Poder Terrestre, Poder Marítimo y la Lucha por un Nuevo Orden Mundial

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos habían conquistado simpatías y aliados en todos los rincones del planeta. Sin embargo, aquel capital moral, adquirido a costa de enormes sacrificios, se está desperdiciando en la actualidad. Tal como ocurrió con el enfoque de Napoleón de “Francia primero” (la France avant tout), la política de “América primero” (America First), recientemente retomada por Washington, no hace sino alejar a sus aliados en todas partes. No cabe duda de que los enemigos de Estados Unidos contemplarán con regocijo la decadencia de su poder.

¿Por Tierra o por Mar?

La competencia entre las grandes potencias se ha convertido, una vez más, en el rasgo definitorio de las relaciones internacionales. Sin embargo, en la actualidad, las fronteras y la naturaleza de esta pugna siguen siendo objeto de debate. Algunos centran su atención en los antecedentes ideológicos, otros en los cambiantes equilibrios militares y otros, en fin, en las preferencias de los líderes. No obstante, los conflictos de la era moderna se originan en una discrepancia mucho más profunda de larga data pero a menudo pasada por alto: la diferencia de concepción acerca de la fuente primordial del poder y la prosperidad. Esta divergencia se nutre directamente de la geografía y genera dos visiones del mundo antagónicas: una continental y otra marítima.

En el universo terrestre, la moneda del poder es la tierra. Geográficamente, la mayoría de los Estados se encuentran en entornos continentales rodeados por múltiples vecinos. Históricamente, esos vecinos han solido ser sus principales enemigos. Hegemonías continentales como China o Rusia, capaces de conquistar a sus colindantes, sostienen que el sistema internacional debe fragmentarse en vastas esferas de influencia. En consecuencia, destinan sus recursos a los ejércitos, se afanan en proteger sus fronteras, conquistar o someter a los vecinos, y erigen regímenes autoritarios que subordinan las necesidades civiles a las prioridades militares. Así se instaura un círculo vicioso: los déspotas precisan de un gran enemigo para justificar su opresión y perpetuarse en el poder; esa amenaza, a su vez, engendra nuevas guerras.

Por el contrario, los países rodeados por océanos u otros fosos naturales cuentan con una ventaja comparativa frente a la invasión. Gracias a ello, pueden concentrarse menos en guerrear contra sus vecinos y más en acumular riqueza. Para los Estados marítimos, la fuente del poder no es la tierra, sino el dinero. Mediante el comercio internacional y la industria incrementan su prosperidad interna, experimentando una tensión menor entre las demandas militares y las necesidades civiles. Mientras que los hegemonismos continentales prefieren los juegos de suma cero, en los que “el ganador se lo lleva todo”, las potencias marítimas optan por dinámicas infinitas en las que todos los actores pueden beneficiarse. En esta cosmovisión, el vecino no es un enemigo sino un socio comercial.

La raíz de la perspectiva marítima se remonta a los antiguos atenienses, quienes prosperaron gracias al comercio costero y emplearon esa riqueza para sostener su imperio. Estos Estados procuran que los mares se mantengan como espacios comunes, abiertos al tránsito y al intercambio seguros. No es casualidad que Hugo Grocio, considerado el fundador del derecho internacional, surgiera de la República Holandesa, un imperio erigido sobre el comercio marítimo. Desde la Segunda Guerra Mundial, los Estados que priorizan el intercambio han desarrollado instituciones regionales y globales para facilitar el comercio y reducir los costos de transacción. Para garantizar la seguridad de las rutas, sus armadas han coordinado esfuerzos con guardias costeras, eliminando la piratería. Estas iniciativas han dado forma a un orden marítimo basado en reglas, constantemente evolucionado y aplicado colectivamente para salvaguardar los intereses de sus miembros.

La rivalidad actual constituye la versión más reciente de esta antigua contienda entre poderes continentales y marítimos. Desde 1945, la estrategia de los Estados Unidos ha reflejado su condición de potencia marítima. Por su estructura económica, obtiene grandes beneficios de la continuidad del comercio y de las interacciones económicas internacionales. Además, gracias a su posición geográfica y a su poderío militar, puede disuadir las injerencias externas que amenacen la independencia de los Estados soberanos. En contraste, países como China, Irán, Corea del Norte o Rusia, gobernados por líderes que perciben a las sociedades libres como una amenaza existencial contra su régimen autoritario y su concepción de seguridad, procuran debilitar el orden internacional basado en reglas.

Los Estados Unidos, al igual que en la primera Guerra Fría, podrían triunfar también en esta segunda pero únicamente si se mantienen fieles a su tradición marítima y a las estrategias que les han conducido al éxito en el pasado. Si, por el contrario, regresan a un paradigma continental erigido sobre la construcción de muros, la intimidación de los vecinos y la erosión de las instituciones globales, corren un riesgo alto de fracasar y tal vez de no recuperarse jamás.

Los Secretos del Comercio

El Reino Unido sentó las bases de la estrategia marítima moderna contra las potencias continentales durante las Guerras Napoleónicas. Londres no alcanzó la supremacía derrotando a sus rivales mediante la fuerza de sus ejércitos, sino acumulando riqueza a través del comercio y la industria, mientras el resto de los Estados europeos se desgastaban en conflictos entre sí. Casi todos los Estados continentales estaban obligados a mantener vastos ejércitos de tierra, ya fuera para conquistar o para evitar ser conquistados. Por ello, sus economías quedaban determinadas por las necesidades de los ejércitos antes que por las de los comerciantes. En cambio, el Reino Unido, protegido por los mares que lo rodeaban y por su poderosa marina, se sintió menos amenazado por una invasión. Así, no necesitó levantar un costoso ejército terrestre, siempre vulnerable a golpes de Estado, y pudo concentrar su esfuerzo en acumular riqueza mediante el comercio, confiando a la Marina Real la seguridad de las rutas marítimas.

Entre las grandes potencias, únicamente el Reino Unido participó en todas las coaliciones sucesivas contra Francia. Tras la victoria de la Marina Real en Trafalgar, Napoleón abandonó el enfrentamiento directo y abrió un frente económico: el “Sistema Continental”, una vasta política de bloqueo destinada a aislar a Gran Bretaña, definida por él mismo como la France avant tout (“Francia por encima de todo”). Sin embargo, el acceso británico a mercados alternativos gracias a su red marítima global convirtió este sistema en una carga más dañina para Francia y sus aliados que para la propia Gran Bretaña. El fracaso estratégico llevó a Napoleón a lanzar una devastadora invasión contra Rusia, que persistía en comerciar con los británicos.

El Reino Unido prefirió no enfrentar directamente al colosal ejército napoleónico. En su lugar, utilizó su creciente poder económico para armar y financiar a Austria, Prusia, Rusia y a numerosos Estados menores. Estas potencias mantuvieron ocupada a la mayor parte de las fuerzas napoleónicas en los frentes de Europa Central y Oriental. Entretanto, los británicos abrieron un frente secundario en la Península Ibérica al que el propio Napoleón denominó su “úlcera española” donde la proyección terrestre desde el mar resultaba más sencilla. Este frente garantizó que la balanza del desgaste se inclinara en favor de Gran Bretaña. Las pérdidas acumuladas en ambos teatros terminaron por sobreextender al ejército francés, que se derrumbó frente a los ataques simultáneos de sus enemigos. Mientras gran parte de Europa sufría graves estragos, la economía británica salió prácticamente indemne del conflicto. Lo mismo ocurriría más tarde con Estados Unidos en ambas guerras mundiales.

Tras las Guerras Napoleónicas, la Revolución Industrial trajo consigo un crecimiento económico acumulativo que reforzó aún más la ventaja de las potencias marítimas. El poder podía adquirirse de manera más fácil y sostenible a través de la industria, el comercio y la interacción internacional. Este poder no dependía de las líneas de comunicación internas de un imperio terrestre, como el francés, sino de las rutas de comunicación externas que ofrecían los mares.

De este modo, el orden global contemporáneo posee esencialmente una naturaleza marítima aunque pocos sean plenamente conscientes de ello. Hoy, aproximadamente la mitad de la población mundial vive en zonas costeras, y estas generan cerca de dos tercios de la riqueza global. El 90 % del comercio internacional, medido en volumen, se transporta por los océanos, y el 99 % de las comunicaciones internacionales de datos circula a través de cables submarinos. El comercio se regula mediante instituciones y acuerdos internacionales. Los mares conectan a todos con todo. Ningún Estado puede mantener abiertas estas rutas por sí solo; únicamente una coalición de potencias litorales puede garantizar su seguridad y libre tránsito.

Este sistema ha brindado beneficios inmensos a poblaciones de todo el mundo. Las normas comerciales redujeron los cuellos de botella y abarataron los costos; unos mares seguros y abiertos facilitaron el crecimiento económico, lo que a su vez elevó los niveles de vida. La gente puede viajar, trabajar en el extranjero e invertir más allá de sus fronteras. Los mayores beneficiarios de este orden marítimo han sido los multimillonarios, pues sus intereses son globales y serían los más perjudicados si las reglas desaparecieran. Los países integrados en este orden son mucho más prósperos que aquellos que intentan socavarlo. Incluso quienes buscan derribarlo se han beneficiado de él: China se enriqueció tras incorporarse al orden marítimo después de la Guerra Fría; mientras que Irán y Rusia habrían alcanzado un nivel económico mucho más alto si hubieran respetado el derecho internacional y establecido instituciones que protegieran a sus pueblos en lugar de perpetuar dictaduras.

Conquista y Colapso

En el mundo continental, el poder se encuentra directamente vinculado al territorio. Los vecinos son peligrosos: los fuertes pueden invadir, razón por la cual las hegemonías terrestres tienden a desestabilizar a los países limítrofes. Hoy lo hacen ahogándolos en noticias falsas, azuzando disturbios internos y avivando disputas regionales. Los vecinos débiles también representan una amenaza, pues el terrorismo y el caos pueden desbordar las fronteras compartidas. Para protegerse y ampliar su poder, los Estados continentales suelen invadir y absorber a sus vecinos, borrándolos del mapa para eliminar potenciales amenazas.

Los hegemonismos terrestres exitosos obedecen a dos reglas básicas: evitar combatir en dos frentes a la vez y neutralizar a los grandes poderes colindantes. Sin embargo, la teoría de la seguridad continental no establece un límite claro sobre dónde ni cuándo detener la expansión, ni genera alianzas duraderas. Los vecinos, tarde o temprano, reconocen que tales hegemonías constituyen una amenaza existencial a largo plazo. Así, los “continentales” acaban con frecuencia sobreextendidos, aislados y, finalmente, enfrentados al riesgo del colapso. Tanto las guerras de conquista como los intentos por desestabilizar a los vecinos consumen rápidamente la riqueza acumulada.

Alemania, por ejemplo, en el siglo XX, podría haber dominado económicamente el continente gracias a un crecimiento más acelerado que el de sus vecinos. En cambio, emprendió dos guerras mundiales de carácter expansionista. En ambas violó las reglas de la estrategia terrestre al combatir simultáneamente en múltiples frentes contra grandes potencias. Lejos de consolidar su hegemonía, aquellas guerras retrasaron su ascenso durante generaciones, al precio devastador de millones de vidas y de una inmensa pérdida de riqueza en toda Europa.

Japón, por su parte, había prosperado en un orden basado en el comercio marítimo. No obstante, en la década de 1930 adoptó un paradigma continental e intentó erigir un vasto imperio en Asia. Como en el caso alemán, las primeras conquistas territoriales se tradujeron pronto en sobreextensión militar y económica, enfrentamiento con enemigos múltiples y, finalmente, en la devastación tanto de Japón como de los territorios ocupados. Tras la guerra, Japón retornó al paradigma marítimo basado en las instituciones y en el derecho internacional. Ese giro permitió que un país devastado se convirtiera en pocas décadas en una de las naciones más ricas del planeta, fenómeno conocido como el “milagro económico japonés”. Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán experimentaron milagros económicos similares durante la Guerra Fría, gracias a las oportunidades ofrecidas por el sistema marítimo.

La sobreexpansión desempeñó también un papel decisivo en el colapso de la Unión Soviética. Este imperio no solo engulló Europa del Este al término de la Segunda Guerra Mundial, sino que además impuso un modelo económico compatible con el autoritarismo, en lugar de apostar por el crecimiento. Intentó difundir este modelo al mayor número posible de países en desarrollo. Sin embargo, con el tiempo, la economía soviética, estancada, se reveló incapaz de sostener las ambiciones imperiales de Moscú y sus proyectos inviables.

En la Primera Guerra Mundial, todas las potencias europeas incluido el Reino Unido adoptaron estrategias terrestres encaminadas a construir imperios de territorios solapados mediante enormes ejércitos. Cada Estado, incluso dentro del mismo bloque de alianzas, tenía enemigos principales y frentes prioritarios distintos. El resultado fueron guerras paralelas carentes de coordinación. Las élites militares monopolizaron la conducción de la guerra, mientras los dirigentes civiles, faltos de visión sobre las bases económicas del poder, desempeñaron un papel secundario. Las consecuencias fueron trágicas: los mandos, en lugar de admitir el despilfarro estratégico, persistieron en ofensivas estancadas durante meses, sacrificando a cientos de miles de jóvenes.

Algunos sostienen que ningún país europeo se recuperó plenamente de la Primera Guerra Mundial. Los imperios continentales que prolongaron el conflicto Austria-Hungría, Alemania y Rusia se derrumbaron en él. Incluso Francia y el Reino Unido, a pesar de haber salido victoriosos, emergieron debilitados. Estados Unidos, desencantado con los enredos políticos europeos, se retiró del escenario internacional, lo que favoreció el auge del movimiento America First. Esta corriente implementó políticas arancelarias que profundizaron la Gran Depresión y prepararon el terreno para una segunda conflagración mundial. Sin embargo, entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial se había dado un prolongado periodo de paz, durante el cual la prosperidad europea creció de manera exponencial. De forma análoga, cuando Estados Unidos ganó la Segunda Guerra Mundial aferrándose al paradigma marítimo, entró en una era de prosperidad sin precedentes. A diferencia de la etapa posterior a la Primera Guerra Mundial, esta vez Washington asumió la responsabilidad de salvaguardar el orden internacional que había construido tras la contienda. Ayudó a reconstruir a sus aliados y ejerció un liderazgo global en favor de la paz. Esas instituciones funcionaron con éxito en Europa hasta la invasión de Ucrania por parte del presidente ruso, Vladímir Putin.

Los Perros de la Guerra

La mayoría de los países ocupan una posición continental. Carecen del foso oceánico que podría protegerlos por completo frente a las amenazas. Solo un orden marítimo, basado en reglas, puede proporcionarles seguridad plena. Las instituciones y los sistemas de alianzas reúnen las diversas capacidades de muchos Estados para contener a los pocos que amenazan la estabilidad. Tales estructuras funcionan como una suerte de póliza de seguro del orden basado en normas. Aunque no eliminan los peligros por completo, si los miembros actúan de manera concertada para maximizar el crecimiento económico y contener a las potencias continentales, los riesgos pueden reducirse al mínimo.

No obstante, aún existen numerosas potencias terrestres. Vladímir Putin ha expuesto sin ambages su intención de ampliar las fronteras de Rusia. Su primer objetivo es Ucrania el aperitivo previo al plato principal. “Existe una vieja regla: allí donde pisa el soldado ruso, allí es nuestro territorio”, ha proclamado, revelando así su menú expansionista. En él figuran, como mínimo, los países de Europa Central y Oriental ocupados por el Ejército Rojo tras la Segunda Guerra Mundial. Incluso podría interpretarse como una ambición de poder sobre París, ciudad a la que llegaron las tropas rusas al término de las Guerras Napoleónicas.

Como en la primera Guerra Fría, Moscú busca desmembrar a Occidente tanto desde fuera como desde dentro. Desde la Revolución Bolchevique, los rusos han demostrado gran maestría en la propaganda: lograron vender el comunismo al mundo y condenaron a numerosos países a décadas de estancamiento económico. Hoy, Rusia difunde la narrativa de que la OTAN la amenaza. Sin embargo, las naciones de la Alianza Atlántica no codician territorios rusos; lo único que exigen es que Moscú ponga orden en su propio caos distópico interno y aporte de manera constructiva al sistema internacional.

Las redes sociales han multiplicado de forma radical la capacidad de Rusia para generar desorden en el extranjero, alimentando simultáneamente el odio en bandos opuestos de cuestiones polarizadoras. Moscú ha tratado de convertir la guerra en Ucrania en un punto de fractura entre Estados Unidos y Europa, así como entre los propios europeos, debilitando tanto a la OTAN como a la Unión Europea. Favoreció el proceso del Brexit, que erosionó los vínculos del Reino Unido con el continente. Apoyó a las fuerzas de Bashar al-Ásad en la guerra civil siria y, más recientemente, ha contribuido a desestabilizar África, generando grandes oleadas migratorias hacia Europa. Estos flujos han facilitado el auge de la derecha aislacionista y han provocado una seria inestabilidad en el continente.

Otras potencias continentales también aspiran a derribar el orden global vigente. Corea del Norte persigue aniquilar a Corea del Sur y someter toda la península a su control. El escenario principal de Irán es Oriente Medio, donde busca ejercer influencia sobre Gaza, Irak, Líbano y Siria.

Y está China. La decisión de este país de integrarse en el orden mundial existente para enriquecerse dio, en apariencia, la impresión de que adoptaba una perspectiva marítima pese a su estructura autoritaria. Incluso construyó una gran armada. Pero, debido a que sus costas se hallan rodeadas de mares estrechos, someros y jalonados de islas, China no puede emplear esa armada de forma segura en tiempos de guerra. Esta limitación recuerda a la Alemania de las dos guerras mundiales, que también erigió grandes flotas sin poder usarlas eficazmente. El Reino Unido bloqueó los mares angostos como el del Norte y el Báltico, interrumpiendo el comercio alemán y confinando su tráfico naval casi exclusivamente a los submarinos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Berlín necesitó las largas costas de Francia y Noruega para desplegar con cierta seguridad sus submarinos; y aun así ello resultó insuficiente ni hablar de su flota mercante.

China, sin embargo, depende mucho más que aquella Alemania de su comercio exterior y de sus importaciones, especialmente de energía y alimentos. Una interrupción en el comercio oceánico paralizaría su economía.

Como ha demostrado Ucrania hundiendo buques rusos, los drones pueden clausurar mares estrechos. China tiene trece vecinos terrestres y siete marítimos, con los cuales mantiene numerosas disputas. Estos países, mediante submarinos, artillería costera, drones y aviación, están en condiciones de interrumpir las rutas comerciales chinas y poner en riesgo la movilidad de su armada. En cambio, muchos de los países litorales próximos a China no dependen del mar de China Meridional para acceder a aguas abiertas. Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia y Taiwán cuentan con costas alternativas que les permiten llegar al océano, lo que hace mucho más difícil someterlos a un bloqueo.

Al igual que Rusia, China sigue actuando con mentalidad continental. A sus reclamaciones sobre Japón y Filipinas se suma la amenaza explícita de invadir Taiwán en su totalidad. Además, reivindica territorios en Bután, la India y Nepal. Cuando los chinos hablan de “tierras históricas”, aluden bien al Imperio Yuan mongol, que se extendió hasta Hungría, bien al Imperio Qing manchú, que comprendía regiones que Pekín pretende ahora desgajar de la órbita rusa mediante la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Todavía se autodefinen como el “Reino del Centro” y proclaman su aspiración a gobernar “todo lo que está bajo el cielo”, es decir, a erigir un orden universal y reclamar soberanía sobre todos los territorios conquistados.

A diferencia de Moscú, Pekín no ha iniciado aún una guerra de agresión directa. Pero libra otros tipos de guerras. Mediante los préstamos depredadores de la Franja y la Ruta endeuda a los países y obtiene así influencia económica. Infiltra infraestructuras extranjeras con ciberataques para robar secretos. Restringe la exportación de tierras raras y libra guerras de recursos. Controla mediante presas ríos como el Mekong o el Yarlung Tsangpo, desplegando una guerra ecológica. Inunda a Estados Unidos con fentanilo, librando una guerra de drogas. Y perpetra incursiones fronterizas contra la India, con víctimas militares, que constituyen guerras irregulares. Todas estas prácticas son signos inequívocos de un expansionismo continental clásico.

Prevenir la Catástrofe

Los Estados Unidos y sus aliados no necesitan elaborar una estrategia completamente nueva para enfrentar a las potencias continentales. La estrategia que funcionó durante la primera Guerra Fría sigue siendo válida en la actualidad. Esta contienda como la anterior será prolongada. En lugar de buscar soluciones rápidas que podrían detonar una guerra nuclear, los vencedores de la Guerra Fría supieron gestionar el conflicto durante generaciones enteras.

El mismo consejo es aplicable hoy: las potencias marítimas deben mantener la paciencia y evitar que las tensiones actuales se conviertan en enfrentamientos bélicos directos. En particular, deben abstenerse de librar guerras en regiones sin acceso marítimo suficiente, rodeadas de países hostiles y cuyos pueblos no muestran disposición a recibir ayuda externa. Estas condiciones se dieron en Afganistán e Irak y explican el fracaso de Washington en dichos escenarios.

En lugar de guerras calientes, Estados Unidos y sus socios deben emplear el mayor recurso del mundo marítimo contra la mayor debilidad de las potencias continentales: su limitada capacidad de generar riqueza. Es preciso privarlas, mediante sanciones, de los beneficios que ofrece el orden marítimo para obligarlas a abandonar la violación del derecho internacional, renunciar a la guerra y aceptar la vía diplomática. A diferencia de los aranceles que son impuestos aplicados a las importaciones para proteger a los productores nacionales las sanciones proscriben determinadas transacciones y castigan a los actores malintencionados. Aunque reduzcan la tasa de crecimiento apenas uno o dos puntos porcentuales, sus efectos acumulativos a largo plazo pueden ser devastadores, como demuestra la comparación entre la Corea del Norte sancionada y la Corea del Sur sin sanciones.

Las sanciones funcionan como una suerte de quimioterapia económica. No eliminan el tumor, pero al menos ralentizan su avance. Son particularmente eficaces a la hora de obstaculizar el progreso tecnológico tal como lo experimentó la Unión Soviética.

Si alguna de las potencias continentales renunciase a sus ambiciones territoriales y comenzase a contribuir pacíficamente al desarrollo del derecho internacional y de las instituciones, Estados Unidos y sus aliados deberían acogerla con satisfacción dentro del orden basado en normas. Pero si estas potencias persisten en su actitud, la estrategia adecuada seguirá siendo la contención. Washington no derrotó a Moscú en su enfrentamiento anterior mediante una victoria militar dramática, sino sosteniendo su prosperidad frente al colapso económico que la propia Unión Soviética se infligió. Mientras que en los años ochenta los ciudadanos soviéticos aguardaban en largas colas para conseguir productos básicos, los estadounidenses podían permitirse vacaciones familiares.

El objetivo actual de Estados Unidos debe ser salvaguardar la prosperidad de las democracias y de sus aliados, al tiempo que debilita a los actores continentales. Puede que estas potencias no desaparezcan pronto; pero si no logran equiparar las tasas de crecimiento económico de quienes sostienen el orden marítimo, la amenaza que representan se reducirá de forma relativa.

Los Goles en Propia Puerta

El conflicto entre el orden continental y el orden marítimo basado en normas nunca había sido tan peligroso como hoy. Existen numerosos países dotados de armas nucleares y los Estados Unidos, al mismo tiempo que se alejan del papel de garante último del sistema internacional, apoyan a sus aliados y extienden su paraguas nuclear con cada vez menor convicción. Si los conflictos en Ucrania, África y entre Israel e Irán se amplifican y se entrelazan, podría estallar una devastadora Tercera Guerra Mundial. A diferencia de las guerras pasadas, en esta ocasión toda la humanidad estaría bajo la amenaza de ataques nucleares y de la lluvia radiactiva.

Estados Unidos ha dado pasos significativos para debilitar a sus enemigos continentales: ha impuesto sanciones severas y controles a la exportación, ha financiado y armado a países que resisten a enemigos comunes. Sin embargo, la influencia de los actores que desafían el orden basado en normas sigue creciendo. Estos críticos identifican y subrayan muchas de sus imperfecciones, pero omiten los beneficios mucho mayores que ha aportado, incluidos los desastres que ha evitado. El orden normativo no solo facilita el flujo del comercio, sino que también disuade conductas malignas y sirve tanto a individuos como a empresas y gobiernos. Lamentablemente, las personas rara vez reconocen el valor de una catástrofe evitada.

Hoy incluso altos funcionarios estadounidenses adoptan una mirada crítica hacia el orden vigente. En el último año, Washington ha comenzado a abrazar un enfoque continental. Aunque sigue protegido por fosos naturales como los océanos Atlántico y Pacífico, comparte extensas fronteras terrestres con Canadá y México, con quienes atraviesa momentos de tensión. Reprende a democracias amigas, impone aranceles a sus socios comerciales y paraliza a las instituciones internacionales que establecen y aplican las reglas que sostienen el crecimiento económico global. Cuando desde Washington emergen ideas como la “anexión de Canadá”, la “adquisición de Groenlandia a Dinamarca” o la “recuperación del Canal de Panamá”, en el mejor de los casos modifican permanentemente las preferencias de consumo y los planes vacacionales de canadienses y europeos. En el peor, podrían provocar la desintegración de las alianzas occidentales.

Una estrategia desacertada puede degradar a Estados Unidos desde una potencia indispensable a un actor irrelevante. Si sus antiguos socios comienzan a crear alianzas que lo excluyen, la transformación sería lenta, pero irreversible. Europa podría fortalecerse en unidad mientras América quedaría aislada y debilitada. En el peor de los escenarios, Washington podría quedarse sin aliados, convertido en el enemigo común de China, Irán, Corea del Norte y Rusia. Incluso si esto no ocurre, podría encontrarse en una competencia directa con Pekín una competencia en la que tendría serias dificultades para prevalecer. China posee una población casi tres veces mayor que la estadounidense y una infraestructura productiva mucho más amplia. Además, dispone de armas nucleares capaces de alcanzar el territorio continental de Estados Unidos y, quizás, menos escrúpulos morales a la hora de utilizarlas. Por su parte, Washington podría perder con el tiempo sus propias reservas morales respecto al uso de su arsenal. Al fin y al cabo, cuando un país percibe que está a punto de perder una lucha entre grandes potencias, la tentación de recurrir a la opción nuclear para transformar una derrota relativa en una catástrofe global puede resultar irresistible.

Que esta contienda culmine en soledad y derrota para Estados Unidos constituiría un trágico epílogo a los últimos ochenta años. Al final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos habían conquistado amistades en todos los rincones del mundo. Pero el capital moral acumulado a tan alto precio se está despilfarrando en la actualidad. Como ocurrió con el lema de Napoleón la France avant tout (“Francia por encima de todo”), la política de America First (“América primero”), recientemente resucitada, está alejando a los aliados en todas partes. Sin duda, los enemigos de Washington contemplarán con deleite la decadencia estadounidense.

Muchos norteamericanos subestiman los beneficios del orden marítimo y, al concentrarse exclusivamente en sus defectos, malgastan las ventajas geográficas e históricas de las que disponen. Este orden, como el oxígeno que respiramos, solo será valorado cuando desaparezca. Como advirtió el líder ateniense Pericles, poco antes de la cadena de errores que condujo al ocaso de la supremacía de Atenas:

“Temo más a nuestros propios errores que a los ardides del enemigo.”

Fuente:https://www.foreignaffairs.com/united-states/land-or-sea-paine