradición, pero esa toma de partido no implica enemistad con otras tradiciones; al contrario, favorece el diálogo, el aprendizaje mutuo y la ampliación del horizonte propio a través del contacto con los demás. Así como el intelectual está inmerso en la política, también lo está en el océano espiritual de la tradición. Sin embargo, al igual que con la política, mantiene con ella una distancia crítica relativa. Esta distancia crítica no lo convierte en superior, sino en guía; y es precisamente lo que le otorga responsabilidad. La responsabilidad del intelectual estriba en el esfuerzo por una mejor comprensión del mundo como medio para alcanzar un mundo mejor.
Zygmunt Bauman y David Lyon, dos renombrados sociólogos contemporáneos, publicaron un libro de conversaciones titulado Vigilancia líquida. Lyon, refiriéndose a Bauman, de cuyas obras siempre ha elogiado la vibración teológica, dice: “Al acudir a tus escritos, me descubro navegando dentro de la tradición cristiana sin buscar excusas ni sentir arrepentimiento. Hay algo en ellos que recuerda al rashimó de la Cábala: aquello que enciende y estimula la conciencia, que nos arrastra hacia nuevas direcciones, que evoca la inteligencia y la claridad de las Escrituras. Como creyente, solo puedo añadir que el Nuevo Testamento nos exhorta a vivir el presente como si el shalom del futuro la paz, la armonía ya hubiera llegado.” Bauman, complacido por estas palabras, responde: “Dices que debemos vivir el presente como si el shalom futuro ya hubiese llegado… Este mandato, como otros de la Antigua y la Nueva Alianza, iba dirigido a los santos. Pero, lamentablemente, no todos podemos ser santos. Aun así, sin los santos, tampoco podríamos ser humanos. Ellos nos muestran el camino; ellos son el camino.”
¿Y por qué no podrían, hoy o algún día, los intelectuales musulmanes expresar pensamientos similares con mayor coherencia?