¿Por qué el Antisemitismo solo Abarca a los Judíos?
El hecho de que el término antisemitismo haya adquirido un significado que simboliza exclusivamente la hostilidad hacia los judíos no es una casualidad lingüística, sino el resultado de las condiciones religiosas, demográficas e ideológicas específicas de la historia europea.
La ausencia de comunidades musulmanas significativas dentro de Europa, frente a la presencia constante de los judíos como “el otro interno” y como “la figura liminal de la modernidad”, determinó el sentido del concepto.
Tras el Holocausto, esta significación se consolidó tanto en el plano ético como en el político: la palabra antisemitismo pasó a designar, de manera histórica y normativa, únicamente la oposición o el odio hacia los judíos.
Las dinámicas internas de Europa su herencia religiosa, su pasado demográfico y el sistema de valores que construyó después del Holocausto no solo redujeron el término a la judeofobia, sino que lo transformaron en el nombre de una lección moral que la civilización occidental se impuso a sí misma.
Etimológicamente, el término antisemitismo, que sugiere una “oposición a los pueblos semitas”, designa en su uso moderno casi exclusivamente el odio y la discriminación dirigidos contra los judíos. Esta restricción semántica no es una mera coincidencia etimológica, sino el resultado de un proceso íntimamente entrelazado con la herencia religiosa, las realidades demográficas y las transformaciones políticas de Europa a lo largo de los siglos.
En la historia europea, los judíos existieron como el “otro interno” presentes en la vida cotidiana, en el orden jurídico y en el corazón de las economías urbanas, mientras que las comunidades musulmanas fueron imaginadas casi siempre fuera del espacio europeo, como el “otro externo”, objeto de rivalidad político-militar o de la fantasía orientalista. Esta asimetría determinó la pérdida del sentido amplio de “semitismo” y consolidó la identificación del antisemitismo con el odio antijudío.
El término antisemitismo apareció en el último cuarto del siglo XIX en Europa, y hoy se emplea casi universalmente para describir los prejuicios, el odio y la discriminación contra los judíos. Detrás de esta fijación conceptual no hay solo razones lingüísticas o etimológicas, sino la estructura sociopolítica, los equilibrios demográficos y las experiencias históricas del continente. La ausencia prolongada de una población musulmana significativa hasta la modernidad desempeñó un papel indirecto pero decisivo en la identificación del término con la hostilidad hacia los judíos.
Aunque su raíz remite a una supuesta “enemistad contra los pueblos semitas”, existe una clara ruptura entre el origen lingüístico y el uso social del concepto. El adjetivo semítico surgió en el siglo XVIII como una categoría lingüística para designar las lenguas como el árabe, el hebreo o el amárico. Sin embargo, en el siglo XIX, con el auge de la “ciencia racial” en Europa, las categorías lingüísticas se transformaron en categorías raciales. En este contexto, la noción de “raza semita” abarcaba teóricamente a árabes, judíos y otros pueblos de Oriente Medio, pero en el imaginario europeo semita se volvió prácticamente sinónimo de judío. Cuando Wilhelm Marr empleó por primera vez el término Antisemitismus en su panfleto de 1879 Der Sieg des Judenthums über das Germanenthum, lo hacía refiriéndose explícitamente a los judíos.
Durante ese mismo siglo, los judíos una minoría visible e influyente en las economías urbanas se convirtieron, bajo las tensiones de la modernización, las demandas de homogeneidad nacional y los celos sociales, en blanco ideológico de resentimiento. El antisemitismo dejó de ser un mero prejuicio emocional para transformarse en una política organizada. En cambio, la presencia musulmana en Europa occidental, desaparecida casi por completo tras la caída de Al-Ándalus, no generó una alteridad interna equivalente; y la existencia musulmana en los Balcanes era percibida como una realidad fronteriza, no como una cuestión central de la vida europea. El orientalismo consolidó esa distancia: mientras los musulmanes eran representados como sociedades exteriores “que debían ser civilizadas”, los judíos eran debatidos como “extranjeros interiores” dentro del cuerpo europeo.
Las condiciones históricas que prepararon esta reducción son múltiples. Desde la Edad Media, los judíos ocuparon en Europa el lugar del otro interno dentro de la teología cristiana. El cristianismo, que se concebía a sí mismo como una verdad que superaba al judaísmo del cual procedía, consideró a los judíos simultáneamente como “el antiguo pueblo de Dios” y como “la comunidad que rechazó a Cristo”. Esta herencia religiosa consolidó una cultura de sospecha, hostilidad y exclusión hacia los judíos. Situados entre la integración y la marginación, vinculados a funciones económicas específicas (usura, comercio, finanzas) y a estructuras comunitarias cerradas, los judíos se convirtieron en el otro interno de las ciudades europeas.
Por el contrario, los musulmanes fueron durante siglos el otro externo de Europa. Tras la caída de Al-Ándalus en 1492, la población musulmana desapareció casi por completo de Europa occidental. Aunque en los Balcanes, bajo el Imperio Otomano, existían comunidades musulmanas, estas se hallaban en la periferia del espacio cultural europeo. En consecuencia, los musulmanes no formaron parte de la vida cotidiana de las sociedades europeas y la hostilidad hacia ellos adoptó más bien la forma de una rivalidad política y cultural externa. El discurso orientalista reforzó esta diferencia: los musulmanes fueron codificados como representantes de un “Oriente” atrasado, exótico e irracional, mientras que los judíos eran percibidos como un grupo que, aun intentando integrarse en la Europa moderna, seguía siendo extranjero.
Así, el antisemitismo perdió su amplitud semítica para convertirse en un concepto que designa, de manera histórica y normativa, la hostilidad específica contra los judíos: una herencia lingüística deformada por la historia teológica, la estructura social y las tensiones morales de la Europa moderna.
Esta diferencia sociológica también resultó determinante en el plano conceptual.
A finales del siglo XIX, los judíos, convertidos en una minoría visible en las ciudades europeas, se situaron en el centro de las tensiones provocadas por la competencia económica, los ideales de homogeneidad nacional y las transformaciones sociales. En ese contexto, el antisemitismo dejó de ser un mero prejuicio emocional y pasó a convertirse en el nombre de un movimiento ideológico. En Alemania y Austria, los partidos antisemitas transformaron la hostilidad hacia los judíos en una forma de política racial. La ausencia de comunidades musulmanas significativas en Europa hizo, además, imposible que el término adquiriera su sentido literal de “odio hacia los pueblos semitas”.
La Segunda Guerra Mundial consolidó de manera definitiva este proceso conceptual.
El genocidio perpetrado por la Alemania nazi contra los judíos inscribió el antisemitismo en la historia como una de las formas más extremas del odio humano. En el periodo posterior al Holocausto, el término comenzó a expresar no solo un fenómeno histórico, sino también una sensibilidad ética y política. En el lenguaje de las instituciones internacionales, de los círculos académicos y de los medios de comunicación, antisemitismo pasó a designar exclusivamente el odio dirigido contra los judíos. Así, pese a su raíz “semítica”, el concepto dejó de incluir a los árabes u otros pueblos de esa familia lingüística, lo cual se aceptó ampliamente.
El mantenimiento de esta definición estrecha se explica no solo por la herencia histórica, sino también por la estructura cultural y jurídica del mundo de posguerra.
A partir de 1945, Europa, enfrentada a su propia memoria de culpa y deseosa de fundar un nuevo orden moral, otorgó al antisemitismo un estatuto especial. El Holocausto representó el punto culminante del odio y del racismo; en consecuencia, la definición del antisemitismo como una forma de hostilidad específica hacia los judíos se convirtió en una norma asumida por las instituciones internacionales. En los documentos de las Naciones Unidas, la UNESCO y, posteriormente, del Consejo de Europa, el término fue sistemáticamente equiparado con la animadversión contra los judíos. Esta institucionalización otorgó a su restricción semántica una legitimidad moral.
El crecimiento significativo de la población musulmana en Europa se produjo solo a partir de la década de 1950, con las olas migratorias del periodo poscolonial.
La llegada de trabajadores argelinos a Francia, turcos a Alemania y pakistaníes al Reino Unido transformó la hostilidad hacia los musulmanes en una nueva cuestión social. Pero para entonces el término antisemitismo ya estaba sólidamente vinculado a los judíos. Para describir los prejuicios y el odio hacia los musulmanes se acuñó la palabra islamofobia, separando así ambos fenómenos en categorías conceptuales e históricas distintas.
En la actualidad, esta separación suscita a veces debates teóricos.
Algunos investigadores sostienen que limitar el antisemitismo exclusivamente a los judíos invisibiliza el racismo dirigido contra árabes y otros pueblos semitas. Sin embargo, la mayoría de los historiadores subraya que el enfoque exclusivo en los judíos es inseparable de su contexto histórico: el antisemitismo no representa un simple campo etimológico, sino el trauma interno de la modernidad europea.
Después del Holocausto, el antisemitismo dejó de ser únicamente una forma de odio: se convirtió en una advertencia moral, en un símbolo que preserva la memoria colectiva.
En conclusión, el hecho de que el término antisemitismo haya pasado a designar exclusivamente la hostilidad contra los judíos no es una casualidad lingüística, sino el producto de las condiciones religiosas, demográficas e ideológicas particulares de la historia europea.
La ausencia de musulmanes dentro de Europa y la posición de los judíos como “el otro interno” y “la figura liminal de la modernidad” determinaron el sentido del concepto. En la etapa posterior al Holocausto, ese significado se fijó tanto en el plano ético como en el político: antisemitismo pasó a ser un término que expresa, de manera histórica y normativa, la oposición a los judíos, y que encarna, al mismo tiempo, la lección moral que la civilización occidental quiso darse a sí misma.