Macedonia… Llegar a la Orilla de la Historia

Monastir, junto con Salónica y Skopie, fue uno de los centros que dominaron los Balcanes en el momento de la proclamación de la Segunda Constitución otomana. El lugar en el que se anunció aquel acontecimiento llevaba entonces el nombre de Plaza de la Libertad; hoy, sin embargo, se llama Plaza Magnolia. De aquel pasado imperial apenas quedan unas cuantas mezquitas y la vieja oficina de correos. Fue precisamente en esa oficina donde llovieron los telegramas dirigidos a Estambul, advirtiendo que, de no proclamarse de inmediato la Constitución, aquellas tierras se perderían. El edificio, aunque envejecido, no ha perdido nada de su antigua majestuosidad.

Esta ciudad, verde y de una belleza espléndida, fue también el espacio en el que los Jóvenes Turcos y el Comité de Unión y Progreso se organizaron políticamente. Durante un tiempo albergó a la comunidad musulmana más numerosa del Imperio otomano en la región. Hoy, en cambio, la población musulmana apenas alcanza el diez por ciento.

He viajado en el pasado a la mayoría de los países de los Balcanes. Me sorprende a mí mismo no haber ido nunca a Macedonia hasta ahora. Y, después de contemplar estas tierras, la pregunta se transformó en lamento. Muchos de mis amigos son oriundos de aquí; sus invitaciones quedaron postergadas una y otra vez, hasta que esa demora se convirtió en una verdadera omisión.

Seguramente se preguntarán por qué he convertido en un asunto tan serio esa postergación. La respuesta es sencilla: si uno es, como yo, aficionado a la lectura y al estudio de la historia reciente, inevitablemente se reprocha tal descuido. Pues al ver aquellas tierras por donde fluyó la historia, se produce una extraña sensación de desarraigo: de pronto uno se arranca del presente y se transporta, casi sin quererlo, a aquellos días pretéritos.

Melodías Melancólicas de los Balcanes

De Skopie a Monastir quizá la ciudad más significativa de la historia reciente, me correspondió la tarea de acompañar con canciones balcánicas las dos horas de camino. Al volante iba mi viejo amigo, el rector de la Universidad Internacional de los Balcanes, el profesor Lütfi Sunar. Mientras él, desde su condición de académico, contemplaba la historia con una mirada distante (no quisiera decir fría, aunque bien podría serlo), yo dejaba sonar melodías profundamente emotivas y dolientes.

En cierto modo, lo hacía a propósito, como una réplica a su desapego. Pues en mí mismo se entrelazaba la misma sensibilidad que transmitían aquellas canciones: una carga de nostalgia, de desgarro y de duelo. En el último siglo del Imperio otomano, todas las tragedias las guerras, las rupturas, las insurrecciones se habían escenificado en estas tierras. Y gran parte de esas experiencias se transformaron, con el tiempo, en canciones populares: verdaderas elegías convertidas en memoria viva de un dolor colectivo.

Mientras el profesor Lütfi afirmaba, con su habitual distancia analítica, que “el Imperio otomano fue, en esencia, un imperio balcánico”, trataba de mantener firme el volante en aquella carretera sinuosa que se abría paso entre montañas verdes y frondosas. Y tenía razón: estas tierras habían sido la cantera de casi todo el capital humano y de los más destacados estadistas de la Sublime Puerta. Por ello, su pérdida constituyó una herida profunda, un auténtico cataclismo para la estructura imperial.

“Una tormenta nos sorprendió frente al mar;
nuestros anhelados encuentros, oh amada mía, quedaron postergados hasta el Juicio Final…”

Los versos, entonados como un eco de la memoria, condensaban el sentimiento de desarraigo y de ausencia que impregna la historia misma de estas geografías.

Monastir… llegar a la orilla de la historia

Creo que, dentro de Macedonia, el lugar que más despertaba mi curiosidad era Monastir. Por ello, ansiaba llegar cuanto antes y recorrer los espacios que tanto había imaginado: el colegio militar donde estudiaron Enver Paşa, Mustafa Kemal y Ali Fuat Cebesoy; la plaza y la oficina de correos donde se proclamó la Segunda Constitución; la casa de Resneli Niyazi y, en fin, aquel sitio en el que se sentaron las bases del Comité de Unión y Progreso y donde este movimiento alcanzó su máxima organización.

Allí nos encontramos con jóvenes turcos residentes en la ciudad. En el trayecto les manifesté mi deseo de visitar aquellos lugares. Algunos, para mi sorpresa, parecían escuchar por primera vez esos nombres y episodios, lo que revelaba el desvanecimiento de una memoria histórica compartida. No obstante, nos aseguraron que, antes de nuestra llegada, investigarían un poco para orientarnos mejor.

Nuestra primera parada fue en el Liceo Militar. La institución había sido restaurada por la Agencia Turca de Cooperación y Coordinación (TİKA) y convertida en museo. Solo una sala se destinaba a “la habitación conmemorativa de Atatürk”; el resto exhibía objetos vinculados a la cultura macedonia. Hubiera sido deseable, al menos, encontrar una fotografía de Enver Paşa, de Resneli Niyazi o de Ali Fuat Cebesoy; sin embargo, la ausencia de tales figuras hablaba elocuentemente de una memoria fragmentada, en la que ciertos pasados habían sido relegados al silencio.

La Encrucijada de la Historia

Monastir, junto con Salónica y Skopie, fue uno de los centros que dominaron los Balcanes en el momento de la proclamación de la Segunda Constitución otomana. El lugar donde se anunció aquel acontecimiento llevaba entonces el nombre de Plaza de la Libertad; hoy, sin embargo, se llama Plaza Magnolia. De aquel pasado otomano apenas permanecen en pie unas cuantas mezquitas y la vieja oficina de correos. Fue precisamente allí donde llovieron los telegramas enviados a Estambul, advirtiendo que, de no declararse de inmediato la Constitución, estas tierras se perderían. El edificio, aunque deteriorado por el tiempo, conserva todavía su grandeza.

Esta ciudad, verde y de una hermosura deslumbrante, fue el espacio en el que se organizaron los Jóvenes Turcos y se consolidó el Comité de Unión y Progreso. Durante un tiempo, albergó la mayor población musulmana del Imperio en la región; hoy, sin embargo, apenas representa un diez por ciento de sus habitantes.

Sobre Monastir se han compuesto numerosas canciones populares. Pero al partir, elijo escuchar la más hermosa. Tratamos de reconocer, en sus versos, los lugares que hemos visitado:

“En el corazón de Monastir
hay una fuente,
amada fuente;
las muchachas de esta tierra
todas son valientes,
y nosotros cantamos y danzamos…

En el corazón de Monastir
hay un manantial,
amado manantial;
las muchachas de esta tierra
todas son escogidas,
y nosotros cantamos y danzamos…

En el corazón de Monastir
hay un brote de agua,
amado brote;
las muchachas de esta tierra
todas son firmes como cipreses,
y nosotros cantamos y danzamos…”

Los versos, sencillos y repetitivos, condensan una memoria afectiva: evocan no solo el paisaje urbano de la ciudad, sino también la vitalidad de sus gentes, convirtiéndose en un eco poético de una historia que aún resuena.

Resne… la ciudad del espíritu insurrecto

Entre las figuras del Comité de Unión y Progreso, hubo un nombre que eclipsó incluso a Enver, Cemal y Talat Paşa: el del Kolağası Resneli Niyazi. Era un militar temerario, de mentalidad profundamente política y un ittihadista visceralmente opuesto a Abdülhamid. Alcanzó notoriedad por la lucha que sostuvo en las montañas contra las bandas búlgaras, donde se hizo célebre por sus tácticas de guerra irregular y métodos de guerrilla. Aquellas hazañas no solo corrían de boca en boca en Manastir, Resne y Skopie, sino que incluso en Estambul se convirtieron en asunto de prensa y admiración pública. Se decía, además, que criaba ciervos, una excentricidad muy comentada en su tiempo; de ahí se originaría la expresión popular “hacer conversación de ciervos”

Cuando Niyazi abandonó la vida militar y, acompañado de un grupo de seguidores, levantó la bandera de la insurrección contra el régimen de Abdülhamid, pasó a ser reconocido como uno de los protagonistas más influyentes en la proclamación de la Segunda Constitución.

Al entrar en Resne, su ciudad natal, no pude evitar pensar que en sus memorias las críticas demoledoras y severas contra Abdülhamid estaban quizá desmedidas. La razón que adujo para escribir su libro resulta, sin embargo, reveladora: afirmaba que su nombre había sido exageradamente destacado en la proclamación de la libertad, lo que constituía una injusticia para con otros miembros del Comité; por ello quiso dejar constancia por escrito. Ese texto, publicado en 1908, parece anticipar las adversidades que se avecinaban.

A diferencia de otros líderes del Comité, Niyazi Bey no marchó a Estambul tras la proclamación de la Constitución, sino que permaneció en la región de Manastir y Resne. En su ciudad natal mandó construir, frente a su residencia, un edificio de gobierno desde donde gestionaba los asuntos estatales. No obstante, las diferencias con otros dirigentes ittihadistas/unionista lo aislaron, y en 1914 murió en circunstancias sospechosas. Fue abatido a tiros en una reyerta frente a la oficina de correos de Manastir. Nunca se supo con certeza quién ni por qué lo mató, aunque siempre se sospechó de una purga interna en el seno del movimiento.

La expresión que aún hoy se escucha en boca del pueblo “ni mártir ni héroe, Niyazi murió en vano” nació precisamente a raíz de su trágico final.

Sentado frente a su casa en Resne, medito sobre la dimensión dramática de una vida marcada por la insurrección y sellada por la fatalidad. Mientras escribo estas líneas, me encuentro con una balada popular compuesta en su memoria: una canción cuyas letras, cargadas de ironía y melancolía, mantienen vivo el eco de su historia.