¿Por qué Hablamos de un “Mundo Tecnomediático”?
¿No es acaso una ingenuidad no ver que esta deriva anuncia el fin de la humanidad y del mundo tal como lo conocemos? Desde hace tiempo hemos advertido que conceptos como “derechos humanos” y “democracia” se han vuelto inoperantes en este “nuevo mundo voraz”, donde los términos que mejor lo describen son, en realidad, la violencia y el fanatismo. Especialmente después de Gaza, hemos comprendido con plena claridad que los poderosos esos paranoicos y sociópatas intentarán por todos los medios preservar sus intereses; no vacilarán en provocar una guerra mundial ni en recurrir a las armas nucleares. Las personas, la humanidad, el futuro del mundo… nada de eso les importa lo más mínimo.
Algunos pensadores consideran que las décadas transcurridas desde los años noventa forman parte de la posmodernidad y las denominan la era de la tecno-cultura. Su argumento es que, especialmente en las sociedades occidentales, las nuevas tecnologías culturales han penetrado hasta lo más profundo, configurando un paisaje que aparece ante las personas casi como una segunda naturaleza. Probablemente, al hacerlo, evocan al pensador alemán Immanuel Kant, quien definía la cultura precisamente como “la segunda naturaleza del ser humano”. Lo que intentan expresar es la irrupción, a través de las tecnologías de la información, de conceptos como ciberespacio y realidad virtual, que revelan una situación en la que la frontera entre ciencia ficción y vida cotidiana, entre lo mecánico y lo orgánico, entre lo artificial y lo natural, se vuelve cada vez más difusa. Lo que aportan las tecnologías que han penetrado nuestro día a día en el plano del hardware se entrelaza con lo que nos ofrecen las tecnologías cibernéticas del software: lentes de contacto, marcapasos, teléfonos inteligentes, tabletas, ordenadores personales, inteligencia artificial y robots que ya no solo acompañan nuestra vida, sino que se han incorporado a nuestra propia existencia como seres humanos.
Técnica y Tecnología: Dos Realidades Distintas
Prefiero hablar no tanto de una era de la tecno-cultura, sino de un mundo tecno-mediático. (También me resultan sugerentes otras denominaciones contemporáneas, como la nueva era de la barbarie o el reciente término de Yanis Varoufakis, tecno-feudalismo.) Hablo de mundo tecno-mediático porque, en primer lugar, es muy probable que el tiempo que vivimos ya no forme parte de la posmodernidad. Si incorporamos la inteligencia artificial y la robótica, las adiciones que la tecnología introduce en nuestras vidas son infinitamente más complejas. En segundo lugar, es necesario distinguir entre lo que la tecnología produce y lo que entendemos por “cultura”, un concepto en sí mismo sumamente ambiguo. En su acepción clásica, la cultura designaba las modificaciones que el ser humano realizaba sobre la naturaleza; sin embargo, esas modificaciones eran todavía compatibles con ella y tomaban la naturaleza misma como referencia. En cambio, los productos de la tecnología moderna se fundan en la destrucción de la naturaleza y en la alteración de la ontología.
Por último y quizá lo más importante, tecnología y medios están íntimamente vinculados, pero no son lo mismo. Conviene recordar que incluso la tecnología empleada por el Apolo 11, aquella hazaña que en su momento deslumbró al mundo como un prodigio tecnológico, resulta hoy primitiva comparada con la de nuestros teléfonos inteligentes. Entonces la tecnología maravillaba al espectador; ahora forma parte de él, moldea su mente y su percepción.
La técnica existió en todas las épocas históricas, pero en la modernidad se transformó en algo completamente nuevo: la tecnología. El célebre teórico de los medios Neil Postman, autor de Divertirse hasta morir (1988), se sintió pronto obligado a escribir Technopoly: The Surrender of Culture to Technology (1992). No le faltaba razón al afirmar que, debido a la divinización de la tecnología sin límites ni restricciones, nuestra sociedad se ha convertido en una tecnópolis.
Así como la tecnología no es lo mismo que la técnica, los medios actuales ya no son simples mediums es decir, “entornos” o “medios” de comunicación. Cada cultura tuvo su propio medio de interacción, pero el fenómeno que hoy llamamos “medios” surge con la modernidad y se vuelve inextricablemente complejo. “Medios” no designa solo la prensa, la radio o la televisión, sino que es el plural de medium, palabra que en latín significa “entorno”, “contexto” o “ambiente”. Aplicado a las relaciones humanas, el término sugiere también lo promedio, lo medio, lo que se mantiene en equilibrio entre los extremos; y, por extensión, da origen a la noción de médium, aquel que media entre el entorno y los otros, entre lo visible y lo invisible. Todas estas capas de significado están entrelazadas.
Cada cultura posee su propio medio vital, un entorno característico que define la experiencia del individuo medio que habita en ella. En la modernidad, ese entorno lo constituyeron primero los sistemas de comunicación de masas el correo, el telégrafo, la prensa, la radio, el teléfono, y más tarde la televisión, la computadora y, finalmente, los medios digitales: nuestra red esencial de comunicación, nuestro medio. Primero se expandió la escritura, luego la imagen y, por último, lo digital se integró en todo. Así hemos llegado a esta época en la que los cables son ya tan vitales como nuestras venas, y vivimos inmersos en un tiempo cibernético en el que la mediación tecnológica se ha vuelto inseparable de nuestra propia forma de ser.
Artificialidad y Virtualidad: Las Dos Caras De Una Misma Moneda
La tecnología y los medios se asemejan profundamente; uno no puede existir sin el otro, son, por así decirlo, partes constitutivas de una misma totalidad. Si los observamos con atención, su rasgo común se revela con claridad: la artificialidad. Artificial significa lo no dado en el ser, lo no originario, aquello que ha sido fabricado por el ser humano. Comprender esta dimensión de lo artificial es imprescindible para entender el mundo tecno-mediático, pues la virtualidad que lo sustenta no es sino la manifestación de la conversión de las cosas y de las relaciones entre seres humanos, y entre el ser humano y la naturaleza en formas artificiales de existencia. En mi último libro, Buscar la posibilidad de la esperanza (Kapı Yayınları), describí esta relación entre artificialidad y virtualidad del siguiente modo:
Para explicar la artificialidad, es necesario insistir en la diferencia entre verdad y realidad. En lo artificial, lo que se impone son los aspectos añadidos a las cosas y a las relaciones que no pertenecen a su modo originario de ser. Lo artificial puede ser real, pero no es verdadero. Que algo sea artificial no implica que no exista, sino que se ha apartado de su autenticidad, de su verdad propia. Del mismo modo que una fruta procesada mediante técnicas de agricultura moderna es real pero distinta de su forma original y de su savia genuina, los entornos de comunicación mediados por las tecnologías es decir, los medios conservan la apariencia de comunicación, pero son radicalmente distintos de la comunicación auténtica.
En el mundo tecno-mediático, las relaciones entre los seres humanos y entre éstos y la naturaleza se han vuelto artificiales. La virtualidad se conecta íntimamente con la artificialidad. Ambas introducen la mayor transformación o, si se prefiere, el mayor daño sobre la existencia auténtica del ser humano al debilitar el vínculo entre pensamiento y realidad que los conceptos solían mediar. Los conceptos pierden eficacia; las imágenes y lo fantástico ocupan su lugar. Es una especie de defilosofización. Por eso ya no nos preocupamos por la vida buena: hemos entregado nuestro destino a los ingenieros. Tal vez la raíz de todo esté en que la artificialidad ha desplazado a lo genuino. Hemos olvidado el valor del saber práctico e intuitivo que extraíamos de la experiencia; palabras como sabiduría e iluminación interior ya no cruzan nuestra mente. Incluso los más devotos de la ciencia sienten fascinación por el ocultismo, el esoterismo y las creencias new age, como si quisieran realizar viajes astrales por los pozos del sin sentido.
Antes hablábamos del vuelo de los pájaros; luego, del sonido; después, de la velocidad de la luz… Hemos otorgado tal valor a la velocidad que hemos olvidado el sentido mismo de la lentitud, de la pausa reflexiva. Mientras todo esto ocurre, nuestras concepciones de la verdad se transforman sin que apenas lo advirtamos. Nos conectamos al internet y entre nosotros en un flujo constante. Nuestro lenguaje afectivo se asemeja cada vez más al lenguaje de la red: navegamos por un mar de vínculos frágiles, buscamos relaciones que no exijan cuidado ni atención, elegantes, intuitivas, “amigables”, de las que podamos liberarnos con solo pulsar la tecla delete.
Sabemos cómo las tecnologías de la información han transformado radicalmente la medicina, la arquitectura, el urbanismo, la archivística, los procesos de producción, el comercio, la industria armamentística y automotriz, la bibliotecología e incluso la inteligencia. Pero basta mirar nuestra vida cotidiana para advertir un panorama asombroso: cada día dependemos más del entorno digital; nuestros teléfonos inteligentes se han convertido en una extensión de nuestro cuerpo. Resolvemos innumerables asuntos en línea, maravillados por el hechizo de la velocidad. Internet se ha vuelto la primera opción para comprar, viajar, operar en el banco, concertar citas médicas. Los medios prensa, revistas, libros, televisión, redes sociales son ya indispensables para leer, conversar, estudiar, entretenernos o simplemente existir.
La digitalización de la vida y la sustitución creciente de la realidad por la virtualidad están desnaturalizando nuestro lenguaje. Las redes sociales resultan más atractivas que los libros; palabras como viajar, navegar, recorrer, mundo, espacio o habitación significan hoy algo completamente distinto a lo que designaban hace veinte años.
Negar las facilidades y beneficios de estas transformaciones sería un gesto de ingratitud. Pero también debemos reconocer cuánto hemos sacrificado y perdido en nombre de la velocidad, el placer y la longevidad. ¿No sería ingenuo ignorar que esta deriva puede significar el fin de la humanidad y del mundo tal como lo conocemos? Hace ya tiempo advertimos que nociones como derechos humanos o democracia se habían vuelto inoperantes en este nuevo mundo voraz, en el que los términos más adecuados son violencia y fanatismo. Tras la tragedia de Gaza lo comprendimos plenamente: los poderosos paranoicos, sociópatas harán cualquier cosa por preservar sus intereses, sin dudar en provocar una guerra mundial o emplear armas nucleares. Las personas, la humanidad, el futuro del planeta, les resultan indiferentes.
Sí, “ahora percibo el mundo en que vivimos no solo como un lugar extraño, sino como un espacio cada vez más peligroso para los seres humanos, la naturaleza y las demás formas de vida”. Por eso hace tiempo renuncié al rigor teórico estéril y dedico mis escritos a expresar esta inquietud, esta alarma, e invito a todos, una vez más, a reencontrarnos aunque sea por última vez en torno a la idea de la dignidad del ser humano.
[1] Edición original del texto: Neil Postman, Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business, Penguin, 1985 (traducción al turco: Televizyon: Öldüren Eğlence, trad. Osman Akınhay, Estambul: Ayrıntı, 1994).
[2] Edición original del texto: Neil Postman, Technopoly: The Surrender of Culture to Technology, Nueva York: Knopf, 1992 (traducción al turco: Teknopoli: Kültürün Teknolojiye Teslim Oluşu, trad. Mustafa Emre Yılmaz, Bursa: Sentez, 2013).