La Victoria de Stalin

Recientemente, el Partido Comunista de Rusia sugirió que, en las “acciones y obras” de Stalin, los rusos podrían encontrar respuestas a los “desafíos decisivos de nuestro tiempo”. Sin embargo, Vladimir Putin lleva ya más de dos décadas rehabilitando a Stalin y, en ese proceso, ha resucitado algunos de los aspectos más oscuros del periodo soviético.

A comienzos de este mes, durante el XIX Congreso de Informe y Elecciones, el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) declaró inválido el célebre “discurso secreto” pronunciado en 1956 por Nikita Jrushchov ante la cúpula del Partido Comunista Soviético, en el que condenaba el culto a la personalidad de Iósif Stalin. Según la narrativa del PCFR, en una época en la que “el militarismo de la OTAN incrementa su agresividad contra Rusia”, no solo es improcedente condenar a Stalin quien ordenó la ejecución de cerca de un millón de ciudadanos soviéticos y envió a incontables personas a campos de trabajo forzado del Gulag—, sino que también se le debería elogiar e incluso presentar como ejemplo a seguir.

En contraposición, el PCFR acusa a Jrushchov de haber “desacreditado en bloque los resultados de los treinta años de liderazgo de Stalin” únicamente “en busca de una popularidad fácil”. Afirman que los materiales utilizados por Jrushchov para deslegitimar a Stalin carecían de objetividad y que se ha comprobado de manera “fiable” un “esfuerzo deliberado” por sustituir documentos originales en los archivos estatales por falsificaciones.

Se trata de afirmaciones absurdas. La crueldad e ilegalidad del sistema del Gulag no son materia de debate historiográfico. Sabemos, por ejemplo, que en los dos primeros años de la Gran Purga de Stalin más de 1,5 millones de personas fueron arrestadas y más de 680.000 de ellas ejecutadas. Asimismo, durante la época de la glasnost bajo Mijaíl Gorbachov, cuando se abrieron los archivos a finales de los años ochenta, se confirmaron registros originales de crímenes aún más atroces que Jrushchov no había revelado. No obstante, para el PCFR, Stalin sigue siendo un “líder ambicioso y justo”, un “modelo de honestidad” y el hombre que “liberó a nuestro pueblo de la esclavitud y la muerte”.

Lo más irónico de la resolución del PCFR es que este partido, fundado en 1993, no es el sucesor legítimo del Partido Comunista de la Unión Soviética, disuelto en 1991. Por tanto, no posee autoridad para invalidar decisiones oficiales tomadas por Jrushchov ni por ningún otro líder soviético. Un miembro destacado del Parlamento le recordó esta realidad al PCFR. Sin embargo, esta observación no pretendía defender a Jrushchov, sino más bien subrayar que el partido gobernante, Rusia Unida, aspira a liderar la campaña en curso de reestalinización.

El proceso de rehabilitación de Stalin comenzó poco después de que Vladímir Putin llegara al poder hace ya 25 años. Materiales educativos como el libro de texto para secundaria La historia moderna de Rusia: 1945–2006 argumentaban que “la mano firme” de Stalin fue necesaria para que un país “asediado” pudiera sobrevivir y prosperar. La instauración de un “sistema político rígido y militarizado” se presentaba como la única vía para resolver problemas excepcionales en circunstancias extraordinarias.

Un año después de la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, los libros de texto publicados en 2023 fueron aún más lejos al presentar a Stalin como una figura honorable y victoriosa. (Uno de los coautores de dichos libros, Vladímir Medinski, también fue el jefe negociador de Putin en las conversaciones de paz con Ucrania). De los 120 monumentos a Stalin que existen hoy en Rusia, al menos 105 fueron erigidos bajo el liderazgo de Putin. El más reciente, ubicado dentro de la estación de metro Taganskaya de Moscú, es una copia en yeso blanco del bajorrelieve retirado en 1966 como parte de la campaña contra el estalinismo.

Mientras el régimen de Putin recurre a manuales escolares y monumentos para consolidar la imagen de Stalin en la memoria colectiva, los efectos insidiosos de la reestalinización se hacen cada vez más evidentes. Uno de los síntomas más inquietantes de este fenómeno es la creciente represión contra cualquier oposición a la guerra en Ucrania; otro, no menos significativo, es la ola de muertes entre las élites del país. La más reciente de estas muertes ha sido el suicidio de Román Starovoyt, ministro de Transporte de Rusia y antiguo gobernador de la región de Kursk.

Starovoyt había sido destituido el año pasado por no haber logrado frenar las incursiones de las fuerzas ucranianas en territorio ruso. Sus superiores consideraron que, bajo su supervisión, no se habían reforzado adecuadamente las defensas fronterizas. Él sabía que no tenía a dónde acudir. No podía defenderse, ni siquiera renunciar en silencio. En el sistema de Putin, como en el de Stalin, si la autoridad suprema te declara culpable, eres culpable, y se espera que aceptes el castigo sin objeción alguna.

En ese contexto, el suicidio se convierte en un acto de rebelión. No es casual que algunos altos funcionarios soviéticos recurrieran a esta misma vía durante la era de Stalin. Vissarión Lominadze, antiguo líder del Partido Comunista de la República de Georgia, se disparó en el pecho en 1935 para evitar ser arrestado por desviarse de la línea oficial del Partido. Mijaíl Tomski, veterano bolchevique y sindicalista, se suicidó en su casa de campo en 1936, dejando una nota en la que afirmaba no haber participado en ninguna conspiración antisoviética; sin embargo, fue juzgado póstumamente (y posteriormente rehabilitado).

El caso de Sérgo Ordzhonikidze representó un tipo distinto de protesta. En 1937, en plena Gran Purga, el viejo bolchevique y estadista soviético se quitó la vida tras la brutal ejecución de su hermano Papulia, quien había sido arrestado por cargos ambiguos mientras dirigía el ferrocarril transcaucásico.

Estos suicidios en las altas esferas enfurecían a Stalin, quien los consideraba actos de traición y manipulación. En el caso de Ordzhonikidze, una figura muy respetada, Stalin ni siquiera quiso reconocer que se había suicidado. La versión oficial desmentida en el “discurso secreto” de Jrushchov afirmaba que había muerto por insuficiencia cardíaca.

Todo indica que Putin también reaccionó con ira ante el último gesto de desobediencia de Starovoyt: ordenó a sus asesores del Kremlin que retiraran la corona de flores enviada por protocolo a su funeral. No obstante, varios funcionarios del gobierno asistieron al acto. En un contexto donde el más mínimo indicio de corrupción, incompetencia o confusión puede interpretarse como traición, cabe preguntarse si esta asistencia fue una forma de protesta burocrática silenciosa contra las demandas imposibles y los castigos arbitrarios impuestos por el poder.

En la era de Stalin circulaba una especie de leyenda macabra: cuando un tren tuvo que detenerse por vías dañadas, Stalin ordenó ejecutar a varios miembros de su séquito para que sus cuerpos sirvieran de soporte en las vías. La muerte de Starovoyt parece recordarnos que, en el entorno de Putin, tampoco hay garantías de seguridad para los más cercanos.

*Nina L. Khrushcheva es profesora de Relaciones Internacionales en The New School y coautora, junto con Jeffrey Tayler, del libro In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones (St. Martin’s Press, 2019).

Fuente:https://www.project-syndicate.org/commentary/putin-regime-admiring-and-emulating-stalin-by-nina-l-khrushcheva-2025-07