¡La Moral es Revolucionaria!
Si los seres humanos son morales y la moral es revolucionaria, entonces debemos estar del lado de las personas, las tradiciones y la sociedad; confiar en el ser humano, defender su libertad, creer en la capacidad espontánea de cambio social y resistir a toda ideología impuesta a la sociedad. Por eso, cuando hablamos de los males del mundo tecnomediático y de cómo estos afectan nuestras vidas y relaciones, afirmamos que confiamos en el amor y en la moral.
Las ideas que expresaré a continuación bajo este título provienen de un texto que escribí tras la transformación espiritual que viví en mi juventud. Son ideas que he defendido con determinación desde entonces hasta hoy. No hay motivo alguno para renunciar a las tesis allí planteadas: que «la esencia moral se encuentra en cada ser humano, en todas las épocas históricas, en todas las tradiciones y culturas, y que aquello realmente revolucionario, transformador y liberador es precisamente esta esencia vinculada al Creador y a lo Sagrado». Sin embargo, como señalé en mi libro «Desde el corazón: Nuestro centro existencial es el corazón y su acción fundamental la compasión» (Editorial Kapı, 2020), lo que faltaba en ese escrito juvenil era precisar dónde radica la fuente de la moral en el ser humano.
Desde hace un tiempo vengo considerando que cada individuo posee, además del «corazón físico», un «corazón espiritual», y que la búsqueda de la verdad y la orientación hacia lo moral y lo bello se concretan gracias a este corazón como una realidad ontológica del ser humano. Creo que si el texto juvenil que leerán a continuación fuera reformulado alrededor del concepto de «corazón espiritual», sería más convincente, tanto respecto a la idea de que las dinámicas fundamentales del cambio residen dentro de cada individuo y su conexión con el Creador, como respecto a la idea de que lo que impide al ser humano alcanzar una madurez espiritual y a la sociedad una transformación justa depende de la propia voluntad humana.
Mirando hoy hacia atrás, veo con mayor claridad que hasta que comprendí la importancia del «corazón espiritual» y otorgué un lugar especial en mi sistema de pensamiento al «corazón» que alberga las semillas de los valores morales universales en cada ser humano, permanecí atrapado entre los análisis de la psicología moderna y la «tradición» que hace referencia al pasado y a la continuidad histórica. Aunque siempre afirmé que no estaba a favor de un antimodernismo nostálgico, en última instancia caí en su misma línea, enfatizando que la solución radicaba en revitalizar el pasado. En cambio, si hubiera comprendido plenamente el concepto de «corazón», podría haber explicado con mayor claridad que la solución no está en volver al pasado, sino en retornar al corazón; y que solo así podrían restablecerse los vínculos con la tradición y asegurar la continuidad histórica.
Si hubiera ubicado al «corazón» en el centro de nuestra visión, podría haber expresado mejor que vencer el mal interior, añadir sacrificio y humildad al amor y superar la sociopatía dominante en nuestra sociedad sólo es posible mediante la moral, y que para ello es imprescindible mantener nuestro corazón libre de enfermedades espirituales. Si hubiese comprendido adecuadamente el «corazón», habría considerado prioritario mantenerlo puro y limpio, esforzándonos en fortalecer nuestra compasión hacia otros seres humanos y hacia todas las criaturas, viendo en cada una de ellas creaciones de Dios, evitando causarles daño. Me habría preocupado enormemente que al perder nuestra compasión nuestro corazón se oscureciera y cayera en estados enfermizos.
En definitiva, la moral es un problema del otro, de cómo nos relacionamos con él. El principio fundamental de estas tierras, «adoptar la moral de Dios», significa filtrar nuestras acciones por el tamiz de nuestro corazón. Reconocer la importancia de la moral y no poder alcanzar al corazón no es simplemente una cuestión de mala suerte. Estoy convencido de que, en el pasado, tanto yo como muchos otros hemos priorizado la política y el cambio social sobre el desarrollo moral personal y hemos atribuido a la política un significado mayor del que merece debido, precisamente, a nuestra incapacidad para comprender plenamente el corazón.
Tras esta autocrítica, les dejo con el texto de mi juventud, comprometiéndome en mis futuros escritos a abordar con mayor profundidad el funcionamiento del corazón espiritual, especialmente en lo que respecta a su acción fundamental: la compasión.
¡La moral es revolucionaria!
La famosa frase pronunciada por el personaje de Dostoyevski, «Si Dios no existe, todo está permitido», constituye una prueba sólida de la existencia de un puente robusto entre el arte y el pensamiento filosófico. Partiendo de esta frase, Nicolai Berdyaev pudo desarrollar, basándose en las novelas de Dostoyevski, una filosofía existencial cristiana muy original. La idea de que todo se vuelve permisible expresa una evaporación de los valores, una profunda crisis moral que, en lenguaje filosófico, se denomina «nihilismo». Estas palabras, surgidas espontáneamente de boca del personaje creado por Dostoyevski, facilitan, gracias a la intuición del novelista, la comprensión de uno de los problemas clave de la filosofía moderna.
La modernidad, que comenzó en Occidente hace dos siglos y que constituye hoy el fundamento del mundo tecnomediático, es en cierto modo un proceso que corresponde a la muerte de Dios (Nietzsche) y al desencantamiento del mundo (Weber). La muerte de Dios y el desencantamiento implican que el ser humano ya no configure su estilo de vida esencialmente según la revelación divina, sino que se vea obligado a hacerlo según su propia razón y, supuestamente, su libre voluntad.
Los pensadores ilustrados acogieron con entusiasmo la muerte de Dios, considerando que esta situación brindaba al ser humano una oportunidad extraordinaria para determinar su propio destino. Imaginaban que la humanidad entraría en una nueva era de progreso científico, técnico y moral, sin plantearse jamás que con ello todo se tornaría permisible. Nietzsche, quien emprendió su propia noble lucha contra todas las manifestaciones de la modernidad, era también plenamente partidario de la Ilustración y se sentía parte de su utopía. Lo que le enfurecía era la traición de la modernidad a dicha utopía, quedando atrapada en el fango del nihilismo, dando así la razón a Dostoyevski. Según Nietzsche, Dios había muerto ciertamente, pero nunca reapareció, rompiendo la historia, aquel hombre trágico de la antigua Grecia, capaz de determinar su propio destino. Por el contrario, prevaleció la moral cristiana, negadora de la vida, que se manifestaba mediante remordimientos de conciencia, ideales ascéticos y la ética del resentimiento, dominando al individuo cuya vida había sido colonizada por la racionalidad.
Frente a la crisis del nihilismo moderno se han propuesto diversas soluciones. La primera, defendida por Nietzsche, consiste en entregarnos a los brazos creativos del arte, particularmente de la música, frente a las limitaciones de la razón, permitiéndonos así una autenticidad existencial, es decir, retirarnos a una pasividad estética. La idea de que la estetización de la moral, enriqueciendo la experiencia individual, pueda proporcionar soluciones a los dilemas morales ha resurgido recientemente en los debates del posmodernismo.
La solución más conocida para prevenir la evaporación de los valores o la aparición de una idolatría moderna en el ámbito de los valores ha consistido en desarrollar una ética de responsabilidad, centrándose en los roles del político y el científico. Conceptos como «ética política» o «ética científica» emergieron como producto de esta propuesta. Aunque estas nociones parecen razonables a primera vista, al ser examinadas detenidamente se revela rápidamente que carecen de bases sólidas, quedando reducidas a una retórica vacía. Hasta ahora, nadie ha presentado pruebas convincentes sobre cómo derivar moralidad de la ciencia o cómo obligar convincentemente al científico a acatar las decisiones de un comité ético científico.
Incluso Auguste Comte, fundador del positivismo, sintió la necesidad de establecer una especie de «religión de la ciencia». Por ejemplo, en debates públicos sobre temas sensibles como el aborto o la fertilización artificial, resulta evidente que los comités de ética médica no han sido capaces de generar principios morales ampliamente aceptados tanto en la comunidad científica como en la sociedad en general. Asimismo, a partir de las justas críticas dirigidas a la democracia representativa formal y de las experiencias prácticas, queda claro que la llamada ética política suele quedarse en mera retórica, y que ni los políticos ni los ciudadanos necesariamente desarrollan la conciencia de responsabilidad requerida para gobernar una sociedad. Por tanto, esta segunda propuesta de solución al vacío moral, que ha servido como base para las ideas defendidas por pensadores desde Weber y Comte hasta Freud, desde Marx y Lenin hasta pensadores liberales, aunque pueda parecer elegante, carece de solidez real.
Una tercera solución aparente al daño nihilista, que consideramos especialmente relevante y a la que debemos mucho en el desarrollo de nuestra propia postura, es el anti-modernismo nostálgico. El anti-modernismo nostálgico sostiene que todos los tiempos buenos quedaron atrás, que con la modernidad todo se hizo pedazos. Para ellos, la «Edad de Oro» ha terminado, y aquellos días gloriosos nunca regresarán. Por ello, abogan por rechazar la modernidad y retornar a las prácticas religiosas y sociales tradicionales que alguna vez fueron la fuente de la moral. Este anti-modernismo nostálgico tiene impactos notables en un amplio espectro, desde Heidegger, que añoraba la Grecia pre-socrática, hasta pensadores tradicionalistas como René Guénon, Fritjof Schuon y Mircea Eliade, que constantemente remiten al mundo tradicional anterior al Renacimiento; desde sociólogos como Ferdinand Tönnies hasta filósofos como Alasdair MacIntyre, así como desde protestantes fundamentalistas hasta diversas interpretaciones islámicas.
Consideramos al anti-modernismo nostálgico como una actitud desconectada de la realidad, una aspiración por lo imposible. Sin embargo, reconocemos también la poderosa influencia que ejercen estas ideas. Es casi imposible que una persona creyente no se vea positivamente afectada o no sienta cierta afinidad hacia estas ideas, especialmente aquellas defendidas por los musulmanes, que consideran los ideales morales como plenamente realizados en un pasado ideal, degenerándose con el paso del tiempo, sin ofrecer ninguna alternativa concreta más allá de una espera mesiánica infinita. Porque, en esencia, tanto en su nostalgia como en su crítica al modernismo, el anti-modernismo nostálgico es emocionalmente comprensible y justificado. Pero también debemos aceptar que no es una solución viable, pues la validez emocional y reactiva, por sí sola, resulta insuficiente para sostener una actitud a largo plazo. Estas emociones y reacciones sólo se convertirán en una auténtica buena nueva para la humanidad si logran trasladarse a la práctica acompañadas de un pensamiento capaz de resolver los problemas cotidianos del presente.
Para superar las debilidades del anti-modernismo nostálgico frente al nihilismo moderno de los valores, es fundamental entender primero la naturaleza misma de los valores éticos. Los valores éticos no son normas secas y frías del pasado, alejadas del ser humano. Por el contrario, son principios atemporales que regulan las relaciones del ser humano con otros individuos, con la naturaleza y con el Creador, emanando de una fuente tan próxima al ser humano que es incluso más cercana que su «vena yugular». Estos valores poseen una vitalidad y dinamismo que les permite florecer nuevamente bajo cualquier condición histórica o social cambiante. La moral, por tanto, es una fuerza interior que impulsa al ser humano a rebelarse contra el mal dentro de sí mismo y en el mundo. En este sentido, la moral es el verdadero motor del cambio positivo del mundo, la única fuerza verdaderamente revolucionaria. Es comparable al núcleo filogenético de un árbol que adopta formas diversas dependiendo del clima, pero que, al fin y al cabo, permanece siendo el mismo árbol. Por eso, las luchas por la justicia en todo el mundo tienen una base moral común. Cuando nos levantamos por la justicia, por los derechos de la sociedad y del individuo, lo que nos motiva es nuestra esencia moral interior. La frase «si existe la opresión del tirano, Dios está con el oprimido» expresa mejor que ninguna otra esta realidad.
La posibilidad de defender simultáneamente valores éticos, cambio social y liberación radica precisamente en esta cualidad revolucionaria de la moral. Si las personas son morales y la moral es revolucionaria, es imprescindible posicionarse del lado de los individuos, las tradiciones y la sociedad, confiar en las personas, defender su libertad, creer en el cambio espontáneo de la sociedad y resistir toda ideología impuesta. Por ello, al denunciar los males del mundo tecnomediático y sus efectos negativos en nuestras vidas y relaciones, proclamamos nuestra confianza en el amor y en la moral. Precisamente por esto, insistimos tanto en que los problemas experimentados en las relaciones entre hombres y mujeres, en el amor y en el ámbito de la intimidad, sólo podrán resolverse mediante una concepción revolucionaria de la moral.