Los Turcos, los Kurdos, la Profecía y la Realidad

En lugar de enfrentar la realidad de los kurdos en Türkiye y en la región, y buscar formas de hacerlos partícipes y soberanos en el Estado, se ha optado por invertir en la guerra. Tal elección ha convertido a ciertos antiguos funcionarios del Estado en una especie de señores feudales de la Edad Media que, habiéndose apropiado del aparato estatal, se niegan rotundamente a compartirlo. Las profecías funestas de esta supuesta élite estatal que se beneficia del statu quo ya no provocan más que un profundo hastío. Porque el Estado en estas tierras no es lo que ellos creen que es, ni poseen ellos la virtud o la legitimidad necesarias para considerarse sus verdaderos dueños.

Comparar a esta clase de personas, que formulan profecías bajo la sombra siniestra de una organización terrorista que, tras cincuenta años, ha quedado en la bancarrota, con una adivina profesional como Satıh sería erróneo. Sin embargo, lo que hacen estos retirados no es más que una forma de adivinación disfrazada de análisis.

Durante sus sesiones atormentadas por los genios, la adivina Satıh solía contorsionar su cuerpo como si fuera una tela, como si no tuviera huesos. Expresaba sus profecías, en su mayoría, en forma de seci’, una prosa rimada. Una de sus famosas profecías que, según la tradición, anunciaba la invasión de Yemen por los abisinios decía:

“Vi algo completamente negro, quemado por el fuego;
Surgió desde la oscuridad,
Cayó sobre la tierra de Theme
y devoró todo lo que tenía un cráneo.”

Hoy en día, los kurdos vuelven a ocupar el centro del debate, esta vez por la disolución del PKK. Igual que en los últimos cincuenta años de historia de Türkiye… e igual que en los cincuenta anteriores.

Sin embargo, a pesar de su protagonismo en la agenda pública, las ideas que la sociedad turca mantiene sobre los kurdos siguen estando muy alejadas de la realidad y mucho más cerca de una construcción ficticia. Esta percepción no es exclusiva de los turcos ni de otros sectores de la sociedad; los propios kurdos también tienden a concebirse desde una narrativa imaginaria que está bastante alejada de la realidad. Y en esto no se salvan ni la academia, ni los medios de comunicación, ni el arte, ni la burocracia estatal. La imagen del kurdo que prevalece en el imaginario colectivo se asemeja a una figura de época medieval, una especie de bandido surgido repentinamente desde una historia amorfa, oscura y aterradora, lanzado sobre una avenida moderna y brillante como si fuera un murmullo arrancado al genio de la propia Satıh.

Podríamos debatir largo y tendido sobre cómo se han formado estas imágenes. Pero no sería erróneo afirmar que, tanto por su organización social como por su cultura cotidiana y, sobre todo, por la barrera lingüística, los kurdos han sido mantenidos o más bien encerrados al margen del proceso de modernización de Türkiye, en una fortaleza protegida. Esta situación ha sido compartida tácitamente tanto por las élites de la República como por las élites políticas kurdas. Ante las políticas de asimilación impuestas con la República, los dirigentes kurdos han considerado durante largo tiempo que el kurdo sagrado también por su relación con la religión ofrecía un refugio simbólico. En oposición al occidentalismo forzado de los kemalistas, se desarrolló una práctica resumida en la fórmula: “Conservar el kurdo es conservar el islam”.

Más adelante, el PKK construyó una “tribu política” radical, nacionalista, antirreligiosa y desvinculada del idioma kurdo, que mantuvo este aislamiento a través de una fuerte presión comunitaria. Por su parte, las élites estatales también consideraron que, para asegurar el éxito del nuevo proyecto de Estado-nación, los kurdos como componente “anómalo” debían permanecer invisibles o al margen.

Así, conceptos como crimen, rebelión, terrorismo, violencia, religión, ruralidad, tribu, atraso y conservadurismo fueron asociados a los kurdos en un imaginario “inquietante” que fue construido e impuesto por los medios de comunicación y el arte. Para alimentar esta construcción simbólica, se explotaron de manera grosera dos grandes rebeliones ocurridas en los primeros años de la República la de Şeyh Said y la de Dersim así como el sangriento conflicto terrorista de los últimos cincuenta años. Y aunque estas imágenes se apoyen en realidades dolorosas, el retrato resultante  difundido e inyectado a la sociedad a través de la cultura mediática es profundamente ficticio y alejado de la verdad. Porque toda ficción, incluso la más impactante, no es sino una distorsión parcial de la realidad.

No hace falta ser un adivino como Satıh para comprender que estas imágenes distorsionadas se han usado como un falso “sedante” frente a los temores, intereses y ansiedades del aparato estatal y también del ciudadano común. Estas ficciones, construidas bajo el rótulo de la “división” y el miedo que suscita, han legitimado una serie de presiones sociales y, al mismo tiempo, sustentado una estructura fértil de intereses que se extiende desde la burocracia hasta el mundo empresarial, desde la política hasta la economía.

Y sin embargo, ni los kurdos ni el resto de nuestra nación  la llamada “Nación Turca” viven dentro de esta realidad ficticia. Más aún, la realidad es un fenómeno con infinitas facetas. La fuerza dinámica y transformadora de la vida reconstruye incluso la propia realidad, de manera constante y continua. Basta con mirar las transformaciones que una sola vida humana puede experimentar, para comprender que no existe una verdad rígida e incuestionable. Esa sola experiencia vital basta y sobra para demostrarlo.

Aunque en Occidente la idea de que los Estados se sostienen sobre una base étnica lleva más de dos siglos en circulación, en nuestro contexto esta es una noción relativamente reciente. La homogeneidad demográfica, como uno de los pilares fundamentales del Estado, adquiere relevancia únicamente cuando se combina con su capacidad de control. En Occidente, el proceso de formación de los Estados-nación fue, esencialmente, una empresa liderada por élites y aristócratas; un fenómeno más económico que ideológico. De hecho, muchos de estos Estados surgieron como resultado de guerras financiadas por estos sectores privilegiados. Lo que allí se llama democracia es, en gran medida, la institucionalización de la soberanía compartida entre estos «inversionistas» del poder estatal.

Así, la guerra, que antiguamente era un «deporte» aristocrático, pasó a convertirse en un deber del «ciudadano», quien a cambio de derechos como el sufragio y la seguridad debía lealtad absoluta a la nación. En ese punto, el Estado-nación ya había alcanzado la capacidad de controlar todos los recursos sociales, respaldado por una poderosa maquinaria burocrática y un discurso ideológico que legitimaba ese control. Es aquí donde el concepto de «nación» como uniformidad étnica cobra un papel vital. Estas «naciones», en su mayoría comunidades imaginadas, se construyen sobre narrativas históricas y, en esencia, representan un tipo de inversión simbólica.

Sin embargo, desde una perspectiva biológica, la demografía no se reduce a lo étnico, sino que se enraíza en universos culturales forjados por la geografía y la historia. En el universo cultural islámico, estos patrones de continuidad y vitalidad se agrupan bajo el concepto de «millet», que no está ligado a una estructura étnica. Por tanto, el Estado edificado sobre esta realidad social —producto conjunto de historia y geografía no es un «negocio» al estilo occidental, sino un Estado de «valores», un Estado benevolente

Tal vez por esta razón, las principales ideologías nacionalistas en Türkiye han mostrado siempre cierta timidez a la hora de hacer énfasis en raíces raciales o étnicas. Incluso el kemalismo, como ideología fundacional de la República, se vio obligado a definir la identidad nacional en términos difusos, como “quien se siente turco”. En muchos círculos nacionalistas, la «turquicidad» se presenta como una especie de creencia religiosa: algo a lo que se puede uno adherir o del que se puede salir. Podemos afirmar, entonces, que la definición de «nación» como columna vertebral del Estado no se fundamenta en la etnia, sino en valores compartidos. De hecho, durante los primeros años de la República, el punto de convergencia de nuestra nación no fueron las etnias, sino la religión islámica. Las estructuras étnicas, las lenguas, las diferencias regionales, constituyen los colores naturales que hay que preservar; sus derechos, una condición sine qua non para la existencia de una nación.

Desde esta perspectiva, es imprescindible abordar la realidad kurda históricamente sometida a políticas de asimilación y represión desde los inicios de la República no a través de mundos imaginarios, sino desde su propia realidad. Es evidente que el eventual fin del terrorismo del PKK generará tanto alivio como sorpresa entre los kurdos y el resto de la sociedad. El terrorismo del PKK había creado un espacio de «comodidad» política bilateral que ahora se ve alterado. El reciente anuncio de su disolución ha provocado una sacudida tectónica en la política: los sectores sociales fácilmente manipulables mediante narrativas simplistas ya no son tan fáciles de consolidar.

La sociedad kurda, o aquellos inmersos en el universo del PKK, experimentarán desconcierto al salir de una psicología de victimización. Asimismo, numerosos actores políticos y sectores que fundamentaban su existencia en la cuestión terrorista quedarán sumidos en el vacío. De hecho, ya se perciben leves murmuraciones en ciertos sectores de la burocracia estatal, la política y las élites mediáticas aquellos que hasta ahora apoyaban decididamente esta transformación.

Lo que inquieta no es tanto la desaparición de una organización terrorista anacrónica, sino la emergencia de la verdadera realidad kurda. Las ciudades que en los años noventa se asemejaban a campos de refugiados, hoy cuentan con avenidas luminosas, barrios amplios y modernos, y una población significativamente transformada. Esta nueva imagen sacude los imaginarios que tanto kurdos como turcos tenían del otro.

La sociedad kurda, que ha experimentado una clara consolidación de su clase media, ha alcanzado niveles de urbanización similares al promedio nacional. Familias que hasta hace poco tenían ocho o diez hijos, ahora han adoptado modelos familiares más pequeños y modernos. Este cambio hace visible una población cuya lealtad al país, confianza en sí misma y sentido de pertenencia no tienen nada que envidiar a la llamada «nación turca». Hoy en día, esta población se encuentra ante la posibilidad de expresarse, de narrar su verdad y de vivir con naturalidad.

Probablemente serán los propios kurdos quienes primero sientan la perplejidad de esta nueva realidad.

En lugar de confrontar la realidad de los kurdos en Türkiye y en la región, y buscar vías para integrarlos como socios y sujetos soberanos del Estado, seguimos siendo testigos de las siniestras profecías de antiguos funcionarios del Estado retirados, pero todavía influyentes que, como señores feudales de la Edad Media que se apropiaron del aparato estatal a través de la guerra, rechazan tajantemente cualquier forma de participación. Estas profecías, que ya causan un profundo hastío, son difundidas por una supuesta élite estatal que aún se alimenta de estas visiones apocalípticas.

Y es que el Estado en estas tierras no es lo que ellos creen que es, ni poseen ellos la cualidad o legitimidad necesaria para proclamarse sus propietarios. Comparar a estos personajes, que siguen formulando augurios a la sombra ominosa de una organización terrorista que ha quedado en bancarrota tras medio siglo, con adivinas profesionales como Satıh sería incorrecto. Sin embargo, lo que hacen no deja de ser una forma de profecía más, vacía y anacrónica.

Estos personajes, incapaces de ver cómo ha sido erosionado y derrumbado por la actitud paciente y firme de la nación el vergonzoso régimen dictatorial que levantaron hace un siglo sobre mentiras y ficciones, ocupan hoy una posición que no se diferencia en absoluto de la de aquellos veteranos del PKK con los que pretenden asustar a la población. Ambos comparten una estrategia común: sembrar el miedo.

Sin embargo, nuestro pueblo está ya curtido frente a estos juegos. Ni el PKK que durante cincuenta años ha hecho sangrar a esta nación invocando constantemente soluciones políticas, democracia y paz como preámbulo de su violencia ni los que, con los carrillos hinchados y los ojos desencajados, gritan falsamente “patria” y “nación”, tienen nada que ofrecer a este país más que daño.