Pensar el Ser frente a la Cabaña de Heidegger – 2
Por supuesto, es necesario subrayar que Kalın se aproxima a la cabaña de Heidegger con una concepción del Ser que trasciende la de éste; pero, paradójicamente o quizás precisamente por ello, termina proyectando a Heidegger hacia un “océano sin orillas”, hacia un horizonte que desborda su propio pensamiento. Kalın, de hecho, mantiene ciertas reservas respecto a la concepción heideggeriana del Ser. Lo expresa con claridad al afirmar: “Valoro el viaje que emprendimos con Heidegger, pero tengo dudas sobre el lugar al que desea llevarnos.”
Aunque dicha afirmación parece un simple desacuerdo filosófico, Kalın la desarrolla con una observación reveladora: “Filosóficamente, el punto en el que nos deja se sitúa entre el Ser y lo que está más allá del Ser, pero no es posible decir con precisión qué significa eso.” Esta vacilación no implica, sin embargo, un rechazo, sino una interrogación crítica: Kalın no solo cuestiona a Heidegger en ese punto, sino también en otros temas donde su pensamiento roza los límites de lo indecible.
Pero hay un gesto que trasciende las palabras: en la fotografía frente a la cabaña de Heidegger, Kalın sostiene un rosario entre sus dedos. Ese pequeño detalle, casi inadvertido, abre una nueva ventana interpretativa. Allí donde Heidegger buscaba en la soledad del bosque la voz del Ser, Kalın introduce la presencia silenciosa de la plegaria, como si el acto de pensar y el de orar pudieran entrelazarse en un mismo movimiento de contemplación.
Si Heidegger hubiera emprendido uno de sus raros viajes y, digamos, hubiese ido a Egipto, ¿qué habría visto allí y en qué medida habría transformado su concepción del Ser? Sabemos que en 1935 realizó una visita de diez días a Roma, durante la cual pronunció su primera conferencia sobre Hölderlin, titulada “Hölderlin y la esencia de la poesía”. Asimismo, en su célebre ensayo El origen de la obra de arte, los análisis dedicados a los cuadros de Van Gogh provienen de lo que Heidegger contempló durante una visita a Ámsterdam.
Heidegger viajaba poco. En este sentido y solo en este sentido podría comparársele con Gustav von Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia de Thomas Mann: Aschenbach desea partir hacia lo lejano, hacia lo desconocido, pero su viaje nunca va más allá de Venecia. Heidegger, que situaba a esta ciudad “en segundo lugar, después de los griegos antiguos”, lamentaba que fuese para muchos “un tema atractivo para novelistas confundidos”, quizá pensando en el propio Mann. También él, cuando se trataba de viajar, raramente cruzaba las costas occidentales del Mediterráneo; salvo Ámsterdam, apenas visitó Roma y la Provenza, y uno de sus desplazamientos más largos fue a Grecia.
De hecho, animó a su discípulo Hans-Georg Gadamer, conocido por su espíritu viajero, a quedarse en casa y escribir su obra sobre Platón en lugar de acompañarlo a América. Así, en materia de viajes y, podría decirse, también en materia del Ser, Heidegger jamás llegó a imaginar Egipto ni ningún otro lugar no europeo como un horizonte de pensamiento posible. No obstante, esto no significa que Egipto o los mundos no europeos estuviesen ausentes de su pensamiento o de sus itinerarios simbólicos.
Tenemos hoy los cuadernos de notas que Heidegger escribió durante su viaje a Grecia. En alemán fueron publicados por primera vez en 1989 con el título Aufenthalte y, en inglés, en 2005 bajo el título Sojourns: The Journey to Greece (traducido por J. P. Manoussakis y editado por SUNY Press). Traducir tanto Aufenthalte como sojourn al turco o incluso al español resulta difícil. Ambos términos contienen la idea de una estancia, pero no permanente: es una presencia transitoria, casi un alto en el camino. Sin embargo, como veremos, esta palabra tiene para Heidegger una resonancia especial, una connotación filosófica que va más allá del mero desplazamiento físico.
El viaje a Grecia, un “regalo” de su esposa Elfride, fue para Heidegger motivo de vacilación. En su mente resonaban los versos de Hölderlin sobre las tierras griegas, donde hablaba de los dioses que se habían retirado y cuya esperada vuelta aún se anunciaba. “¿Encontraremos aquel lugar que buscamos?”, se preguntaba Heidegger. Pero cuando el viaje comenzó a concretarse, surgió en él una reticencia más profunda: el temor a la decepción. Le preocupaba que “la Grecia de hoy pudiera obstaculizar la revelación de la Grecia de la Antigüedad y de lo que le era propio”.
Esta aprensión expresa, con su propio lenguaje, una inquietud compartida por muchos especialistas occidentales en la Antigüedad. Los estudiosos de los clásicos como E. R. Dodds, por ejemplo se habían lamentado de no encontrar en la Grecia moderna a los herederos de aquellos antiguos griegos que, bajo el cielo diáfano del Egeo, habían formulado las preguntas más luminosas sobre el Ser. En lugar de aquellos espíritus abiertos y contemplativos, hallaban un pueblo rural, piadoso y provinciano.
Pero en Heidegger esta reticencia adquiría una dimensión más radical, casi metafísica. Se preguntaba si acaso “el pensamiento consagrado a la tierra llena de dioses no sería, después de todo, una invención”, y si, en consecuencia, “el camino del pensamiento (Denkweg) no podría revelarse como un camino errado (Irrweg)” (pp. 4–5).
Heidegger, pues, dudaba no solo del presente de Grecia, sino también de la validez de su propio itinerario de pensamiento. Y tal vez por eso nunca viajó a Egipto: porque intuía que en aquel suelo milenario, donde la eternidad no se piensa sino que se piedra, su concepto del Ser podría haberse resquebrajado. Allí, frente a las pirámides símbolos de una duración que desafía el tiempo histórico, quizá habría comprendido que el Ser, más que revelarse en el lenguaje, a veces permanece en silencio, inscrito en la materia, como una huella inalterable del habitar humano.
Las dudas de Heidegger aumentan cuando, tras abandonar Venecia, se aproxima a Corfú, la isla descrita en el Libro VI de la Odisea, y lamenta no poder ver aquello que “sentía y esperaba”. La misma impresión le provoca Ítaca, donde su escepticismo se concentra en una pregunta esencial: si es posible experimentar lo que es originariamente griego. Al desembarcar, confiesa su decepción ante la ausencia del elemento helénico, y observa, en su lugar, algo “oriental, bizantino” (p. 11). Ese elemento griego permanece para él como una expectativa, algo que, al igual que en los versos de Hölderlin, puede sentirse pero no poseerse (p. 19).
El “conflicto doloroso” comienza realmente cuando, tras cruzar el Golfo de Corinto, se dispone a visitar Micenas. Allí escribe: “Aunque fue mediante un intercambio decisivo como los griegos comenzaron a comprender su propio elemento, sentí una resistencia hacia un mundo prehelénico” (p. 19). Por eso no dice una sola palabra sobre Micenas; prefiere describir la región como un lugar dispuesto “para los juegos festivos, para un solo estadio”. Sin embargo, durante todo su viaje le acompaña la pregunta: ¿dónde debemos buscar el elemento griego? La misma inquietud se intensifica cuando se aproxima a Creta, a la que define como un “mundo extraño, prehelénico”.
Más reveladores aún son sus comentarios sobre su visita al palacio de Minos. No recorre todos los lugares de aquella civilización, pero en los que visita observa un Dasein no guerrero, rural y mercantil. Allí percibe una “divinidad femenina”, un modo de vida refinado y ornamentado, de carácter laberíntico. Al final concluye que en ese paisaje “se manifiesta algo perteneciente a la esencia oriental-egipcia” (p. 23).
Describe su viaje de Creta a Rodas como una aproximación “a las costas de Asia Menor”. Y se pregunta: “¿Estamos muy lejos de Grecia? ¿O estamos ya dentro del ámbito de su destino, configurado por su confrontación (Auseinandersetzung) con Asia, que transformó su pasión salvaje y conciliadora en algo más grande, en algo que, permaneciendo grande para los mortales, les otorgó reverencia y respeto?” Su respuesta es tajante: “El enfrentamiento con el elemento asiático fue una necesidad provechosa para el Dasein griego, porque hoy de un modo completamente distinto y en mayor grado este enfrentamiento constituye también el destino de Europa y del mundo occidental” (p. 25).
Aun así, al alejarse de Rodas, una nueva duda se impone: “Mientras el azul del cielo y el mar cambiaban a cada instante, pensé si Oriente podría ser para nosotros otro amanecer de luz y claridad, o si no serían sino luces engañosas, procedentes de una revelación aparente, una invención histórica artificiosa”. Y añade: “El elemento asiático había traído en otro tiempo a los griegos un fuego oscuro, una llama con la que reordenaron su poesía y su pensamiento según la medida y la luz”.
Así, Heráclito, dice Heidegger, “se vio obligado a pensar el conjunto de lo presente (Anwesenden) como kosmos, como ornamento común de todas las cosas, no creado ni por los dioses ni por los hombres, sino como algo que, en su disposición luminosa, muestra la presencia de lo que aparece” (p. 27). Ese kosmos es lo que distingue el elemento griego de las ornamentaciones laberínticas del “oriente egipcio” de Minos: no es un adorno añadido, sino un relámpago, algo que hace aparecer lo que es, que otorga presencia a lo presente, que, en cada instante, reúne en su límite propio una configuración única y, por tanto, irrepetible.
Así, el viaje de Heidegger iniciado entre dudas y reservas, y continuado entre preguntas e incertidumbres va revelando que el elemento griego no se le aparece de manera pura ni transparente. Lo descubre a través de su confrontación con lo no griego: primero con lo oriental-bizantino, luego con lo preheleno, después con lo egipcio-oriental y, finalmente, con lo asiático. En otras palabras, Heidegger encuentra lo griego por contraste, en su constante diálogo y tensión con aquello que lo rodea y lo desafía.
En la isla de Dalmos, a la que describe sin precisar su etimología, como “el lugar donde lo visible, en su apertura, reúne todo y lo protege mediante la aparición de lo que ofrece” (p. 30), alcanza una suerte de revelación: allí experimenta lo que él mismo llamará aletheia, el desocultamiento de lo oculto, la manifestación de la verdad. Después visita Atenas y otros lugares, pero Dalmos marca un punto decisivo: allí su viaje incierto se convierte en un Aufenthalt, una sojourn, una estancia transitoria. Heidegger encuentra su morada aunque efímera precisamente cuando logra discernir la diferencia entre lo griego y lo no griego, y descubre que lo griego solo se revela plenamente a través de lo otro, en la tensión entre la luz del ser y la sombra de su origen oriental.
Las secciones posteriores del viaje de Heidegger, al menos por ahora, no nos conciernen aunque en realidad constituyen el punto de partida de un proyecto aún en ciernes, titulado No Templar la Mano contra Europa, en el que intento interrogar por qué la crítica al eurocentrismo en Turquía ha sido tan débil. Lo que aquí me interesa, más modestamente, es acompañar a İbrahim Kalın en algunos de los temas que aborda en su obra Viaje a la cabaña de Heidegger.
Kalın se acerca a la cabaña de Heidegger con una concepción del Ser que trasciende la del propio filósofo alemán; pero, quizá precisamente por ello, termina como diría metafóricamente proyectando a Heidegger hacia un “océano sin orillas”. Sin embargo, mantiene ciertas reservas frente a su concepción del Ser. Lo expresa así: “Valoro el viaje que emprendimos con Heidegger, pero tengo dudas sobre el lugar al que quiere llevarnos.” Aunque parece una objeción puramente filosófica, la amplía de modo más preciso: “Filosóficamente, el punto en el que nos deja se sitúa entre el Ser y lo que está más allá del Ser; pero no es posible decir con claridad qué significa eso.”
Kalın, además de cuestionar a Heidegger en otros aspectos, nos abre a través de la imagen del filósofo turco sosteniendo un rosario frente a la cabaña una nueva ventana interpretativa: la posibilidad de un pensamiento que, sin renunciar a la contemplación filosófica, incorpora un gesto de oración, un ritmo espiritual.
No hace falta recordar que Viaje a la cabaña de Heidegger no es un libro sobre Heidegger en sentido estricto, ni pretende ser una “introducción” a su pensamiento. Kalın lo sugiere repetidamente a lo largo de su texto. Sin embargo, advierte a sus lectores sobre dos cuestiones fundamentales relativas al pensamiento heideggeriano: una vinculada a su concepción del Ser, y otra a la orientación general de su filosofía.
En la primera, plantea una duda audaz: ¿hasta qué punto el Dasein, esa existencia arrojada que se abre al sentido del Ser, no corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de subjetivismo? Kalın se pregunta:
“¿Podría ser que el Dasein, al llegar al centro, se colocara por momentos delante del Ser? ¿Y que el énfasis excesivo en el Dasein condujera a Heidegger, en su intento de huir del sujeto cartesiano, hacia una nueva forma de subjetivismo centrado en el Dasein? ¿No podrían las palabras que él nos presenta como ‘el lenguaje del Ser’ ser, en realidad, las palabras de su propio Dasein?” (pp. 78–79).
Esta observación toca un punto apenas abordado incluso por los críticos más severos de Heidegger: el riesgo de una “Dasein-centricidad”, una construcción casi categórica que, lejos de romper con el sujeto moderno, lo sustituye por una forma ontológica de subjetividad. Como recuerda el propio Kalın y cabe añadir, el Dasein tampoco es psykhē ni nafs: no es alma ni soplo vital, sino una figura límite, una categoría que puede deslizarse hacia un nuevo antropocentrismo disfrazado de ontología.
La segunda advertencia, más extensa, concierne a las acusaciones de nazismo dirigidas contra Heidegger. Kalın las revisa con equilibrio, reconociendo la gravedad del problema sin por ello renunciar a una lectura filosófica seria. Se trata del célebre “problema Heidegger”, debatido incesantemente desde el final del Tercer Reich y acompañado de una vasta bibliografía. Heidegger nunca ofreció una defensa directa: se limitó a admitir que, por un breve período, vio en la llegada de Hitler al poder una posibilidad de renovación del ser alemán, aunque posteriormente se distanció al comprender que aquel régimen derivaba hacia un biologismo racista.
Kalın reconstruye el debate, recordando que existen dos posiciones enfrentadas: una sostiene que la vinculación de Heidegger con el nazismo no es accidental, sino que está ligada a su pensamiento del Ser, hasta el punto de interpretar su ontología como una expresión filosófica del totalitarismo. La otra postura separa su error político personal de su obra filosófica, considerando que la profundidad de su reflexión trasciende ese episodio histórico.
Kalın adopta una vía intermedia: reconocer las zonas oscuras del pensamiento de Heidegger sin dejar de leerlo con rigor. Y en este esfuerzo subraya dos elementos esenciales. El primero es lo que denomina el “nacionalismo filosófico y eurocentrismo” de Heidegger (p. 105). Este tema fue también central para Jacques Derrida, quien, desde su condición de judío y lector crítico, vio en Heidegger no solo un problema político, sino el síntoma de una crisis europea más profunda: la de una filosofía que, desde su origen griego, se ha pensado a sí misma como el centro de la historia del Ser.
Kalın destaca, en esta línea, que la ontología heideggeriana desemboca finalmente en un punto etnocéntrico. Heidegger afirmaba que toda la tradición filosófica occidental, desde Platón, había olvidado el Ser, ocupándose solo de los entes y de sus manifestaciones. Sin embargo, al mismo tiempo, atribuía a Alemania una misión ontológica singular: la de ser el pueblo capaz de propiciar el “retorno” del Ser tras su olvido. En este sentido, convierte a los alemanes en un “pueblo ontológico” (p. 106), portadores de una tarea metafísica universal.
Kalın observa que ese “síndrome del pueblo elegido” puede hallarse en otras naciones, pero que en Heidegger adquiere una tonalidad particular, ligada al “problema judío”. Según él, los Cuadernos Negros (Schwarze Hefte), publicados durante las dos últimas décadas, revelan “de manera ardiente y contundente” la existencia de un antisemitismo filosófico que impregna ciertas capas de su pensamiento. Esos cuadernos, dice, presentan “un cuadro oscuro y perturbador”, estableciendo conexiones inquietantes que no permiten exonerar al filósofo.
Además, advierte Kalın, ese mismo sesgo podría trasladarse a otros colectivos africanos, chinos, musulmanes, ampliando así la crítica hacia el nacionalismo filosófico y el eurocentrismo de la tradición occidental. En última instancia, concluye: “El nacionalismo alemán de Heidegger es étnico y geográfico, pero también espiritual y ontológico; está relacionado con el lugar que ocupa en la historia del Ser” (véanse pp. 223–241, “El egocentrismo o la tragedia del humanismo”).
Así, la lectura de Kalın no pretende redimir a Heidegger, sino situarlo en el umbral crítico entre la profundidad filosófica y la sombra histórica: un pensador que, al intentar liberar al Ser del dominio del sujeto moderno, terminó revelando, quizá sin quererlo, los límites culturales y morales de la propia Europa que lo engendró.
Aun así, sostiene İbrahim Kalın, es necesario seguir leyendo a Heidegger con seriedad incluso a pesar de Heidegger mismo y tratar de “superarlo mediante él mismo”. Pues, escribe, “la sabiduría es la pérdida común de todos nosotros, y la tomamos allí donde la encontramos. Limpiamos de ella el polvo y el óxido que la cubren y continuamos nuestra búsqueda de lo verdadero y lo bello. En última instancia, Heidegger es uno de aquellos mortales que encontramos en este viaje, con quienes caminamos un trecho y luego seguimos nuestro propio camino” (p. 109). De este modo, la segunda advertencia de Kalın consiste en no atribuir al Ser las faltas o los errores que puedan corresponder al hombre Heidegger, sino tratarlos con cuidado, atención y solicitud lo que el propio Heidegger llamaría Sorge, “cuidado”. Heidegger puede no ser inocente, pero la fidelidad a la sabiduría exige no cargar sus culpas sobre el Ser ni sobre el pensamiento del Ser.
El hecho de que Viaje a la cabaña de Heidegger no sea propiamente un libro sobre Heidegger, ni deba leerse como una “introducción” a su pensamiento, adquiere aquí pleno sentido. Incluso una lectura superficial muestra que el texto evita enfrentarse directamente con las dos advertencias más serias que el propio Kalın formula respecto al filósofo el peligro del “Dasein-centrismo” y el problema del nacionalismo filosófico y el eurocentrismo, eligiendo en cambio otra vía de aproximación. Es decir: Kalın no polemiza con Heidegger, ni se adentra en un examen exhaustivo del Dasein ni en una crítica frontal a sus consideraciones sobre el Ser; más bien, supera el Dasein-centrismo sin colocarlo en el centro del discurso, y aborda el problema del eurocentrismo no mediante confrontación, sino mediante la lengua misma.
Así, en lugar de utilizar el aparato terminológico alemán, traduce los conceptos del Ser a través del tejido del turco, elaborando un pensamiento que surge desde su propio idioma: konma-konuşma-komşuluk (asentarse-hablar-vecindad), vücud-mevcudat-vecd (existencia-presencia-éxtasis), zahir-zevahir-tezahür (lo visible-lo aparente-la manifestación), öz-özgür-özügür, kaybolma-gayb olma (perderse-ocultarse). En esta constelación lingüística, el Ser se comprende no como una abstracción metafísica, sino como una experiencia vivida del lenguaje.
Esto no significa que Kalın elimine los términos técnicos de Heidegger; los conserva, pero los reinterpreta desde las resonancias del turco, desplazando el eje del discurso. En este sentido, su gesto no pretende oponer una “esencia turca” o un “espíritu turco” al alma alemana que Heidegger consideraba portadora del Ser. Como él mismo aclara, “no intento convertir a Heidegger en un pensador turco, musulmán u oriental, ni hacerlo nuestro”; más bien, su propósito es inspirarse en la cabaña de Heidegger para comenzar a construir la nuestra propia (pp. 254-259). Por ello, el libro de Kalın va más allá de la lógica de la obra colectiva Heidegger en el mundo islámico (editada por Kata Moser, Urs Gösken y Josh Hayes), que estudia la recepción del pensamiento heideggeriano en Türkiye, Irán, el mundo árabe y el sur de Asia. Kalın no se limita a describir la recepción; propone una creación original, una escritura situada en su propio horizonte lingüístico y espiritual.
Kalın muestra, además, que la invitación a “construir nuestra propia cabaña” no debe entenderse solo como una metáfora ligada a Heidegger. La vincula con otro gesto análogo: la visita de Molla Sadra a la Han Medresesi de Shiraz, como signo de un pensamiento que también habita su lugar. De hecho, anuncia a sus lectores su intención de reescribir en turco no simplemente traducir su estudio doctoral en inglés sobre Sadra, y de transformarlo en un “viaje con Sadra” semejante al que realizó hacia la cabaña de Heidegger, redactado en “el jardín lingüístico del turco”. Si logra culminarlo, espera que “el viaje a la cabaña de Heidegger y la travesía por el círculo del Ser de Molla Sadra formen un buen dúo” (p. 248).
Sin embargo, aclara, esto no implica identificar los conceptos de ambos pensadores ni sustituir uno por otro. No se trata de “explicar el concepto heideggeriano de Ser mediante el concepto sadriano o aviceniano de wujūd (existencia), ni de poner uno en lugar del otro”, pues hacerlo sería “no comprender el asunto desde el principio”. Tampoco entra en la cabaña de Heidegger “para descubrir los secretos ocultos tras el monte Qaf, la Atlántida de Platón o la cámara de espejos del Sīmurg”, ni ignora las profundas diferencias entre el lenguaje del wujūd de Sadra y la terminología del Dasein heideggeriano. “Debía mantenerme resistente y vigilante frente a las comparaciones superficiales y las identificaciones sin fundamento que la semejanza de las palabras podría sugerir” (p. 243), escribe.
En suma, Kalın lee a Heidegger desde dentro y más allá de él, transformando su pensamiento en una ocasión para reapropiarse del acto mismo de pensar, para fundar en su propio idioma y en su propia tradición un espacio donde la reflexión sobre el Ser se convierte en un ejercicio de hospitalidad ontológica: un lugar donde la cabaña de Heidegger y la madraza de Sadra, lejos de excluirse, dialogan en la búsqueda compartida de la verdad como desocultamiento: la aletheia que se revela en cada lengua viva del pensamiento.
Heidegger afirma que fue a la cabaña “como él mismo”, y puede entenderse esta afirmación en ese contexto. Realizó la visita con su propio bagaje intelectual, acompañado durante el viaje por “Farabí, Avicena, Gazali, Ibn Arabi, Suhrawardí, Molla Sadra y muchos otros sabios orientales, así como [por ejemplo, Meister Eckhart o Rilke] pensadores, místicos, literatos, poetas y artistas occidentales”. Sin embargo, relata su travesía como un simple mortal que los lee y se nutre de ellos, escribiendo con la mente y el corazón “tal como le surgía” (p. 244).
En este sentido, Kalın proyecta a Heidegger hacia un “océano sin orillas”, tomando como punto de partida el hecho de que el filósofo alemán nunca logró superar el “río” que le imponía su propia tradición y su refugio en la cabaña de la Selva Negra. Lo hace, además, con un propósito vinculado a la noción de hikmet (sabiduría): preguntarse si el intento de Heidegger por “salvar la civilización europea a través de la antigua Grecia” no se basaría, en realidad, en una suposición optimista pero errónea. Aunque dice limitarse a plantear la pregunta, Kalın no puede evitar entrar, siquiera brevemente, en la “arqueología del Ser”: ¿fueron los antiguos griegos originales en el sentido que Heidegger les atribuye como fundadores del pensar del Ser, o lo fueron más bien por sus vínculos con el amplio mundo mediterráneo, con Anatolia, con el Egipto antiguo y con África? ¿No estaban, “como Parménides o Pitágoras”, muchos de los pensadores presocráticos en contacto con esas civilizaciones? “Arquímedes era de Samsun. Platón creía que el conocimiento y la sabiduría verdaderos provenían de Egipto. Aristóteles llevó a cabo sus estudios botánicos y taxonómicos en Egipto… Recordar o hacer recordar estos hechos olvidados bajo el peso del imaginario eurocéntrico nos permitiría obtener una visión más veraz sobre las raíces de la civilización occidental” (pp. 238–239).
Kalın prolonga esta reflexión imaginando un viaje posible: “Si Heidegger, al intentar curar las enfermedades intelectuales de la civilización europea, hubiera retrocedido un poco más en su búsqueda del origen, quizá habría alcanzado otras geografías y civilizaciones anteriores a la Grecia clásica. Pero no lo hizo… ¿Qué habría ocurrido si lo hubiera hecho? ¿Qué tipo de historia del Ser habría emergido? ¿Hacia dónde nos conduciría una arqueología del Ser que incluyera Anatolia, el Egipto antiguo y aun más allá de África?” (p. 239). Sin embargo, como hemos visto, durante su verdadero viaje a Grecia Heidegger disipó sus dudas sobre el pensamiento helénico precisamente apoyándose en su resistencia hacia lo preheleno, en su rechazo a las otras civilizaciones del Mediterráneo. Fue a través de ese contraste como comenzó a discernir lo que llamaba “el elemento griego”.
Kalın, en cambio, introduce otra posibilidad de contemplación a través del “rosario” (tespih) que llevaba en su bolsillo durante su visita a la cabaña. Este objeto acompaña tanto la experiencia de la visita como el libro que la relata: “el rosario no es solo un rosario”. Lo esencial no es el objeto en sí, sino la disposición mental, espiritual y corporal que requiere, el “verbo” que resuena en cada cuenta. Si suprimiéramos el momento en que Heidegger está frente a su cabaña mientras Kalın hace girar las cuentas de su rosario, también eliminaríamos todas las “formas del ser” y los “instantes de sentido” que se manifiestan en esa escena. Kalın necesita ese rosario y el espacio de existencia que este le abre.
El “rosario” posee, además, un linaje ontológico que va más allá de los griegos: su material proviene de Tanzania, fue elaborado en Estambul y ahora se encuentra en el pueblo de Todtnauberg. Así, el instante frente a la cabaña deviene un punto de confluencia entre el “campo de existencia” del filósofo y el del objeto mismo. Kalın lo llama “la invitación recíproca de los seres a existir” (p. 19). Desde esa mirada formula también su llamado a “construir nuestra propia cabaña”.
Si sustituimos el “rosario” por cualquiera de las múltiples formas de manifestación del Ser que Kalın contempla materiales, físicas, espirituales, conceptuales, matemáticas o estéticas, nos acercamos al ámbito que él identifica con el Ser mismo. A esas formas podrían añadirse el número, la categoría, el lugar y el cielo, sin negar la prudencia que merece el concepto de Dasein, cuya validez sigue sometida a revisión (pp. 42–43, 59).
No obstante, persiste una pregunta: ¿qué faltaba en Heidegger para que considerara a los antiguos griegos un pueblo original y a los alemanes la comunidad llamada a realizar históricamente esa originalidad? ¿Por qué el Dasein, llamado a escuchar la voz del Ser, debía encarnarse en una de sus formas existenciales, el Mitsein o ser-con en el pueblo alemán, como si este portara colectivamente la carga y la responsabilidad del Ser? En este contexto, entre las muchas preguntas que Heidegger formuló “¿Qué es el Ser?”, “¿Qué es la verdad?”, “¿Qué es el pensar?”, ¿por qué nunca preguntó “¿Qué es el alma?” (Geist, ¿de verdad?), o “¿Qué es la psykhé?”, esa que, en la alegoría platónica de la caverna, no se opone al cuerpo sino que presupone una transformación distinta, una apertura interior?
Conservamos una docena de fotografías de Heidegger junto a su cabaña, la mayoría tomadas durante la entrevista que concedió en 1966 a Der Spiegel, con la condición de que se publicara tras su muerte, y otras durante la visita que le hizo Digne Meller-Marcowicz en 1968. Una de ellas reproducida en el libro La cabaña de Heidegger de Adam Sharr muestra al filósofo frente a la puerta abierta de la cabaña, con camisa blanca, corbata, chaqueta abotonada, pantalones amplios y un sombrero de fieltro; sostiene un rastrillo en la mano izquierda, mientras la derecha cuelga ligeramente del cuerpo. La hierba a su alrededor está limpia, como si acabara de peinarla con el rastrillo. Según Sharr, estas imágenes fueron “puestas en escena”, probablemente a sugerencia de la fotógrafa, como tantas otras en las que Heidegger parece “sumido en profundas reflexiones”.
Kalın, en Viaje a la cabaña de Heidegger, incluye también fotografías de su propia visita, una de las cuales es una “réplica” de aquella imagen del rastrillo. En su caso, la puerta está igualmente abierta, pero él aparece con la cabeza descubierta, un suéter claro en forma de V, una chaqueta cómoda y pantalones sencillos. De pie, ligeramente inclinado hacia la izquierda, sostiene con ambas manos su rosario, el mismo que define como poseedor de un “campo de existencia” que se encuentra con el suyo propio. La fotografía, como toda fotografía, implica cierto grado de puesta en escena. Kalın lo reconoce y explica su intención: “Para quienes comprenden su significado, tanto el rastrillo como el rosario pueden ser medios de recuerdo, contemplación, pensamiento y rememoración. Lo esencial es saber cómo relacionarse con las cosas que nos rodean, con los utensilios y herramientas, con las diversas manifestaciones del Ser”.
Aun así, existe una diferencia entre el gesto contemplativo de Kalın con su rosario y el de Heidegger con su rastrillo. Durante la visita del pensador turco, el césped frente a la cabaña estaba salpicado de hojas amarillas, testimonio de la estación; el lugar, ya no frecuentado por los herederos de Heidegger, no había sido limpiado.
Volvamos entonces al comienzo: en el pensamiento mismo de Heidegger, donde el “río” equivale al viaje en el mar del Ser, ¿qué habría pescado si, al lanzar su anzuelo, en lugar de un pez hubiera encontrado un viejo zapato o por qué no una sandalia griega, quizá del tipo que podría haber calzado Sócrates, aquel que inauguró la metafísica occidental?
El Primer Capítulo del Texto:https://kritikbakis.com/es/pensar-el-ser-frente-a-la-cabana-de-heidegger/