Hacia el Primer Narcoestado de la Historia: Las Relaciones entre Estados Unidos y Venezuela

La ironía de la historia es la siguiente: cada intento que Washington procura legitimar bajo el discurso del “narco-estado” despierta, en la memoria colectiva de los pueblos latinoamericanos, una renovada evocación de independencia y resistencia. En este sentido, Venezuela no solo es presentada como un país en crisis interna ni únicamente como un territorio estigmatizado con la marca del primer narcoestado de la historia; al mismo tiempo, encarna la posibilidad de erigirse en un nuevo símbolo de resistencia regional.

Las Relaciones entre Estados Unidos y Venezuela, los Planes de Intervención y las Dinámicas Internas

Cada página de la historia latinoamericana, escrita a la sombra de la Guerra Fría, refleja la ardua confrontación entre las intervenciones imperiales y las resistencias internas. Desde la Revolución Cubana hasta el derrocamiento de Allende en Chile, desde las guerras contrainsurgentes en Nicaragua hasta la paramilitarización en Colombia, toda la memoria de la región lleva inscritas las huellas de los enfrentamientos entre los intereses de Washington y las búsquedas de libertad de los pueblos.

Hoy el escenario se erige sobre Venezuela. Este país, que posee las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo, se ha convertido en el epicentro de uno de los regímenes políticos más controvertidos del siglo XXI y, a los ojos de Washington, en el símbolo mismo del discurso sobre el “narco-estado”. Para sus partidarios, el gobierno de Caracas representa la última fortaleza de resistencia frente al imperialismo; mientras que para la oposición y los medios occidentales encarna la corrupción, la deriva autoritaria y la connivencia con la economía del narcotráfico.

La posibilidad de una intervención militar, planteada durante la administración de Donald Trump, reavivó en la memoria regional los ecos de Bahía de Cochinos. Para las sociedades latinoamericanas, semejante perspectiva no solo implicaría el futuro inmediato de Venezuela, sino que además pondría en riesgo el legado de independencia de todo un continente y la integridad regional.

Si llegara a concretarse una intervención estadounidense, Venezuela pasaría a ser registrada no únicamente como el centro de una crisis regional, sino también como el primer “narco-estado” oficial de la historia. Tal denominación dejaría de ser un mero concepto propagandístico para asentarse en el derecho internacional y en la literatura política. Este acontecimiento revelaría, una vez más, la vulnerabilidad de América Latina frente a las injerencias externas, y convertiría a Venezuela en un laboratorio permanente de la competencia entre potencias globales.

La verdadera relevancia de este escenario reside en mostrar que los reflejos intervencionistas de Estados Unidos continúan operando bajo la lógica de la Guerra Fría. Una eventual intervención en Venezuela no podría explicarse únicamente por el petróleo o el narcotráfico; se enmarcaría también en el esfuerzo por limitar la influencia de China y Rusia en América Latina y por mantener el futuro del continente dentro de un orden centrado en Occidente.

En definitiva, Venezuela parece destinada a ocupar el centro de una encrucijada histórica: o bien convertirse en el núcleo de un porvenir independiente reconstruido por la voluntad de sus propios pueblos, o bien ser moldeada por las intervenciones externas bajo la narrativa del “primer narco-estado” de la historia.

La Evolución de las Relaciones entre Estados Unidos y Venezuela: Del Petróleo al Discurso del Narcoestado

El eje fundamental de las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela ha sido, históricamente, la seguridad energética. Desde mediados del siglo XX, el petróleo venezolano funcionó como la sangre que recorría las venas de la industria estadounidense. Especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, Venezuela no solo fue concebida por Washington como un proveedor indispensable de crudo, sino también como un aliado estratégico en el Caribe.

Hoy, Venezuela posee aproximadamente 300 mil millones de barriles de reservas probadas de petróleo (según datos de BP y de la OPEP), lo que la convierte en el país con las mayores reservas del mundo, incluso por encima de Arabia Saudita. Se estima que estas reservas representan un potencial superior a los 20 billones de dólares a precios actuales. Sin embargo, semejante abundancia lejos de traer estabilidad, generó fragilidad: el denominado “mal holandés” convirtió a Venezuela en una economía casi totalmente dependiente del petróleo.

Durante el gobierno de Hugo Chávez, los altos precios del crudo proporcionaron ingentes recursos financieros, empleados en el sostenimiento de políticas sociales. No obstante, la caída de los precios arrasó con el equilibrio presupuestario y precipitó al país hacia la hiperinflación y la crisis de deuda. En la década de 2010, el gobierno de Nicolás Maduro intentó gestionar este colapso estructural mediante métodos autoritarios, sin lograr frenar el deterioro económico y social. Para Washington, Venezuela dejó de ser un socio energético y pasó a representar, bajo el rótulo del “socialismo bolivariano”, una amenaza política directa a la hegemonía estadounidense.

En particular, durante la década de 2010, el gobierno de Maduro, en medio de la debacle económica, la insatisfacción social y las oleadas migratorias, fue señalado por Estados Unidos con la acusación de ser un “narco-estado”. Lo que endureció el discurso norteamericano fueron las denuncias sobre la implicación de altos mandos militares y políticos en el tráfico de drogas. Estas imputaciones, respaldadas por informes de la DEA y por acusaciones del Departamento de Justicia, se proyectaron al escenario internacional. De este modo, Venezuela comenzó a ser aislada no solo como un país en crisis y en proceso de autoritarismo, sino también bajo la estigmatización de convertirse en el primer “narco-estado” de la historia.

La incidencia de la economía de la droga en Venezuela no se limita a la corrupción de las élites políticas. Las redes transfronterizas establecidas con los carteles colombianos transformaron al país en un corredor de tránsito y, al mismo tiempo, en parte de la cadena de producción de cocaína. Esta realidad fortaleció a actores armados no estatales, favoreció la paramilitarización de las zonas fronterizas y permitió que el crimen organizado permease la vida cotidiana. En términos económicos, el narcotráfico se erigió como fuente alternativa de ingresos frente al colapso de la economía oficial, vinculando de manera directa o indirecta a miles de familias con estos mercados informales.

Las consecuencias humanitarias resultan aún más devastadoras. Las redes del narcotráfico captan con facilidad a jóvenes de sectores empobrecidos, utilizándolos tanto en el mercado interno como en las rutas internacionales de contrabando. Este proceso ha generado la desvinculación de la juventud respecto a la educación y al empleo, incrementando los índices de violencia, homicidios y desplazamientos forzados. En la crisis migratoria venezolana, que se extiende hacia los países vecinos, la violencia ligada al narcotráfico y su economía desempeña un papel innegable como factor detonante.

En este marco, la inmensa riqueza energética de Venezuela se ha convertido paradójicamente en el sustento del régimen y, al mismo tiempo, en el argumento central de las presiones internacionales. La magnitud de las reservas encierra la capacidad de convertir al país en una de las economías más prósperas del planeta; sin embargo, bajo la sombra de la economía de la droga, dicho potencial se ha transformado en una “maldición” que profundiza tanto la vulnerabilidad interna como la externa de la nación.

Los Planes de Intervención durante la Era Trump y la Sombra de Bahía de Cochinos

La presidencia de Donald Trump reavivó los reflejos intervencionistas hacia América Latina. La retórica de la “opción militar para Venezuela”, pronunciada en repetidas ocasiones en el Despacho Oval, parecía una versión actualizada de un guion extraído de los archivos de la política exterior estadounidense. En reuniones con sus asesores, Trump llegó a plantear abiertamente la posibilidad de un ataque directo contra Venezuela; según algunas fuentes, tal propuesta incluso causó sorpresa entre sus propios aliados.

Este enfoque no respondía únicamente a un reflejo de política exterior, sino también a una estrategia orientada al ámbito interno. El objetivo era enviar un mensaje contundente a los votantes de origen latino en Estados Unidos, particularmente a las comunidades cubana y venezolana de Florida. Adoptar una postura firme frente a los regímenes autoritarios no solo buscaba otorgar ventajas frente a los demócratas, sino también reactivar una memoria anticomunista aún latente en América Latina.

El plan se configuraba bajo la sombra de un espectro histórico: la invasión de Bahía de Cochinos en 1961. Aquella operación, concebida para derrocar la revolución de Fidel Castro, terminó en un fracaso rotundo pese al respaldo estadounidense. La movilización popular, la fuerza de la resistencia local y los errores de planificación tuvieron un alto costo para Washington. El prestigio de Estados Unidos quedó dañado, mientras que en América Latina se fortalecieron los sentimientos antiimperialistas.

Una posible intervención en Venezuela evocaba ecos de esa misma sombra. Porque no solo debía calcularse la resistencia exterior, sino también la interna. El gobierno de Maduro, además de mantener bajo estricto control el aparato estatal, podría movilizar tanto a milicias civiles como a la base organizada del movimiento bolivariano en torno a un marco de “resistencia nacional”.

En tales circunstancias, el escenario previsto por Estados Unidos de un “rápido cambio de régimen” fácilmente podría transformarse en una guerra de desgaste. Además, una intervención de este tipo no se limitaría a Caracas y Washington, sino que tendría profundas repercusiones en toda América Latina. Numerosos países de la región interpretarían una operación militar unilateral como la continuación de la cadena de golpes e invasiones del siglo XX. Ello incrementaría el aislamiento diplomático de Washington y abriría a su vez nuevos espacios de influencia para actores globales como China y Rusia.

Los planes de intervención militar en Venezuela, articulados durante el mandato de Trump, no constituían únicamente un proyecto bélico: se inscribían en la confluencia de traumas históricos y cálculos geopolíticos contemporáneos. De haberse materializado, tal empresa habría quedado registrada en la historia latinoamericana como una nueva versión de Bahía de Cochinos y habría infligido un golpe adicional al prestigio internacional de Estados Unidos.

Dinámicas Internas: Posibles Escenarios ante una Intervención en Venezuela

Las dinámicas internas de Venezuela convierten cualquier eventual intervención en un escenario sumamente complejo. Tres elementos fundamentales resultan particularmente significativos en este contexto:

Estructura Militar y Dinámicas de Conflicto

El pilar más sólido del régimen de Maduro es el ejército. Los altos mandos militares se encuentran estrechamente vinculados al poder tanto por intereses políticos como económicos. En caso de una intervención externa, una parte considerable de las fuerzas armadas venezolanas podría movilizarse en defensa del régimen. Ello implicaría que, al igual que en Bahía de Cochinos, la fuerza invasora se toparía con una resistencia inesperada desde el interior.

Polarización Social y Potencial de Resistencia

Aunque la mayoría de la población enfrenta una severa crisis económica y la oposición se muestra fragmentada, lo que dificulta la construcción de una alternativa unificada, el orgullo nacional podría operar como un factor aglutinador. Una intervención apoyada por Estados Unidos corre el riesgo de provocar la convergencia de distintos sectores —incluso de algunos opositores a Maduro— en una plataforma común de “antiimperialismo”, generando así una inesperada cohesión en defensa de la soberanía.

Impactos Regionales y Proyecciones Geopolíticas

La memoria histórica de América Latina está marcada por las prácticas intervencionistas de Estados Unidos. En un espacio que abarca desde Brasil hasta Argentina, y desde México hasta Cuba, un ataque contra Venezuela desataría no solo reacciones en Caracas, sino también una oleada de rechazo en la opinión pública regional. Además, los vínculos estratégicos que Rusia y China han tejido con el gobierno de Maduro dotan a cualquier intervención de un potencial que trasciende lo regional para transformarse en una crisis de carácter global.

¿El Sueño de la Gran Colombia?

La eventual intervención estadounidense, reavivada durante la era Trump, no puede leerse únicamente como un intento de derrocar al régimen de Maduro, sino también como un escenario con capacidad de transformar el mapa político de América Latina en el futuro. A los ojos de Washington, Venezuela no era solo un “narco-estado”, sino también el epicentro de la inestabilidad regional. Por ello, la idea de una intervención implicaba mucho más que un simple cambio de régimen en un país: apuntaba a reconfigurar los equilibrios de todo el subcontinente.

En este punto reaparece un viejo anhelo histórico: el ideal de la Gran Colombia. El proyecto concebido por Simón Bolívar una federación que integrase a Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador, aunque fracasó en el siglo XIX, ha permanecido como una sombra persistente en la política latinoamericana.

El hecho de que la administración Trump pusiera sobre la mesa opciones militares contra Venezuela fue interpretado en ciertos círculos regionales como un intento de moldear, por vías externas, ese sueño de unidad, aunque de manera inversa a su concepción original.

Si llegara a producirse un cambio de régimen como el que Washington proyectaba, las coordenadas políticas no solo de Caracas, sino de todo el norte de Sudamérica, podrían verse alteradas. La estrecha cooperación militar de Colombia con Estados Unidos, las búsquedas de equilibrio regional por parte de Brasil y la fragilidad política interna de Ecuador indican que una transformación forzada de Venezuela tendría el potencial de empujar a la región hacia un nuevo ciclo, ya sea de integración o de fragmentación.

En consecuencia, las opciones militares contempladas bajo el mandato de Trump se presentan en la historia latinoamericana no solo como un escenario de intervención, sino también como una discusión geopolítica atravesada por el espectro del sueño de la Gran Colombia: ¿será una integración forjada por la mano de potencias externas o un proceso nacido de la voluntad soberana de los pueblos?

Posibles Actitudes de los Países de la Región

Una eventual intervención estadounidense no solo alteraría los equilibrios internos de Venezuela, sino que también impactaría de manera directa en las orientaciones políticas de toda América Latina. Las respuestas de los países de la región se configurarían tanto a partir de sus dinámicas internas como de la naturaleza de sus vínculos con Washington:

Colombia: Desde hace tiempo constituye el aliado más cercano de Estados Unidos en materia de seguridad. En caso de una intervención, es el país con mayores probabilidades de alinearse con Washington. Sin embargo, la fragilidad del proceso de paz posterior a las FARC podría suscitar reacciones sociales adversas frente a dicha decisión.

Brasil: Aunque durante la era Bolsonaro predominó una tendencia de acercamiento hacia Estados Unidos, la tradición diplomática brasileña se ha caracterizado por mantener distancia frente a las intervenciones extranjeras en América Latina. Por ello, si bien el gobierno podría manifestar apoyo retórico a Washington, a largo plazo evitaría asumir los costos de una eventual desestabilización regional.

México: Como una de las naciones que más padeció los efectos de la Doctrina Monroe, México se opondría abiertamente a cualquier acción militar estadounidense. Particularmente bajo administraciones de orientación progresista, un ataque contra Venezuela sería interpretado como una nueva amenaza contra la independencia latinoamericana.

Cuba y Nicaragua: Cuba, con su tradición revolucionaria y la experiencia histórica de Bahía de Cochinos, se erigiría en el principal sostén de Venezuela. Nicaragua adoptaría una postura similar, mostrando un firme rechazo hacia Washington. Ambos países calificarían la intervención como una resurrección del imperialismo y reforzarían sus lazos de solidaridad con Caracas.

Argentina y Chile: Las reacciones dependerían en gran medida de la orientación ideológica de los gobiernos en turno. Las administraciones progresistas rechazarían la intervención y apostarían por la diplomacia regional, mientras que los gobiernos de corte más conservador adoptarían posiciones más cautelosas, priorizando sus vínculos con Washington.

Opinión pública regional: Las intervenciones estadounidenses forman parte de una memoria histórica aún viva en América Latina. Por ello, incluso si las posturas oficiales de los gobiernos difieren, es previsible que la mayoría de las reacciones sociales converjan en torno a un sentimiento común de rechazo a la injerencia externa, articulado en un fuerte eje “antiimperialista”.

Las Posibles Reacciones de China y Rusia

Una eventual intervención militar de Estados Unidos en Venezuela no solo alteraría los equilibrios políticos de América Latina, sino que también impactaría en uno de los frentes más frágiles de la competencia entre las grandes potencias. En este escenario, resulta inevitable que las respuestas más significativas provengan de Pekín y de Moscú.

Desde 2007, China se ha convertido en el mayor acreedor de Venezuela al otorgarle créditos por aproximadamente 60 mil millones de dólares, consolidando su presencia en la economía venezolana a través de acuerdos petroleros de largo plazo e inversiones en infraestructura. Por ello, la opción militar de Washington amenaza directamente tanto sus intereses financieros como sus posiciones estratégicas en el hemisferio occidental. Frente a esta situación, Pekín evitaría involucrarse de manera militar directa, pero intensificaría su voz en plataformas diplomáticas, especialmente en las Naciones Unidas, defendiendo la soberanía venezolana y tratando de arrastrar la intervención estadounidense hacia una crisis de legitimidad. Para China, el asunto no se limita a la seguridad de un proveedor energético, sino que incluye también la protección del pilar latinoamericano de la Iniciativa de la Franja y la Ruta.

Para Rusia, Venezuela representa un socio privilegiado en el que confluyen intereses económicos y cálculos estratégicos. Las inversiones petroleras realizadas a través de Rosneft, los préstamos multimillonarios y las ventas de armamento durante años han tejido un vínculo que Moscú considera prácticamente intocable. Una intervención estadounidense pondría en riesgo estas inversiones y acreencias. De ahí que el Kremlin, sin necesidad de enviar tropas regulares, reforzaría su apoyo a Maduro mediante asistencia logística, inteligencia y suministro de armas. Más aún, Moscú concibe a Venezuela como una carta de negociación en el tablero global frente a la expansión de la OTAN; por tanto, la intervención de Washington no sería vista únicamente como un acontecimiento regional, sino como un desafío estratégico directo.

Para ambas potencias, Venezuela adquiere un significado que trasciende los límites latinoamericanos. Una acción militar unilateral de Estados Unidos sería percibida como un intento de consolidar un orden hegemónico, y esa percepción conduciría a una firme condena internacional por parte de Pekín y Moscú. China recurriría a sus instrumentos económicos y diplomáticos, mientras que Rusia ampliaría sus canales de apoyo estratégico y militar: métodos distintos, pero orientados en un mismo eje de resistencia a los planes de Washington.

En última instancia, Venezuela no es solo el epicentro de sus crisis internas y de los frágiles equilibrios latinoamericanos, sino también el nudo simbólico de la competencia global entre grandes potencias en América del Sur. Una eventual intervención estadounidense amenazaría tanto la influencia económica de China como las inversiones estratégicas de Rusia, y significaría además una confrontación directa con la visión multipolar que ambos promueven conjuntamente.

¿Se repetirá la historia?

El discurso estadounidense del “narco-estado” y las opciones militares planteadas durante la presidencia de Trump reactivan un dilema ancestral en la historia latinoamericana: ¿intervención imperial o resistencia nacional? La resistencia cubana en Bahía de Cochinos permanece como una lección histórica imborrable. Una eventual intervención en Venezuela podría transformarse en una lucha en la que no solo estaría en juego la supervivencia del régimen de Maduro, sino también la afirmación del orgullo nacional.

La ironía de la historia radica en que cada intento de Washington por legitimar su accionar mediante la narrativa del “narco-estado” reaviva en la memoria colectiva de los pueblos latinoamericanos nuevas resonancias de independencia y resistencia. De este modo, Venezuela no sería únicamente un país en crisis interna ni un territorio estigmatizado como el primer narco-estado de la historia, sino también un candidato a convertirse en el nuevo símbolo de la resistencia regional.