Las Opiniones De Kant, Dühring y Nietzsche Sobre El Cristianismo y El Judaísmo
La cuidadosa comparación entre la marcada oposición al judaísmo presente en filósofos moralistas como Kant y Dühring, por un lado, y las apreciaciones de Nietzsche quien fustiga el cristianismo y expresa su admiración por los profetas del Antiguo Testamento, por otro, revela que Nietzsche, a pesar de haber sido ampliamente ensalzado recientemente por los nacionalistas europeos, fue en realidad uno de los pensadores más radicalmente filosemitas, anticristianos y antigermánicos del siglo XIX.
Immanuel Kant (1724–1804) es conocido hoy, fundamentalmente, por los tres grandes análisis en los que examina los límites de la razón como instrumento en los ámbitos de la teoría del conocimiento, la ética y la estética (Crítica de la razón pura, 1781/1787; Crítica de la razón práctica, 1788; Crítica del juicio, 1790). Asimismo, en una época dominada por el racionalismo cartesiano, devolvió vigor a la metafísica. En el campo político, Kant defendió un orden republicano y constitucional que no descansara en la mera voluntad de la mayoría como en la democracia directa sino en fundamentos morales. En las relaciones internacionales sostenía que estas debían orientarse hacia el ideal de una federación universal de Estados libres. Para dicha federación, la religión universal que preveía sería una forma de cristianismo, pues consideraba que solo el cristianismo constituía una religión verdaderamente moral y que contenía “la semilla y los principios de una fe religiosa correcta y universal”. Su obra principal sobre religión, La religión dentro de los límites de la mera razón (Religion within the Limits of Reason), se publicó en 1793, es decir, tras sus tres Críticas, y fue seguida en 1795 por su ensayo de política internacional Sobre la paz perpetua (On Perpetual Peace).
En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant se siente obligado a examinar el judaísmo como fundamento histórico del cristianismo. Los dos primeros libros de esta obra están dedicados a discutir el conflicto entre el bien y el mal en la naturaleza humana. El Libro Tercero se ocupa de la necesidad de vencer el principio maligno y de instaurar el “Reino de Dios en la tierra”. Ya en las “Observaciones generales” del Primer Libro, Kant establece una distinción entre dos tipos de religión:
«Todas las religiones pueden dividirse, sin embargo, en esfuerzos por ganar la gracia divina (culto meramente externo) y religiones morales, es decir, religiones relativas a la vida ética y al obrar bueno. En la primera, el ser humano se engaña al creer que Dios puede hacerlo infinitamente dichoso (mediante el perdón de los pecados) sin que él mismo llegue a ser mejor persona. O bien, si ello le parece imposible, entonces cree que Dios puede convertirlo, sin falta, en un ser mejor sin que él haga algo más que simplemente desearlo».[1]
Entre las grandes religiones existentes, Kant valora solo al cristianismo como una religión moral:
«En la religión moral (y entre todas las religiones públicas que han existido hasta hoy, solo el cristianismo es moral), el principio fundamental es el siguiente: cada individuo está obligado a hacer cuanto esté a su alcance para convertirse en una persona mejor; y solo si no ha enterrado el talento que le fue dado al nacer (Lucas 19: 12–16) y ha empleado su inclinación natural hacia el bien para convertirse efectivamente en alguien mejor, puede esperar que aquello que excede sus propias fuerzas sea completado mediante una cooperación proveniente de lo alto».
La característica distintiva principal del cristianismo reside en situar el perfeccionamiento moral del ser humano en el centro como principio religioso. El instrumento de este autodesarrollo moral es la conciencia. En el Libro Cuarto, en el que Kant subraya la virtud de la conciencia como guía de la fe religiosa y describe los defectos del estamento clerical, define la conciencia de la siguiente manera (Libro IV, Sección II, párrafo 4):
«La conciencia también puede definirse del modo siguiente: es la facultad moral que se juzga a sí misma. Sin embargo, esta definición exige imperiosamente que los conceptos involucrados sean previamente esclarecidos. La conciencia no juzga las acciones como casos subsumidos bajo una ley; pues un juicio de ese tipo corresponde al uso práctico en sentido subjetivo de la razón (de ahí el casus conscientiae y la casuística, que constituye una suerte de dialéctica de la conciencia). En este punto, la razón se juzga a sí misma interrogándose sobre si ha asumido realmente, con todo el esmero requerido, la tarea de evaluar las acciones (si son correctas o incorrectas), y llama al propio individuo a testificar a favor o en contra de sí mismo para determinar si tal evaluación cuidadosa ha tenido lugar o no.»
El propósito de la civilización es la constitución de una comunidad moral de ciudadanos. Kant expone este objetivo en la Primera Sección del Libro Tercero (“Explicación filosófica de la victoria del principio bueno en la instauración del Reino de Dios en la tierra”):
«Solo la unión de seres humanos sometidos a leyes morales puede denominarse “moral”, cuando dicha unión se configura conforme al pensamiento anterior; y, cuando esas leyes poseen carácter público, puede denominarse en contraste con la sociedad jurídico-civil una comunidad moral-civil, o una “comunidad moral de ciudadanos”. Tal unión puede existir en medio de una comunidad política de ciudadanos e incluso comprender a todos sus miembros (pues, sin tomar como base una comunidad política, no sería posible instituirla mediante acción humana). Sin embargo, posee un principio de unión propio y singular (la virtud); por ello, su estructura y su modo de instauración difieren radicalmente de los de la comunidad política de ciudadanos.»
Además, esta comunidad moral de ciudadanos es necesariamente universal:
«Porque los deberes de virtud se dirigen a toda la humanidad; en consecuencia, el concepto de una comunidad moral de ciudadanos se amplía idealmente a toda la especie humana y, por esta razón, se distingue del concepto de comunidad política de ciudadanos.»
A una comunidad moral de ciudadanos guiada por la Ley divina tanto en sentido ideal como efectivo puede llamársela “Iglesia”:
«Una comunidad moral de ciudadanos bajo una legislación moral divina es una “Iglesia”; si no constituye objeto de una experiencia posible, se designa como “Iglesia invisible” (una representación inteligible de la unión de todos los virtuosos bajo un gobierno divino moral e inmediato, una idea que sirve de arquetipo para el orden que los seres humanos han de instituir). La Iglesia visible, en cambio, es el conjunto efectivo de personas que se unen conforme a este ideal.»
En la Segunda Sección del Libro Tercero (“Explicación histórica de la instauración gradual del dominio del principio bueno en la tierra”), Kant vuelve a subrayar que únicamente el cristianismo está capacitado para ser una religión universal:
«Bajo este título solo podemos considerar la historia de aquella Iglesia que, desde su origen, ha albergado en sí misma la semilla y los principios de la correcta y universal unidad de la fe religiosa, y que con el tiempo se ha aproximado a tal unidad.»
La universalidad del cristianismo se funda, esencialmente, en el carácter moral y no legalista de las enseñanzas de Jesús.
«La gran superioridad del cristianismo frente al judaísmo consiste en que aquello que salió de la boca del primer Maestro fue presentado no como una religión legal, sino moral; de este modo, entró en la relación más estrecha con la razón y, gracias a esta relación, pudo difundirse entre todos los pueblos y en todo tiempo con la más alta fiabilidad, sin necesidad alguna de un conocimiento histórico.» (Libro Cuarto, Primera Sección, § ii)
En lo que respecta al cristianismo histórico, conviene subrayar ante todo que, si bien nació del judaísmo, se apartó de él de manera fundamental. En realidad, el judaísmo no constituye en absoluto una religión; es una suerte de organización política:
«La fe judía, en su forma originaria, consiste únicamente en leyes puramente legales, sobre las cuales se edifica una organización política; todos los elementos morales que posteriormente se añadieron o que acaso estuvieron presentes desde el principio no pertenecen a la esencia del judaísmo. El judaísmo no es, en rigor, una religión, sino una “sociedad” formada por individuos pertenecientes a un mismo linaje, sobre la base exclusiva de leyes políticas no una Iglesia. Además, esta formación es un Estado meramente terrenal; tanto que, si por condiciones adversas llegara a desintegrarse, el elemento esencial que la constituye seguiría conservándose: la fe política en que será restablecida tras la llegada del Mesías. Que esta estructura política repose en una teocracia (ostensiblemente, una aristocracia compuesta por sacerdotes o dirigentes que dicen recibir revelaciones directas de Dios) y que, por ello, el nombre de Dios aquí un mero soberano terrenal que no apela a la conciencia sea objeto de veneración, no convierte a esta estructura en una organización religiosa.»
Kant, al explicar por qué el judaísmo no ha podido transformarse de una organización política en una estructura propiamente religiosa, ofrece tres razones. La primera es que el judaísmo adopta una visión social estrecha y carente de una perspectiva ética fundada en una facultad moral esencialmente humana como la conciencia:
«En primer lugar, todos los mandatos de esta religión, por referirse únicamente a acciones externas, poseen el carácter de leyes coercitivas que puede imponer una organización política; y, aunque los Diez Mandamientos, a los ojos de la razón, sean válidos como preceptos éticos aun sin haber sido promulgados públicamente, en este sistema jurídico no están formulados de manera que fomenten la obediencia apelando a la disposición moral (como hará más tarde el cristianismo), sino exclusivamente a la obediencia externa. De ello se desprende claramente que, en segundo lugar, las consecuencias del cumplimiento o transgresión de estas leyes premios y castigos se limitan a efectos pertenecientes únicamente a este mundo y válidos para todos los seres humanos; y tales premios y castigos ni siquiera se distribuyen conforme a conceptos éticos, pues recaen sobre la generación siguiente, que no ha participado directamente en tales actos o pecados. En una organización política esto puede ser un recurso prudente para asegurar la sumisión; pero en una organización moral contradice toda noción de derecho.»
La segunda razón es que el judaísmo carece del elemento fundamental que caracteriza a toda religión: la fe en el más allá:
«Dado que no puede concebirse religión alguna que no incluya la creencia en un más allá, el judaísmo considerado en su pureza carece de esta creencia y, por tanto, no constituye una fe religiosa. Este punto puede reforzarse aún más del siguiente modo: se puede sostener fácilmente que los judíos, al igual que todos los demás pueblos, incluso los más primitivos, deberían poseer en circunstancias normales una creencia en el más allá y, por consiguiente, una concepción del cielo y del infierno, pues esta creencia penetra espontáneamente en todo ser humano merced a la inclinación moral universal presente en la naturaleza humana. Por ello, que el legislador de este pueblo aun cuando se le presente como Dios mismo no haya tenido en cuenta el concepto de un más allá, ha de considerarse una decisión absolutamente deliberada. Ello demuestra que quiso fundar únicamente una comunidad política, no moral; porque, en un Estado político, hablar de premios y castigos no perceptibles en esta vida sería, según este supuesto, por completo irrelevante e inapropiado. Y, en efecto, es innegable que los judíos, posteriormente y de manera individual, desarrollaron un tipo de creencia religiosa entremezclada con elementos legales; pero tal creencia nunca formó parte esencial de la legislación mosaica.»
La tercera razón es que el supuesto “monoteísmo” adoptado por los judíos constituye, en realidad, una manifestación de la hostilidad hacia otros pueblos y de la carencia originaria de una disposición moral:
«El judaísmo no solo ha dejado de contribuir a la formación de una época acorde con las exigencias de una Iglesia universal, o de fundar semejante Iglesia en su propio tiempo, sino que, al contrario, al excluir a toda la humanidad de la comunidad, se ha opuesto radicalmente a este propósito. Ello se basa en la pretensión de ser un pueblo que se considera elegido de manera especial por Dios y esta conciencia de elección expresa una enemistad hacia todos los demás pueblos; en consecuencia, ha atraído hacia sí la enemistad de aquellos.»
Comparado con ello, el politeísmo resulta más favorable que el monoteísmo para la posibilidad de una religión universal fundada en la moral:
«En este sentido, no debemos exagerar el hecho de que este pueblo haya exaltado a un único Dios, no representable de manera visible, como soberano universal del mundo. Pues vemos que las doctrinas religiosas de muchos otros pueblos han evolucionado en la misma dirección; lo que los ha hecho ser calificados de politeístas es simplemente el respeto mostrado a ciertos “dioses inferiores”, sometidos al mandato de aquel Dios supremo. Sin embargo, un Dios que no exige ninguna disposición moral como condición para la obediencia a sus preceptos no corresponde, en definitiva, al concepto de un “Ser moral”, apto para constituir el fundamento de la religión. La religión habría nacido más fácilmente de la creencia en numerosos seres poderosos pero invisibles siempre que un pueblo los imaginara como seres concordes en recompensar al ser humano que abraza la virtud de corazón, aun cuando cada uno tuviera su propio ‘ámbito de competencia’. En tal caso, la creencia capaz de servir de fundamento a una religión sería mucho más probable que la creencia dirigida a un Ser único que solo valora el aspecto puramente formal del culto.»
Por ello, Kant llega a la siguiente conclusión:
«La fe judía no guarda ningún vínculo esencial con la fe eclesial de la que venimos tratando; es decir, carece por completo de unidad conceptual con ella. Sin embargo, dicha fe judía precedió inmediatamente a esta Iglesia (cristiana) y proporcionó el sustrato material para su instauración.»
Y además, cualquier examen del cristianismo histórico debe necesariamente interpretarlo como una revolución religiosa:
«Por ello, la historia de la Iglesia si es que ha de constituir un sistema solo puede comenzar con el surgimiento del cristianismo. Aunque esta religión nació del judaísmo, lo abandonó por completo, se edificó sobre un principio enteramente nuevo y llevó a cabo una revolución de vasto alcance en sus doctrinas de fe.»
La concepción kantiana de la singularidad moral del cristianismo sería retomada casi un siglo después por el filósofo berlinés Eugen Dühring (1833–1921) en su extenso estudio sobre la cuestión judía, Die Judenfrage (1881); obra que reproduce el mismo énfasis en la moral y la conciencia que encontramos en Kant. En efecto, toda la crítica de Dühring al judaísmo es, en esencia, de carácter moral. Dühring sitúa el origen de la naturaleza corrupta de los judíos en su fundamental carencia de conciencia y en el espíritu de interés y crueldad que muestran frente a otras naciones. En el capítulo II, bajo el título “Reflejo del carácter en la religión y la moral”, afirma:
«El egoísmo elegido es el principio fundamental. Los asuntos religiosos y morales se explican enteramente a partir de él. Una moral fundada en el egoísmo, entendida en el mejor sentido y que entre los judíos no encuentra equivalente alguno, es de hecho la negación de la moral misma. Los juicios que ocasionalmente se encuentran entre los escritores de la Antigüedad acerca de los judíos contienen un completo desprecio hacia esta tribu racial y buscan las expresiones más enérgicas para calificar sus costumbres y comportamientos de inmorales.»[2]
Al igual que Kant, Dühring también prefiere el politeísmo pagano al monoteísmo judío:
«La creación de numerosos dioses uno de ellos el más venerable y poderoso, y por encima de todos ellos el Destino que todo lo abarca, esta concepción griega era infinitamente más conforme con la verdadera naturaleza de las cosas y con la libertad que la unidad constrictiva de un israelitismo abstracto, que absorbe toda vida independiente.»
La virtud particular del cristianismo reside en la doctrina del Amor que lo nutre:
«Aquel venerable profeta y mártir reconocido por el mundo estableció, en un lugar donde la inclinación de su pueblo mostraba en realidad la tendencia más marcadamente opuesta, la religión del amor al prójimo y la abnegación.»
Por ello, el cristianismo solo puede interpretarse como un intento de reforma del judaísmo:
«El cristianismo histórico, tomado en su naturalidad y en su verdadero espíritu, fue como ya se ha señalado una reacción dentro del judaísmo, dirigida contra los propios judíos. Pretendía suavizar la “dureza de corazón” de los judíos mediante un extremo paradójico: el precepto de un amor multiforme que culmina incluso en el amor al enemigo. Allí donde reinaban el interés exclusivo de los elegidos y su crueldad, enseñó el amor al prójimo más incondicional y la mansedumbre como único camino hacia la salvación. Así, invirtiendo casi los rasgos extremos del carácter judío, convirtió estos rasgos en su contrario, correspondiendo a las cualidades que imaginaba propias de una humanidad mejor. Solo por ello el cristianismo puede comprenderse plenamente cuando se lo considera como una auto-corrección definitiva del judaísmo.»
Sin embargo, la reforma que el Mesías pretendía llevar a cabo no tuvo éxito. La explotación de otros pueblos ha sido siempre el objetivo principal de los judíos, y en sus relaciones comerciales sustentadas esencialmente en la usura no existe auténtica noción de derechos humanos. La creencia de que los no judíos carecen de valor moral hace imposible entre ellos una auténtica política:
«Una sociedad unida sobre la base del egoísmo frente a otros pueblos debe volcarse hacia el exterior y buscar allí los medios materiales para su codicia. El romano conquistó el mundo; pero el judío intentó atraer hacia sí las riquezas del mundo por caminos indirectos. Por eso se explica su inclinación por todas las actividades comerciales que permiten el lucro astuto y el engaño furtivo más que el trabajo real.»
Y la razón por la cual los judíos se han implicado en todo tipo de supuestos movimientos socialistas no es otra que el deseo de obtener ventajas de las condiciones sociales y económicas deterioradas. En paralelo con la caracterización kantiana del judaísmo como una organización política, Dühring explica así el objetivo real de esta estructura política con apariencia religiosa:
«[En el Antiguo Testamento] se ve ahora que su culto político a Yahvé tiene la misma forma que su culto religioso a Yahvé. Ambos persiguen el mismo objetivo: ambos proporcionan a los judíos un dominio sobre otro pueblo y, en todos los aspectos, sobre los demás pueblos. Todo el pensamiento mesiánico judío no significa otra cosa. Según ellos, uno de los suyos surgirá y les asegurará el dominio sobre el mundo entero, elevándolos exteriormente por encima de todos los pueblos.»
* * *
En el extremo opuesto de estas concepciones morales alemanas sobre el judaísmo y el cristianismo se sitúa Friedrich Nietzsche (1844–1900); él no solo fue anticristiano, sino también antigermánico. Por ejemplo, en su obra autobiográfica Ecce Homo (1888), Nietzsche afirma:
«Mis antepasados pertenecían a la nobleza polaca: a ellos debo esta mezcla de tantos instintos raciales —quién sabe, quizá incluso el liberum veto provenga de ellos. Si pienso en cuántas veces, durante mis viajes, me saludaron como polaco, y en cuán pocas veces me tomaron por alemán, me parece como si yo perteneciera solo a aquellos en quienes hay un poco de germanidad.»[3][4]
Y en El ocaso de los ídolos (Twilight of the Idols, 1889), en el séptimo capítulo titulado “Lo que les falta a los alemanes”, expresa su desprecio hacia los alemanes modernos por diversas razones. Su aversión hacia la moral aparece en el cuarto capítulo, “La moral como enemiga de la naturaleza”, donde establece una oposición pueril entre la satisfacción de los impulsos naturales probablemente “dionisíacos” y la negación de la vida representada por el ascetismo cristiano. En contraste absoluto con Kant, que sitúa la moral en el fundamento del sistema, Nietzsche declara en La genealogía de la moral (On the Genealogy of Morality, 1887):
«¡La moral es el mejor medio para arrastrar a la humanidad por la nariz!»
Aún más notable dentro del corpus nietzscheano es el creciente favor que otorga al judaísmo. En este contexto surge también la pregunta por su origen racial. Aceptó con entusiasmo una supuesta ascendencia polaca remota; pero tal afirmación no está confirmada por registros genealógicos, y tampoco se sabe si esa ascendencia polaca incluía sangre judía. Lo que sí es seguro es que, desde 1878, en sus escritos elogia de manera consistente el “espíritu judío” elogio que también halló eco entre intelectuales judíos. Figuras como el judío danés Georg Brandes (1842–1927) desempeñaron un papel decisivo en la difusión del pensamiento amoral de Nietzsche.[5]
Las acusaciones de Nietzsche contra la moral cristiana están ligadas a su firme creencia en que los hebreos representan una raza superior. Por ejemplo, en Más allá del bien y del mal (Beyond Good and Evil, 1886), escribe:
«En el “Antiguo Testamento” judío el libro de la justicia divina encontramos hombres, cosas y palabras tales que ni la literatura griega ni la india poseen nada que pueda comparárseles. … Reunir este “Nuevo Testamento” (en todos los sentidos una especie de estilo rococó) con el Antiguo Testamento en un solo libro, es decir, como “Biblia” o incluso como “Libro de los libros”, constituye quizá la mayor insolencia cometida contra la conciencia literaria de Europa y el mayor pecado contra el “Espíritu”.» (Parte III)[6]
Esta valoración contrasta totalmente con la que Dühring formula en su obra:
«El Antiguo Testamento es un libro completamente extraño y debe volverse cada vez más extraño si no queremos cambiar a largo plazo nuestro carácter. En tiempos oscuros pudo surgir la ilusión de que este fragmento de judaísmo pertenecía al cristianismo. En épocas más claras apareció la conciencia de que el cristianismo fue una reacción contra el judaísmo, reacción que no llegó a realizarse plenamente dentro del mundo judío. De acuerdo con ello, los demás pueblos se verán obligados a considerar a ese gran profeta surgido entre los judíos como una fuerza espiritual que trató simplemente de librar a los demás de los propios judíos.»
En efecto, según Dühring:
«La moral de los judíos esto es, la moral racial propia de ellos, que debido a sus prácticas comerciales adquirió fama de ser dañina para los pueblos es en esencia tan naturalmente desarrollada y tan intrínsecamente inmodificable, que las huellas de este espíritu pueden detectarse incluso en los documentos religiosos más antiguos.»
En cambio, Nietzsche sostiene en El Anticristo (The Anti-Christian, 1888) que la casta sacerdotal hebrea utilizó el cristianismo especialmente a través de Pablo de manera deliberada y astuta para socavar el ethos aristocrático romano en Europa:
«Psicológicamente, los judíos son el pueblo dotado con la más poderosa vitalidad; tanto, que cuando las condiciones de vida se volvieron imposibles para ellos, se pusieron voluntariamente de parte de todos los instintos que conducen a la decadencia, movidos por una capacidad inmensa de autoconservación no porque estuvieran vencidos por esos instintos, sino porque en ellos percibieron una fuerza para oponerse al “mundo”. Los judíos son lo contrario de la decadencia: solo que se vieron obligados a aparecer bajo esa figura, y su habilidad para representar ese papel alcanza casi la cima del genio histriónico. Lograron colocarse a la cabeza de todos los movimientos de decadencia por ejemplo, el cristianismo paulino y hacerlos así más poderosos que cualquier partido que afirmara la vida directamente. Para hombres de este tipo esto es, la casta sacerdotal que bajo judaísmo y cristianismo se abre camino hacia el poder la decadencia no es sino un instrumento. Tales hombres tienen un interés vital en enfermar a la humanidad y en mezclar hasta tal punto los valores de “bueno” y “malo”, de “verdadero” y “falso”, que ello no solo resulte peligroso para la vida, sino que equivalga a calumniarla.»[7]
Mientras que Kant y Dühring consideran el cristianismo como una reforma del judaísmo, Nietzsche no ve en él ni una corrección del espíritu sacerdotal judío (especialmente farisaico) ni una reacción contra este. Por el contrario, el cristianismo es, a sus ojos, una intensificación absurda del sacerdocio judío —hasta el punto de desembocar en la negación del propio judaísmo:
«El “pueblo santo” había adoptado valores y denominaciones sacerdotales para todo; rechazó cuanto era mundano como “impuro”, “profano”, “pecaminoso”, y expresó su instinto en una última fórmula que, desde el punto de vista lógico, llegaba a la auto-negación: en la forma del cristianismo, incluso la verdad judía el “pueblo santo”, el “pueblo elegido” fue negada.»
Lo que Nietzsche lamenta aquí es, según él, el espíritu original del judaísmo tal como se manifiesta en los profetas hebreos:
«Fue una rebelión contra lo “bueno y justo”, contra los “profetas de Israel”, contra la totalidad de la sociedad, contra su jerarquía una insurrección no contra la corrupción, sino contra el sistema de castas, los privilegios, el orden, la formalidad.»
Dühring, sin embargo, considera que incluso los profetas fueron figuras movidas por la ambición política y la conquista:
«La historia del gran profeta Daniel muestra cuán experimentados estaban ya los judíos, desde tiempos antiquísimos, en los métodos para ejercer influencia sobre los detentadores del poder. Pero en la vida moderna ni siquiera se necesita un ejemplo especial de tales hábitos hereditarios. Desde finales de la Edad Media especialmente en la fanática España y en muchos otros países los judíos se convirtieron en artesanos financieros, directa o indirectamente, de los soberanos.»
Dühring añade que las frecuentes amonestaciones de los profetas se dirigían en realidad a las desviaciones de los hebreos respecto a sus obligaciones hacia Yahvé. Sin embargo, incluso el origen del monoteísmo judío le parece indicio del carácter utilitario de este pueblo:
«En una comunidad que coloca por encima de todo su propio interés, incluso la religión y la idea de Dios deben adecuarse a ese carácter. Entre los judíos, esto ha sido desde el principio así en el más alto grado. La idea judía de la Unidad [es decir, del Dios único] consiste, en su esencia, en un puro despotismo del interés.»
En contraste, Jesús, en sus reproches a los fariseos, buscaba reformar directamente el carácter judío:
«Aquel gran profeta y mártir reconocido por el mundo estableció su religión del amor al prójimo y de la abnegación en un lugar donde la inclinación natural de su pueblo era, en realidad, la más opuesta del mundo. He aquí la solución del enigma de cómo pudo nacer el cristianismo precisamente dentro del pueblo judío.»
Nietzsche, en La genealogía de la moral, interpreta también el cristianismo como un instrumento de venganza empleado por los judíos contra la aristocracia romana, que se veía a sí misma como dominadora:
«… la única vía para vengarse de sus enemigos y tiranos consistía en una revaluación radical de los valores. Y esta era la forma de venganza más astuta. Pero tal método solo estaba al alcance de un pueblo sacerdotal, de un pueblo que portaba una venganza sacerdotal cuidadosamente alimentada.»[8]
Según Nietzsche, el origen de este espíritu vengativo reside en el antiguo resentimiento que los judíos nutrían contra los valores romanos:
«Los romanos eran fuertes y aristocráticos; jamás ha existido, ni siquiera imaginado, un pueblo más fuerte y más aristocrático que ellos. Todo vestigio suyo, toda inscripción, es fascinante siempre que uno sea capaz de presentir el espíritu que la ha trazado. Los judíos, en cambio, eran un pueblo sacerdotal plenamente vengativo; poseían un genio incomparable para la moral popular.»
Sin embargo, para Dühring, el cristianismo no puede considerarse una venganza contra el pensamiento aristocrático al menos no contra los europeos que lo interiorizaron, pues esta doctrina, aunque rechazada por los judíos, fue comprendida mucho mejor por los pueblos europeos:
«Lo que los nuevos pueblos y sobre todo los pueblos germánicos han formado a partir del cristianismo, transformándolo según sus propios modos de percepción y sentimiento, es superior a aquella forma originaria de colorido judío. Aquel sublime fundador de la nueva doctrina solo ha sido entendido y valorado plenamente por los pueblos modernos; su propio pueblo lo traicionó y lo crucificó.»
A partir de ello, Dühring llega a la conclusión de que la reparación del derrumbe ético de Europa solo es posible si el cristianismo se separa de manera clara del judaísmo:
«Ni los judíos se han liberado de su esencia y de su naturaleza heredada, ni el mundo se ha visto purgado del daño causado por la mezcla con el judaísmo. Por el contrario, el cristianismo, arrastrando casi consigo a los judíos, los ha introducido en la historia universal y les ha asegurado, entre los pueblos modernos de cultura, por lo menos un papel secundario. Esta protección que el cristianismo ha concedido a los judíos al menos como forma secundaria de existencia es hoy recibida por ellos en silencio. Incluso el cristianismo es mencionado por escritores judíos en un tono que no solo humillaría a un cristiano, sino también a cualquier espíritu noble. Esta fe, que representa la forma más elevada de testimonio en nombre de la humanidad, ha sido objeto de burla judía y, con frecuencia, de ingenio judío vulgar; pues en la opinión “ilustrada”, los sentimientos humanos nobles han sido tan embotados por la prensa y la literatura judía y semijudía que ya no puede generarse una reacción enérgica contra tales escritos, ni formarse una conciencia social que excluya semejante estilo. Y, sin embargo, este sería el único camino para restituir a la moral humana sus derechos frente a los judíos.»
Vemos así que la comparación cuidadosa entre la oposición absoluta al judaísmo sostenida por los filósofos moralistas como Kant y Dühring y las opiniones de Nietzsche quien denigra el cristianismo y expresa su admiración por los profetas del Antiguo Testamento revela que Nietzsche, pese a haber sido ensalzado en tiempos recientes por los nacionalistas europeos, fue en realidad uno de los filósofos más radicalmente filo-judíos, anticristianos y antigermánicos del siglo XIX.
[1] Todas las citas empleadas en este estudio proceden de Religion within the Limits of Reason Alone, trad. T. M. Greene y H. H. Hudson, edición de 1934.
[2] Todas las citas proceden de la obra de Eugen Dühring The Jewish Question as a Racial, Moral and Cultural Question — with a World-historical Answer. Traducción junto con la sección introductoria: Ostara Publications, 2019.
[3] Derecho de veto legislativo concedido a los nobles en la Mancomunidad Polaco-Lituana.
[4] Trad. A. M. Ludovici.
[5] A finales de la década de 1880, Brandes impartió una serie de conferencias sobre el “radicalismo noble” de Nietzsche (véase Christoph Steding, The Reich and the Disease of European Culture, cap. II [trad. Alexander Jacob, Uthwita Press, 2023]: “Nietzsche fue comprendido por los judíos no solo por casualidad, sino de manera especialmente significativa; y, de hecho, él mismo presentó con frecuencia a los judíos como modelo para los alemanes.”).
[6] Trad. H. Zimmern.
[7] Trad. H. L. Mencken.
[8] Trad. H. B. Samuel.