Occidente no muere, pero está trabajando en ello

Existe una buena razón para adoptar el discurso del declive en Europa. Al igual que el Imperio Romano trasladó su capital a Constantinopla para extender su hegemonía durante mil años más, abandonando Roma a los bárbaros, el centro de gravedad de Occidente se desplazó hacia Estados Unidos, dejando a Gran Bretaña y Europa en una inercia que las volvió obsoletas, rezagadas y cada vez más irrelevantes.

Uno de los políticos más singulares de Grecia, Yanis Varoufakis, fue ministro de Finanzas en el gobierno del “joven izquierdista Alexis Tsipras”, un líder en quien, hace una década, ciertos sectores progresistas de Türkiye depositaban grandes esperanzas, tratando de adoptar su modelo debido a su obsesión con la política de Occidente respecto al río Éufrates.

El proceso que llevó a Varoufakis a dimitir poco después se asemejaba a las negociaciones entre Türkiye y el FMI en los años 90: Grecia, al borde de la bancarrota, se veía atrapada en un torbellino de deudas y enfrentaba las “recetas” impuestas por sus acreedores, dirigidas tanto a Atenas como, en realidad, a toda Europa. Frente a este panorama, el joven ministro de Finanzas alzó la voz y desafió a sus interlocutores con una frase lapidaria: “Tal vez ya no haya necesidad de celebrar elecciones en los países endeudados”.

El endeudamiento de Grecia no solo ponía a prueba el espíritu de “unidad” dentro de la Unión Europea, sino que también planteaba una cuestión fundamental: ¿por qué Hans, el ciudadano alemán, debería pagar la deuda de un griego que rompe platos en una taberna a orillas del Egeo?

Varoufakis no abordaba la cuestión con un enfoque nacionalista. Por el contrario, advertía que una eventual salida de Grecia de la UE (Grexit) o la posible desvinculación de países como Italia o Portugal solo beneficiaría a movimientos ultranacionalistas como los neonazis de Amanecer Dorado. Desde una perspectiva de izquierda, señalaba que los acreedores no solo atacaban a Grecia, sino a cualquier ciudadano europeo que formara parte del aparato productivo del continente.

Economista de formación, Varoufakis enseñó durante años en la Universidad de Sídney. En 2015, publicó en The Guardian un artículo titulado Cómo me convertí en un marxista errático, en el que se ubicaba ideológicamente dentro de la izquierda británica.

En una entrevista reciente con The Observer, a propósito de su último libro Tecnofeudalismo, Varoufakis sostiene que estamos presenciando un cambio de época que contradice la predicción de Lenin: “El capitalismo ha muerto, y lo que ha surgido de sus cenizas es algo aún peor. Ya no es el sistema financiero global el que nos moldea, sino los ‘señores feudales’ de la tecnología. Jeff (Bezos, fundador de Amazon) no produce capital, cobra rentas. Esto no es capitalismo, es feudalismo. ¿Y nosotros? Somos siervos. ‘Siervos de la nube’, tan ajenos a la conciencia de clase que ni siquiera percibimos que cada tuit y publicación que hacemos genera valor para estas empresas”.

En su artículo Occidente no muere, pero está trabajando en ello, publicado el 19 de diciembre en Project Syndicate, Varoufakis evoca la célebre frase “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, para señalar la presencia de un espectro diferente.

Así como Roma trasladó su centro de gravedad a Constantinopla, Occidente desplazó su epicentro de Europa a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, según Varoufakis, este nuevo centro de poder no será China ni Asia Oriental, pues “China no aspira a la hegemonía”, una afirmación que, aunque ingenua, plantea un punto de reflexión.

Occidente no muere, pero está trabajando en ello
Yanis Varoufakis

El poder de Occidente sigue intacto. Lo que ha cambiado es la combinación de socialismo para los financieros, expectativas en ruinas para el 50% más pobre y la sumisión de nuestras mentes al dominio de las grandes tecnológicas, lo que ha propiciado la aparición de élites ultramodernas que ya no requieren los valores del siglo pasado.

En Europa, en el Sur Global y en Estados Unidos —especialmente tras la victoria de Donald Trump—, un variado grupo de expertos centristas cree que Occidente está en decadencia. Ciertamente, nunca antes tanto poder había estado concentrado en tan pocas manos (y en tan pocos códigos postales), pero ¿significa esto que el poder de Occidente está condenado?

El discurso del declive en Europa tiene fundamentos sólidos. Como Roma en su ocaso, Occidente ha relegado su centro de gravedad a Estados Unidos, sumiendo a Gran Bretaña y al resto de Europa en una parálisis que las torna intrascendentes.

Sin embargo, la creciente sensación de pesimismo entre los expertos tiene raíces más profundas: la confusión entre el debilitamiento del compromiso de Occidente con sus propios valores (derechos humanos universales, diversidad, apertura) y el supuesto declive de su poder. Como una serpiente que muda de piel, Occidente se deshace de un sistema de valores que, tras su ascenso en el siglo XX, ha dejado de serle útil en el XXI.

Nunca antes la democracia fue un requisito para la expansión del capitalismo, y lo que hoy consideramos el “sistema de valores occidental” tampoco es una condición indispensable. Occidente no se construyó sobre principios humanistas, sino sobre el comercio de esclavos, el tráfico de opio y el saqueo colonial, sustentado en la brutal explotación de sus propias clases bajas.

Durante su auge, Occidente extendió su dominio sin obstáculos, enviando colonos a subyugar poblaciones y extraer recursos. Deshumanizó a los pueblos conquistados y declaró sus tierras como terra nullius, es decir, deshabitadas y disponibles para quienes desearan tomarlas. Desde América, África y Australia hasta la Palestina de hoy, ese ha sido el primer paso de todo genocidio.

Pero mientras su dominio en el exterior era incontestable, en su interior Occidente enfrentaba el desafío de las clases bajas empobrecidas, incapaces de consumir lo que las fábricas producían. Estas tensiones culminaron en guerras industriales entre las potencias occidentales, desembocando en dos guerras mundiales.

Tras estos conflictos, las élites occidentales se vieron obligadas a hacer concesiones: aceptaron sistemas de educación, sanidad y pensiones públicas. En el ámbito internacional, el repudio a las guerras y genocidios perpetrados por Occidente condujo a la descolonización, la proclamación de los derechos humanos y la creación de tribunales de justicia internacional.

El breve periodo de justicia distributiva, economía mixta y respeto al derecho internacional que siguió a la Segunda Guerra Mundial estuvo sustentado en el sistema monetario de Bretton Woods, diseñado por Estados Unidos para reciclar sus excedentes hacia Europa y Japón.

Sin embargo, en 1971, cuando EE.UU. pasó de superávit a déficit, optó por dinamitar el sistema de Bretton Woods en lugar de adoptar políticas de austeridad. Esto convirtió a Alemania, Japón y posteriormente a China en exportadores netos, mientras que sus excedentes en dólares fluían hacia Wall Street para financiar la deuda estadounidense.

El resto es historia: la desindustrialización de América, la desregulación financiera y el surgimiento del neoliberalismo. El colapso de 2008 expuso la fragilidad del sistema y forzó a Occidente a rescatar a los financieros con 35 billones de dólares, dinero que solo benefició a las Big Tech y consolidó su control sobre nuestras vidas.

Occidente sigue siendo poderoso en 2024, pero a medida que su sistema de valores se degrada, su inclinación hacia la autodestrucción solo se intensifica.