La Construcción de la Paz: De la Confrontación a la Reconciliación en Türkiye, Colombia y Irlanda del Norte

Los casos de Colombia, Irlanda del Norte y Türkiye nos dejan, en este sentido, una lección clara: la paz no puede reducirse a una mera negociación entre el Estado y una organización armada, sino que constituye un proceso que debe ser alimentado por la voluntad común de toda la sociedad. Si dicha voluntad y participación no se garantizan, la paz podrá conservar su nombre, pero su espíritu habrá desaparecido hace tiempo.

‘‘Las balas escribieron nuestro pasado. La educación, nuestro futuro.’’

Los conflictos armados que persisten en distintas geografías del mundo no solo alteran los equilibrios militares y políticos, sino que también hieren profundamente el espíritu de las sociedades, su memoria colectiva y su proyección de futuro. Los traumas que dejan tras de sí las guerras no afectan únicamente a las generaciones presentes, sino que generan fracturas sociales prolongadas que alcanzan también a las generaciones venideras. Por ello, los procesos de paz no se limitan al silencio de las armas, sino que implican la reconstrucción de las sociedades, el restablecimiento de la confianza y la realización de la justicia social.

En este marco, el proceso de paz emprendido por Colombia con las FARC y las iniciativas de paz en Türkiye, aunque enmarcados en contextos históricos y culturales distintos, presentan similitudes dignas de atención. Mientras Colombia se caracteriza por una guerra de guerrillas de más de medio siglo y por dinámicas de conflicto rural alimentadas por la economía del narcotráfico, Türkiye se enfrenta a un escenario mucho más complejo, marcado por cuestiones de identidad étnica, desigualdades regionales y tensiones centro–periferia. El IRA, por su parte, constituye otro referente: tras un prolongado conflicto atravesado por enfrentamientos de identidad confesional y problemas de representación política en Irlanda del Norte, el proceso de paz se convirtió en un ejemplo de cómo los grupos armados pueden ser desmantelados en el plano social y político. No obstante, estos dos casos comparten con Türkiye elementos comunes que no pueden ser ignorados: el debate en torno al abandono de las armas, el marco de la representación política, la profundidad de la participación social y el papel de los actores internacionales fueron temas críticos en la definición del futuro de la paz.

En Colombia, el retraso en la implementación de las promesas de desarrollo rural y reforma agraria debilitó la estabilidad del proceso, mientras que en Türkiye la negociación a puerta cerrada erosionó la apropiación social del mismo. De modo semejante, en Irlanda del Norte el proceso con el IRA exigió no solo acuerdos sobre el desarme, sino también la aceptación generalizada, por parte de amplios sectores de la sociedad, de los mecanismos de representación política, de los derechos culturales y de la justicia.

Desde esta perspectiva, el análisis comparativo recuerda con fuerza que la paz no constituye un mero pacto técnico entre el Estado y los actores armados, sino un contrato que debe abarcar a toda la sociedad.

El Proceso de Paz con las FARC en Colombia: Paradojas Históricas

La relación entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y los Estados Unidos constituye un proceso lleno de contradicciones que se extiende desde la confrontación ideológica de la Guerra Fría hasta nuestros días. Uno de los aspectos más paradójicos de esta relación radica en el hecho de que, durante años, las FARC hicieron uso de armamento de origen estadounidense.

Fundadas en 1964, las FARC se organizaron en torno a una ideología marxista-leninista como respuesta a la pobreza rural, la desigualdad en el acceso a la tierra y la represión estatal. Estados Unidos, marcado por la influencia de la Revolución Cubana, percibió el auge de los movimientos de izquierda en la región como una amenaza y brindó apoyo militar al gobierno colombiano. Sin embargo, el vasto mercado de armas en América Latina alimentado en gran medida por los conflictos en Centroamérica facilitó que armamento estadounidense llegara por vías ilegales a manos de la insurgencia. Así se configuró una ironía histórica: las armas producidas en Washington para sostener a los gobiernos aliados terminaron, indirectamente, nutriendo la capacidad bélica de sus enemigos.

A partir de la década de 1980, las FARC incrementaron su arsenal gracias a los ingresos provenientes del narcotráfico. Parte de las armas enviadas por Estados Unidos a Centroamérica para operaciones de “contrainsurgencia” acabaron en el mercado negro y, finalmente, en Colombia. Fusiles M-16, ametralladoras M-60 y lanzacohetes de fabricación estadounidense se convirtieron en emblemas de esta paradoja. En otras palabras, mientras Washington destinaba miles de millones de dólares en ayuda militar al gobierno colombiano, armamento de su propia industria abastecía indirectamente a la insurgencia.

Con la implementación del “Plan Colombia” en los años 2000, Estados Unidos intensificó su asistencia militar y económica al ejército colombiano. Las fuerzas especiales estadounidenses ofrecieron asesoría directa en operaciones contra las FARC. Sin embargo, la realidad sobre el terreno mostró una contradicción persistente: el armamento introducido bajo el discurso de la lucha antidrogas seguía circulando en el mercado ilegal, y combatientes de las FARC continuaban enfrentándose con armas producidas en Estados Unidos.

Durante los diálogos de paz de La Habana, iniciados en 2012, Washington respaldó los esfuerzos del gobierno colombiano. No obstante, en la mesa de negociación raramente se discutió la ironía de un conflicto prolongado por décadas en el que confluyeron, como actores invisibles, tanto la industria armamentística estadounidense como las redes del comercio ilícito. El acuerdo de paz firmado en 2016 fue recibido favorablemente por Estados Unidos. Sin embargo, la memoria de una insurgencia que libró su lucha con armas de origen norteamericano quedó inscrita como uno de los capítulos más irónicos de esta relación.

El acuerdo de paz de 2016, concebido para poner fin a más de cincuenta años de conflicto armado interno, representó un hito histórico en la región. El pacto no se limitó al abandono de las armas, sino que incluyó compromisos sobre desarrollo rural, reforma agraria y lucha contra el narcotráfico. La cuestión de la tierra, raíz del conflicto desde la década de 1960, ocupó un lugar central: las profundas desigualdades entre pequeños campesinos y grandes terratenientes habían alimentado las tensiones rurales y fortalecido la base social de las FARC.

Tras la firma, los guerrilleros entregaron sus armas bajo la supervisión de las Naciones Unidas, lo que despertó grandes expectativas en la comunidad internacional. Sin embargo, un detalle crítico emergió con rapidez: aunque la dejación de armas se llevó a cabo de manera efectiva, los proyectos de desarrollo rural previstos en el acuerdo sufrieron importantes retrasos. La lentitud del Estado en implementar la reforma agraria y las inversiones en infraestructura dificultó la reintegración económica y social de los excombatientes. Este vacío favoreció que algunos de ellos se incorporaran a nuevas estructuras armadas conocidas como disidencias. Así, la paz, aunque existente en los textos oficiales, no logró consolidar plenamente sus cimientos en la vida social.

Las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en Colombia y el PKK (Partiya Karkerên Kurdistanê) en Türkiye, aunque surgidos en continentes distintos y en contextos históricos diversos, aparecen con frecuencia como organizaciones comparadas en el marco de los procesos de paz.

Similitudes

  • Ambas organizaciones se definieron en sus orígenes a través de la lucha armada contra las injusticias sociales. Las FARC se erigieron en defensa de la reforma agraria y de los derechos de los campesinos pobres, mientras que el PKK nació con el propósito de reivindicar la identidad kurda y combatir las desigualdades regionales.

  • Con el tiempo, tanto las FARC como el PKK se transformaron no solo en movimientos ideológicos y políticos, sino también en fuerzas de carácter militar-estratégico.

  • Durante largos años, la comunidad internacional catalogó a ambas organizaciones como grupos terroristas, lo que colocó en entredicho la legitimidad de sus demandas políticas y de sus intentos de buscar salidas negociadas.

  • Tanto las FARC como el PKK estuvieron directamente expuestas al papel de actores internacionales en sus procesos de paz: en el caso colombiano, Noruega y Cuba actuaron como garantes; en Turquía, en cambio, se invitó a observadores europeos, aunque nunca llegó a establecerse un mecanismo formal de garantías internacionales.

Diferencias

  • Base social: Las FARC contaron principalmente con el respaldo de campesinos en las zonas rurales, mientras que la base social del PKK se amplió en torno a la identidad kurda, abarcando tanto contextos rurales como urbanos.

  • Fuentes de financiación: Las FARC obtuvieron ingentes recursos del narcotráfico y del contrabando. El PKK, por su parte, se sostuvo en gran medida a través del apoyo de la diáspora, combinándolo con actividades de contrabando y con redes logísticas transfronterizas.

  • Simbolismo: Las FARC aspiraban a impulsar una transformación socialista dentro del Estado colombiano, sin plantearse la creación de un Estado independiente. En contraste, el PKK evolucionó hacia un proyecto centrado primero en la autonomía y más tarde en la construcción de una entidad estatal propia. Esta divergencia se refleja en sus símbolos. Las FARC adoptaron la bandera colombiana e inscribieron en ella sus siglas, articulando así su discurso en torno a símbolos nacionales. El PKK, en cambio, sigue utilizando una bandera con fondo rojo, un círculo amarillo y una estrella roja en el centro. El círculo amarillo alude en su discurso ideológico a la geografía del Kurdistán, la estrella roja a las raíces marxista-leninistas, y el fondo rojo a la lucha revolucionaria. La combinación de estos elementos produce una simbología que entrelaza identidad étnica e ideología revolucionaria. Mientras el simbolismo de las FARC apunta a transformar el Estado existente, el del PKK se orienta hacia la construcción de una entidad separada y ajena al Estado.

  • Contexto internacional: La lucha de las FARC estuvo ligada a las corrientes de izquierda latinoamericanas del periodo posterior a la Guerra Fría, mientras que la del PKK se inscribió en las dinámicas étnicas, nacionales y geopolíticas de Oriente Medio.

  • Integración tras la paz: Tras la firma del acuerdo, las FARC se transformaron en partido político y pasaron a ser un actor legítimo en la vida institucional colombiana. En Turquía, en cambio, las estructuras políticas asociadas al PKK (como el HDP/DEM) mantienen aún una relación conflictiva con el Estado, y la integración de su brazo armado no se ha logrado plenamente.

Las Iniciativas de Paz en Türkiye

En Türkiye, el llamado “proceso de solución” llevado a cabo entre 2013 y 2015 es recordado quizá como el intento más amplio en esta materia. Sin embargo, a diferencia del caso colombiano, el proceso en Türkiye se configuró casi exclusivamente en torno a la seguridad y la negociación política. La dimensión socioeconómica por ejemplo, la articulación directa entre los proyectos de desarrollo regional y el acuerdo político quedó relegada a un segundo plano.

Otro aspecto relevante fue que, durante el proceso, los “informes alternativos de paz” elaborados por organizaciones locales de la sociedad civil y por académicos fueron en gran medida desatendidos. En contraste, en Colombia cientos de representantes de la sociedad civil participaron en las negociaciones de La Habana en calidad de observadores o asesores. En Türkiye, en cambio, el proceso se desarrolló mayormente a puerta cerrada, lo que debilitó la apropiación social de la iniciativa.

Estambul, La Habana y Belfast

Estambul: Una oportunidad histórica perdida

El memorando de diez puntos anunciado en 2015 en el Palacio de Dolmabahçe representó la hoja de ruta más concreta hacia la solución de la cuestión kurda en Türkiye. Entre sus puntos figuraban temas críticos como la democratización, el reconocimiento de los derechos identitarios, el desarme y la participación social. Sin embargo, en poco tiempo el clima político cambió drásticamente. Las dinámicas electorales en el ámbito interno, la crisis siria en el plano internacional y el aumento de las preocupaciones de seguridad hicieron imposible sostener aquel acuerdo.

Algunos sectores del Estado calificaron el memorando como un paso “erróneo” y cuestionaron su legitimidad. Los enfrentamientos que siguieron a Dolmabahçe evidenciaron la fragilidad del proceso. Hoy en día, el Memorando de Dolmabahçe permanece en la memoria como una “oportunidad de paz desaprovechada” y como un símbolo que recuerda cuán vitales resultan la participación social y la determinación política en la búsqueda de la paz en Turquía.

La Habana: El diálogo institucionalizado

En Colombia, las negociaciones entre el gobierno y las FARC culminaron en 2016 con un acuerdo de paz tras años de conversaciones celebradas en La Habana. La característica más destacada de este proceso fue la existencia de un sólido mecanismo internacional de garantías: Noruega y Cuba desempeñaron un papel activo, mientras que Naciones Unidas participó como observador.

A ello se sumó la amplia participación de la sociedad civil, uno de los rasgos más distintivos del proceso. Cientos de representantes de organizaciones sociales, académicos, familiares de víctimas y defensores de derechos humanos participaron directamente en las negociaciones. Por ello, el texto firmado no constituyó solo un pacto político entre el gobierno y la guerrilla, sino también un contrato social de alcance más amplio.

No obstante, el caso colombiano también muestra otra lección fundamental: la firma de un acuerdo no garantiza por sí sola una paz duradera. Los retrasos en la implementación de la reforma agraria y de los proyectos de desarrollo rural previstos en el acuerdo generaron nuevos riesgos de conflicto. Algunas facciones de las FARC, conocidas como disidencias, rechazaron el abandono de las armas y reanudaron la violencia en distintas regiones. Ello puso de relieve cómo las deficiencias en la aplicación pueden debilitar gravemente el proceso de paz.

Belfast: El Acuerdo de Viernes Santo

El Acuerdo de Viernes Santo, firmado en 1998 tras las negociaciones entre el IRA, el Reino Unido y la República de Irlanda, es considerado uno de los ejemplos más exitosos de los procesos de paz contemporáneos. Dos dimensiones fundamentales le otorgaron solidez:

  • Garantía cruzada: tanto Londres como Dublín suscribieron el acuerdo, convirtiéndose en garantes de la paz y generando confianza recíproca entre las partes en Irlanda del Norte.

  • Referéndum social: el acuerdo fue sometido al voto de la ciudadanía norirlandesa y aprobado por una amplia mayoría. De este modo, la paz dejó de ser únicamente el producto de las élites políticas para convertirse en una expresión de la voluntad popular.

El Acuerdo de Viernes Santo puso fin en gran medida al conflicto armado y sentó las bases de un nuevo orden político. A través de un modelo de reparto de poder, se garantizó la representación de ambas comunidades, católica y protestante. Asimismo, la reforma de la policía, el fortalecimiento de los mecanismos de derechos humanos y los programas de apoyo económico se convirtieron en componentes inseparables del pacto.

Aunque todavía hoy Irlanda del Norte experimenta bloqueos políticos ocasionales y tensiones sociales, el acuerdo de 1998 marcó un hito histórico en la transformación del conflicto hacia una “paz sostenible”.

El Proceso de Paz entre Türkiye y el PKK en la Actualidad: Situación, Carencias y Necesidades

El conflicto entre Türkiye y el PKK, que se prolonga desde hace más de cuarenta años, continúa siendo uno de los asuntos más relevantes tanto para la política interna como para la paz social. Tras el fracaso del proceso de solución desarrollado entre 2013 y 2015, las políticas centradas en la seguridad pasaron a primer plano y las iniciativas de paz quedaron relegadas durante largo tiempo. No obstante, los nuevos acontecimientos registrados en 2025 han marcado un punto de inflexión significativo en el curso de este proceso.

Situación actual

A comienzos de 2025, el llamamiento al abandono de las armas realizado por Devlet Bahçeli, líder del MHP, coincidió con las declaraciones de Abdullah Öcalan en favor de quemar las armas y disolver la organización. Dichas manifestaciones se concretaron en la declaración de alto el fuego del PKK y, posteriormente, en la decisión adoptada en el congreso de mayo de poner fin a la lucha armada. Estos hechos han suscitado una renovada esperanza de poner término a un conflicto que se extendió durante décadas.

La creación en la Gran Asamblea Nacional de Türkiye del Comité de Solidaridad Nacional, Hermandad y Democracia otorgó un marco institucional al proceso y reforzó su legitimidad mediante la inclusión de representantes de diferentes partidos políticos. Al mismo tiempo, la disminución de los enfrentamientos en la Región Autónoma del Kurdistán iraquí y en Siria alimentó expectativas de mayor estabilidad regional.

Carencias

Sin embargo, el proceso de paz se desarrolla todavía sobre un terreno frágil. En primer lugar, no se han dado pasos suficientes para consolidar la confianza social. Pese a los llamamientos al desarme, la continuidad de operaciones contra personas e instituciones vinculadas con la organización ha debilitado la credibilidad del alto el fuego sobre el terreno.

Las organizaciones de la sociedad civil, el ámbito académico, así como colectivos de mujeres y de jóvenes no han sido incorporados de manera significativa al proceso. La falta de reformas democráticas, las insuficiencias de la actual Constitución, la ausencia de garantías plenas en torno a los derechos culturales y la desvinculación de los proyectos de desarrollo regional respecto a las políticas de paz han debilitado la apropiación social. Además, la ausencia de transparencia en la conducción del proceso ha generado recelos en la opinión pública.

Necesidades

Para lograr una paz duradera resulta imprescindible superar las políticas de carácter exclusivamente securitario. Es necesario establecer mecanismos transparentes e independientes para el desarme y la reintegración social de los cuadros de la organización, con la participación de observadores internacionales ajustados a las dinámicas propias de la sociedad turca.

La sociedad civil, las administraciones locales y los diferentes sectores sociales deben contar con una participación activa en el proceso de paz. Asimismo, las reformas democráticas deben traducirse en medidas de fomento de la confianza en ámbitos como la libertad de expresión, la representación política y los derechos culturales. Los proyectos de desarrollo regional deben vincularse directamente al proceso de paz, a fin de reducir las desigualdades económicas y promover un mayor bienestar social.

Finalmente, en todas las fases del proceso debe primar la transparencia y la rendición de cuentas. Resulta igualmente indispensable establecer mecanismos de reconciliación y justicia orientados a reparar los agravios sufridos en el pasado, de modo que la paz se asiente sobre bases sólidas y sostenibles.

“Dissidencia”

En el proceso de descomposición de los grupos armados, la dissidencia es decir, la escisión, la ruptura y la resistencia interna constituye uno de los umbrales más críticos. En el caso del PKK, la tensión entre quienes deciden abandonar las armas y quienes se resisten a hacerlo no es únicamente un asunto interno de la organización; se trata también de un proceso que pone a prueba la capacidad de la sociedad para integrarse en la paz y mide la resiliencia del tejido social.

En este sentido, la tarea más urgente consiste en equilibrar justicia y clemencia. La reincorporación social de quienes depongan las armas no puede ignorar sus responsabilidades jurídicas; sin embargo, si este proceso se basa exclusivamente en una lógica punitiva, la radicalización de los individuos resulta inevitable. Por el contrario, debe adoptarse un enfoque de justicia restaurativa que, a la vez que posibilite la confrontación de los individuos con sus delitos, facilite la construcción de nuevos vínculos con la sociedad. Solo de este modo se fortalecerá el sentido de pertenencia y se hará posible la consolidación de una cultura de paz duradera.

Otra necesidad ineludible es la integración socioeconómica. La educación, el empleo y los programas de apoyo psicosocial constituyen condiciones indispensables para que quienes abandonen las armas puedan reconstruir su vida. La ausencia de tales apoyos puede convertir la dissidencia en un factor de exclusión social y en un catalizador de nuevas dinámicas de violencia. En relación con ello, la creación de mecanismos de diálogo social y de testimonio reviste una importancia crítica. Las narraciones de los excombatientes acerca de sus experiencias no solo permiten afrontar el pasado, sino que también contribuyen a forjar un lenguaje común de paz orientado hacia el futuro.

El proceso de integración exige, además, un enfoque inclusivo y no discriminatorio. El desarrollo de programas específicos para mujeres, jóvenes y exmiembros de distintos orígenes identitarios garantiza que el proceso avance sobre bases de igualdad. Tal inclusión no solo refuerza la confianza, sino que también evita la aparición de una “dissidencia secundaria” en el seno de la sociedad.

Por otra parte, lo que no debe hacerse es tan importante como lo que se debe emprender. La lógica del castigo colectivo y la estigmatización conducen a que quienes han depuesto las armas sean percibidos como una “amenaza potencial”, alimentando prejuicios sociales y empujándolos nuevamente hacia la violencia. De igual modo, reducir a los grupos que se niegan a abandonar las armas a simples elementos “marginales” y prescindibles prepara el terreno para que el conflicto se prolongue bajo nuevas formas.

Otro error grave consiste en priorizar únicamente las medidas de carácter securitario en el proceso de integración. Aunque las acciones militares o policiales puedan proporcionar estabilidad a corto plazo, socavan el desarrollo de una cultura de paz y vacían de contenido el espíritu del proceso. Además, diseñar mecanismos de reintegración para los excombatientes de tal manera que oscurezcan la búsqueda de justicia de las víctimas puede provocar una crisis social de legitimidad. En este punto, la justicia restaurativa debe cumplir una función equilibradora, convirtiendo la voz de las víctimas en un elemento constitutivo de la paz.

En conclusión, la dissidencia no es solo una cuestión de transformación individual, sino también una expresión de la reconstrucción social. Su éxito no depende de una perspectiva centrada en la seguridad, sino de los principios de justicia, clemencia, inclusión y transparencia. En el caso del PKK, la integración tanto de quienes depongan las armas como de quienes aún se resistan solo podrá sentar las bases de una paz duradera si se guía por estos principios.

Influencia Internacional y Dinámicas Internas

En el proceso de paz colombiano, países como Noruega y Cuba desempeñaron un papel de garantes, lo que permitió asegurar en el plano internacional tanto la legitimidad como la continuidad de las negociaciones. En Türkiye, en cambio, nunca se activó un mecanismo de este tipo: los intentos de paz se desarrollaron en gran medida bajo la sombra de los equilibrios de la política interna. En el proceso reanudado en 2025, la situación es similar: el éxito o el fracaso dependen directamente de las dinámicas políticas internas de Türkiye, de las estrategias adoptadas por los partidos de gobierno y de oposición, y del grado de apropiación que la sociedad otorgue a la paz.

En este marco, las oportunidades que el proceso ofrece a Türkiye resultan significativas. Ante todo, la decisión del PKK de abandonar las armas tiene el potencial de reforzar el clima de seguridad interna, lo que a su vez abriría un mayor espacio para el desarrollo económico y la profundización de la democratización. Al mismo tiempo, este avance fortalece la posición de Türkiye en el terreno de la diplomacia regional, contribuyendo a proyectar una imagen de actor pacífico en sus relaciones con Irak, Siria y Europa. En el plano social, la superación del conflicto podría ampliar la capacidad de convivencia entre diferentes identidades y sentar las bases para el desarrollo de una nueva cultura de participación política.

No obstante, el proceso encierra amenazas serias. La ausencia de garantes internacionales deja la construcción de confianza entre las partes únicamente en manos de declaraciones de buena voluntad, lo que vuelve el proceso frágil. En el plano interno, la primacía de cálculos políticos de corto plazo aumenta el riesgo de instrumentalización de las iniciativas de paz. Asimismo, la posible dissidencia de grupos que rechacen el desarme constituye un factor persistente de amenaza para la dimensión de seguridad. A ello se suma el riesgo de que surjan percepciones problemáticas en torno a la “justicia”: la marginación de las voces de las víctimas o la falta de transparencia podrían debilitar el apoyo social al proceso.

En este punto, la experiencia de Irlanda del Norte resulta especialmente ilustrativa: en el proceso con el IRA, actores internacionales como Estados Unidos y la Unión Europea desempeñaron un papel activo como facilitadores, creando mecanismos que mitigaron los problemas de confianza entre las partes. Además, la inclusión social y en particular la incorporación de las voces de las comunidades víctimas contribuyó de manera decisiva a la consolidación de la paz.

Así, el proceso de paz iniciado en Türkiye en 2025 ofrece una oportunidad histórica, pero al mismo tiempo está rodeado de amenazas que podrían llevar a su fracaso. Su éxito no depende únicamente de la determinación del poder político, sino también del fortalecimiento de la participación social, del incremento de la transparencia y de la implementación de medidas inclusivas orientadas a la construcción de confianza.

Contrato Social

Estas tres experiencias nos muestran lo siguiente: la paz no es únicamente el instante en que callan las armas; es, al mismo tiempo, un proceso largo, arduo y doloroso de transformación social. Si dicha transformación no se sustenta en la participación de la sociedad, el regreso de la violencia se vuelve casi inevitable. En Colombia, la ausencia de “desarrollo rural” y, en Türkiye, la falta de “participación social” se han revelado como las debilidades más evidentes que amenazan la sostenibilidad de la paz.

La construcción de la paz no se reduce a la firma de un protocolo en una mesa de negociación; se forja en la calle, en el pueblo, en la escuela, en la universidad, en el sindicato y en el parlamento, como un verdadero contrato social. Un proceso de paz que no incorpore a todos los sectores de la sociedad y que quede en manos exclusivas de las élites políticas se asemeja más a un nacimiento muerto que a un nacimiento vivo. La ausencia de participación sofoca la paz antes de que nazca: todo intento en el que la voz, el dolor y la demanda del pueblo no sean incluidos podrá ofrecer esperanza a corto plazo, pero a largo plazo se convertirá en el terreno propicio para la reaparición del conflicto.

Los casos de Colombia, Irlanda del Norte y Türkiye nos dejan, en este sentido, una lección inequívoca: la paz es un proceso que debe nutrirse más allá de la negociación entre el Estado y una organización armada; debe crecer con la voluntad común de toda la sociedad. Si esa voluntad y esa participación no se garantizan, la paz podrá conservar su nombre, pero su espíritu se habrá extinguido hace tiempo.