La Verdad y el Refugio de los Intelectuales Públicos
No existe, contrariamente a lo que se suele afirmar, un vínculo directo entre el denominado post-truth evocado durante la era Trump y los análisis de Arendt sobre la mentira. Sin embargo, el hecho de que en Turquía la mentira haya comenzado a ser pronunciada con facilidad por representantes políticos en tiempos recientes, obliga a reconsiderar el estudio del fenómeno posverdad.
Si a Donald Trump se le hubiera preguntado alguna vez si conocía a Hannah Arendt, probablemente habría respondido con una salida irónica del estilo: “¿jugaba bien al golf?”. En cambio, sabemos que el presidente estadounidense que le precedió, Joe Biden, sí conocía a Arendt, como lo demuestra una carta que le escribió el 28 de mayo de 1975, cuando era miembro del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. En ella, Biden hacía referencia a un artículo de Tom Wicker titulado “The Lie and the Image” (“La mentira y la imagen”), publicado en The New York Times el 25 de mayo de 1975, el cual mencionaba un texto de Arendt leído por él mismo en el Boston Bicentennial Forum. Biden señalaba su gran interés en obtener una copia de dicho escrito. No sabemos si Arendt llegó a enviarle personalmente una copia, pero sí que lo publicó en el número de junio de 1975 de la New York Review of Books con el título “Home to Roost: A Bicentennial Address” (“El regreso al gallinero: un discurso del Bicentenario”). Aquel ensayo resultó ser uno de los últimos textos publicados de Arendt, quien falleció en noviembre de 1975; además, fue posteriormente incluido por Jerome Kohn en la compilación Responsibility and Judgement. Si Biden llegó a leerlo, podemos conjeturar que su reacción se habría acercado más a la ligereza de Trump que a la densidad filosófica de Arendt. Lo que su extensa trayectoria política revela pese a las objeciones liberales y globalistas— es que fue, ante todo, un hábil productor de imágenes, capaz de arrastrar tras de sí a muchos, incluso en Turquía, donde aún hoy sigue teniendo seguidores.
El “bicentenario” al que alude el título del ensayo de Arendt remite al segundo centenario de la Revolución estadounidense. Sin embargo, lo verdaderamente significativo es la referencia directa a las palabras de Malcolm X en 1963, durante una reunión de la Nación del Islam, a propósito del asesinato del presidente Kennedy. Malcolm X acusó a Kennedy de no haber hecho nada frente al asesinato del presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dinh Diem, y de su hermano Ngô Dinh Nhu, y añadió: “Nunca imaginé que las gallinas regresarían tan pronto al gallinero”. La metáfora de las aves que vuelven a posarse al anochecer se corresponde, en turco, con el proverbio árabe empleado en la expresión “men dakka dukka”.
El ensayo de Arendt constituye, en realidad, una reelaboración de reflexiones ya presentes en “Truth and Politics” (La verdad y la política) y “Lying in Politics” (La mentira en la política), pero con un matiz específico: subraya, con cuidado deliberado, que aquellos rasgos que habían otorgado su singularidad a la América post-revolucionaria se habían perdido hacía tiempo. Si los ordenamos no por su cronología de redacción, sino por el marco conceptual que organiza sus argumentos, se observa un trayecto claro: “La verdad y la política” analiza la relación entre la política y la verdad; “La mentira en la política” examina la relación entre la política y la mentira; y “El regreso al gallinero” explora cómo el carácter cambiante de esa relación entre política y mentira incide en los fundamentos mismos de un régimen sea republicano o no. En todos los casos, el protagonista central es el concepto de mentira, pero en cada ensayo esta aparece enmarcada en relación con la verdad, con la política o con los regímenes.
Arendt sostiene que la relación entre política y verdad es, en esencia, de carácter antagónico, y lo resume en una sentencia categórica: “Nadie ha dudado jamás de que la verdad y la política sean conceptos incompatibles, y hasta donde sé, nunca se ha contado la veracidad [truthfulness] entre las virtudes políticas”. Conviene detenerse aquí en la dificultad de traducir truthfulness. En la versión turca del texto, suele verterse como “doğruluk” (veracidad o rectitud), pero el término en inglés no encuentra un equivalente exacto en turco como ocurre con otras palabras formadas con el sufijo -fulness. Pensemos, por ejemplo, en mindfulness: ¿debería traducirse como “farkındalık” (conciencia plena) o “düşünceli olma” (ser reflexivo)? Si truth es “hakikat” (verdad), truthfulness bien podría equivaler a algo así como “hakikatlilik”, un neologismo inexistente en turco. Sin embargo, el adjetivo “hakikatli” sí existe y significa “fiel”, un término que evoca amistad. Y la amistad, en Arendt, particularmente en su ensayo dedicado a Lessing, constituye una categoría política sui generis, más profunda y auténtica que la fraternidad revolucionaria, en cuanto implica un diálogo que supone una renuncia parcial al mundo. No se parece ni al “enemigo público” ni al “enemigo privado” de Carl Schmitt. Resulta revelador que Jacques Derrida, en Políticas de la amistad (Politics of Friendship), no subraye este matiz en Arendt, pese a la importancia que cobra en su pensamiento. En efecto, no puede descartarse la posibilidad de que Arendt quien al inicio de “La verdad y la política” discute extensamente la máxima fiat veritas, pereat mundus (“que reine la verdad, aunque perezca el mundo”) reconociera en esa fuga hacia la fidelidad una tensión filosóficamente fértil.
Si la verdad y la política se hallan en una relación conflictiva, ¿dónde habría que buscar la primera y dónde la segunda? Arendt, apoyándose en la tradición griega, establece una distinción: la verdad pertenece al filósofo, mientras que la política corresponde a la realidad del ágora. Cuando el filósofo, con su verdad, desciende a la plaza pública entre sus conciudadanos (habitualmente traducidos como ciudadanos, aunque habría que corregirlo por conciudadanos), corre el riesgo de que esa verdad se degrade al nivel de simple opinión, creencia o juicio. El filósofo puede ser también un conciudadano (como Platón, ateniense, o Kant, oriundo de Königsberg); pero la verdad filosófica no se ajusta a la estructura del espacio público. Pues, a diferencia del ámbito filosófico, propicio para un pensamiento solitario, la esfera pública es un espacio de organización política basado en la acción, donde predominan la opinión, el juicio y la creencia. “La verdad filosófica, al referirse al ser humano singular, es por su propia naturaleza extrínseca a la política”, y en la plaza pública no cuenta la verdad del filósofo, sino las opiniones, las creencias, los hechos, las convicciones, e incluso las negociaciones y los intereses.
En esta contraposición, expresada por Arendt a través de pares conceptuales como vita contemplativa frente a vita activa; “diálogo” conforme a una verdad filosófica frente a “demagogia” y “retórica”; o las actividades de la mente pensar, querer y juzgar frente al sensus communis (noción que aún no equivale a sociedad ni a socius y que, al llegar en el siglo XIX, transformó todo el marco conceptual), se vislumbra lo que ella llama incluso una “guerra civil” entre pensamiento y sensus communis. No obstante, Arendt reconoce que, al menos en un plano de principios, también el ámbito político posee una cierta sensación de realidad. Especialmente cuando el conocimiento científico comienza no solo a desarrollarse, sino también a imponerse como instancia determinante, ella introduce probablemente sobre la base de una distinción presente en Leibniz, y que ya encontraba antecedentes en la dualidad griega entre necesidad y azar una separación entre verdad racional y verdad factual. Apelando a Hobbes, quien afirmaba (en paráfrasis) que un poder despótico podía quemar todos los libros de geometría pero no alterar el axioma de los ángulos internos del triángulo, Arendt sostiene que lo político se juega en el ámbito de las verdades factuales: “Las verdades que más conciernen a la política son las verdades de hecho; sin embargo, el conflicto entre verdad y política se descubrió y clarificó en primer lugar en relación con la verdad racional. La proposición racionalmente verdadera tiene, como en las ciencias, lo falso o la ignorancia como su opuesto; o, como en la filosofía, la ilusión o la mera opinión. El error deliberado, es decir, la mentira propiamente dicha, solo encuentra su lugar en el terreno de las proposiciones factuales”.
Conviene añadir aquí que la convicción según la cual los axiomas euclidianos seguirían siendo válidos aunque fueran olvidados u obligadamente suprimidos, constituye una auténtica obsesión del pensamiento occidental, que persiste a pesar de todas las fracturas históricas. Arendt, en La vida del espíritu, se detiene brevemente en la posibilidad de que esta pretensión misma sea una obsesión; sin embargo, incurre en un giro problemático al vincular el origen de la verdad matemática con el cerebro, debilitando así la distinción entre verdad y hecho que ella misma había trazado. La idea de que los axiomas puedan ser válidos aunque nadie los conozca reproduce, por un lado, la dicotomía entre lo “visible” y lo “invisible” que Arendt, a través de Merleau-Ponty, hace remontar a los inicios de la filosofía griega y que se prolonga en Kant y sus continuadores; y por otro lado, impone la noción de una necesidad sin sujeto, cuyos rastros llegan hasta la hipótesis del fósil arcaico de Quentin Meillassoux en Después de la finitud, donde intenta explicar la contingencia misma a partir de la necesidad. En este contexto, debe recordarse que Arendt cita con frecuencia la afirmación según la cual “Euclides es un auténtico déspota”, o aquellas fórmulas que sostienen que “ni siquiera Dios puede impedir que dos más dos sean cuatro”. Lo que está en juego aquí no es tanto la necesidad en sí, cuanto la tentativa de apropiarse de la idea de lo incognoscible (lo oculto), ya se presente bajo las múltiples formas del teísmo, ya bajo el disfraz del ateísmo.
Resulta llamativo que, al tiempo que Arendt intenta sostener la distinción entre la verdad racional y la verdad fáctica (o, si se quiere, la realidad), introduzca la categoría de la mentira, y con ella las nociones vinculadas de engaño y de decepción. Conviene insistir en ello: el opuesto de la verdad no es la mentira, sino la opinión o la ilusión; en el ámbito de lo racional, lo contrario de la verdad es el error o la ignorancia. La mentira, en cambio, constituye la negación deliberada de un hecho. Y puesto que la política se fundamenta en la realidad fáctica, es en política y no en la filosofía ni en las ciencias donde la mentira encuentra su lugar. Como afirma Arendt: “el signo de la verdad fáctica [truth; aunque aquí quizá sería más acertado traducirlo como ‘lo verdadero fáctico’] es que su opuesto no es el error, la ilusión o la opinión, ninguno de los cuales pone en duda la veracidad personal [truthfulness]. Su contrario es el error intencional, es decir, la mentira”. De eso se ocupa el ensayo “Truth and Politics” (La verdad y la política).
La aportación más sugestiva del texto es, sin duda, la definición conceptual de la mentira. La mentira no es como en Derrida aquello que se dice sin saber que es falso; por el contrario, la mentira se dice siempre de manera deliberada. Sin embargo, Arendt advierte que, en lo que concierne a los hechos, existe además otra “opción”, y es precisamente esa “opción” la que permite identificar la naturaleza de la mentira moderna. Consiste en arrancar una proposición fáctica de su contexto de referencia. Tomemos el ejemplo de Arendt: “Alemania invadió Bélgica en agosto de 1914”. Si alguien niega esa afirmación con una proposición contraria, no se trata ya de una mera disputa discursiva, sino de un intento de modificar los registros fácticos o históricos: una destrucción del hecho o de la historia misma, que deja de ser palabra para convertirse en acción. Esto se asemeja a quien afirma, contra toda evidencia documental, que un manuscrito en su poder es auténtico. Ni siquiera puede llamarse a esto “opinión”: si lo fuera, equivaldría a decir que, al discutir la veracidad de los Evangelios, basta con sostener que se trata de “mi opinión” y que ello constituye un derecho constitucional. De ahí, sostiene Arendt, el origen “puritano” de la mentira como delito público: lo que antes aparecía como ocultamiento en la Iglesia o en el gobierno, bajo la idea de que la verdad no debía decirse a todos, sino reservarse frente al enemigo se convirtió, con la moral puritana, en un crimen abierto: “Mentir fue incluido entre los delitos graves únicamente con la aparición de la moral puritana”.
De aquí se deriva una pregunta crucial: ¿qué hace posible la destrucción del hecho histórico o documentado? Si existe un entorno en el que es posible negar el contexto fáctico e histórico, y presentarlo como una “opinión” amparada por la libertad de expresión, entonces estamos frente a un problema público y político. Público, porque “la verdad fáctica está siempre en relación con los demás”; político, porque “cuando no hay información fáctica, y los hechos mismos se convierten en objeto de controversia, la libertad de opinión se reduce a una farsa”. Precisamente por esta razón, “la verdad fáctica, así como la verdad racional informa la especulación filosófica, informa también el pensamiento político”. (Vale señalar que en la traducción turca del ensayo, el término speculation se tradujo como “pensamiento ficcional”. No es, en rigor, una mala elección; sin embargo, hemos preferido conservar “especulación”, ya que Arendt entiende el pensamiento filosófico en sí mismo como especulativo. En cuanto al verbo inform, lo hemos traducido como “informar”, y no como “fundamentar” o “servir de base”, pues Arendt no concibe la verdad como fundamento).
En síntesis, el espacio político se erige sobre realidades fácticas. Esto es, en cierto sentido, una prolongación del ágora de la polis griega. Sin embargo, ya no se trata de la misma plaza pública: lo esencial es que entre realidad fáctica y opinión no hay la relación de antagonismo que existe entre verdad y política. En este sentido, Arendt coincide con Koyré en considerar que la verdad es despótica. Pero su diferencia principal consiste en afirmar que también la realidad fáctica posee un carácter autoritario: exige ser reconocida y no admite discusión. “Al igual que todas las demás verdades, la verdad fáctica reclama un reconocimiento inequívoco y está cerrada a la controversia”. Pero esto resulta problemático en un ámbito que atañe a todos la esfera política, ya que “la discusión constituye la esencia misma de la vida política”. ¿Cómo se resuelve, entonces, esta aporía?
En Sobre la revolución, Arendt afirma que la Revolución americana, al haber estado fundada en la representación, logró cierto éxito, aunque posteriormente lo perdiera al burocratizarse; mientras que la Revolución francesa, al sostenerse en una voluntad voluntarista la “voluntad general”, fracasó desde su mismo inicio. De este modo, subraya la importancia que concede a la representación. Sin embargo, cuando establece la relación antagónica entre política y verdad, no se muestra tan explícita respecto de las revoluciones ni de los comienzos políticos. A través de la empatía y en un gesto que recuerda, aunque de manera ambigua, a la “voluntad general” que tanto había rechazado, Arendt se acerca en la Crítica del Juicio kantiana a la noción de un “pensamiento ampliado” semejante a la extensión de la facultad de juzgar. La discusión política, cuando se considera indispensable para la supervivencia de este “pensamiento ampliado”, es política en sentido estricto; de lo contrario, la libertad se trivializa y degenera en negación, propaganda o manipulación. Precisamente por ello Arendt redacta “Verdad y política”: no solo como respuesta al debate suscitado por Eichmann en Jerusalén, sino como un esfuerzo por comprender esta transformación de la política. La relación entre discusión y hecho puede orientarse tanto hacia un “pensamiento ampliado”, que abre la política, como hacia una “mentira organizada” y la manipulación, que la clausuran.
Conviene, entonces, recordar por qué Eichmann en Jerusalén suscitó tantas reacciones. En el “Apéndice” que añade al final del libro, Arendt se queja de que incluso antes de publicarse ya se había generado en torno a él una “producción de imágenes y manipulación de opiniones” más llamativa que la discusión de sus tesis. Y sin embargo, el libro posee un eje fundamental: ¿en qué medida el juicio de Adolf Eichmann responsable en la era nazi de la deportación de judíos a guetos y campos de concentración, capturado después de la guerra en Argentina y juzgado en Jerusalén por el recién fundado Estado de Israel representó una verdadera aplicación de justicia? Arendt construye su obra sobre los informes del juicio, contrastándolos con los hechos, y sostiene que todo lo “no relacionado con el acusado ni determinante para él” debía excluirse de las actas y, por tanto, del informe procesal.
De ahí que Eichmann no resultara satisfactorio ni para quienes no descansarían hasta ver en él la encarnación del “pecado original”, el antisemitismo o la esencia misma del totalitarismo, ni para quienes pretendían confirmar que “todos llevamos dentro un Eichmann”. El Eichmann que presenta Arendt es un individuo que se declara seguidor de la ética kantiana, que afirma no haber hecho otra cosa que cumplir órdenes, que actuó conforme a las leyes vigentes en su tiempo: en suma, un representante de la “banalidad del mal”. Y este carácter “ordinario” estaba tan extendido en la Alemania nazi que el mal había perdido el atractivo inmediato que lo hacía reconocible como tal. En su lugar dominaba un nivel de realidad férreamente adherido a los hechos, que convertía la banalidad de Eichmann en la de alguien que “jamás se dio cuenta de lo que estaba haciendo”. Era culpable, sin duda, pero demasiado común para ser llamado un “monstruo”: actuaba sin pensar, movido por nada salvo quizá el afán de ascenso.
Más allá de este retrato, Arendt aborda también el modo en que el régimen nazi se consolidó, describiendo cómo los Consejos Judíos, en una relación “buena” (!) con las autoridades, llegaron incluso a decidir qué judíos serían deportados y adónde. Sus valoraciones sobre el comportamiento de los judíos en Alemania y en los territorios ocupados por el nazismo suscitaron probablemente gran parte del rechazo. Pero lo más inquietante fue su conclusión de que el desarraigo de Eichmann respecto de la realidad, su falta de juicio y de pensamiento, podían generar “una destrucción mayor que la causada por todos los instintos demoníacos de la naturaleza humana juntos”. El mal, en efecto, puede ser banal: puede provenir de alguien que, con ingenuidad casi cínica, dice “¿pero qué he hecho yo?”.
Hacer de Eichmann un símbolo, o del proceso un pretexto para otros debates, perjudicó sobre todo a la justicia.
Arendt interpretó las reacciones dirigidas contra ella reacciones provenientes incluso de quienes admitían no haber leído el libro tras su publicación, e incluso de quienes la acusaban de odiarse a sí misma, es decir, de odiar su condición judía como el resultado de la manipulación ejercida por aquellos que tenían “intereses claramente definidos” y como expresión de “las preocupaciones mundanas de ciertos grupos de interés que intentaban distorsionar los hechos”. Además, subrayó que el modo en que Ben Gurión, entonces primer ministro de Israel, condujo todo el proceso judicial de Eichmann poseía el mismo carácter, hasta el punto de transformar el juicio en un espectáculo. La propia retransmisión de las ruedas de prensa del fiscal estaba patrocinada por la “Compañía Glickman”, en un programa estadounidense interrumpido constantemente por anuncios inmobiliarios.
Todo ello llevó a Arendt a cuestionar qué ocurre en la política cuando la imagen sustituye a la verdad y a los hechos. Así surgió su célebre observación: mientras que la mentira clásica encubre, la mentira moderna destruye. “El resultado de sustituir completamente la verdad fáctica por mentiras coherentes no es que la mentira se acepte como verdad y la verdad se desacredite como mentira, sino la destrucción del sentido mismo que nos permite orientarnos en la realidad”. Se trata, pues, de mecanismos que banalizan y uniformizan a todos. De este modo, “Verdad y política” analiza cómo la producción de imágenes, al reemplazar a la representación política, se convierte en el elemento dominante, hasta el punto de ser creída incluso por quienes las producen. Y esas construcciones no fácticas, orientadas a la creación de imagen, son concebidas para el “consumo interno”: ya sea el público estadounidense, o en el caso Eichmann, la sociedad israelí, la diáspora judía y una opinión pública internacional que se mostraba incómoda ante los acontecimientos. A diferencia de la mentira clásica, cuyo destinatario era el enemigo, estas nuevas formas eligen como receptor a la propia comunidad.
La consecuencia es aún más grave: tales imágenes y manipulaciones terminan por constituir una realidad no solo para todos, sino también para los propios productores de esas “mercancías”. Es lo que Arendt denomina autoengaño o engaño de sí, y lo que Derrida, por su parte, considera una lógica distinta de la mentira: una lógica de la fantasía, de la ideología o del síntoma. Sin embargo, puede afirmarse que Derrida pasa por alto en Arendt el hecho de que la producción de imágenes requiere un acto consciente y deliberado, y que produce consecuencias políticas, desplazando así el análisis hacia otro registro. Este tipo de mentira, sostiene Arendt, es aquella que transforma hechos susceptibles de ser atestiguados, y por ello puede llegar a engañar incluso a quienes la pronuncian: es la “mentira organizada”.
El ensayo “Mentira en la política” analiza un caso concreto de falsedad: los Papeles del Pentágono, obtenidos por The New York Times, que documentaban lo que Estados Unidos había hecho en Vietnam tras 1945. En realidad, las tesis allí expuestas no difieren sustancialmente de las de “Verdad y política”. Pero Arendt muestra cómo los responsables estadounidenses recurrieron a “recursos intelectuales extraordinarios” para evitar reconocer la derrota en Vietnam y, al mismo tiempo, mantener en pie la imagen de “la potencia más espléndida del mundo”. En tales recursos, el hecho y la realidad resultan superfluos: lo único que se mantiene es una “teoría”, y todo dato u observación que no se ajuste a ella es rechazado. A este fenómeno Arendt lo denomina defactualization (“desfactualización”): “la desfactualización y la solución de problemas eran bienvenidas, puesto que la ignorancia de la realidad era inherente tanto a la política como a los propios objetivos perseguidos”.
Aunque Arendt no adopta, como Koyré, una distinción tajante entre una antropología totalitaria y otra liberal-democrática, parece sugerir que, mientras en regímenes totalitarios como el nazi o el soviético la mentira funciona como manipulación ideológica, en el caso norteamericano la falsedad aunque letal en el exterior se traduce en el interior en un “alejamiento de la realidad”, una “desfactualización”. Y esto, desde luego, equivale en la medida en que sea sostenible al ocaso de la república.
“El regreso al gallinero” gira precisamente en torno a esta última cuestión y, en cierto modo, no aporta nada esencialmente nuevo. Arendt cree que, frente a la pérdida de la verdad fáctica, se necesitan testigos valientes que la recuerden y la mantengan viva. Pero no llega a ser tan audaz como Malcolm X: la lucha de los afroamericanos o de otros grupos en lo que ella llama una “república” apenas penetra en su reflexión sino como consideraciones abstractas. Su inquietud principal no es solo la vida bajo la mentira, sino la destrucción de los principios en los que cree: los principios fundacionales del comienzo político. Y lo que no pertenece a esos principios (como Malcolm X) rara vez aparece en su horizonte; y cuando lo hace, queda silenciado o cubierto, como en el caso de citar sus palabras sin atribución explícita.
Aun así, Arendt no se limita a señalar la política exterior de Estados Unidos propia de un intelectual público, sino que insiste en cómo esa política repercute en el interior, cómo las “gallinas regresan al gallinero”, y cómo el recurso a mentiras organizadas para preservar una imagen de grandeza afecta tanto dentro como fuera del país. De ahí que emplee una expresión tan general como “todas las gallinas vuelven a casa para dormir”, con la que alude al “efecto bumerán” que los políticos imperialistas de generaciones anteriores tanto temían: el retorno inesperado y destructor hacia el propio agente. Que ello se convierta en una forma de autoengaño es otra cuestión, pero no cabe duda de que Arendt aparece menos como una intelectual pública que como una intelectual clásica. Kant, en sus escritos, podía hablar de extraterrestres, de maoríes tatuados de Nueva Zelanda o de indígenas americanos más interesados en los restaurantes de París que en su refinamiento cultural; pero poco se encuentra en él sobre el período en que Königsberg estuvo ocupada por los rusos entre 1758 y 1762, con cosacos recorriendo sus calles.
Conviene añadir algo más: este “lugar de retorno” se asemeja a aquel momento en que Trump, mientras presumía de ser artífice de la paz mundial primero en Alaska y luego rodeado de líderes europeos en la Casa Blanca, esperando el Nobel de la Paz, ordenaba a la Guardia Nacional limpiar las calles de Washington de personas sin hogar, trasladándolas a gran distancia de la capital, con el propósito de hacerla “más segura y hermosa que nunca”.
Sin embargo como abordaremos en el próximo escrito, no existe, contra toda afirmación en sentido contrario, un vínculo directo entre lo que se ha denominado post-truth en la era Trump y los análisis de Arendt sobre la mentira. En cambio, el hecho de que en Türkiye la mentira haya comenzado en tiempos recientes a ser pronunciada con facilidad por representantes políticos, obliga a considerar el estudio de la posverdad.