La Búsqueda de Identidad de Europa o la Historia Europea Frente a La Historia Mundial
En mayo pasado se publicó una carta redactada por el filósofo alemán Jürgen Habermas y firmada por el filósofo francés Jacques Derrida. Este texto, primero difundido en alemán y luego en francés, fue traducido al turco en el número de mayo de 2004 de la revista Yarın. A primera vista, se trata de una declaración de protesta contra la ocupación de Irak por parte de Estados Unidos sin la aprobación de las Naciones Unidas. Sin embargo, los argumentos utilizados para fundamentar esta objeción no solo critican la hegemonía estadounidense, sino que también ofrecen observaciones significativas sobre el lugar de Europa en la política internacional, su posición frente a Estados Unidos y, en última instancia, su identidad histórico-cultural. Si bien esta carta parte de una postura política acertada al rechazar las políticas expansionistas del neoconservadurismo estadounidense, también incurre en contradicciones importantes al abordar la historia y la política desde una perspectiva claramente eurocentrista. Por ello, en las siguientes líneas, abordaremos estas contradicciones desde la óptica de Türkiye y del mundo islámico.
El insistente énfasis del texto conjunto de Habermas y Derrida en la “mentalidad europea” y en el “espacio público europeo” demuestra que Europa atraviesa una profunda búsqueda de identidad. Sin duda, la ocupación de Irak y el expansionismo estadounidense subyacente han contribuido a sacar a la luz esta búsqueda. No obstante, es evidente que el problema va más allá de una simple oposición entre el conservadurismo estadounidense y el liberalismo europeo. Las preguntas que Europa se plantea hoy sobre su identidad y su conciencia de sí misma han sido objeto de debate en el mundo islámico desde hace tiempo: ¿Es Europa, como afirmó en el siglo XIX, un modelo universal? ¿Tienen las sociedades que no aceptan los postulados filosóficos de la Ilustración europea la posibilidad de generar modelos alternativos? ¿Representa Europa una civilización basada en la tradición judeocristiana y, por ende, religiosa, o más bien una unidad político-geográfica sustentada en una visión secular del mundo? Si Europa, como sostenemos, se funda en la síntesis, operada durante la Ilustración, de la tradición judeocristiana simbolizada por Jerusalén y de la cosmovisión secular representada por Atenas, ¿hasta qué punto es coherente que la Unión Europea se defina como una entidad política pura, independiente de los valores y supuestos religiosos occidentales?
La defensa de la primacía del derecho internacional frente al hegemonismo estadounidense por parte del dúo Habermas-Derrida debe ser, sin duda, reconocida. Sin embargo, el hecho de que este llamado se haga con el propósito de asegurar el futuro de Europa, y de que no se ofrezca ninguna propuesta concreta sobre cómo lograr ese objetivo, debilita considerablemente el argumento. La presentación de Europa como una “comunidad política” alternativa a Estados Unidos refuerza la impresión de que el texto se basa en una concepción eurocentrista de la historia y la geografía. Sin embargo, resulta insostenible pretender ofrecer un marco explicativo de los asuntos políticos globales reduciendo los actores del mundo exclusivamente a Europa y Estados Unidos. La necesidad de análisis “multi-actores” es evidente para superar la estrechez mental y cultural que sufrimos en el campo de las relaciones internacionales y la globalización. La perspectiva que sigue concibiendo el mundo en estos términos, que describe a Türkiye como un “puente” entre Oriente y Occidente, entre el pasado y el futuro, entre lo moderno y lo tradicional y que, al hacerlo, relega a Türkiye y al mundo islámico al papel de elementos pasivos de esta dicotomía refleja claramente los límites del marco referencial unidimensional adoptado también por el texto de Habermas y Derrida.
Resulta curioso que, ya en 1938, Peyami Safa, en su obra Reflexiones sobre la Revolución Turca, imaginara a Türkiye como el “lecho nupcial” entre Oriente y Occidente, lo que muestra cuán profundamente arraigada está esta visión en nuestra historia. Safa decía, hace casi setenta años: “Y si, como sugiere A. Suares, Asia puede concebirse como lo femenino y Europa como lo masculino, nosotros también, con una fantasía similar, podemos señalar a Türkiye como el lecho nupcial de ambos continentes, el punto más dominante y más bello de su unión” (p. 116).
¿Dónde comienza y dónde termina Europa?
La forma en que Europa se define a sí misma, y los valores sobre los cuales lo hace, así como la cuestión de si estos valores pueden ser considerados universales o no, tienen su ejemplo más significativo y que nos concierne directamente en el tema de la adhesión de Türkiye a la Unión Europea. Si analizamos esta cuestión no desde la perspectiva de si Türkiye cumple o no con los criterios requeridos para ser candidata, sino desde el punto de vista de la autopercepción europea, la pregunta se vuelve inevitable: ¿Dónde comienza y dónde termina Europa, no solo en términos geográficos, sino también en términos políticos y morales?
Como señala Stuart Hall en su obra Questions of Cultural Identity, toda identidad comienza por definir lo que no es propio, lo que queda excluido. Sin embargo, no es posible alcanzar una coherencia interna simplemente designando al “otro” como objetivo. En este sentido, la pregunta de qué define o definirá las fronteras exteriores de la identidad europea adquiere relevancia. A lo largo de la historia, el mundo islámico y Türkiye en su centro ha sido percibido como el «otro» de la identidad occidental. La dificultad de determinar la posición de Türkiye dentro de la identidad europea sigue siendo uno de los principales obstáculos del proyecto de una identidad común europea. Paradójicamente, Europa, al intentar definirse como distinta dentro de la civilización occidental, se ve obligada a situar a Estados Unidos como su otro. Esta tensión intelectual entre Europa y Estados Unidos tiene su origen en esta paradoja: ¿Cómo ha surgido una ruptura filosófica entre los valores que Europa dice encarnar y la cultura política estadounidense, la cual, aunque alimentada por las mismas fuentes, supuestamente ha vaciado de contenido dichos valores?
En resumen, el hecho de que Europa construya a Estados Unidos como un “otro” y que al mismo tiempo ignore o minimice al mundo islámico como si fuera un actor prescindible, evidencia que cualquier definición de identidad europea no podrá superar su sesgo eurocentrista. La carta de Derrida y Habermas ofrece indicios significativos al respecto.
La insistencia de Habermas y Derrida en presentar la tradición judeocristiana como el fundamento de la civilización europea pone de relieve este problema. No está claro que sobre esta base filosófica pueda construirse un modelo de convivencia religiosa y cultural que trascienda la exclusión. De hecho, sabemos que cuando se trata de la adhesión de Türkiye a la UE es decir, de su incorporación al espacio cultural europeo los europeos recurren al argumento del “choque cultural”, el cual, implícita y sutilmente, apunta en realidad a la religión, es decir, al islam. Sin embargo, ¿cómo puede ser que una filosofía europea que afirma la muerte de Dios y la exclusión de la religión de la esfera pública, de pronto considere la religión como un factor relevante cuando se trata de un país musulmán y lo utilice como un criterio político de peso?
Aunque los europeos son, en promedio, menos religiosos que los ciudadanos estadounidenses, cuando la religión se plantea como fenómeno social o cultural, pueden adoptar una postura incluso más “devota” que los propios estadounidenses. Esto demuestra cuán profundamente arraigada está en Europa la necesidad de definirse a sí misma a través de la creación de un “otro”.
En este sentido, la identidad europea insiste en obtener su fuerza no a partir de la autodefinición, sino de la definición de los demás. Habermas y Derrida, dentro de este marco, no ofrecen una nueva perspectiva. En Europa y especialmente en Alemania, patria de Habermas se observa que los debates sobre una identidad común europea siguen refiriéndose constantemente a las fronteras exteriores, y que una de las más importantes sigue siendo el islam como unidad sociocultural y geográfica.
Por eso resulta revelador que la posible adhesión de Türkiye haya comenzado a utilizarse como herramienta en la política interna alemana por parte de los demócratas cristianos. No obstante, también pueden encontrarse argumentos similares en medios afines a la socialdemocracia. En estos textos, el argumento central es que la incorporación de Türkiye diluiría la identidad europea y le haría perder coherencia. Lo que subyace en esta afirmación es la idea de que Türkiye o más precisamente, la cultura, religión e historia que representa debe seguir siendo excluida.
Lo que incomoda aún más a los conservadores europeos, y complica la situación desde su punto de vista, es que los partidarios turcos de la adhesión a la UE desean formar parte del proyecto europeo de integración sin renunciar a su propia cultura. En otras palabras, se trata de una mentalidad musulmana que no coloca a Europa en la cúspide de una jerarquía cultural, sino que la considera como un interlocutor igual. La aceptación de Türkiye por parte de Europa significaría, entonces, la validación de que la Unión Europea no se fundamenta en la religión ni en la cultura, sino en la geografía. Una aceptación de este tipo, sin embargo, no parece algo fácil de digerir ni siquiera para intelectuales como Habermas y Derrida, quienes insisten en destacar la tradición judeocristiana y la cosmovisión secular como los pilares de Europa.
El retorno a la Ilustración
La intención de Derrida y Habermas de volver al modelo de la Ilustración al definir Europa constituye una observación significativa y representa, a su vez, una nueva manifestación del hecho de que Europa no logra liberarse de su visión eurocentrista. Definir la Europa contemporánea a partir del modelo ilustrado formulado en los siglos XVII y XVIII basado en una gran abstracción ahistórica que reemplaza lo trascendente con una razón y una ciencia unidimensionales equivale a afirmar que el motor de la historia sigue limitado a Europa. Por ello, cuando Derrida y Habermas hacen uso de conceptos como “multiculturalismo” o “pluralidad religiosa”, en realidad entienden por estos términos una forma de pluralismo circunscrito exclusivamente a la tradición judeocristiana.
Recordando la tesis planteada por Henri Pirenne en Muhammad and Charlemagne, si el islam no se hubiera expandido hasta los extremos occidentales de Eurasia, hoy tal vez ni siquiera hablaríamos de una entidad histórica y geográfica llamada “Europa”. El proceso que dio origen a Europa que coincidió con su cristianización comenzó cuando, en los siglos VIII y IX, los ejércitos islámicos empujaron hacia el norte a diversos grupos étnicos carentes de una identidad común. Esta dinámica marca, en cierto sentido, el inicio de la historia europea. Observando la demografía actual de Europa y sus áreas de proyección estratégica, resulta evidente que la imagen de Europa ofrecida por Habermas y Derrida se encuentra muy alejada de las realidades concretas.
En suma, el concepto de “Europa”, por más multicultural o globalizado que se presente, no consigue escapar de su esencia eurocentrista. Aunque parezca paradójico, la realidad es que para convertirse auténticamente en un continente universal, multicultural y global, Europa debe renunciar a su pretensión de “europeidad”. Desde las Cruzadas hasta el colonialismo del siglo XIX, pasando por las dos guerras mundiales, el Holocausto y las masacres en Bosnia y Kosovo, Europa ha intentado definirse a sí misma cerrándose al mundo. Pero ya no es viable construir una identidad común europea únicamente delineando sus fronteras exteriores. Tal vez por esta razón, el esfuerzo final de Habermas y Derrida por salvar el proyecto civilizatorio europeo no logra ir más allá de presentar a Europa como un modelo sociopolítico universal. Aunque en su planteamiento se percibe una crítica implícita al hegemonismo estadounidense, la verdadera preocupación parece ser que Europa no renuncie a su pretensión de universalidad.
No obstante, el problema radica precisamente en dicha definición: la “universalidad” invocada no es un discurso que promueve la aceptación de diferentes culturas en un mismo plano, sino una afirmación de que la cultura europea es la única racional, moderna, civilizada, humanista y basada en la libertad y la justicia. En esta narrativa, el elemento sistemáticamente reprimido y marginado es el mundo islámico. El hecho de que, al hacer una revisión crítica de la historia europea, Habermas y Derrida no mencionen las limpiezas étnicas en Bosnia y Kosovo que se produjeron dentro de los límites de la civilización europea y cuyas víctimas fueron musulmanas mientras sí hacen referencia al colonialismo del siglo XIX y al Holocausto, delata una vez más el sesgo eurocentrista de su discurso.
Los desarrollos que ha atravesado la Ilustración europea definida por Habermas como un “proyecto inconcluso” y el proceso de modernización que la acompaña en los últimos ciento cincuenta años, demuestran que el retorno a la Ilustración no puede constituir una vía de salida. A diferencia del proceso de occidentalización del siglo XIX y de la primera mitad del XX, las sociedades no occidentales actuales ya no debaten qué elementos del modelo civilizatorio europeo deben adoptar para generar experiencias propias de modernización. La verdadera pregunta cuyo desenlace es esperado con ansiedad es si existen otros modelos o paradigmas más allá de los valores ilustrados definidos por Europa, y si es así, cómo se producirán y a través de qué procesos.
En paralelo, las sociedades y culturas europeas atraviesan posiblemente más rápidamente que otras una profunda transformación política, demográfica y económica. El modelo europeo que Habermas presenta congelando la historia se basa más en una Europa imaginada que en las realidades sociopolíticas actuales del continente. Por la misma razón, no resulta sorprendente que la carta de Habermas y Derrida, a pesar de sus ambiciosas afirmaciones sobre la futura identidad europea, no dedique una sola línea a las minorías musulmanas que hoy habitan en Europa.
En este contexto, es necesario subrayar que el problema del islam en relación con la identidad común europea no se resolverá simplemente con una decisión negativa sobre la adhesión de Türkiye. Con dinámicas demográficas en constante crecimiento, los musulmanes hacen sentir cada vez más su presencia en países clave de la Unión Europea como Alemania, Francia e Inglaterra, así como en los Países Bajos y Bélgica. Y, sin embargo, continúan siendo excluidos del proyecto de identidad común cuya base filosófica discuten Habermas y Derrida. De manera similar, Europa no ha logrado convertirse en un verdadero destino migratorio para quienes, aun no siendo musulmanes, no comparten una historia común con Europa, como los inmigrantes de la India o China. El fracaso del proyecto de “tarjeta verde” para profesionales del sector tecnológico en Alemania debería ser, antes que nada, objeto de reflexión por parte de los propios europeos.
En resumen, la pretensión de universalidad de Europa no logra trascender su viejo discurso imperialista, uno que no atrae a los demás sino que les impone un camino y una metodología.
Por último, es necesario comentar brevemente lo que representa la defensa de un modelo europeo frente a Estados Unidos en el marco de las relaciones transatlánticas. Puede establecerse aquí una comparación simple: dentro de la civilización occidental han emergido dos reacciones frente a la era posilustrada. Una, representada por Europa, busca regresar a los ideales “modernistas” de la Ilustración como la razón y la ciencia; la otra, representada por Estados Unidos, se basa en un racionalismo instrumental, pragmatismo, expansionismo capitalista y hegemonía política, lo cual podríamos definir como una reacción “posmoderna”. La declaración de Rumsfeld describiendo a los países europeos contrarios a la invasión de Irak como la “vieja Europa” sacó a la superficie esta tensión latente de larga data. El relativo éxito económico y militar de Estados Unidos frente a Europa ha intensificado aún más este problema. El artículo de Paul Kennedy publicado en The Guardian el 24 de junio de 2003 en respuesta a la carta de Habermas y Derrida donde insta a los europeos, casi con ironía, a dejar la filosofía para dedicarse a reformar la ONU, fortalecer su economía y aumentar su capacidad militar no debe interpretarse solo como una expresión del pragmatismo estadounidense. La raíz del problema radica en las consecuencias globales de la competencia entre ambos modelos.
En este sentido, la profunda tensión entre Europa y Estados Unidos no se limita a una amenaza militar o económica. Europa, al igual que otros países, pierde terreno día a día frente a la agresiva y expansiva cultura de entretenimiento estadounidense. La prohibición oficial que impuso Francia hace unos años contra el uso de términos extranjeros principalmente anglicismos en el idioma francés es solo una manifestación de esta preocupación. El modelo estadounidense de sociedad, pluralista y liberal en lo interno, pero expansivo y hegemónico hacia el exterior, no solo inquieta a los países del Medio Oriente que sufren su imperialismo, sino también a Europa. Pero el verdadero problema se sitúa a nivel global: ¿cuáles serán los valores políticos y morales que adoptará la humanidad de ahora en adelante, y qué dirección seguirá?
¿Es inevitable la secularización?
En el marco de este escrito, es necesario al menos aludir brevemente al proceso de secularización que destaca el texto de Habermas y Derrida. Ambos vinculan el relativo éxito de Europa a la secularización del espacio público, afirmando que esta es precisamente la diferencia fundamental del modelo europeo respecto a Estados Unidos y otras experiencias. Es evidente que la evaluación de Habermas alude implícitamente al perfil religioso de la administración Bush y, en general, al carácter “creyente” de la sociedad estadounidense. No obstante, como destacado defensor del humanismo secular, Habermas plantea aquí una tesis más ambiciosa en relación con la organización del espacio público.
Según la perspectiva promovida por Bernard Lewis y otros autores occidentales popularizada especialmente tras los atentados del 11 de septiembre, las sociedades tradicionales basadas en la religión, y especialmente las del mundo islámico, deben pasar por un proceso de secularización profundo, semejante al que experimentaron las sociedades de tradición judeocristiana, para poder integrarse en la esfera pública global. Habermas, quien reitera esta tesis en el capítulo final de su obra The Future of Human Nature, sostiene que los avances de Europa en ámbitos como el derecho, los derechos humanos y la ciudadanía se deben a que ha sustentado su espacio público sobre fundamentos filosóficos seculares.
Sin embargo, esta observación, válida quizás para países como Alemania, Francia u Holanda, no puede aplicarse del mismo modo a naciones como Inglaterra, España o Italia. En estos casos, resulta imposible reducir la aplicación del laicismo a un único modelo. Más aún, el modelo laico que implica la exclusión total de la religión y de los valores religiosos del espacio público (modelo que representa solo una de las muchas formas de laicidad) únicamente puede sostenerse mediante políticas de represión. Incluso la separación institucional entre Iglesia y Estado en las sociedades occidentales no confirma que la religión haya sido completamente marginada o haya perdido su funcionalidad.
Las teorías de la modernización surgidas en la primera mitad del siglo XX predecían que la modernidad y la secularización avanzarían de la mano, y que los modelos exitosos de organización social crecerían necesariamente sobre un fundamento secular. No obstante, al observar hoy tanto Europa como Estados Unidos, e incluso el mundo islámico, Israel y la India, vemos que la religión no ha sido desplazada del espacio público; por el contrario, sigue desempeñando un papel central en la dinámica social. En otras palabras, la disputa entre las visiones seculares y religiosas por ocupar un lugar en el espacio público continúa hoy con mayor claridad que en el pasado.
Tal como sostiene William Connolly en su obra Why I Am Not a Secularist?, la pretensión de estructurar el espacio público exclusivamente sobre principios seculares no posee más legitimidad ni prioridad que los argumentos religiosos. Consciente de esta situación, el propio Habermas reconoce que la secularización representa una barrera entre Occidente y el mundo islámico, así como con otras sociedades tradicionales, y admite que el lema “Dios ha muerto” le ha costado caro a las sociedades occidentales. En este sentido, resulta significativo que Habermas describa a Europa como una sociedad “possecular”. Esto demuestra que las perspectivas desarrolladas por las sociedades islámicas frente al proceso de secularización poseen una relevancia que va más allá del mundo islámico y que puede ofrecer claves importantes incluso para las sociedades occidentales que atraviesan las fases más avanzadas de este proceso.
Volviendo al texto de Habermas y Derrida, conviene mencionar dos paradojas destacables. La primera tiene que ver con Derrida, considerado uno de los padres del análisis posmoderno y cuya filosofía se basa en un radical antirrealismo. Resulta cuanto menos curioso que haya firmado un texto que aboga por un retorno a la Ilustración clásica. ¿Cómo se puede reconciliar la racionalidad reductiva de la Ilustración basada en un dominio epistémico absoluto con la concepción derridiana de la verdad como una construcción puramente lingüística?
En cuanto a Habermas, nos enfrentamos a una paradoja distinta. Según sabemos, es el filósofo europeo contemporáneo que más ha visitado el mundo islámico. Sus conferencias en Egipto, Irán y Türkiye han sido objeto de debate tanto en el mundo musulmán como en Europa. Podemos afirmar, por tanto, que Habermas ha tenido cierto grado de interacción o, al menos, interés por establecerla con el mundo islámico. Sin embargo, el hecho de que dicha interacción no se refleje en absoluto en su obra resulta llamativamente sintomático. Ni en sus libros y artículos recientes, ni en la carta analizada, encontramos referencia alguna al mundo islámico. Este vacío no parece ser fruto del azar, sino, como hemos señalado anteriormente, consecuencia directa del eurocentrismo y de la persistente costumbre de concebir el mundo desde un único centro de referencia.