La Era De Los Mercenarios Seguirá Vigente
Los gobiernos occidentales deben desarrollar un nuevo marco regulatorio que considere a las empresas militares privadas (PMC) no solo como actores comerciales que proporcionan apoyo táctico, sino como extensiones del poder estatal y componentes integrales de los cálculos estratégicos. Esto exige repensar cómo el derecho internacional puede incorporar mejor a estas entidades híbridas que combinan prioridades nacionales con ejecución privada y construir mecanismos de supervisión y sanción capaces de dirigirse tanto a los Estados patrocinadores como a sus agentes privados.
Aunque el declive del Grupo Wagner sea innegable, su existencia representó un cambio profundo en la naturaleza de la guerra contemporánea.
En el último año, Rusia puso fin al dominio que el Grupo Wagner ejerció durante una década en los campos de batalla con la misma brusquedad y violencia con la que eliminó a su antiguo líder, Yevgueni Prigozhin. En un momento en que la era moderna de los mercenarios apenas está emergiendo, Wagner proporcionó un modelo que otros grupos respaldados por Estados inevitablemente adoptarán. A medida que las fuerzas armadas subcontratadas remodelan conflictos desde Ucrania hasta el Sahel, es esencial reconocer que Wagner no fue la primera empresa militar privada (PMC) en reescribir las reglas de la guerra, ni será la última. Occidente debe asimilar esta lección ahora, antes de que vuelva a verse desprevenido.
Durante una década crucial desde la fundación de Wagner en 2014, los gobiernos occidentales malgastaron un tiempo invaluable. Se aferraron al mito de que Wagner era una anomalía: un monstruo exclusivamente ruso compuesto por corrupción, nostalgia imperial y una mezcla de violencia y ambición personal. Todo ello puede ser cierto. Prigozhin se hacía llamar “El Carnicero de Putin” y mantenía escasa distancia del gobierno ruso. Pero cuando en junio de 2024 ordenó a sus tropas marchar hacia Moscú, tanto el Kremlin como Occidente quedaron desconcertados.
Un mes más tarde, el Comité de Asuntos Exteriores del Parlamento británico publicó un informe demoledor. Su presidenta, la diputada Alicia Kearns, concluyó: “El Gobierno ha menospreciado y subestimado las actividades de la Red Wagner durante casi 10 años”. La disolución del grupo, tras sus éxitos militares en Ucrania, Siria, Malí y otros escenarios, no es contra lo que creen algunos gobiernos un final feliz.
Quienes interpretan a Wagner como una desviación puntual y no como un cambio estructural en la guerra contemporánea inevitablemente lo denunciarán y seguirán adelante sin enfrentar la raíz del problema. La realidad es que la comunidad internacional carece de mecanismos legales o institucionales capaces de regular eficazmente a Wagner bajo el derecho internacional humanitario o el derecho internacional público.
El grupo ocupaba un espacio liminal en la conducción de la guerra: lo suficientemente independiente como para que Rusia no pudiera ser responsabilizada directamente, pero demasiado estrechamente alineado con el Kremlin como para encajar en la definición clásica de “mercenario”, basada en la motivación económica y la independencia respecto a los actores estatales. Wagner no era la enfermedad: era un síntoma del cambio del orden internacional, en el que el mercenario respaldado por un Estado se ha convertido en una característica estable y creciente de los conflictos modernos.
La historia reciente ofrece ejemplos similares. En las últimas etapas del apartheid en Sudáfrica, miles de soldados y oficiales que habían demostrado una eficacia operativa extraordinaria en la Guerra de la Frontera se encontraron de repente desempleados y marginados por el nuevo gobierno democrático. Muchos de ellos fundaron la empresa militar privada Executive Outcomes, la cual debilitó a fuerzas insurgentes en Angola y Sierra Leona en escenarios donde misiones de la ONU habían fracasado durante años.
Los analistas consideraron a Executive Outcomes como una anomalía histórica, una reliquia vinculada al militarismo sudafricano del apartheid. Sin embargo, esta narrativa resulta cada vez más familiar. Wagner ha demolido esa ilusión. Demostró que las PMC con fuertes vínculos estatales pueden prosperar en conflictos contemporáneos: pueden ganar guerras, capturar territorio e influir en la formación estatal. Todo ello mientras conceden a los Estados patrocinadores un amplio margen de negación plausibile gracias a un vacío jurídico significativo.
Esta combinación de eficacia y distancia es precisamente lo que hace tan atractivas a las PMC para los gobiernos. ¿Por qué enviar a reclutas, bajo presupuestos ajustados y bajo escrutinio público, a morir en guerras en el extranjero que la población no respalda? En su lugar, basta con contratar un ejército privado con una sonrisa y una factura firmada.
Las empresas militares privadas son mucho más ambiciosas e independientes de lo que los responsables políticos están dispuestos a admitir. Es posible que Wagner naciera de una idea improvisada entre dos funcionarios particularmente creativos de los servicios de seguridad rusos, pero el grupo demostró que los ejércitos privados pueden superar en desempeño a las fuerzas estatales y ofrecer métodos de intervención no regulados.
Fue Wagner quien encabezó el asalto sangriento sobre Bajmut en 2022; el ejército ruso apoyó a Wagner, no al revés. También fueron sus combatientes quienes entraron en el Donbás por primera vez en 2014, permitiendo a Rusia mantener una política creíble de negación durante años. Y fueron sus unidades, vestidas de civil, las que actuaron como “hacedoras de reyes” en la República Centroafricana, aplastando a insurgentes y facilitando operaciones de “captura del Estado”.
Aceptar esta nueva realidad nos conduce a una conclusión incómoda: los grupos mercenarios contemporáneos pueden ser eficaces y desplegarse a escala global. Permiten a los Estados ejecutar una política exterior irregular basada en la fuerza, manteniendo al mismo tiempo las manos “limpias”.
Por ello, los gobiernos occidentales deben desarrollar un marco regulatorio que reconozca a las PMC vinculadas a Estados no como simples actores comerciales que prestan apoyo táctico, sino como extensiones del poder estatal y componentes de planificación estratégica. Esto exige repensar cómo puede el derecho internacional incorporar mejor a estas entidades híbridas que mezclan prioridades nacionales con ejecución privada e instaurar mecanismos de supervisión y sanción capaces de dirigirse tanto a los Estados patrocinadores como a sus agentes privados.
Si no modernizamos nuestras herramientas jurídicas y estratégicas, la próxima PMC del tipo Wagner no solo nos tomará por sorpresa; limitará nuestra capacidad de maniobra y nos obligará, una vez más, a intentar alcanzar a toda prisa un problema que ya nos habrá desbordado.
*Amar Singh Bhandal es analista de políticas en el Pinsker Centre, un centro de estudios con sede en el Reino Unido dedicado a cuestiones de Oriente Medio y relaciones internacionales. Actualmente cursa un máster en Política y Estudios Internacionales en la Universidad de Cambridge. Recientemente completó el Programa Hertog de Estudios sobre la Guerra en el Centro Petraeus para Nuevos Líderes del Instituto de Estudios de la Guerra.