“Mano Muerta” o el juego de la “Ruleta Nuclear”
El pasado mes de julio, el intercambio verbal entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el vicepresidente del Consejo de Seguridad de Rusia, Dmitri Medvédev, fue percibido como una señal de que se estaba entrando en aguas sumamente peligrosas, próximas a una “escalada nuclear”. Que dicho enfrentamiento verbal coincidiera con el 80.º aniversario de la “masacre nuclear” que redujo a cenizas Hiroshima y Nagasaki resulta, cuando menos, profundamente inquietante.
¿Acaso el mundo se encuentra ante una nueva y letal partida de ruleta nuclear? El hecho de que las correas del actual orden internacional estén desgarradas por todos lados no hace sino intensificar los temores de que una escalada nuclear pueda culminar en una guerra atómica.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente. Murieron al menos unas 200.000 personas. Así, Estados Unidos inscribió su nombre en la historia como el único país que ha utilizado armas nucleares. Desde la perspectiva estadounidense, aunque lanzar bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas a costa de la vida de cientos de miles de inocentes no podía justificarse moralmente, se consideraba, sin embargo, un “mal necesario” porque, en sus efectos, había contribuido a poner fin a la guerra. Esta doctrina del “mal necesario” ha servido como un conveniente manto ideológico para la hegemonía global de Estados Unidos.
El 12 de mayo de 1996, en una entrevista concedida al canal “CBS News”, la embajadora estadounidense ante la ONU, Madeleine Albright, ofreció una respuesta que iluminaba de forma escalofriante el marco mental que sustenta esta doctrina. Ante la pregunta de la presentadora: “Hemos oído que han muerto medio millón de niños, es decir, más que los que murieron en Hiroshima. Y, ya sabe, ¿valió la pena?”, Albright respondió: “Creo que fue una decisión muy difícil, pero creemos que el precio valió la pena”. La misma mentalidad es la que impulsa a seguir suministrando armas y fondos a Israel mientras sus aviones y bombas masacran a decenas de miles de niños en Gaza.
La orden de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki fue dada por el presidente estadounidense Harry S. Truman. La justificación oficial era lograr la rendición de Japón y así poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, esto no era cierto: los japoneses sabían que habían perdido la guerra y estaban dispuestos a llegar a un acuerdo con los estadounidenses. Por otra parte, destacados generales de guerra de Estados Unidos, como Dwight D. Eisenhower, opinaban que no existía ninguna situación que justificara el lanzamiento de bombas atómicas sobre las ciudades japonesas. Eisenhower, quien entre 1953 y 1961 sería presidente de Estados Unidos y que durante la Segunda Guerra Mundial fue comandante de las fuerzas aliadas en Europa, relató que, en una reunión celebrada en julio de 1945 con el secretario de Guerra, Henry Stimson, expresó dos razones para oponerse al uso de la bomba atómica contra Japón: “En primer lugar, los japoneses estaban dispuestos a rendirse y no había necesidad de golpearlos con esa cosa horrible. En segundo lugar, odiaba ver a mi país ser el primero en utilizar semejante arma”.
El primer ensayo de una bomba atómica por parte de Estados Unidos tuvo lugar el 16 de julio de 1945 en el desierto de Jornada del Muerto (“Viaje del Hombre Muerto”), en el estado de Nuevo México. Los resultados fueron satisfactorios, y el siguiente paso consistía en utilizar el arma no como mera prueba, sino como instrumento directo de destrucción masiva. El objetivo: Hiroshima y Nagasaki. El presidente Truman no estaba motivado por lograr la rendición japonesa, sino por mostrar al mundo entero el poder de la bomba atómica. La verdadera razón por la que su administración no dudó en ordenar el lanzamiento sobre dos ciudades fue enviar un mensaje de intimidación en primer lugar a la Unión Soviética y a cualquier posible rival de Estados Unidos. En los albores de la Guerra Fría, Washington pretendía dejar claro que poseía una supremacía militar inalcanzable.
No obstante, poco después la Unión Soviética también consiguió su propia bomba atómica. Moscú estaba al tanto de los trabajos secretos de Estados Unidos en materia nuclear. Algunos científicos, preocupados por un mundo en el que solo los estadounidenses poseyeran tal arma, filtraban información regularmente sobre los avances atómicos. El líder soviético, Iósif Stalin, lo sabía todo; lo que los dirigentes estadounidenses ignoraban era que él lo sabía.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética se encontraron en repetidas ocasiones al borde de un enfrentamiento nuclear. El mundo, que ya había sido testigo del horror causado por las bombas lanzadas sobre Japón, quedó estremecido por la “Crisis de los Misiles en Cuba”, que comenzó el 16 de octubre de 1962 y concluyó el 29 de ese mismo mes. Los estadounidenses habían descubierto que la Unión Soviética estaba instalando misiles con cabezas nucleares en Cuba, a escasa distancia de su territorio. La isla fue sometida a un bloqueo total por parte de Estados Unidos, mientras que buques de guerra soviéticos se dirigían hacia la región. La posibilidad de una guerra nuclear entre ambas potencias sembró el pánico a escala global.
En aquel momento, el presidente de Estados Unidos era John Fitzgerald Kennedy (JFK) y el líder soviético, Nikita Jrushchov. Tras trece días de tensísimas negociaciones entre Washington y Moscú, ambos dirigentes alcanzaron un acuerdo: los misiles nucleares soviéticos en Cuba serían retirados, al igual que los misiles Júpiter con cabezas nucleares que Estados Unidos mantenía desplegados en la ciudad turca de Esmirna. Un hecho llamativo de este episodio fue que Ankara no fue informada de la retirada de dichos misiles; una situación que, en el caso de Cuba, no resultó muy distinta.